Esto no debe olvidarse

Esto no debe olvidarse

Los métodos de tortura que aplicó Pedro Estrada durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez

Por Juan Vené*

Una de las torturas más terribles de la Seguridad Nacional era montar a los prisioneros sobre un ring por cinco días con sus noches, sin comer ni beber agua.

Una de las torturas más terribles de la Seguridad Nacional era montar a los prisioneros sobre un ring por cinco días con sus noches, sin comer ni beber agua.

     “Martín Rangel y Luis Antonio Malavé Zerpa, por casualidad coterráneos de Tucupita, son dos de los cuatro estudiantes que el diez de octubre de 1949 fueron apresados y enviados a las Colonias Móviles de El Dorado; junto con diecinueve hombres más acusados de conspirar contra el Gobierno de Marcos Pérez Jiménez. Los otros dos fueron Carlos Guerrero y J. J. Parra.

     Y es que, desde finales de 1948, hasta el veintitrés de enero de este año de la liberación, Rangel y Malavé Zerpa estuvieron paseando de cárcel en cárcel, en el exilio o escondidos.

     La historia de estos dos valientes de la oposición es contada por ellos señalando siempre que “no tiene importancia” e insistiendo en que solamente hemos puesto un “puntito de cuanto hizo Venezuela por bajar de sus sitios” al presidente de Michelena, al ministro del Interior con delirio de grandeza y al taciturno Pedro Estrada.

     Recuerdan ellos ahora cuando estuvieron montados sobre el ring de Seguridad Nacional por cinco días con sus noches, sin comer ni beber y sienten escalofrío aún al relatar el tiempo que permanecieron acostados en panelas de hielo y amarrados en un solo grupo de nudos en mecate, con manos y pies unidos.

Cuatro años sin ver sol

     Para Martín Rangel, quien a los veinte años ya estudiaba segundo año de medicina en la Universidad Central, la lucha contra el gobierno de Pérez Jiménez fue preparada indirectamente por los cuatro mil hombres que se movían como autómatas bajo las órdenes de Pedro Estrada. Desde enero de 1949, cuando abandonó sus estudios al ser apresado por primera vez en Dabajuro, Estado Falcón, Rangel observó cómo los llamados “detectives” de Seguridad Nacional llevaron a las cárceles de todo el país a millares de víctimas que no trabajaban absolutamente en actividades de conspiración.

     –La última vez que me secuestraron –relata Martín– fue en julio de 1954. Dos hombres armados de pistolas empujaron sus armas contra mis costillares en la esquina del Cují y me golpearon para llevarme a la Seguridad Nacional, que aún estaba en El Paraíso. Después de torturarme en todas formas me enviaron a la cárcel del Obispo. Allí estuve hasta el veintitrés de enero en la madrugada, cuando la manifestación de miles de personas nos sacó de entre las rejas.

     Entonces Martín Rangel recuerda su trabajo de observación dentro de la cárcel. El mismo proceso de estudios y de conversaciones que había seguido en Guasina, en Sacupana, en todas las cárceles a donde fue conducido.

     –En el Obispo –observa el estudiante– conocí algo más de tres mil presos de los llamados “políticos”. Era la gente que la Brigada de Miguel Sanz enviaba a la sección “A” de ese penal. Habitualmente había unos cien o más hombres allí, muchos de los cuales eran expulsados, enviados a Guasina, a la cárcel Modelo, a la cárcel de Ciudad Bolívar o puestos en libertad. Yo llegué a ser muy pronto el más veterano del penal, por tiempo en prisión.
Solamente unas doscientas trabajaban en realidad contra el régimen.

Otra espantosa tortura consistía en acostar al prisionero sobre panelas de hielo y amarrarle manos y pies con un mecate.

Otra espantosa tortura consistía en acostar al prisionero sobre panelas de hielo y amarrarle manos y pies con un mecate.

     Martín Rangel, aun conservando su barba negra, mantenida durante los cuarenta y tantos meses de aislamiento, acarició los cabellos de su cara y entonces sentenció a la Seguridad Nacional:

     –Pero el resto de dos mil ochocientos se convertía en enemigos del Gobierno al reunirse con los otros presos y comentar las injusticias, las arbitrariedades y las torturas del servicio de Pedro Estrada. Quienes teníamos convicciones, escuela y experiencia política señalábamos cada punto importante de la situación. Los libros que subrepticiamente y por la absoluta ignorancia de los policías podíamos penetrar en las celdas, eran una llama viva de ambiente revolucionario. A la larga, como fueron pocas las personas no lesionadas por la dureza y las injusticias, todo Venezuela conocía a fondo la inminente necesidad de despertar. El nuevo año trajo la resurrección de la bravura nacional.

     No cabe duda que las mismas observaciones de Martín Rangel, en cuanto a su vida de presidiario, la haría cualquier otro secuestrado de Seguridad Nacional. El preso inexperto, llevado a los calabozos porque vio o dijo algo, o, simplemente porque era “sospechoso”, se convertía fácil y rápidamente en un combativo venezolano, al lado de los torturados, los perseguidos y en general de todas las víctimas físicas o morales de la dictadura. 

     –Me he sorprendido –indicó Rangel– al salir del Obispo y descubrir dentro de la gente que trabajó abiertamente contra el Gobierno pasado en sus últimos meses, a muchos hombres que no eran políticos, que pudieron permanecer separados de la maquinaria  antiperezjimenista, pero que algunos meses o algunas semanas al calor de otros reclusos de Guasina, Bolívar, el mismo Obispo, o cualquier otro penal de Pedro Estrada, bastaron para instruirle sobre lo que son sus derechos y sobre lo que estaba ocurriendo entre las salas de torturas de la Seguridad Nacional en todo el país.

Del ring y el hielo a manos de un médico

     La Escuela de Maestros del Miguel Antonio Caro recibió la primera visita de los hombres de Seguridad Nacional el quince de diciembre de 1948 y ese día debutó como preso político el estudiante normalista Luis Antonio Malavé Zerpa, quien entonces apenas contaba diecinueve años de edad. Desde aquellos días, dentro del edificio de la Avenida Sucre, hoy convertido en el Liceo Militar Gran Mariscal de Ayacucho, el movimiento contra lo que se perfilaba como una dictadura definitiva, estaba planteado y definido. Y Malavé Zerpa, con una consistencia que iba haciéndose más potente con cada prisión, trabajó al lado de los suyos, como voz principal entre el alumnado.

     Por eso cuando el veinticinco de agosto de 1949 caía preso por tercera vez, estaba decidido en Seguridad Nacional que iría a las Colonias Móviles de El Dorado. Pero como a los 100 días la protesta general hizo sacar del penal de Bolívar a los cuatro estudiantes, pronto estaba viajando hacia Costa Rica como exilado político.

Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Seguridad Nacional fue una temible institución represiva que estuvo bajo las órdenes de Pedro Estrada.

Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Seguridad Nacional fue una temible institución represiva que estuvo bajo las órdenes de Pedro Estrada.

     A su regreso al país con visa autorizada, el siete de diciembre de 1950, fue esperado en La Guaira y detenido a bordo del barco, por el célebre “mocho” Delgado y otros seis hombres de Seguridad Nacional. Relata entonces Malavé Zerpa el juego de los hombres de Pedro Estrada, dándole libertad por algunos días y prisión por semanas, en la desesperación por descubrir sus actividades.

     –El 25 de noviembre de 1951 –recuerda Malavé Zerpa– me torturaron, Esa noche fui apresado en Blandín, donde me había escondido. Al llegar a Seguridad Nacional recibí tal golpiza que casi perdí el conocimiento. Me preguntaban si conocía dónde estaban escondidas las bombas que preparábamos los maestros y alumnos de la Miguel Antonio Caro. En la madrugada me acostaron boca arriba sorbe panelas de hielo, con las manos esposadas a la espalda y completamente desnudo.

     Los torturadores estaban interesados en que el estudiante les informara el paradero del poeta José Rafael Muñoz.

–Nunca lo revelé y ¡claro que lo conocía! . . . sí era el director de nuestro movimiento. “Cuatro horas permanecí sobre el hielo. Ya a la hora uno no siente mayor sufrimiento, porque el cuerpo se duerme. Lo malo estuvo en que me llevaron entonces al ring. Me hicieron montar a golpes y estaba sangrando mucho. Sobre el ring es, al contrario, uno soporta hasta dos horas, pero entonces el dolor en la planta de los pies es intenso y se doblan las rodillas. No valía la pena caer, porque ellos “revivían” entonces a uno a planazos.

     Malavé Zerpa estuvo sobre el ring dos días y dos noches y lo enviaron a la Cárcel Modelo, para ser visto por un médico, quien dijo que no tenía “nada grave”. El diez de enero de 1952 fue conducido nuevamente al salón de torturas y montado sobre el ring.

–Todavía no me explico –expresa el estudiante– cómo soporté cinco días y cinco noches allí con los pies hinchados y el cuerpo destrozado. Pero hay otros que estuvieron hasta diez días. Es terrible porque no eran solamente los golpes, los planazos y el dolor en los pies, sino la falta de comida y agua. Recuerdo que el quince de enero, estando aún sobre el ring, vomité sangre y creo que ellos r2emieron que me muriera allí. Me llevaron a Blandín, donde me habían apresado y quedé en libertad. Pero otra vez caí preso a los tres días.

     Luis Antonio Malavé Zerpa es veterano de Guasina también, a donde más tarde, de allí pasó a Sacupana y, por último, a Ciudad Bolívar, de donde salí el día de la liberación.

Tortura con bolsa de plástico.

Tortura con bolsa de plástico.

El cuerpo destrozado y el alma fortificada

     Martín Rangel, quien hace nueve años era un saludable muchacho, ahora apenas a los veintinueve años siente que la vista se le acaba y una úlcera, todo producto de las prisiones, atormenta su existencia. Malavé Zerpa teme sufrir de los pulmones, perdió sus dientes en una de las agresiones y sufre de crisis nerviosas. Pero los dos, aun cuando físicamente se sienten destrozados, enarbolan, como tantos otros que fueron víctimas del perezjimenismo y del tren de persecución de Pedro Estrada, el pabellón indomable de la lucha continua que ahora caminará sobre las normas que estos nueve años ayudaron a establecer dentro del pueblo.

Rangel y Malavé Zerpa contaron sus historias a grandes rasgos sin minuciosidades, pero con la sustancia de la vida corriendo delante del chaleco protector de acero de Pedro Estrada. Insistieron en que solamente son un par de casos de los miles que hubo en el país. Y pidieron exponer que no fueron de los más torturados, puesto que no les falta ningún miembro, ni quedaron inútiles, ni perdieron la vida”.

* Nacido en Caracas, en 1929, Juan Vené, cuyo nombre verdadero es José Rafael Machado Yánez, ha trabajado en todas las fuentes del periodismo y en todos los medios posibles, además de escribir y publicar más de 20 libros. Desde de 1960 se dedicó especialmente al beisbol de Grandes Ligas

FUENTES CONSULTADAS

Élite. Caracas, 1° de febrero de 1958

    El carnaval del obispo

    El carnaval del obispo

    Por Arístides Rojas*

    En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos.

    En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos.

         “Cuando fueron anunciadas con mucha anticipación las fiestas del Centenario de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas; es decir, que la capital tenía que exhibirse en el día indicado, vestida de gala, destruyendo por completo los andrajos que llevaba a cuestas, desde tiempo inmemorial, y las numerosas arrugas ocasionadas por los años. De dicha llenos y de entusiasmo se felicitaron los farmacéuticos y pintores, al enterarse de tal disposición, pues se les presentaba a los unos, la ocasión de salir de los vetustos barriles de pinturas que tenían almacenados, y a los otros la de hacerse de algunas monedas por embadurnar paredes, puertas y ventanas, al gusto de los moradores de Caracas.

         Al amanecer del 23 de julio, víspera del 24, fecha del nacimiento de El Libertador, Caracas apareció vestida de limpio y ataviada, desafiando al más pintiparado de los numerosos visitantes que llenaban los hoteles, casas de pensionistas, rancherías, ventorrillos, y se presentaban igualmente empaquetados a la moda, obedeciendo a los impulsos del entusiasmo. 

         Por la primera vez y quizá sea la única, en el espacio de trescientos diez y seis años, la ciudad de Losada ostentaba las gracias de su juventud, como Venus surgiendo de las espumas del mar: por la primera vez y única, en la historia de Caracas, esta contemplaba al sol cara a cara, y sonreía y coqueteaba con sus pobladores, al verse limpia, elegante y hasta poética, pues ella se decía:

    Ayer maravilla fui,
    Hoy sombra de mí no soy.

         Desde esta, fecha, Caracas perdió para siempre uno de los distintivos de su pasada historia; dejó de narrarnos a lo vivo, lo que era el carnaval antiguo, desde épocas remotas, cuando la barbarie estableció que había diversión en molestar al prójimo, vejarlo, mojarlo, empaparlo y dejarlo entumecido. Y hasta las paredes de los edificios participaban de este baño de agua limpia o sucia, pura o colorida, pues el entusiasmo no llegaba al colmo sino después de haber ensuciado, bañado y apaleado al prójimo, dando por resultado algunos contusos y heridos, y degradados todos.

         A proporción que se deslizaban los años, las manchas de todos colores que dejaba cada carnaval en las paredes de los edificios de la ciudad se multiplicaban, lo que daba a Caracas cierta fisonomía repelente. Dos cosas llamaron la atención de un viajero que visitó la capital, hará como cincuenta años; la yerba y arbustos desarrollándose en los techos, calles más públicas, y aun en los barrotes de hierro de las ventanas y campanas de los templos, y las numerosas manchas, de todos colores, que sobresalían sobre las paredes del caserío. Lo primero le pareció como prueba evidente de la fuerza vegetal, del ningún tráfico de la población y de la ausencia completa de policía urbana: lo segundo, después de conocer la causa, como muestra de una sociedad bárbara que desconocía por completo la cultura de las diversiones públicas.

         ¡Cosa, singular! En la historia de nuestro progreso, el carnaval moderno es una de nuestras bellas conquistas, porque acerca las familias, da ensanche al comercio, perfecciona el gusto, despierta el entusiasmo, aproxima los corazones y trae el amor, alma del matrimonio. El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano. Aquel fue siempre amenazante, invasor, terrible. Caracas tenía que cerrar puertas y ventanas, la autoridad las fuentes públicas, y la familia que esconderse para evitar el ser víctima de la turba invasora. Las tres noches del carnaval de antaño, eran noches lúgubres; la ciudad parecía campo desolado. El carnaval de hoy aspira el aire y el perfume de las flores en presencia de la mujer pura y generosa, siempre resplandeciente, porque posee las dotes del corazón y los ideales del espíritu. Por esto Caracas abre puertas y ventanas, y comparsas de máscaras en coche o a pie, recorren las calles y visitan las familias. La noche no es fúnebre, como en pasados tiempos, sino alegre, bulliciosa, poblada de luces y de armonías. El amor, antiguamente escondido, temeroso, sufrido, es hoy libre, expansivo; espléndido a la luz del día, confidente al llegar la noche.

    Para las fiestas del Centenario de nacimiento de Simón de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas.

    Para las fiestas del Centenario de nacimiento de Simón de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas.

         Dejo de figurar el agua, y con ella aquel famoso instrumento del Médico a Palos de Moliere, del mango prolongado y punta roma, que tanto llamaba la atención en remotas
    épocas. ¿Qué mortal se atrevería a llevarlo hoy en sus manos? El antiguo carnaval era una ciudad sitiada; el moderno es una ciudad abierta. Si el primero dejaba por todas partes los despojos del huracán, calles sucias, manchas en las paredes, contusos y heridos; el moderno deposita al pie de cada ventana, como homenaje a la mujer virtuosa, ramilletes de flores naturales y artificiales, grajeas, y quizá el billete perfumado de algún galán imberbe. El carnaval de antaño era económico; el moderno es fastuoso. ¿Y qué importa que el crédito tome creces y se aumente en los libros del Comercio la partida de pérdidas y ganancias, si los corazones se unen y la humanidad se multiplica?

         No tienen los dos carnavales de común, sino la mala intención: la de lanzarse cada prójimo cuanto proyectil pueda haber a las manos, con toda fuerza de que es capaz el cuerpo humano. Así son los campos de batalla: el que sale con gloria, no es el muerto, sino el que sobrevive, con un ojo de menos, con dañada intención de más.

           Entre los dos carnavales de que acabamos de hablar, está el carnaval religioso creado en los días en que se amarraban los perros con longanizas. En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos. Distinguíase el carnaval de aquellos días no solo en el uso del agua, en el baño fortuito, intempestivo, que se efectuaba en ciertas familias del poblado, cuando el zagalejo entraba de repente en el patio, cogía con astucia a la zagaleja, y ambos se zambullían en la pila como estaban, sino en algo todavía más expresivo, como eran los jueguitos de manos entre ambos sexos, los bailecitos, entre los cuales figuraban el fandango, la zapa, la mochilera y compañía.

         En el estudio que hizo el prelado, de la sociedad caraqueña, no dio importancia al uso de los proyectiles de azúcar o de harina, con los cuales cada jugador quería sacarle los ojos a su contrario; tampoco se ocupó en si se mojaban con betún o con agua, o si se embadurnaban con harina o pinturas. Lo que llamó toda la atención del prelado fueron los baños de los zagalejos en las casas de ciertos moradores de Santiago de León, y los retozos y bailecitos populares, los tocamientos y morisquetas de los sexos, los juegos de la “gallina ciega”, la “perica”, el “escondite” y el “pica-pico”. Que se lancen balas, si quieren, decía el Obispo; pero que no se acerquen, pues no conviene tanta incongruencia. ¿Qué hacer? Concibió entonces el proyecto de sustituir el juego del carnaval con el rezo del rosario.

         Invitó a reunión general los magnates de la ciudad, hacendados, comerciantes, industriales, curas de las parroquias, etc., etc., y les dijo: “Voy a acabar con esta barbarie, que se llama aquí carnaval; voy a traer al buen camino a estas mis ovejas descarriadas, que viven en medio del pecado: voy a tornarlas a la vida del cristiano por medio de oraciones que les hagan dignas del Rey nuestro señor y de Dios, dispensador de todo bienestar”. Y después de explanar su pensamiento y de obtener la venia de la numerosa asamblea, lanzó a la luz pública cierto edicto con el cual enterró a la zapa y demás bailes populares. En seguida quiso hacer su ensayo respecto del carnaval, y como vio que le había producido admirable resultado, lanzó a la faz de todos los pueblos del Obispado el siguiente edicto, con el cual acabó, durante los diez años de su apostolado, con el carnaval de antaño: Nos, Don Diego Antonio Diez Madroñero, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Caracas y Venezuela, del Consejo de su Majestad.

    Entre los muchos y singulares efectos que como favor especialísimo celebramos haber causado en los piadosos ánimos de sus devotos súbditos, la Madre Santísima de la Eterna Luz, Divina Pastora de esta ciudad y Obispado, son muy notables y maravillosos (si maravilla es, que a los dulces silbos y armoniosas voces de María hasta los efectos, obedientes se sujetan a la razón y la razón a Dios) cuantos admiramos, particularmente en las carnestolendas del año próximo pasado, las semanas precedentes a ellas, y en el siguiente santo tiempo de Cuaresma, en que convidados por la Santa Iglesia a penitencia, a una devota tristeza y al ejercicio de las virtudes, cuando el mundo ostentando escenas de sus teatros como lícita, las más vivas y artificiosas expresiones de libertad en juegos, justas, bailes, contradanzas y lazos de ambos sexos, contactos de manos y acciones descompuestas e inhonestas y cuando honestas indiferentes, siempre  peligrosas, llamaba a los deleites corporales aquellos nuestros súbditos, fieles siervos de Nuestra Señora, combatiendo y despreciando constantemente hasta los atractivos halagüeños de semejantes diversiones profanas, admitieron gustosos aquel convite espiritual, prefiriendo entre sí mismos con santa emulación por participar de las delicias celestiales preparadas en los sagrados banquetes y espectáculos representados, ya en las iglesias, donde estuvo expuesta su Majestad Sacramentada, ya en las procesiones de Semana Santa, ya en los rosarios convocatorios, ya en los demás ejercicios piadosos repetidos en los días de Cuaresma, habiendo asistido todos dando recíprocos ejemplos con su más fervorosa devoción y compostura, sin excepción de los niños y párvulos que abstenidos de las travesuras pueriles de que el enemigo común solía valerse para perturbar y retraer de las iglesias a los devotos, no fueron los que menos edificaron, advertidos, sin duda, de sus párrocos, maestros prudentes y devotos, padres de familia de cuido, celo y eficacia en el cumplimiento de sus muchas y gravísimas obligaciones, pende muy principalmente la universal santificación de este pueblo y Obispado, a que esperamos nos ayuden unos y otros cooperando en cuanto les sea respectivo, perseverantes en la soberana protección necesaria, y en los medios y ejercicios, santos practicados el año precedente que haremos notorio, se les facilitaron repitiéndolos, y que nuevamente les invitamos, satisfechos en la constancia de sus santas resoluciones y buenos propósitos, con que desterrados perpetuamente el carnaval, los abusos, juguetes feroces y diversiones opuestas a nuestro fin, se radiquen más y más las virtudes y buenas costumbres, aumenten en los piadosos estilos e introduzcan firmemente como loable el de continuar la custodia de esta ciudad para que, fortalecida con el número inexpugnable de la devoción de María, Señora Nuestra, y quitado embarazo el domingo, lunes y martes de carnestolendas, permanezca defendida y concurran los fieles habitadores de María, sin estorbo a adorar a su Divina Majestad Sacramentada, en las iglesias, donde se expondrá a la veneración de todos, convocados por sus Santos Rosarios que salgan de las respectivas, donde se hallan situados a las cuatro según ordenamos a todas las cofradías, congregaciones o hermandades y personas a cuyo cargo están; dispongan y saquen en las tres tardes en el inmediato carnaval dirigiendo cada cual el suyo por las cuadras que circundan las iglesias de su establecimiento, sin juntarse con otro, volviendo y concluyendo en la misma forma con la plática mensual en que, confiamos del fervor y facilidad de los predicadores, tocarán algún asunto conducente a desviar a los fieles de las obras de la carne y a traerlos a la del espíritu con que templen la ira de Dios irritada por las culpas de las carnestolendas y Semana Santa. En testimonio de lo cual damos las presentes, firmadas, sellas y refrendadas en forma en nuestro «Palacio Episcopal de Caracas, en catorce de febrero de mil setecientos cincuenta y nueve. DIEGO ANTONIO, Obispo de Caracas. Por mandato de su Señoría Ilma. mi Señor. Don José de Mejorada. Secretario. Letras congratulatorias, invitatorios y exhortatorias por las que ordena su Señoría Ilma. la repetición de rosarios en los tres días del carnaval confiando no se manifestarán menos devotos en este año, sus muy amados y piadosos súbditos, que lo ejecutaron en el pasado, hasta los niños”. (I)

    El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano.

    El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano.

         Así se celebró el carnaval en Caracas, durante el pontificado del Obispo Diez Madroñero. Las procesiones, llevando a la cabeza un cura de almas, recorrían las calles del poblado, sin tropiezos, sin desorden, y con la sumisión y mansedumbre de ovejas fieles. De manera que, en aquella época, se rezaba el rosario todos los días, por las familias de Caracas; en procesión cada dos o tres noches, e igualmente, durante los tres días de carnaval.

         ¿Era todo esto efecto de una alucinación epidémica, o debía considerarse a la sociedad caraqueña como un pueblo de ilotas? Sea lo que fuere, en dos y más ocasiones, el Ayuntamiento de Caracas, durante este Obispado, escribió al monarca español diciéndole:

    “No tenemos paseos ni teatros ni filarmonías ni distracciones de ningún género; pero sí sabemos rezar el rosario y festejar a María, y nos gozamos al ver a nuestras familias y esclavitudes, llenas de alegría, entonar himnos y canciones a la Reina de los Ángeles”. (2)

         Así pasaban los años, cuando el Obispo murió en Valencia en 1769. A poco comienza la reacción, y la sociedad de Caracas, a semejanza de los muchachos de escuela en ausencia del maestro, da expansión al espíritu y movimiento al cuerpo. El rezo del rosario, en la época del carnaval fue desapareciendo, hasta que volvieron los habitantes de la ciudad Mariana al carnaval de antaño. Tornaron los bailes populares y los jueguitos de manos, y el zambullimiento de los zagalejos enamorados en las fuentes cristalinas. Resucitó el famoso instrumento de Moliere, llenáronse las calles de embadurnadores, recibieron las paredes del poblado innumerables proyectiles, salieron finalmente, de las jaulas, los pajarillos esclavos, y se comieron los perros las apetitosas longanizas. La reacción es siempre igual a la acción”.

    (1) Con este Edicto comenzó el Obispo Diez Madroñero las reformas que llevó a cabo en la sociedad caraqueña. Al posponer en el orden cronológico este cuadro a los que preceden, se comprenderá que ha sido para dejar coronada de modo más interesante la relación histórica de aquel pontificado

    (2) Actas diversas de los Ayuntamientos de esta época

    * Historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño (1826-1894), autor de innumerables y valiosos trabajos de carácter histórico. Sus restos reposan en el Panteón Nacional 

    FUENTE CONSULTADA

    Rojas, Arístides. Crónicas de Caracas. Caracas: Ministerio de Educación Nacional, 1946. Colección Biblioteca Popular N.º 16.

    Calles y ríos de la Caracas de 1820

    Calles y ríos de la Caracas de 1820

    Las calles de Caracas no tenían más de siete metros de ancho. Las fachadas de las casas estaban marcadas con líneas horizontales con los colores azul, rojo y amarillo.

    Las calles de Caracas no tenían más de siete metros de ancho. Las fachadas de las casas estaban marcadas con líneas horizontales con los colores azul, rojo y amarillo.

         A pocos días de haber llegado a Caracas, el periodista estadounidense William Duane tuvo oportunidad de escuchar una ejecución musical por parte de un componente militar de cuya descripción se aprecia haber quedado satisfecho. En uno de los párrafos delineados en su obra “Viaje a la Gran Colombia en los años 1822-1823”, Duane escribió que un indicador de disciplina militar era la ejecución musical castrense. Contó haber tenido la oportunidad de observar a soldados de la ciudad ejecutando instrumentos de viento tan buenos como los tambores que exhibían en su marcha.

         Escribió que, gracias a la mediación de un grupo de militares conoció al general Carlos Soublette a quien, de inmediato, le pidió una audiencia. De contiguo pasó a describir el papel del intendente en la República recién instaurada. En este sentido indicó que las funciones que cumplía Soublette eran muy distintas a las que en tiempos de la colonia se ejercían dentro de la Intendencia. De Soublette reseñó que era de ascendencia francesa y que se había incorporado al ejército cuando apenas contaba con dieciséis años. 

         Por sus cualidades y dedicación, Simón Bolívar le otorgó su confianza para alcanzar el Estado Mayor en la corporación militar. De igual modo, tuvo encuentros con la familia de Lino Clemente y Martín Tovar.

         Descrito lo anterior se dedicó a reseñar algunos aspectos de la ciudad de Caracas. Sin embargo, advirtió que no le era posible ofrecer una descripción detallada de todo lo que se presentaba a su mirada. A su entrada en Caracas vio que las calles no tenían más de siete metros de ancho. Las fachadas de las casas estaban marcadas con líneas horizontales con los colores azul, rojo y amarillo. De igual manera, por la calle que ingresó se denominaba Carabobo en honor a la batalla librada tiempo antes por los patriotas venezolanos. Otras calles llevaban denominaciones alegóricas de batallas ganadas por ellos en el conflicto contra la monarquía española. También anotó que los frentes de varias casas tenían escritos: Viva Bolívar, Viva Colombia y otras pintas del mismo estilo.

         Agregó que había imaginado la ciudad con grandes pendientes, cosa que constató no era del todo cierta. Invitó a los lectores que imaginaran un tablero de ajedrez para calcular la forma de damero que mostraba Caracas. Indicó que el lado oeste de la ciudad no era tan alto, pero a vista lejana se notaba una elevación gradual y no abrupta. El espacio territorial que ocupaba Chacao lo describió como un lugar casi llano. Desde el área que hacía observaciones apreció, hacia los lados ocupado por Petare, una construcción de color blanco y elevada que, de acuerdo con su mirada, parecía un obelisco o monumento.

         De las corrientes de agua que cruzaban la ciudad notó la presencia de tres, así como que cada una de las cuales llevaba el nombre del río que las surtía. Sus afluentes provenían de la montaña, pero no presentaban gran caudal y no se secaban en tiempos de verano. De la parte occidental sumó que la presencia del Caroata evidenciaba que sus márgenes eran arcillosos y empinados. Desembocaba en El Guaire y servía de separación de una localidad denominada San Juan. En uno de sus puntos se estableció un puente espacioso “y bien construido, de antiguo estilo, pero que representa una buena obra de ingeniería, con contrafuertes y macizos muros, suficientes para contener un torrente de magnitud diez veces mayor”.

    Tres corrientes de agua cruzaban la ciudad, cada una de las cuales llevaba el nombre del río que las surtía. Sus afluentes provenían de la montaña, no tenían gran caudal y no se secaban en tiempos de verano.

    Tres corrientes de agua cruzaban la ciudad, cada una de las cuales llevaba el nombre del río que las surtía. Sus afluentes provenían de la montaña, no tenían gran caudal y no se secaban en tiempos de verano.

         Indicó que este puente guardaba recuerdos de los tiempos de revolución. Hizo una referencia asociada con el “río Catuche” a partir de la cual señaló que antes del terremoto servía de manantial a todas las fuentes públicas y de las casas particulares. El motivo de esta interrupción, aunque no fue total porque algunas casas recibían el vital líquido, fue la destrucción de los ductos que conducían el agua los cuales habían sido construidos con barro cocido. Las fuentes en uso para el servicio público estaban hechas de piedras bien trabajadas “y no he oído que ninguna hubiese resultado entonces con deterioro”. La corriente de agua que por ellas corría era constante y el líquido era cristalino.

         A propósito de estas elaboraciones, rememoró que para el traspaso del agua “figuran entre las pocas cosas buenas que en Colombia se deben a los españoles, y en las principales poblaciones y ciudades desde La Guaira a Bogotá cumplen, a un mismo tiempo, fines de utilidad y ornato”. De ellas añadió que poseían un estilo muy parecido unas con otras y que los materiales utilizados eran similares. La diferencia estribaba en el tamaño y el acabado. Pasó, de inmediato, a describir una de ellas. 

         La escogida se presentaba en un pedestal de piedra trabajada de forma octogonal. La misma se alzaba sobre una base a la que se subía por dos o tres escalones. Contaba además con una suerte de pilón sobre el cual se vertía el agua que, al desbordarse, corría hacia las calles y con la cual se mantenían limpias las vías, por una parte, y, por otra, las tuberías que habían sido colocadas para que los habitantes de la comarca recogieran el agua.

         Le pareció entretenido ver la aglomeración de las personas alrededor de las fuentes para surtirse de agua. Indicó que, por lo general, la mayoría de estas personas eran mujeres. También había hombres que se ganaban la vida como aguadores. Para recoger el líquido utilizaban cántaros con una capacidad cercana a los cuatro galones. Para no ser desplazados por otros, en vez de sólo utilizar totumas para llenar el envase, utilizaban una caña de bambú que conectaban al caño de la fuente y así llenaban sus cántaros de una sola vez. “Algunas de estas fuentes tienen un muro adosado a la plataforma, bellamente trabajado, con imitación de paneles y adornos, una jarrón, frisos y cornisas cubiertas, que responde a propósitos ornamentales y evita que se produzcan aglomeraciones excesivas”.

         Describió cinco puentes de los que adujo contaban con méritos variables, aunque muy útiles para cruzar el río Catuche. Algunos de ellos mostraban aún los efectos del conflicto bélico recientemente escenificado en este territorio. El río denominado Anauco surtía de agua a la parte este de la ciudad. Aunque los devotos le habían dado el nombre de La Candelaria. Antes de ser derrumbada la edificación que servía de espacio para la devoción llevó este nombre, de ahí que al riachuelo se le denominara así.

         Además del uso doméstico que se hacía del agua, los afluentes servían para el riego de las plantaciones adyacentes, “conducidas por terraplenes y bancales dispuestos con gran industria y habilidad.” Le llamó mucho la atención el modo como se aprovechaban las aguas, en especial, por la limpieza que proporcionaba a la localidad.

         Puso a la vista de sus lectores las condiciones de los caminos que, desde el cerro El Ávila, tanto de ida como de vuelta, “es excelente”. Agregó que, en los sitios más planos o con escaso declive se utilizó un sistema a partir del cual no se adoquinaban el ancho total de las vías, “tal como se hace en nuestro país”. Lo usual era empedrar por compartimientos, en figuras de triangulo irregular. Esto evitaba que, por si el terreno estuviera “desnudo”, el camino se convertiría en un barranco en tiempos de lluvia lo que lo haría intransitable. A medida que se ascendía por la montaña fue observando canales cuyo propósito era el de permitir la circulación del agua hacia la parte baja de la sierra.

         Los empedrados triangulares servían de contención de las corrientes de agua y a esparcir el agua hacia los canales dispuestos a lo largo del camino. De igual modo, se habían dispuesto piedras para equilibrar la fuerza del agua y que ella no se desbordara a lo largo del camino.

    El río Catuche sirvió en una época de manantial a todas las fuentes públicas y casas particulares. Pintura de Arturo Michelena.

    El río Catuche sirvió en una época de manantial a todas las fuentes públicas y casas particulares. Pintura de Arturo Michelena.

         Los canales construidos con piedras estaban colocados de una forma que el agua excedente se orientara hacia las zanjas. Lamentó que Caracas no contara con aceras construidas con piedras o ladrillos para el paso de los transeúntes. Como justificación añadió que no existían medios de transporte que pusieran la vida de las personas en peligro y que el agua fluía por el centro de la calle. El piso había sido construido de pedruscos redondos. “Sin embargo, es una ciudad donde son tan numerosas las mujeres, no parece propio de la galantería española que las calles sean de tanta aspereza como si hubiera el propósito de impedirles que luzcan en ellas las chinelas de raso o de tafetán de su lindo pie, o mostrar sus elegantes tobillos a través de medias de seda, tradicionalmente muy lindas”.

         Escribió que los edificios que observó daban la impresión de vivir en una sociedad oriental. En su incursión por los lados de Chacao recordó que el camino transitado presentaba irregularidades como barrancos pedregosos y enormes, cuyos lados eran muy resbaladizos. De igual manera, tampoco contaban con puente alguno. No obstante, como sustituto había “artificios”, sin mayores dotes arquitectónicas y de alto costo, pero permitían la fluidez de las personas y la comunicación. Las partes de los lados que bordeaban la quebrada habían sido perforadas. Además, presentaba un firme y macizo muro de mampostería que atravesaba todo el barranco.

         Fue insistente en el parecido de las edificaciones vistas en Caracas y La Guaira, frente a las que llegara conocer de algunos espacios territoriales de Asia. Describió las semejanzas respecto a solares amplios, gruesas paredes, altas puertas de dos hojas, zaguán empedrado y, a veces, otra puerta con mirilla dentro del portón. En el interior de algunas casas vio un patio descubierto al aire libre, corredores a cada lado del patio, adoquinado con ladrillos desnudos, escaleras que conducían al piso de arriba, elevados techos, amplios aposentos, ventanas sin cristales, pero protegidas con romanilla, y sin chimeneas. Una cuestión de excepción fue la presencia de imágenes de la Virgen que en cada casa observó. “A veces he llegado a sospechar en forma un tanto heterodoxa la influencia femenina en este particular, y como las mujeres son realmente bellas y su dominio sobre el otro sexo es proverbial, han logrado que prevalezca este culto general por orgullo de sexo”.

         En este orden de ideas, escribió que le habían comunicado que San José era muy venerado en varios hogares, “pero no he tenido la suerte de verle; tal vez esté guardado en algún cuarto trastero o en un rincón”.

         De la herencia española dejó escrito que en muchas casas se notaba su influencia. A la vista de los lectores expuso el caso de Antonia Bolívar, quien fuera la persona a la primera en visitar a su llegada a Caracas. Del hogar habitado por ella y los suyos recordó que, según le informaron, había sido habitado con anterioridad por el último Capitán General de la Capitanía General de Venezuela. La casa mostraba una habitación principal decorada de una manera que pareciera una galería con balaustrada o baranda, “frente a un seto vivo de flores, todo ello pintado al fresco. La ejecución está bien trabajada, pero las flores son monstruosas”.

         Dijo estar sorprendido que el estilo asiático estuviese muy presente entre las edificaciones por él observadas. Una de ellas tenía que ver con la carencia de azoteas. Extraño para él en un país donde abundaban la cal, maderas y ladrillos. Según sus palabras el clima era ideal para construir terrazas y disfrutar de la agradable brisa de las tardes. Cosa que pudiera ser disfrutada en una cómoda terraza.

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