Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

     Friedrich Gerstäecker nació en Hamburgo, en 1816. Se le conoce como escritor y buen prosista. En 1837 había viajado a los Estados Unidos donde se dedicó a distintos oficios para mantenerse. Estuvo en el norte de América hasta 1843. La experiencia que acumuló en este período la vertió en escritos de textura literaria. Sus obras más conocidas son Los reguladores en Arkansas y Los piratas en el río Mississipi. Se convertiría así en un escritor reconocido y con lo que consiguió un sustento. Fue hijo de dos cantantes de ópera.

     En 1849, cuatro años después de haber contraído matrimonio, volvió a América, esta vez a la parte sur. Luego pasaría por Australia y regresaría a Europa en 1852. De nuevo regresaría a Suramérica entre 1860 y 1861. Su último viaje a este continente lo llevó a cabo en 1867 y estuvo en Venezuela en 1868. Murió en Braunschweig en 1872, justo cuando se preparaba para un viaje a Asia y la India. Dejó escrita una vasta obra relacionada con diarios de viaje, cuentos y novelas.

     Las primeras líneas que redactó sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto o rada abierta, tal cual lo calificó, “en medio de sus cocoteros y dominado por las poderosas laderas de los cerros cubiertos de verdes bosques, de una belleza encantadora”. Consideró una verdadera lástima que no se aprovecharan las condiciones naturales para construir un buen puerto, así como la extensión de una vía férrea en declive y sin locomotora. “Es más, con el terreno que se ganaría, estaría prácticamente pagado el trabajo. Pero los descendientes de los españoles son indolentes y no explotan ni siquiera lo que ya los españoles dejaron hecho, mucho menos crearían algo nuevo”.

     En referencia a lo observado en La Guaira escribió que el “verdadero puerto” estuvo situado al lado oeste, al igual que las ruinas dejadas por el terremoto de 1812, “que arrasó también Caracas”. Describió haber presenciado los restos de una antigua iglesia y que entre sus escombros crecía la vegetación constituida por árboles y arbustos. “Bien porque a la gente le pareciera demasiado laborioso tumbar la vieja mampostería y volver a fabricar en el mismo lugar, o porque temieran nuevos movimientos sísmicos, el caso es que se mudaron más hacia el este, para construir allá la nueva ciudad, y, sin embargo, en el nuevo sitio están más estrechados por las rocas de lo que lo estaban en el sitio antiguo y ciertamente están expuestos al mismo peligro”.

     Al observar esta situación no desaprovechó la oportunidad para plantear comparaciones de lo que estaba presenciando y lo precisado en los Estados Unidos, así como en su país de nacimiento. Del país del norte señaló el aprovechamiento productivo que se hacía de cada palmo de terreno, consideración a la que sumó “es un espectáculo verdaderamente extraordinario ver aquí un puerto que, en su calidad de portal de un país inmensamente rico, deja amontonada en su inmediata vecindad un cúmulo de ruinas y no sabe siquiera qué hacer del espacio inutilizado – pues ni aun espectros hay allí, con los que nosotros al menos de inmediato hubiéramos poblado una ciudad derruida en nuestro país”.

     Al inicio de su descripción de la ciudad de Caracas lo primero que anotó era que la había imaginado de calles anchas y casas de baja altura y rodeadas de espléndida vegetación. Reconoció que había errado con su figuración, excepto por la vegetación que se presentaba de modo dadivoso. La inicial sorpresa tuvo que ver con la iluminación artificial la cual era a base de gas. En cuanto a las casas si eran chatas, sin azoteas o planas como en las ciudades españolas, pero de techos oblicuos cubiertos de tejas, mientras las calles eran estrechas.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

     Una de las cosas que atrajo su atención, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella como comerciantes. Ya en La Guaira se había topado con algunos oriundos de su país y que, al hacer referencia a sus esposas, señaló que las mujeres eran “realmente hermosas”. Añadió que en esta capital los alemanes habían contraído matrimonio con damas criollas y descendientes de españoles. De los niños que conoció de estas coyundas indicó “Es verdad que no he encontrado en ningún país tantos muchachos bonitos como en Venezuela”.

     Acerca de quienes calificó como “familias cultas” expresó que estaban más cerca de Europa, más “que, en ninguna otra parte del continente sudamericano, como de hecho ya están más próximos por su situación geográfica”. Apreció en ellos el dominio de la lengua francesa, inglesa y alemana. De los descendientes de estas coyundas expresó que se comunicaban en español y que se preocupaban por mantener la lengua de sus progenitores.

     De los alemanes residentes en Caracas, así como en La Guaira y Puerto Cabello, indicó que se dedicaban al comercio. Aunque también se topó con artesanos. 

     Mostró sorpresa al no ver médicos de nacionalidad alemana, contó haber conocido uno en La Guaira pero que no tenía trato con sus paisanos. De los alrededores de Caracas expresó que eran “maravillosos”. Esto lo evidenció al observar la producción de café, caña de azúcar y cambures. Lamentó, en cambio, haber visitado la ciudad en tiempos de sequía por lo que no pudo apreciar el fresco y abundante verdor de la temporada lluviosa. Escribió haber disfrutado los paseos a caballo, acompañado de paisanos alemanes y ver paisajes hermosos. Anotó que al remontar el Guaire era notorio la fertilidad de la tierra.

     Cerca de este lugar se había encontrado al “general negro Colina” quien, según escribió, era el azote del lugar y que la gente lo llamaba “El Cólera”. Éste se encontraba en compañía de sus subalternos, todos integrantes de una tropa gubernamental. A propósito de este fortuito encuentro y de observar las consecuencias de sus acciones para con los pobladores que habían huido de la zona por temor o porque les habían arrancado lo poco que poseían, escribió “hasta a uno mismo había de sangrarle el corazón de ver cómo una administración deplorable e inconsciente maltrataba, chupaba y pisoteaba este bello país… al borde de las carreteras todo era desolación, como si una plaga de langostas hubiera pasado sobre los campos de maíz, y es que estos señores habían procedido a semejanza de estos terribles insectos”.

     En su narración expuso ante los potenciales lectores haber encontrado en el camino grupos integrados por tres o cuatros hombres armados que arreaban pequeños rebaños de ganado, a lo que agregó “robadas, por supuesto”. Según constató las obtenían de algunas familias, “sin importarles un comino si la familia poseía solo aquella vaca y vivía de ella. Había, desde luego, una constitución en el país, pero no había ley: el general negro Colina mandaba en el lugar donde se encontraba de momento con sus pandillas, y donde él estaba no había apelación ante una instancia más alta”.

     Más triste le parecieron los lugares por donde pasaban y al observar cuatro casas edificadas, tres estaban deshabitadas porque sus ocupantes habían tenido que huir a otro lugar. Adjudicó esta situación a la forma como actuaban la soldadesca al estilo de Colina y los suyos. A esta aseveración agregó: “¡Quién hubiera aceptado vivir entre esa chusma pudiendo irse de alguna manera! Pero en las restantes viviendas se habían instalado los propios soldados, que acampaban delante de las puertas con los fusiles recostados a su lado o se entretenían jugando barajas, pero también se nos acercaban pordioseando concienzudamente dondequiera que encontraban la ocasión”.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

     Escribió que en el camino se habían topado con el general Colina y sus acompañantes, un “pardo y otro amarillo”. Se le notaba muy enojado. Venía de la ciudad. “Probablemente había querido conseguir dinero para sus oficiales – porque a los soldados no se les daba nada – y obtenido, en cambio, como de costumbre, un vale para la aduana”.

     De acuerdo con Gerstaecker situaciones como la descrita por él era una de las peculiaridades de las actuaciones del presidente Juan Crisóstomo Falcón. Quien conseguía recursos para mantenerse a sí mismo, porque los soldados, que lo mantenían en el poder, no podían conseguir lo necesario para vivir, y para su sustento se veían constreñidos a robar. “El presidente no robaba sino para sí”.

     Lo que vio en el campo también lo presenció en la ciudad capital, es decir, “un bochinche espantoso”. Según narró, algunas acciones que presenció le parecieron cómicas. Dijo que cuando un gabinete dimitía llegaban otros con un “nuevo enjambre de funcionarios”. 

     Para dar mayor vigor a este argumento expuso ante los lectores que cuando se despedía a los secretarios de un ministerio, “se llevaban no solamente todo el papel, sobres y plumas, comprados después de todo por cuenta y crédito del Estado”. Al llegar los nuevos funcionarios debían, agregó, por cuenta propia, proveerse de los materiales necesarios para el funcionamiento del ministerio. “Esto suena, de hecho, inverosímil, pero es, no obstante, verdad y puede ofrecer una visión del estado de cosas que reina en todas estas repúblicas con sus constantes cambios de gobierno”.

     Sin embargo, el paisaje natural le parecía deslumbrante y exuberante. Los paseos más hermosos, contó, los realizó montado a caballo. Por los linderos de Caracas observó plantaciones de café. De éstas señaló que en esta comarca se cultivaban cobijados por árboles de sombra, “lo que da a tales plantaciones algo de europeo”. Según se había informado por la vía que transitó se había programado una línea de ferrocarril. Esto lo llevó a escribir “Tiempos tranquilos en Venezuela” y con ello ratificar la falta de compromiso para cumplir con lo dispuesto.

     En referencia con este plan ferrocarrilero, que no llegó a cristalizar, escribió que había experimentado gran asombro al ver algunos vagones de pasajeros en un andén abandonado. Se acercaron a él y “descubrí algo que nunca hubiera creído posible: un vagón de pasajeros techado con ladrillos rojos”. En este orden de ideas, narró haber reído al ver en Arkansas vagones cubiertos con tejas, “en verdad, bien divertido de ver y con toda probabilidad este vagón era un ejemplar único en el mundo entero”.

     Del que estaba cubierto con ladrillos fue asociado por él con un establo o un lavadero. Por la información que obtuvo, sólo eran utilizados por algunos serenos para dormir. El ferrocarril había funcionado en algún momento, pero por razones económicas no había continuado en funciones. Quedó para un futuro la culminación del mismo, “reservada a las futuras generaciones para que no les faltara que hacer”.

     Escribió que al pisar La Guaira, sus paisanos le habían recomendado que se quedara en Caracas para presenciar los actos de Semana Santa que en ella se desarrollaban. Así lo hizo, “y no tuve más tarde motivo de arrepentimiento”. Sin embargo, se le había comunicado que justo el año de su visita las celebraciones de la Semana Mayor no estarían tan esplendorosas como las de años anteriores. Esto debido a la situación política reinante, caracterizada por sus acciones opresivas. Para él era una situación única porque nunca había presenciado en América una festividad como esta.

Maripere

Maripere

Así se denominaba hasta el siglo XIX una zona de Caracas, que ahora llaman Maripere, cuyo nombre se debe a una piadosa y rica mujer llamada María Pérez, quien empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad. El historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño, Arístides Rojas (1826-1894), quien publicó un enjundioso trabajo de investigación histórica sobre tan singular personaje y toponimia capitalina.

Desde el siglo XVII se conoce este lugar en Caracas, con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la rica y piadosa señora que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad.

Desde el siglo XVII se conoce este lugar en Caracas, con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la rica y piadosa señora que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad.

     “A orilla de la carretera del Este, entre los pueblos de Quebrada- honda y Sabana-grande, existe una pequeña zona con casas de campo y poco cultivo, que se conoce con el nombre de Maripere. No hay entre los transeúntes de aquella vía quien no conozca el sitio mencionado, bañado al Este por aguas del Guaire, y al Oeste por la escasa quebrada que se desprende la cordillera del Ávila. Lugar de doscientas almas, es más solicitado por lo agradable de su clima que por el cultivo de su tierra.

     Hace ya como cerca de doscientos cincuenta años que se conoce este lugar con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la piadosa señora y rica que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad, fundó cofradías, acompañó al obispo Mauro de Tovar durante la mañana y días que siguieron al primer terremoto de Caracas en 11 de junio de 1641, y contribuyó con mano generosa al socorro de las víctimas y a la reconstrucción de la Catedral de Caracas, arrasada por tan violenta catástrofe.

     La actual Metropolitana de Caracas, que resistió el célebre terremoto de 1812, y ha sido modificada en diversas épocas, fue, en los primeros años de los conquistadores y fundadores de esta capital, 1567 a 1690, un miserable caney, simulacro de templo en el cual se albergaron en 1595 los filibusteros ingleses de Amyas Preston, continuando así hasta mediados del siglo décimo séptimo, época en la cual el derruido edificio amenazaba ruina. 

     Concedida por real cédula de 1614 la licencia que del Monarca impetraran los caraqueños para refaccionar la iglesia parroquial, poco se había hecho para conservar el edificio, cuando llegó de prelado en 1640 el obispo Mauro de Tovar. Animado andaba éste y aun había reunido los fondos necesarios para dar remate a la obra ya comenzada, cuando la naturaleza se encargó de echar por tierra la primera Catedral de Caracas, la cual, para la época de que hablamos, contaba cerca de setenta años.

     La mañana del 11 de junio de 1641 estaba despejada y ningún signo infundía temores en los habitantes del poblado, cuando a las nueve menos quince minutos violento sacudimiento de tierra hace bambolear los edificios, llenando de escombros el limitado recinto. Gritos de espanto y de dolor se escuchan por todas partes, y vése a los moradores que despavoridos huyen en todas direcciones. Desde este momento no hubo quietud en la ciudad, sino temores y lágrimas, queriendo huir los que habían sobrevivido a la catástrofe. Pero mientras que unos abandonaban sus hogares reducidos a escombros, otros se ocupaban en salvar a los heridos y contusos que habían quedado bajo las ruinas. Como la ciudad era pequeña, a poco se supo que el número de muertos alcanzaba a doscientos y a otro tanto el de los aporreados.

     En los momentos de la catástrofe, el prelado, que estaba en la obispalía, al sentir bambolear las paredes y crujir los techos, escápase salvando dificultades y sale a la calle, donde tropieza con parte de la muchedumbre que clamaba misericordia.

     Sin turbarse y en medio de escena tan lastimera, el obispo piensa en salvar la custodia- y se dirige a los escombros de la Catedral. Entre las ruinas se abre paso y logra al fin, con trémula mano, abrir el sagrario, saca la custodia y se dirige a la plaza mayor, donde bendice a la muchedumbre aterrada. Horas más tarde se levantó en este lugar una barraca de tablas, que sirvió de templo provisional durante algunas semanas. Sin perder tiempo el obispo comenzó a auxiliar a los moribundos y a socorrer a los necesitados.

Luego del terrible terremoto de 1641, que causó grandes destrozos en Caracas, la acaudalada señora María Pérez colaboró con el obispo de la ciudad, fray Mauro de Tovar, en la reconstrucción de la Catedral y al socorro de las víctimas, entre otras obras de caridad.

Luego del terrible terremoto de 1641, que causó grandes destrozos en Caracas, la acaudalada señora María Pérez colaboró con el obispo de la ciudad, fray Mauro de Tovar, en la reconstrucción de la Catedral y al socorro de las víctimas, entre otras obras de caridad.

     El dinero que con este piadoso objeto fue conseguido entre los sobrevivientes y el cabildo, sirvió para satisfacer las necesidades de los desgraciados, los cuales continuaron bajo el amparo y amor del prelado. Acompañó al obispo en estos días y ayudóle con constancia y eficacia una señora piadosa, Doña María Pérez, corazón caritativo que dedicó su existencia al alivio de la orfandad y al culto de la religión.

     Vinieron al suelo la vetusta Catedral, parte de los conventos de San Francisco y San Jacinto, el nuevo de las Mercedes, que figuraba desde 1638 en la porción alta, despoblada y cerca del sitio donde más tarde se levantara el templo de la Pastora, y el puente del mismo nombre, que atrajeron a este sitio incremento de población.

     Construida la nueva Catedral hubo de durar pocos años, pues para 1664 amenazaba ruina, comenzando en esta época la actual que fue rematada en 1674 y poco a poco ampliándose hasta nuestros días. Desde muy remoto tiempo figuró en la Metropolitana, en la pared occidental del coro bajo un retablo de brocha gorda, de regular tamaño, el cual representa el martirio de San Esteban. 

     En el lado izquierdo del lienzo y en el último término, vése al obispo Mauro que conduce la custodia y va acompañado de una anciana. Representa esta escena al prelado virtuoso, tan sublime en los días del terremoto de 1641, y a la señora María Pérez, tan abnegada como espléndida en la misma época. Este retablo que según nuestras observaciones no fue colocado, sino cuando se reedificó por tercera vez la Catedral, 1664 a 1674, trae su origen desde el pontificado de Mauro de Tovar, quien juzgo que era necesario perpetuar en la memoria de los caraqueños la de una mujer tan abnegada y espontánea, tan caritativa y humilde, como lo había sido María Pérez para sus compatriotas. La colocación del tal retablo, está conexionada con un hecho, si se quiere vulgar, pero que exigía cierta reparación de la sociedad caraqueña.

     Vivía en Caracas en la época del obispo Mauro cierto gallego, pintor de brocha gorda, insolente y desvergonzado por hábito, pues no había hora en que de su boca no salieran descomunales improperios, que letrado parecía en el estudio de ciertas frases provinciales de Galicia y también de Cataluña y Andalucía. Por lo demás era Mauricio Robes hombre cumplido y trabajador. Como en el oficio de pintor tenía ya el gallego algunos años, y compradas eran sus obras por mujeres piadosas e ignorantes, creyó que había llegado el momento en que dos de sus pinturas pudieran exornar los muros interiores de la nueva Catedral, y dando la última mano a los lienzos, la huida de Egipto y la Oración de Huerto, presentóse con estos en cierta mañana a la obispalía en solicitud del prelado.

— ¿Qué solicita Don Mauricio?, preguntó el obispo a Robes, tan luego como le vio en el corredor de la obispalía.

—Vengo a suplicar a Su Señoría, Ilustrísima, me compré estos lienzos que he concluido para adornar con ellos el nuevo templo y que con tanta perseverancia levanta Vuestra Señoría. Y Robes, desenrollando las dos pinturas las expuso a la contemplación del obispo.
El Pastor, después de recorrer con la vista las obras y de estudiarlas desde varias distancias, soltó una carcajada estrepitosa y dijo al pintor:

— “Amigo esto es malo, muy malo, malísimo”, y se retiró.

     Era ese hombre seco, enemigo de preámbulos, lacónico y voluntarioso.

     La primera obispalía entonces era la casa N°13 que pertenece a la Metropolitana y donde está el establecimiento mercantil del señor Ruiz. Todavía se conservan en el patio de esta casa los muros de la capilla provisional que sirvió al obispo después del terremoto de 1641. La segunda obispalía, que es la casa actual, fue vendida al cabildo eclesiástico por Deán Escoto muchos años después. Era baja y como la reconstrucción comenzó con la fábrica del Seminario que le era contiguo, hubo de ponerse a una y otra, arcadas bajas a prueba de terremoto.

     Sin menear los labios Robes enrolló sus lienzos y dejo la obispalía. Al salir a la calle le vino, sin duda, el recuerdo de la piadosa y espléndida María Pérez, pues a la casa de esta, que estaba frente al convento de San Jacinto, dirigió sus pasos. Hasta entonces el gallego estaba como espantado y no sabía darse cuenta de la repulsa del obispo; pero al llegar a la casa de Doña María, el pintor, como queriendo desahogarse, refirió a la señora la escena de la obispalía, coronando su narración con frases lisonjeras a la matrona, la única que en Caracas era capaz de conocer el mérito de aquellas dos pinturas. Pero María, ya fuera porque no le era desconocida la estética, ya porque no quisiera discrepar de la opinión emitida por el obispo, después de haberlas estudiado le dijo al gallego: —“pues amigo, esto es malo, muy malo, malísimo”. El pintor, al verse sentenciado en segunda instancia y perdiendo el aplomo que por respeto o por temor había observado delante del prelado, estalló en esta ocasión dejando libre curso a la lengua, que desató en las más groseras expresiones.

     Al escuchar tanto improperio, Doña María, con ademán dijo al esclavo que hacía las veces de portero:

—“Lanzad a ese hombre de la casa, por insolente y atrevido”.

     Y Robes, más que mohíno, furioso, con paso apresurado, ganó la calle y llegó a su casa, después de haber conjugado cuantas frases sugirieron la venganza y el despecho.

     Dos meses después de esta escena, el pintor llamó a sus vecinos y relacionados para que contemplaran un lienzo que acababa de pintar y el cual, lo juzgaba como otra acabada, digna de ser admirada. Robes había ideado un cuadro de ánimas, dividido en dos secciones: en la de la derecha veíanse las almas purificadas que eran sacadas de entre las llamas por ángeles y serafines; en el de la siniestra retorcíanse los pecadores, y todos llamaban la atención por las gesticulaciones de los semblantes y la desesperación que parecía torturarlos. En un rincón del lienzo descollaba una anciana con los ojos salidos de sus cuencas, colgaba la lengua de la boca, brotaban de las ventanas de la nariz chorros de fuego, pendían de su cuello sartas de onzas de oro, mientras que los brazos enjutos y descarnados se iban retorciendo; lo que daba a esta figura un carácter repelente y monstruoso. Sin que el pintor hubiera dado a nadie explicación de su obra, los curiosos del pueblo creyeron encontrar en el tipo monstruoso del purgatorio, la caricatura de María Pérez; y si se sonrieron al ver la travesura de Robes, en voz baja murmuraron y reprobaron venganza tan injusta como ruin, por ser la piadosa señora amada y venerada de todo Caracas.

Según las observaciones del obispo Mauro de Tovar, el terremoto de 1641 dejó un saldo fatal de 54 muertos en Caracas y la destrucción de iglesias y numerosas viviendas.

Según las observaciones del obispo Mauro de Tovar, el terremoto de 1641 dejó un saldo fatal de 54 muertos en Caracas y la destrucción de iglesias y numerosas viviendas.

     Entre los numerosos lienzos pintados que existen en Caracas, solo uno lleva el nombre de Robes. Le vimos ahora años en la parroquia de Candelaria. Representaba a Jesús echando del templo a los mercaderes: nos pareció la pintura tan monstruosa que no alcanzamos a explicarnos cómo pudo el pintor vender tales obras. 

     Mala salió la chanza al de Robes, pues hubo de salir de Caracas lanzado por el prelado, entonces con más poderío que la autoridad civil. Instalado en un pueblo de los llanos, abandonó el gallego el arte, para dedicarse a la industria de sastre y morir después de haber pasado muchos años de pobreza.

     Tan luego como fue colocado en la Catedral el retablo que representa el martirio de San Esteban, con el único objeto de conmemorar los servicios de María Pérez; agradecido el cabildo eclesiástico a cuanto por la iglesia había hecho tan piadosa señora, dispuso desde 1674 que en las fiestas de la Purificación y de la Inmaculada Concepción, así como en la conmemoración de los muertos, en todas ellas se pidiera a Dios por el alma de María Pérez y de sus parientes difuntos. Durante dos siglos así lo hizo la Catedral de una manera ostentoria. Sábese que noviembre es el mes en que la iglesia católica conmemora a los muertos. 

     En Caracas el día 1 de este mes está dedicado a todos los difuntos, sin distinción de nacionalidades; el 2 corresponde a los obispos y arzobispos; el 3 a los canónigos y el 4 a María Pérez. Hasta ahora veinte años esta última fiesta se hacía de una manera solemne, pues se colocaba un mausoleo en la nave central de la Metropolitana, celebraban las altas dignidades del cabildo, y buena orquesta acompañaba a la misa de difuntos. Y a tal grado llegó la veneración a la noble protectora de la Catedral, que entre las mesas que se colocaban el Jueves Santo en la puerta mayor del templo para pedir por las ánimas, por el monumento, cofradías, etc., se distinguía una en la cual se pedía dinero por el alma de María Pérez. Tales hechos motivaron que la gente del pueblo llamara los días 4 de noviembre y Jueves Santo, días de ánimas ricas, para distinguirlo de los de las ánimas pobres que en pelotón entraban en la fiesta del 1 de noviembre.

     Lentamente y a medida que la renta que proporcionara el caudal de María Pérez iba menguando, fue cesando también el fervor de la Iglesia en favor de su protectora, sobre todo después que desapareció el Rev. Vaamonde, de grato recuerdo por sus virtudes eximias y nobles antecedentes. Y gracias que se cante una misa el 4 de noviembre de cada año en honor de la que tanto hizo en beneficio de sus semejantes.

     No recordamos donde hemos leído, que en cierta ocasión un hombre algo timorato interrogó a un abate ilustrado acerca del tiempo que las almas que habían cumplido en la tierra con sus deberes permanecerían en el Purgatorio antes de llegar a la presencia de Dios. El abate contestó con naturalidad: “La purificación de las almas, dijo, puede necesitar de instantes, de horas, de semanas, de días y de años; pero os advierto que los días de la Eternidad son en esta tierra siglos y que el ser purificado necesita serlo más y más, antes de llegar al seno de la Eterna Recompensa”. Si María Pérez llevó al morir el rico haber de virtudes que le concedieron y conceden sus compatriotas, es de presumirse que después de haber pasado doscientos y más años de su muerte, y gozado durante este lapso de tiempo de las bendiciones y oraciones de la Iglesia, haya alcanzado la felicidad eterna. No hay pues que extrañar que hayan concluido las fiestas de las ánimas ricas, después que desapareció el capital. María Pérez se aleja, pero Maripere, continua. ¡Qué distante estaba la señora cuando durante gran porción del siglo décimo séptimo en que vivió en su estancia sembrada de sabrosos frutos, de que tres siglos más tarde pasarían por el frente de su mansión predilecta una máquina humeante, tronadora, la locomotora, en fin, del Este, que al llegar a este lugar deja oír el silbato y el grito del conductor que dice: MARIPERE!

     Maripere es el recuerdo constante de un alma virtuosa que dejó en la tierra nombre venerado, luminosa estela.

Caracas se modernizó con los tranvías eléctricos

Caracas se modernizó con los tranvías eléctricos

El desarrollo del sistema masivo de transporte público en la ciudad de Caracas se acerca a los 120 años. A finales del año 1906, los poco más de cien mil habitantes que tenía la capital venezolana, comenzaron a hacer planes para movilizarse en modernos vehículos eléctricos, servicio que estuvo en actividad entre 1907 y 1947.

El 15 de enero de 1907, se inauguró en Caracas el sistema de transporte de tranvía eléctrico. La primera ruta fue entre Los Flores (Puente Hierro) y El Valle.

El 15 de enero de 1907, se inauguró en Caracas el sistema de transporte de tranvía eléctrico. La primera ruta fue entre Los Flores (Puente Hierro) y El Valle.

     La empresa Tranvías Eléctricos de Caracas comenzó a hacer pruebas con sus vagones marca Stephenson en octubre de 1906 e inició operaciones al sur de la ciudad, entre las estaciones de Las Flores y El Valle, el 15 de enero de 1907, marcando así un hito en la historia del transporte urbano en Venezuela.

     Antes de este novedoso sistema, la población caraqueña empleó los tranvías de tracción animal, guiados por un cochero que se encargaba de tratar muy bien a los caballos, los llamaba por su nombre, les daba instrucciones de avanzar o detenerse y les colocaba grandes piezas de gruesa tela de colores para protegerlos de la lluvia, así como cascabeles en los arneses, los cuales hacía sonar cuando los carros se aproximaban a las estaciones.

     Pero con la entrada del siglo XX, la electricidad acabó con el negocio. Las empresas Tranvías Bolívar y Tranvías Caracas, fundadas en las dos últimas décadas del siglo XIX. La primera cubría la ruta entre la plaza Bolívar y Palo Grande, y luego abrió otra línea de circulación entre Caño Amarillo y Quebrada Honda, mientras que la segunda ofrecía servicios entre La Pastora, Puente Hierro, El Paraíso y Palo Grande, se vieron obligada a cerrar, e incluso pusieron en la venta los animales. Comenzó así una nueva etapa en el transporte colectivo capitalino. 

     Al iniciar actividades en 1907, la compañía Tranvías Eléctricos de Caracas ordenó 30 tranvías eléctricos. Eran modelos con escaleras de ocho peldaños para acceder y las dimensiones adecuadas para recorrer las curvas cerradas de las angostas calles de la ciudad: 7,3 metros de largo por 1,6 metros de ancho.

     Tan orgullosos estaban los caraqueños de las bondades de su nuevo sistema de transporte, que desarrollaron una suerte de “cultura del tranvía”, al igual que ocurrió a finales del siglo XX, cuando abrió operaciones el Metro de Caracas.

     Las empresas a cargo de los tranvías los mantenían pulcros y en perfecto estado de funcionamiento. Operadores y colectores siempre estaban muy bien uniformados. El pasaje mínimo tenía un costo de 0,25 céntimos (medio) y la ruta que llegaba hasta la parroquia foránea El Valle tenía tarifa de un real o 0,50 céntimos.

     A continuación, ofrecemos interesante reportaje, publicado en la edición de la revista “El Cojo Ilustrado” del 1 de julio de 1908, en el cual se ofrecen interesantes detalles técnicos de los equipos, dirección de oficinas y de orden administrativo de la compañía que manejaba las operaciones de los tranvías caraqueños.

     “Publicamos hoy diversas fotografías de los edificios y líneas de los Tranvías Eléctricos de Caracas. Esta Empresa representa un progreso efectivo en el ornato y en la comodidad del tráfico de la capital; y durante los meses que tiene funcionando han podido apreciarse las numerosas ventajas que ofrecen y la ausencia de inconvenientes que se hubieran podido tener.

Cada tranvía de Caracas tenía una ruta específica y la central estaba ubicada en la plaza Bolívar.

Cada tranvía de Caracas tenía una ruta específica y la central estaba ubicada en la plaza Bolívar.

No siendo posible usar los tranvías ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales.

No siendo posible usar los tranvías ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales.

     El edificio construido por la Empresa en la Avenida Este consta de las oficinas de la Compañía, una sala de maquinarias; un vasto salón con diversos baños para el uso de los empleados de las líneas; un depósito para los carros y vastos talleres.

     En la sala de maquinarias están montados los tres generadores de la corriente directa, que es la que mueve los carros. Cada generador es de 150 kilowatts y la corriente sale con una tensión de 550 voltas; posee dos motores distintos –uno movido por la corriente que viene de El Encantado, y otro que usa como combustible el petróleo crudo– cada uno de 240 caballos de fuerza. Además de los dos tipos de motor, la estación generadora está provista de una batería de acumuladores, que consta de 260, con una capacidad suficiente para mover los carros dos horas en el caso fortuito de un accidente en las maquinarias. De este modo la estación resulta compleja; pues está montada con suficiente maquinaria de reserva para remediar cualquier obstáculo y evitar toda interrupción del servicio.

     Los depósitos tienen un espacio suficiente para contener 30 carros, con una fosa debajo de dos de las vías para el examen y composición de los frenos y motores de éstos. Los talleres están compuestos de carpintería, salón para la pintura de los carros, herrería y taller de mecánica. En este último están montados 2 tornos, máquina de taladrar, ruedas de esmeril, prensa hidráulica para quitar las ruedas, etc.

     La vía permanente y las líneas aéreas están construidas con el mejor material y con los últimos adelantos de la industria.

     No siendo posible usar los carros ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales; pero después de muchos estudios se ha logrado obtener un tipo adecuado a las necesidades de la ciudad, y elegante al mismo tiempo. Están construidos de una madera de la India, «Teak», la cual es a prueba contra los insectos. Cada carro está provisto de dos motores de 75 caballos de fuerza los dos; y en vista de las fuertes pendientes de las calles, tienen un freno eléctrico, además del freno de mano. Los fabricantes de los carros son Milnes Voss & C°. de Inglaterra.

     La Junta directiva de la Compañía está compuesta de los señores Doctor Nicomedes Zuloaga, Edgar A. Wallis, Albert Cherry y E. H. Ludford, Gerente. El capital de la empresa es de Bs. 5.000.000.

Antes del novedoso sistema de tranvías eléctricos, la población caraqueña se transportaba, entre 1882 y 1907, en tranvías de tracción animal, guiados por un cochero.

Antes del novedoso sistema de tranvías eléctricos, la población caraqueña se transportaba, entre 1882 y 1907, en tranvías de tracción animal, guiados por un cochero.

     El señor Wallis había concebido desde años atrás, el proyecto de dotar a Caracas de una línea de Tranvías eléctricos; pero las dificultades eran numerosas; entre otras la de adquirir de las Compañías existentes el derecho para poner por obra el pensamiento. Adquirió, sin embargo, en 1903, la mayor parte de las acciones del «Tranvía Bolívar», y de hecho quedó administrando esta Empresa. En 1906 adquirió las que le faltaban. Había comprado ya en 1905 el activo del «Tranvía Caracas» y el del ferrocarril de El Valle. 

     Como las sendas concesiones que tenían estas Empresas eran distintas, hubo de alcanzar del Ejecutivo Federal y del Distrito la unificación de estas varias concesiones en una sola, en la cual resultó el público beneficiado, tanto por la disminución del precio del pasaje, como por la comodidad y presteza del nuevo servicio. Luego el señor Wallis obtuvo en Europa el capital necesario para realizar el útil proyecto que había concebido.

     En los empeños y afanes de su empresa el señor Wallis ha tenido un colaborador activo, eficaz e inteligente en el señor Ludford, notable ingeniero electricista, que ha intervenido en los trabajos de instalación y construcción con una competencia y acuciosidad incansables. El señor Ludford es al presente gerente de la Empresa.

     La dirección del tráfico está encomendada al señor Eugenio Mendoza, el cual, con múltiple actividad e inteligencia ha logrado hacerlo cada día más regular y satisfactorio”.

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense que nació en 1850 y falleció en 1911, sirvió en la Exposición Colombina Mundial de 1893 como presidente del Departamento de América Latina y representante del Departamento de Estado para la Exhibición del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Curtis fue corresponsal de los periódicos Chicago Inter-Ocean y Record-Herald y autor de más de 30 libros, muchos de ellos sobre sus viajes e investigaciones acerca de América del Sur.

     Para la Exposición, Curtis fue el encargado de propiciar e integrar el «panamericanismo» en la Feria. Encabezó una misión a América Latina en 1891, para fomentar la participación de otras naciones de las Américas en un avenimiento panamericano. Todos acordaron enviar exhibiciones a Chicago, y seis de ellos (Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Nicaragua) construyeron pabellones nacionales en los en los espacios destinados para ello.

     En Venezuela estuvo en los tiempos del modernismo guzmancista. De su corta estadía en este país escribió Venezuela, la tierra donde siempre es verano, obra publicada en 1896, en Nueva York.

     Como comisionado especial de los Estados Unidos para las repúblicas de Centro y Suramérica, el gobierno le dio como misión un viaje para Venezuela con el propósito de estudiar las relaciones comerciales entre las dos naciones, en especial, los intercambios exonerados de aduana y la inversión de capitales.

     Como resultado de su atenta y preocupada dedicación fue la celebración de la Primera Conferencia Panamericana en Washington, entre los años de 1889 y 1990, dentro de la que Curtis fungió como funcionario ejecutivo. También formó parte de la creación de la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, de la que fue su primer director. Al libro publicado en 1896 le dedicó unos dos años antes de ser entregado a la imprenta. Lo relatado en su texto abarca los períodos de finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     Las dos primeras referencias acerca del país que delineó Curtis, las dedicó a reseñar los orígenes del territorio venezolano. Sus argumentos los desarrolló según versiones dadas a conocer por parte de visitantes y cronistas del siglo XVI, otro tanto lo hizo respecto a La Guaira y aspectos que consideró de relevancia en su relato. De igual manera, dedicó un capítulo al que colocó como título “Un notable ferrocarril”. Al ferrocarril que hizo referencia fue el extendido entre Caracas y La Guaira y al que consideró un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo entero. Lo comparó con el construido en la carretera de Oroya en el Perú y la línea férrea de Arequipa, que iba de la costa peruana al interior del territorio boliviano.

     Observó un camino de mulas que había sido trazado antes de la invasión española y que aún era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril. Si el trayecto se hacía a pie o montado en mulas, desde tempranas horas de la mañana, se podría llegar al mediodía. Anotó que era más fácil ir de Caracas a La Guaira que de La Guaira a Caracas por la inclinación de la montaña. Contó que los señores Boulton tenían un mensajero que cumplía labores de correo quien podía hacer el viaje entre dos y tres horas. En sus líneas hizo referencia a una de las incursiones del filibustero Sir Francis Drake en Caracas y los daños que causó en esta ciudad.

     Señaló que tanto la construcción como el funcionamiento del ferrocarril eran bastante seguras y firmes. Entre las precauciones que observó estaban unos caminadores quienes inspeccionaban las vías antes del paso de trenes todos los días. También que en cada curva había unos guardavías y que los guardagujas se revisaban a cada hora. También los vagones contaban con un sistema de frenado y que, en caso de desprenderse, se paralizarían de modo automático.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

     Escribió no haber tenido noticia de un accidente que lamentar en esta vía férrea. Aunque en algún momento unos conspiradores habían alterado los rieles para provocar un accidente en contra de Guzmán Blanco, pero la vigilancia constante descubrió el atentado que se pretendía consumar. Acerca del costo de la construcción de la vía férrea fue de seis millones de dólares. Según la información que obtuvo Curtis, entre los caraqueños, prevalecía la opinión según la cual esta inversión no se había consumado en su totalidad puesto que se decía que hubo desviación de fondos. Sin embargo, Curtis anotó que no había forma de saberlo a ciencia cierta y que ello formaba parte de chismorreos. También recabó la versión de acuerdo con la cual Guzmán Blanco tenía conexión con la compañía que construyó el ferrocarril, pero también formaba parte de las creencias de los habitantes de esta comarca. Agregó que Guzmán Blanco había utilizado su poder para obligar a comerciantes a que utilizaran el tren y dejaran de pasar mercancías con la utilización de las mulas. Escribió, respecto a este asunto “pero aún hay gente inteligente y acaudalada en Caracas que nunca ha recorrido la vía, ¡y que no la usarían porque no la consideran segura!”.

     En este orden de ideas, indicó que en alguna ocasión una compañía inglesa, a la que se había concedido una concesión, había hecho estudios para la construcción de un túnel a través de la montaña La Silla. Con su construcción el trayecto se reduciría a la mitad del que se transitaba para el momento. Añadió, además que, un sistema ferrocarrilero basado en energía hidráulica permitiría, según sus anotaciones, el traslado de personas varias veces al día y que quienes tenían negocios en La Guaira podían vivir en Caracas donde el clima era muy fresco.

     De acuerdo con su percepción el gobierno estaba en búsqueda de incrementar la inversión de capital proveniente de los Estados Unidos. La mayoría de las concesiones las tenían empresas inglesas y alemanas, pero la mayoría se habían convertido en monopolios. Por otra parte, en lo referente a las inversiones provenientes de los habitantes del país indicó que “Los nativos son notablemente faltos de energía y espíritu emprendedor. No hay nada en ellos del espíritu del pionero. No arriesgarían nada de dinero en una nueva empresa hasta que no se demuestre que sea exitosa y lucrativa desde el punto de vista económico”.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

     De quienes manejaban recursos económicos y dedicados a las actividades comerciales, expresó que mostraban gran interés por movimientos mercantiles, la agricultura, las acciones profesionales y algún oficio liberal. Sin embargo, observó gran entusiasmo y habilidad en los tratos comerciales, “pero cualquier cosa que se haga por el desarrollo del país debe ser emprendida por el gobierno o por los extranjeros. Los nativos se contentan con transitar la misma ruta que sus bisabuelos construyeron hasta que algún yanqui, alemán o inglés introduzca algún adelanto moderno”. De los oriundos del país, señaló que eran rápidos de percepción y que adoptaban con facilidad logros foráneos para su uso, como el caso del teléfono, “que se puede encontrar en cada casa y tienda, y su uso está incluso más extendido en Caracas que en cualquier otra ciudad de igual tamaño de los Estados Unidos”.

     De los tranvías que se utilizaban en Caracas señaló que la población los utilizaba muy poco ya que era un servicio muy pobre. 

     “Los vagones son unos aparatos grotescos, pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo, y están tan plagados de sabandijas que no resulta muy agradable ocuparlos. No hay resortes debajo del puesto del conductor y el resto de los asientos no son más que tablas estrechas emplazadas horizontalmente. Unos buenos carros de tranvía serían bien recibidos y aumentarían los dividendos de la compañía, pero, aparentemente, los directores se muestran satisfechos con el apoyo de los peones, dejando que la melindrosa aristocracia ande en coches alquilados o propios”.

     Señaló que el costo del pasaje alcanzaba los cinco centavos y que el conductor entregaba un boleto que debía romperse de inmediato. La compañía había elaborado un protocolo para obligar a las personas para que se sintieran en la necesidad de comprar los boletos. “Por lo general, una mula grande o dos burros pequeños hacen las veces de la fuerza motriz y cubren la ruta con admirable energía. El conductor lleva una corneta que hace sonar cada vez que se acerca a las esquinas”.

     Según información obtenida, Curtis escribió que hubo una ocasión cuando el sencillo escaseaba. A raíz de esta escasez las personas utilizaban semillas de cacao en vez de las monedas de centavos, pero aún logró observar que, en la venta de víveres, en los mercados del interior del país, era habitual el uso de semillas por monedas.

     Destacó que el cacao tenía un valor determinado de acuerdo con ciertos patrones. Una libra podía alcanzar treinta y cinco centavos en la plantación, pero variaba según la distancia recorrida para su traslado. Adjudicó la variación de precios a la mucha demanda y la poca oferta de la semilla fundamental para la preparación del chocolate. “Pero cuando se necesita una cantidad más grande de menudo, se fraccionaban las viejas monedas españolas y los fragmentos pueden verse aún en las gavetas de cambio de los mercaderes o colgando de las leontinas de algunos que los tienen por una curiosidad”.

     Con los sellos postales pasaba algo muy parecido. Si en el caso de necesitar enviar una carta por el valor de un centavo y no lo tenían, tomaban una estampilla de dos centavos la cortaban diagonalmente y la mitad restante la conservaban en un sobre para otra oportunidad que la requirieran. “La denominación de cada estampilla se demuestra por las cifras en cada esquina y aquellas que estén mutiladas de ese modo se reciben por la mitad de su valor”.

     Estas descripciones le sirvieron para concluir que en Caracas y toda Venezuela eran muchas las concesiones que se podían otorgar, además “porque el gobierno está ansioso por introducir capital extranjero y energía”. Las aprobaciones para nuevas inversiones tenían amplias posibilidades de desarrollo. Se requerían vías de comunicación, carreteras, medios de transporte, hoteles de alto nivel y explotación de recursos indispensables para el progreso del país.

     Llamó la atención sobre la fertilidad de los suelos caraqueños. De ahí que describiera al río Guaire como un lecho lacustre de gran belleza y uno de los más fértiles del mundo.

La aventura del vapor Falke en las costas de Venezuela

La aventura del vapor Falke en las costas de Venezuela

Por: Luis Carlos Fajardo

El general Román Delgado Chalbaud en la cubierta del Kalke.

El general Román Delgado Chalbaud en la cubierta del Kalke.

     En un interesantísimo reportaje elaborado en dos entregas, publicado en la revista Élite los días 13 y 20 de junio de 1936, bajo la autoría de Luis Carlos Fajardo, seudónimo que empleó en su brillante pero corta trayectoria como periodista, el entonces director de la mencionada revista, Carlos Eduardo Frías (1906-1986), descubrimos interesantísimos detalles de la operación militar conocida como “Invasión del Falke”, ocurrida en la ciudad de Cumaná en agosto de 1929, que terminó siendo un golpe frustrado contra la dictadura de Juan Vicente Gómez.

     Desde que el general Román Delgado Chalbaud inició en la ciudad de Paris el proceso de reclutamiento del recurso humano, con veteranos militares exilados que habían pagado cárcel y recibido torturas antes de ser expulsados del país, y jóvenes estudiantes venezolanos que bajo ideales de libertad se formaban en Europa, hasta destalles de la adquisición del vapor “Falke”, cómo hicieron para venir desde las costas europeas, engañando a las autoridades marítimas con un itinerario que indicaba que iban hacia China, y la muerte del propio general Delgado Chalbaud, el autor nos presenta un excelente trabajo del cual hacemos un resumen en esta oportunidad. 

     Un par de años después de publicar este reportaje, en 1938, Carlos Eduardo Frías fundó la agencia ARS, pionera de la industria de la publicidad en Venezuela.

 

El juramento

     “Es la noche de la cárcel. De la cárcel “rehabilitadora”. La noche de aquelarre de la Rotunda. Una noche que pudiera ser de cualquiera de los años de la dictadura gomecista. Hay un grupo de hombres. Un grupo recio, serenado en sufrimientos, serenado en torturas, serenado en vejaciones. Un grupo como de piedra. Un grupo como de bronce.

     Es la noche de la cárcel. Es la noche del calabozo infecto, del ruido lejano y cercano de los grillos pesados. De la ronda vigilante. De la confidencia en los rincones. En un rincón, un grupo de hombres habla. Tienen en la cara el dolor de la Patria. Tienen su mismo dolor. Su misma orfandad. Abandonados como ELLA a la inclemencia del Déspota, pero llenos de fe, como ella, en el porvenir de la humanidad.

     Hablan en voz baja. Casi no se oye el rumor de las voces graves, firmes. Los rostros también firmes, graves. Las cosas que se dicen estos hombres, a quienes la barbarie privó de todo, tienen la trascendencia de las promesas solemnes. Perseguidos del Tirano decembrino, víctimas de Juan Vicente Gómez, contra quien han luchado como patriotas, los que hablan esta noche tienen una trascendencia singular.

     Siguen hablando. Ahora más alto. Se sabe ya lo que dicen. Juran solemnemente luchar hasta morir contra el Bárbaro, apenas recuperen la libertad. Y lo juran convencidos, con el convencimiento que dan los grandes dolores morales. Lo juran y este juramento lo guardan en lo más íntimo del corazón.

     Años más tarde, en una calle de Cumaná, morirá alguno de ellos. Años más tarde, en la costa oriental de Venezuela, este mismo grupo de hombres recordará con gravedad el juramento de ahora en La Rotunda de Caracas, en una noche lóbrega, mientras la ciudad querida, la ciudad heroica y esperanzada, duerme su sueño mártir.

     Y así comenzó la aventura del “Falke”. Una noche de cárcel. En un rincón de calabozo. Entre un grupo de hombres. De hombres firmes, serenos.

En libertad

     Amaneció un día cualquiera de libertad en el grupo de hombres patriotas. El sol de la calle se regó por sus rostros huérfanos de la luz. El júbilo del retorno ciudadano colmó las ambiciones del momento. El Bárbaro había dispuesto que los libraran de la infamia carcelaria. Recordamos de entre ellos al general Román Delgado Chalbaud, a los capitanes Carlos Mendoza, Luis Rafael Pimentel y Francisco Angarita, al comandante de Marina Héctor Machado, Pedro Betancourt, Gonzalo y Atilano Carnevali y otros más que la memoria no retiene.

     La mayoría de ellos recibieron conminación del entonces gobernador Velasco, para abandonar la patria. Ese era el precio de su libertad. El destierro abría sus tentáculos inmisericordes para el grupo de compatriotas dignos.

     Y al destierro fueron. Llevaban por delante la luz de un juramento sagrado. Iban a cumplirlo.

En Francia

     La labor comenzó su tela de araña en plena capital de Francia. Se estableció en París como la red central del futuro movimiento invasor. Las actividades pro-patria no descansaron un minuto, animadas por el tesón y la voluntad del general Román Delgado Chalbaud, quien solo tenía por norte, por finalidad, la idea de regresar a la patria en un intento de libertad. Él fue el alma de la aventura heroica que había de fracasar lamentablemente en las costas de Cumaná. Él fue el eje, el motor que impulsó todos los esfuerzos, todas las iniciativas, el que recogió y centralizó todas las actividades tendientes a provocar la malograda expedición del “Falke”.

     Nadie se imagina las ramificaciones que tenía este movimiento armado contra el gobierno de Juan Vicente Gómez. Cosa pensada y organizada con calma y convicción, no se adelantó ni se apresuró hasta no tener todos sus hilos bien atados y firmes. La fatalidad no quiso que esto se diera, pero el esfuerzo de los hombres que tomaron parte en él fue puro, sincero, y sobre todo, esforzado, recio.

     Y llegada la fecha de la partida, recibieron los expedicionarios la ayuda más hermosa por entusiasta. La ayuda de la juventud. De la juventud estudiosa. Formaron en las filas revolucionarias hombres plenos de juventud como Armando Zuloaga Blanco, Julio McGill, Juan Colmenares, Rafael Vegas, etc., todos venezolanos que sabían de las cárceles de Juan Vicente Gómez y que estudiaban en el exterior todo lo que la dictadura les prohibía en su propia tierra.

     Llevaron a la hazaña revolucionaria su corazón de adolescentes. Llevaron su esfuerzo limpio, puro y recio. Se injertaron en la aventura como cosa de ellos. Y así, con el motor del corazón a pleno impulso, partieron con el esforzado grupo de compatriotas que venía trabajando en silencio por la restauración de las libertades en Venezuela.

     Pero sigamos nuestro relato. El vapor “Falke” fue adquirido por el general Román Delgado Chalbaud, mediante negociaciones emprendidas por el coronel McGill. Delgado Chalbaud hizo durante estas negociaciones varios viajes a Alemania, y al regreso de su último viaje, ya en París, dio la orden de concentración general, comenzando a llegar todos los que debían venir en el barco de la aventura.

     Ya anteriormente, Pedro Elías Aristeiguieta había ofrecido tener listo en Venezuela un contingente de 300 hombres, la mayoría perteneciente a la clase de pescadores, a los rudos y bravos guaiqueríes que después supieron morir como los mejores bajo el sol de Cumaná o llevar su martirio en las cárceles, bajo el sol inclemente de las carreteras de Paulino Camero y en otras faenas infamantes.

La salida de París

     Ya decidido el viaje, partió el grupo venezolano rumbo a la ciudad libre de Dantzig, en Polonia, cercana al puerto de Gdigen, donde estaba anclado el futuro “General Anzoátegui”. Era un 14 de julio [1929] día de fiesta nacional de Francia. Aprovecharon los expedicionarios esta fecha y los preparativos de festejos para no llamar la atención de los numerosos espías que sostenían las legaciones “rehabilitadoras” en el exterior. El grupo salió primero a Fontainebleau y después volvió a París, tomando el tren del Norte, para Berlín.

     El grupo expedicionario, lleno de impetuosidad y de vigor, soñando con la patria lejana, imaginando el futuro triunfo, llegó a Berlín, donde pasó una noche. La gira del valeroso grupo venezolano estaba amparada por una simulación de jira turística. El organizador Alejandro Ybarra, corrió con todo el arreglo de esta hábil maniobra para despistar a cualquiera de los agentes del gomecismo esparcidos en el exterior.

      De Berlín, la hermosa capital alemana, pasa el grupo a la ciudad libre de Dantzig, siempre viajando en calidad de turistas. Para esto –repetimos–sirvió de mucho la veteranía de Alejandro Ybarra, quien era en ese tiempo manager de la Casa Raymond y Wimcomb. Los gastos fueron hechos de su peculio.

     Y así llega el 19 de julio. En la madrugada, bajo un cielo tranquilo y extraño, se efectúa el embarco. Silenciosos, firmes, graves, con toda la gravedad histórica de lo que representa para su patria, el grupo de embarca a bordo del “Falke”, despachado hábilmente para la China, con todos los papeles arreglados de ese modo. Se lamentó el no poderse embarcar un cañón, por haber llegado tarde, pero se dejó, pensando que viniera en la segunda expedición, que debía ser inmediatamente a esta del “Falke”, y para la cual habían ofrecido dinero muchos compatriotas.

 

¡Altamar!

     Ya está la nave en camino de la patria. Larga navegación por mares extraños. Van a bordo, que recordemos a lo largo de este reportaje periodístico, las personas siguientes: Román Delgado Chalbaud, José Rafael Pocaterra, Francisco Linares Alcántara, Doroteo Flores, Luis Rafael Pimentel, Francisco Angarita, Carlos Mendoza, Egea Mier, Raúl Castro, Edmundo Urdaneta, Carlos Julio Rojas, Juan Colmenares, Luis López Méndez, Rafael Vegas, Armando Zuloaga Blanco, Julio McGill y Carlos Delgado.

     Además, como es lógico, estaba la oficialidad alemana, de la cual solo estaban en el secreto de la expedición el Capitán Zipplit y los tenientes Zuncal y Ermer, jefe de ametralladoras y telegrafista, respectivamente.

     Ya en el barco, con su carga de hombres heroicos, camino de la aventura más heroica aún. No se sabe cómo hubo un denuncio desde Berlín, y aquí comenzaron las tribulaciones de nuestros compatriotas. También se tuvieron noticias de que el gobierno yanqui podía destacar en un momento dado una unidad de su Armada a exigencias de la dictadura gomecista. Se dudaba también de las potencias europeas. El estado era de alarma. El barco tuvo que dar rodeos infinitos para esquivar cualquier encuentro desgraciado. Así, de esa manera, un viaje que hubiera podido hacerse en pocos días, se hizo largo. Hubo que dirigirse muchas veces a rumbos remotos que no figuraban en la jira. El Báltico, El Mar del Norte, el Canal de la Mancha, todos estos sitios sintieron el peso heroico de la quilla del “Falke”, que había de ser bautizado más tarde con el nombre de Crucero “General Anzoátegui”. El aspecto que se le dio al barco fue el de un buque mercante. La oficialidad y parte de la tripulación tenían que permanecer en los camarotes escondidos, no pudiendo así gozar del bello espectáculo de las costas europeas, hasta que, perdido de vista el Espolón de Francia, en pleno Atlántico, el barco cobró su vida legítima.

El capitán Zipplit, bajo cuyo mando vino el Falke a las costas de Venezuela.

El capitán Zipplit, bajo cuyo mando vino el Falke a las costas de Venezuela.

El plan inicial revolucionario

     Antes de seguir el relato, digamos algo del plan inicial de la campaña de esta bien pensada expedición libertadora. Este plan consistía en tocar con el crucero en varios puntos de la costa oriental para repartir el cuantioso y moderno armamento que se llevaba. Esto se haría simultáneamente con la invasión que prepararía Leopoldo Baptista con Juan Pablo Peñaloza por Occidente. El jefe de esta invasión sería el general Régulo Olivares. Pero advirtamos que esto no se pudo llevar a cabo por dificultades económicas, por falta de medios financieros.

     El primer punto de toque de los expedicionarios sería La Blanquilla, donde estarían esperando los compañeros de Santo Domingo, al mando del coronel Simón Betancourt, según instrucciones comunicadas por el doctor Atilano Carnevali. Con esta dotación se reforzaría la guardia de a bordo. Pero sigamos con los hechos de mano de la anécdota, de esta anécdota heroica y viril del grupo revolucionario.

 

En la blanquilla

     La cordialidad y la intimidad del viaje, corriendo juntos el mismo peligro de ser descubiertos, estableció una familiaridad estrechísima entre los venezolanos expedicionarios y la tripulación extranjera. Esta misma intimidad y la compenetración con lo justo de la causa política del viaje, decidieron a la tripulación a tomar parte activísima en los hechos por realizarse. Así, cuando se llegó a costas venezolanas, ya la fusión entre los expedicionarios y la tripulación era un hecho.

     Y henos aquí ya en La Blanquilla, primer punto de contacto con la querida tierra venezolana. Desde lejos la silueta de la Isla se perfila altanera en su soledad. Desde el puente de mando, la oficialidad otea el horizonte con larga-vistas. Armando Zuloaga, Pimentel, Mendoza y casi todos se asoman a la borda ansiosos de ver la tierra nativa. Desde lejos también se ve una vela pequeña en el puerto que los expedicionarios suponen ser el barco que ha traído los compañeros de Santo Domingo. Hay alegría y emoción a bordo del “General Anzoátegui”.

     Lo primero que encontró el grupo de desembarco fue al Cabo de resguardo o jefe de unas salinetas cercanas, que estaba en La Blanquilla. A esta persona se la invitó a ir a bordo, haciéndole creer que se trataba de un barco del gobierno de Juan Vicente Gómez. Llevado a bordo y puesto en presencia del general Delgado Chalbaud, confirmó la ausencia de los dominicanos, informando que dos días antes se había visto en el horizonte una goleta que por causa del mal tiempo había cambiado de rumbo, y que a La Blanquilla solamente iba cada quince días un guardacostas venezolano, para tomar cuenta de las Salinas y del Resguardo y para aprovisionarlo convenientemente. Después de estas declaraciones, y como es lógico, se le aclaró la procedencia del “General Anzoátegui”, dejándolo arrestado a bordo del barco, para evitar cualquier tropiezo o inconveniente al respecto, ya que estaba en posesión del secreto del viaje.

Llega un comisionado

     Después de este pequeño suceso, decidieron los expedicionarios enviar a tierra otra vez una Comisión para que registrara la Isla lo más que pudiera. Esta comisión estuvo al mando del general Doroteo Flores y del capitán Carlos Mendoza. En su recorrido pudieron localizar un Tres Puños, embarcación corriente en toda la costa pescadora de Oriente. El barco tenía todas sus velas plegadas y por tripulación no portaba sino tres hombres, dos de ellos a la sombra de un cujizal y el otro entretenido en las labores de la pesca. Tanto Flores como Mendoza invitaron a los tres hombres a ir hasta el barco expedicionario, a lo que accedieron con gran desconfianza.

     –Yo como que lo conozco a usted, dijo uno de ellos dirigiéndose al general Doroteo Flores. Además, esa carabina como que no es del gobierno.

     –Y si te diera una, ¿qué harías con ella?, le interrogó Mendoza.

–Pues me cobraría muchas cuentas pendientes con los jefes civiles de por aquí.

–Seamos francos, dijo entonces el que parecía jefe de los tres. Ese vapor lo vimos reventar del Norte esta mañana como a las cinco. No debe ser del gobierno, y además los fusiles que ustedes traen son nuevecitos.

     Y así siguió la charla hasta llegar a bordo del “General Anzoátegui”.

    Ya a bordo, los tres hombres fueron conducidos al camarote del general Delgado Chalbaud, y al encontrarse frente a frente del patrón del barco, el general dijo lo siguiente al que ya hemos dicho parecía jefe del grupo de pescadores:

     –Usted está en presencia del general Delgado Chalbaud.

–Y ¿quién me garantiza a mí que eso es verdad?, interrumpió el pescador.

–Porque debes traerme una correspondencia de parte de Pedro Aristeiguieta.

– Asina sí, replicó el hombre en su tono criollo. Y continuo: Yo soy Matías Salazar, para servirle.

     Después de haber dicho esto se sacó del interior de los pantalones un paquetico de correspondencia, la cual fue leída por el general Delgado Chalbaud con gran alegría, pues por medio de ella se supo que Pedro Elías estaba situado en Peñas Negras con su gente, en la angustiosa espera del “General Anzoátegui”, temiendo que el general Emilio Fernández estuviese ya en conocimiento del plan y supiese que el barco se encontraba ya en aguas venezolanas.

     Salazar y sus acompañantes fueron acogidos con bastante cordialidad, inquiriendo todos noticias de la situación exacta de Pedro Elías. Delgado Chalbaud, no queriendo perder tiempo, dictó inmediatamente a José Rafael Pocaterra la respuesta a Pedro Elías Aristeiguieta, prometiéndole amanecer en Peñas Negras el 10 de agosto. Así fue despachado nuevamente el emisario Salazar en su Tres Puños, dejando a bordo a uno de sus acompañantes, que debía orientar el barco.

Iban a bordo en el Falke, entre muchos otros, Román Delgado Chalbaud, José Rafael Pocaterra, Francisco Linares Alcántara, Luis Rafael Pimentel, Luis López Méndez, Rafael Vegas y Armando Zuloaga Blanco.

Iban a bordo en el Falke, entre muchos otros, Román Delgado Chalbaud, José Rafael Pocaterra, Francisco Linares Alcántara, Luis Rafael Pimentel, Luis López Méndez, Rafael Vegas y Armando Zuloaga Blanco.

La goleta “Ponema”

     Serían más o menos las cinco de la tarde, cuando de a bordo se divisó que se acercaba a toda máquina al lado del vapor una goleta motorizada. La primera impresión de los expedicionarios fue la de que se trataba de un guardacostas de la Armada venezolana. Delgado Chalbaud dictó las órdenes del caso en previsión de cualquier sorpresa, pero cuando la embarcación estuvo cerca se vio que era nada menos que “La Ponema”, barco de Francisco Gutiérrez, con gente de Trinidad.

     “La Ponema” atracó al lado del “General Anzoátegui”, y pasaron a bordo el general Carabaño, Morales Carabaño, David López, Frontado, Roseliano Pérez, Andrés Gutiérrez y otros venezolanos de los comprometidos. Por la correspondencia traída supieron los expedicionarios que los compañeros de Santo Domingo habían fracasado por haber hecho agua el barco que los conducía a Venezuela y tener que abandonar la empresa ante el suceso.

     También se supo que los comprometidos para ayudar la segunda expedición ponían obstáculos a las entregas de dinero y que el Gobierno tenía noticias efectivas de la aproximación de la invasión.

     El “General Anzoátegui” amanece en Peñas Negras el 10 de agosto de 1929, es decir, un día antes del infortunado ataque a la ciudad de Cumaná. Los hermanos Aristeiguieta suben a bordo. Tanto Pedro Elías como Francisco de Paula están empapados del más sano patriotismo, del más puro entusiasmo ante la inminencia de la aventura.

     Pedro Elías conferencia con el general Delgado Chalbaud, y mientras tanto, se desembarca la cantidad de parque necesaria para los pescadores que acompañarán al valiente cumanés.

     En el camarote de Delgado Chalbaud, Pedro Elías, con un mapa que se había hecho, estudia la situación y explica la situación de su gente. Pedro Elías explica que desde Peñas Negras hasta La Angoleta tiene esparcido un grupo de hombres a quienes tenía que incorporar en la marcha a través de la Península, y que en La Angoleta le esperaban chalupas y embarcaciones pequeñas suficientes para trasladar sus tropas, atravesando el golfo hasta Caiguire, para allí atacar a Cumaná por ese punto. También dijo que en Cumaná habían desembarcado algunas toneladas de carbón para las industrias de la ciudad, las que probablemente se encontraban en el muelle. Toda esa explosión entusiasmó a Delgado Chalbaud y dispuso que algunos oficiales fueran a tierra a dar las instrucciones militares a los pescadores de Pedro Elías. Durante todo el día permanecieron los oficiales instruyendo a las tropas, hasta caída la tarde, en que Aristeiguieta fijó su partida, acompañado del Capitán Luis Rafael Pimentel, militar valiente, de indiscutible experiencia técnica. A bordo se quedaron 75 pescadores de los de Pedro Elías, los cuales formarían la columna de ataque, combinado con el de tierra, el cual debía efectuarse a las cinco de la mañana del día siguiente. La consigna de quienes quedaron a bordo fue simular un ataque por el puerto para distraer a las tropas del gobierno y favorecer el otro ataque a la plaza de Aristeiguieta y Pimentel.

     Por la orden del día quedaron constituidas dos columnas en la forma siguiente; Primera columna, general Doroteo Flores; Segundo, teniente coronel Francisco Angarita Arvelo; Tercero, teniente Raúl Castro y 20 hombres. Segunda columna: general F. L. Alcántara; Segundo, teniente-coronel Luis López Méndez; tercero, capitán Rafael Vegas; Ayudante, teniente Juan Colmenares y 20 hombres. Tercera columna: general Rafael María Carabaño; Segundo, capitán A. Morales Carabaño; Tercero, capitán Ramón Frontado; Ayudante, teniente Julio McGill Sarría y 20 hombres. Jefe de Ametralladoras, capitán Franz Zucal. Segundo, Martin Essner; tercero, Schneider y 4 sirvientes de pieza. Reserva: general Román Delgado Chalbaud; jefe de la Guardia, teniente-coronel Carlos D. Mendoza; capitanes Edmundo Urdaneta Auvert, Roseliano Pérez, Carlos Julio Rojas; Ayudante, teniente Armando Zuloaga Blanco y 15 hombres de tropa. Total, inclusive jefes: 99 hombres.

     Al entrar el barco en el golfo de Cariaco, más o menos a las diez de la noche, se mandaron a apagar las luces. Como a las once circuló la novedad de que una de las chalupas se había perdido. El vapor comenzó entonces a dar vueltas, círculos, para buscarla, pero todo fue en vano. La chalupa se había perdido. Una hora después se notificó la pérdida de la otra chalupa, la cual sí fue encontrada después de media hora de búsqueda. Fue atada nuevamente al barco y se nombró un oficial para que se embarcara en ella en previsión de que volviera a suceder el hecho. Para recuperar el tiempo perdido, el general Delgado Chalbaud dispuso que el “General Anzoátegui” navegara a toda marcha y envuelto en una columna de humo, para evitar cualquier encuentro. El barco se bebía las aguas. Toda la oficialidad estaba en el puente. Las horas eran tensas, inquietas, llenas de nerviosidad. Cumaná era el pensamiento general. El general Delgado Chalbaud se paseaba por cubierta en un estado de inquietud desesperante. José Rafael Pocaterra, en vista del estado del general Delgado, le ofreció una copa de cognac para tranquilizarlo.

     A las 4 y 30 de la madrugada se divisaron al fin las luces de la ciudad de Cumaná. A lo lejos, el puerto se divisaba envuelto en las luces de la rada. Se corrió la voz de alerta y se ordenó levantar las tropas y que cada columna se dispusiera a tomar sus embarcaciones correspondientes. A las 5 menos 10 ancló el “General Anzoátegui” en la bahía de Cumaná, como a cien metros del muelle. Desembarcó Doroteo Flores con la columna de vanguardia. También lo hicieron Alcántara, Carabaño y el general Delgado Chabaud, acompañado de su Estado Mayor. De las ametralladoras de a bordo se desembarcaron dos solamente. En total iban hacia tierra noventa hombres entre oficiales y tropa.

     La primera columna que tomó tierra fue la de Delgado Chalbaud, por el Muelle, al mismo tiempo que llegaba a la playa Doroteo Flores por otro lado.

     La primera descarga se produjo desde el edificio del Resguardo, donde estaban apostadas las tropas del gobierno. De estas descargas resultó muerto el margariteño Frontado, valiente hasta la exageración. Ante este ataque del gobierno, tanto las tropas de Doroteo Flores como la oficialidad de Delgado Chalbaud responden con ruidoso tiroteo que dispersa a los soldados del Dictador. Así quedó silenciado por unos minutos el fuego y se completó el desembarco sin mayores contratiempos.

     Reunidos en la plazoleta de la Aduana, Delgado Chalbaud dispuso el ataque general, en la creencia de que ya Pedro Elías había atacado también la plaza en unión de Luis Rafael Pimentel, que como recordarán nuestros lectores, se había quedado con el bravo cumanés en Peñas Negras.

     En ese estado de cosas, se suscitó una divergencia de opiniones entre Delgado Chalbaud y Doroteo Flores, lo que motivó que Francisco Angarita, Raúl Castro y otros oficiales de la columna, asumieran el ataque por la Avenida Bermúdez, arteria ancha y abierta, que comunica el puerto con el grueso de la ciudad capital del Estado Sucre.

     En estos momentos el capitán Mendoza fue enviado a ocupar la casa que ocupaba en Puerto Sucre el general Emilio Fernández, presidente del Estado, y la que se hallaba desocupada por este mencionado funcionario. Desempeñada la comisión nombrada, Mendoza y sus compañeros se reunieron nuevamente con el grueso de la expedición, trayendo correspondencia, papeles, etc., hallados en la casa citada. Por medio de estos papeles pudieron enterarse, tanto Delgado como sus acompañantes, de que el gobierno sabía ya la noticia de la invasión y estaba preparado para resistir el ataque a Cumaná o a cualquier otro puerto oriental.

     Momentos de inquietud y de entusiasmo fueron aquellos. Un grupo de hombres resueltos en la madrugada guaiquerí. Un puñado de venezolanos que iba en pos de un ideal alto. Muchos de ellos jóvenes llenos de vida, acomodados, desde el, punto de vista del dinero, como el malogrado Armando Zuloaga Blanco. Muchos de ellos recién salidos de una prisión larga, dolorosa, como el general Delgado Chalbaud. Y la aventura infortunada continuó.

     La Avenida Bermúdez es ancha, amplia. Puede tener el doble de la anchura de una de nuestras calles corrientes. Indudablemente que, avanzando por tal vía, serían blanco los expedicionarios de las balas gomecistas, que acechaban cómodamente desde lejos, ya que la Avenida citada remata en el puente Antonio Guzmán Blanco, donde una muralla oportunísima servía de trinchera a las afueras del gobierno.

     Pero el ataque continuó por esa vía. Delgado Chalbaud, a la cabeza de la columna, seguido de Mendoza, Zuloaga, etc., inició la marcha que lo iba a llevar a la muerte. Soledad. Soledad en las cercanías. Si acaso una cabeza curiosa. Si acaso un ruido lejano. Y el alba como temerosa de salir y de presenciar otro fracaso más contra el poderío del bárbaro y sus segundones. La Avenida Bermúdez, pues, fue el teatro principal de los acontecimientos. En ella se desarrolló todo. En ella se libró la acción. Y siguió la aventura. El primero en caer cuando sonaron los primeros disparos fue el capitán Angarita, herido en una pierna. También cae herido Zucal, jefe de las ametralladoras, bandeado por el pecho. Del mismo modo cae un abanderado. Lo siguen Carlos Julio Rojas, el general Carabaño, Julio McGill, etc. Algunos van quedando rezagados debido a las heridas. A muchos los socorren después de algún rato y los guardan en casas de familia, donde la hospitalidad cumanesa se pone una vez más de manifiesto.

     El general Delgado Chalbaud, para estimular sus tropas desplegó el estandarte y marchó a toda la boca del puente, donde recibió mortal herida en el bajo vientre, quedando apoyado en una mano, no cayendo del todo. El capitán Mendoza se le acercó y oyó de él sus últimas palabras que fueron éstas: “Dile a mi hijo, si muero de este balazo, que muero contento porque es por la patria”.

     Así finalizó la vida de Román Delgado Chalbaud y así finalizó también la aventura del “General Anzoátegui”, debido a que la muerte del jefe originó, como es lógico, una desbandada en las tropas que se llevaron al asalto, tropas por lo demás no acostumbradas a la disciplina militar. Mientras tanto, Mendoza y Raúl Castro mantenían el fuego desde las aceras.

     Otro de los actos de dolorosa recordación fue la muerte de Armando Zuloaga Blanco, gallardo exponente de la juventud venezolana. Zuloaga Blanco fue muerto de un tiro en la frente en la esquina donde está situado en Cumaná el Automóvil Universal, casi a dos cuadras de la cabecera del puente. No dijo una palabra. Su muerte fue repentina, Cayó como los buenos.

     Los supervivientes seguían distrayendo al enemigo, en la esperanza de que podía irrumpir de un momento a otro Pedro Elías con su gente. Algunos heridos, como hemos dicho, habían sido llevados a casas de familia y algunos habitantes salían a la calle ante el silencio de los fusiles. Mendoza y Castro se retiraron. El primero con tres heridas en las piernas. Tuvieron la suerte de que los soldados puestos de centinelas en la casa del general Emilio Fernández, en Puerto Sucre, los condujeron a bordo. Al, llegar al barco confirmaron a Pocaterra la muerte de Delgado Chalbaud y el fin desastroso del desembarco, sorprendiéndose de no encontrar en el vapor sino a Zucal, a quien Andrés Gutiérrez prestó los primeros auxilios que requería su estado delicado, y atendiendo también a Mendoza. Estaban a bordo del “General Anzoátegui”, José Rafael Pocaterra Gutiérrez, Russian y Carlos Delgado Chalbaud, quienes no habían desembarcado, quedándose a bordo según el plan convenido de antemano antes del desembarco”.

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