Puso a la vista de sus potenciales lectores lo que le había relatado un Mayor del ejército de aquel año y que aún estaba con vida. Luego de describir el evento telúrico agregó que las personas quedaron aterrorizadas y que no pudieron regresar a sus actividades habituales, se dedicaron a la oración y al ejercicio de ceremonias religiosas. “Muchas parejas que venían llevando vida concubinaria, se casaron a toda prisa, y quienes habían cometido fraude restituyeron lo mal habido, sobrecogidos por los horrores de aquel espantoso día, y temerosos de que se repitieran”.
En su excursión al cerro el Ávila llegó a observar algunas casas, en especial una denominada El Paraíso que había sido propiedad de un representante del gobierno británico. Indicó que le llamó la atención el cementerio católico del que se decía era el más hermoso de Suramérica. “Está situado en una elevación de terreno, y es espléndido el panorama que desde allí se domina. Su característica más singular es que los altos muros están revestidos en su parte interior, por una especie de casillero gigantesco. Cada compartimiento… se utiliza para depositar en ellos los ataúdes. A todo el que pueda pagar los derechos respectivos, montantes a treinta y cinco pesos, se le concede el privilegio de colocar la urna del pariente muerto en uno de estos receptáculos durante tres años… Al cumplirse los tres años, se sacan los ataúdes; y, en caso que así lo desee la familia, se la entregan a ésta los restos del difunto. De lo contrario, los arrojan a una gran fosa, llamada el carnero”.
Unos kilómetros más allá de este cementerio se acercó a un terreno en el que se encontraban sepultados cadáveres de personas que habían muerto a causa de un brote de cólera. De acuerdo con información recabada escribió que había sido tal la cantidad de fallecidos que hubo la necesidad de utilizar este terreno para darles cristiana sepultura a las víctimas de esta epidemia. “Tanto el cementerio inglés como el alemán se encuentran ubicados en las inmediaciones de la ciudad, en la parte sur, y son sitios de mísero aspecto en comparación con el camposanto católico”.
De la parte norte de la ciudad agregó que lo que había llamado su atención era la denominada “La Toma”, reservorio desde el cual se abastecía de agua a la ciudad capital. “Se halla situada en un barranco cubierto de espeso boscaje… En este paraje se requiere andar con mucha cautela, pues a causa de lo denso de la espesura y de lo escasamente frecuentado del lugar, las culebras abundan en cantidades increíbles. Me aseguraron que, en una pequeña terraza rocosa, desnuda de vegetación, se podían ver algunas veces cuarenta o cincuenta serpientes de cascabel y de otras especies tomando el sol. Con semejantes protectores, parece que fuese innecesaria la presencia de guardianes humanos”.
Sin embargo cerca de la caja de agua vivía un inspector y su familia. La esposa de éste, junto a una hija, confeccionaba sandalias. Ella le informó a Eastwick que podía terminar dos docenas al cabo de un día. También le dijo que por dos docenas le pagaban seis pesos y medio, es decir una libra esterlina aproximadamente. “Este es apenas un ejemplo, entre los muchos que vi, de los precios enormemente altos a que se paga el trabajo en Venezuela”.
En su excursión decidió no trasladarse al lado oeste de Caracas, por donde ya había pasado cuando llegó a La Guaira. No obstante, resolvió practicar una caminata por el cerro El Calvario. De este lugar destacó su importancia como valor histórico por haber sido escenario de una batalla en 1821.
Del lado sur de la ciudad escribió que existía un excelente camino, construido por un ingeniero europeo, que conducía al pueblo de Los Teques. Lugar del que recordó la existencia de minas de oro y que atrajeron la atención de los conquistadores españoles.
Comentarios recientes