Martín Rangel, aun conservando su barba negra, mantenida durante los cuarenta y tantos meses de aislamiento, acarició los cabellos de su cara y entonces sentenció a la Seguridad Nacional:
–Pero el resto de dos mil ochocientos se convertía en enemigos del Gobierno al reunirse con los otros presos y comentar las injusticias, las arbitrariedades y las torturas del servicio de Pedro Estrada. Quienes teníamos convicciones, escuela y experiencia política señalábamos cada punto importante de la situación. Los libros que subrepticiamente y por la absoluta ignorancia de los policías podíamos penetrar en las celdas, eran una llama viva de ambiente revolucionario. A la larga, como fueron pocas las personas no lesionadas por la dureza y las injusticias, todo Venezuela conocía a fondo la inminente necesidad de despertar. El nuevo año trajo la resurrección de la bravura nacional.
No cabe duda que las mismas observaciones de Martín Rangel, en cuanto a su vida de presidiario, la haría cualquier otro secuestrado de Seguridad Nacional. El preso inexperto, llevado a los calabozos porque vio o dijo algo, o, simplemente porque era “sospechoso”, se convertía fácil y rápidamente en un combativo venezolano, al lado de los torturados, los perseguidos y en general de todas las víctimas físicas o morales de la dictadura.
–Me he sorprendido –indicó Rangel– al salir del Obispo y descubrir dentro de la gente que trabajó abiertamente contra el Gobierno pasado en sus últimos meses, a muchos hombres que no eran políticos, que pudieron permanecer separados de la maquinaria antiperezjimenista, pero que algunos meses o algunas semanas al calor de otros reclusos de Guasina, Bolívar, el mismo Obispo, o cualquier otro penal de Pedro Estrada, bastaron para instruirle sobre lo que son sus derechos y sobre lo que estaba ocurriendo entre las salas de torturas de la Seguridad Nacional en todo el país.
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