Teresa Carreño en Caracas

Teresa Carreño en Caracas

La venezolana es considerada por muchos expertos como la pianista más prolífica de América Latina durante los siglos XIX y XX. En 1885, con motivo de su retorno al país, después de una ausencia de veintitrés años (Se había ido a los ocho años, en 1862), regresaba para ofrecer su primer concierto en Venezuela, donde estrenaría, además, el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera. Con motivo de la presencia de la insigne pianista en Caracas, el diario La Opinión Nacional, del 9 de octubre de 1885, dio a conocer una interesante y hasta entonces desconocida biografía de Teresita Carreño. La nota no estaba firmada y el mencionado periódico sólo lo identificó como “Un amigo nos ha favorecido con el artículo que nos es grato publicar”.
El primer concierto lo ofreció la artista en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal), el 27 de octubre de 1885. Allí interpretó: Mi menor, de Chopin, con acompañamiento de segundo piano y quinteto de instrumentos. Allegro, Romanza, Rondó; «Himno a Bolívar»; Saludo a Caracas, Danza dedicada a Caracas; Trémolo de Gottschalk; y Rapsodia húngara N° 6, Liszt.

Tras 23 años de ausencia, Teresa Carreño regresa a Caracas en 1885, para ofrecer su primer concierto en Venezuela.

Tras 23 años de ausencia, Teresa Carreño regresa a Caracas en 1885, para ofrecer su primer concierto en Venezuela.

     “Teresa Carreño, ó Teresita, como se complacen en llamarla sus compatriotas y amigos, nació en Caracas, capital de la República de Venezuela el 22 de diciembre de 1853. Sus padres fueron don Manuel Antonio Carreño, antiguo ministro de Hacienda de la República y la señora Clorinda García de Sena, sobrina del antiguo Marqués del Toro y del Gran Bolívar.

     Muy temprano comenzó la joven artista a dar muestras del talento de que estaba dotada. Un día, en que apenas contaba tres años, estaba su hermana mayor estudiando la Varsoviana, famosa danza de aquella época. La niña había sido puesta en cuna, y la aya, creyéndola dormida, se había retirado. Pero Teresita no dormía; apenas se vio sola, se levantó y se dirigió hacia el piano que su hermana había dejado, y se puso a buscar con sus pequeños dedos las notas que había oído. Con asombrosa facilidad las halló y tocó bastante bien hasta que llegó á un pasaje algo difícil. Por fin, después de mucho tantear lo halló, pero no antes de que su padre hubiera entrado en la pieza; éste que había oído las notas vacilantes, creyó que era su hija mayor la que tocaba y había venido a enseñarle la manera correcta de tocarlas. 

     Cuando vio a Teresita de pie delante del piano tratando de alcanzar el teclado, al cual apenas llegaba su cabeza, la tomó en sus brazos, con el rostro bañado de lágrimas al ver el talento que demostraba este simple incidente. A partir de aquel día empezó a darle lecciones.

     Muy temprano comenzó la joven artista a dar muestras del talento de que estaba dotada. Un día, en que apenas contaba tres años, estaba su hermana mayor estudiando la Varsoviana, famosa danza de aquella época. La niña había sido puesta en cuna, y la aya, creyéndola dormida, se había retirado. Pero Teresita no dormía; apenas se vio sola, se levantó y se dirigió hacia el piano que su hermana había dejado, y se puso a buscar con sus pequeños dedos las notas que había oído. Con asombrosa facilidad las halló y tocó bastante bien hasta que llegó á un pasaje algo difícil. Por fin, después de mucho tantear lo halló, pero no antes de que su padre hubiera entrado en la pieza; éste que había oído las notas vacilantes, creyó que era su hija mayor la que tocaba y había venido a enseñarle la manera correcta de tocarlas. Cuando vio a Teresita de pie delante del piano tratando de alcanzar el teclado, al cual apenas llegaba su cabeza, la tomó en sus brazos, con el rostro bañado de lágrimas al ver el talento que demostraba este simple incidente. A partir de aquel día empezó a darle lecciones.

     En 1862 decidió la familia Carreño irse á Nueva York, donde el día que Teresita cumplió nueve años se dio un concierto en la Academia de Música en “beneficio” suyo. El Teatro estaba lleno; se vendieron cerca de cinco mil billetes, pero el “beneficio” no resultó ser un beneficio para Teresa, pues el empresario se guardó todos los fondos. Pero éste fue el principio de su carrera en los Estados Unidos. Tocó en varios puntos del Este. En Boston solicitada por el Alcalde Corregidor de la ciudad, dio un concierto á los niños de las escuelas públicas. Teresita tiene dos medallas de oro que le fueron dadas en aquella época en dicha ciudad. A la sazón [Louis Moreau] Gottschalk había hecho una gran sensación en Nueva York, y algunos amigos suyos arreglaron una entrevista entre él y Teresita; ésta tocó delante de él y Gottschalk exclamó abrazándola: “hija mía, serás una de nosotros”. Inmediatamente se interesó en sus estudios, y le indicó lo que debía hacer y en qué orden; le enseñó él mismo a tocar sus composiciones, nota por nota. Su manera de tocar fue una revelación para la niña. Gottschalk fue un artista que vivió demasiado pronto. Él mismo decía: “Yo debo vivir por el piano: ¿De qué sirve que yo me presente delante del público a tocarle piezas que o le gustan? Dentro de veinte años cuando el público esté más adelantado hallará que Gottschalk también está mejor educado” Gottschalk era un artista consumado en sus efectos. No había nada de mecánico en su tocar, parecía como que el piano cantaba por sí mismo. Hasta este día Teresita tiene dos grandes ideales de los pianistas: Gottschalk y [Arthur] Rubinstein –tan distintos el uno del otro, pero ambos iluminados por la centella divina del genio. “Me hablan de la técnica de [Rafael] Jossefy”– dice ella “y esto es un grande artista, pero nunca ha habido un pianísimo como el de Gottschalk en las últimas notas de su “Última Esperanza”. Era como el sonido distante de campanas de plata–tan suave, tan dulce, y con todo tan claro. Se oía y se miraba á ver quién la tocaba, pero no había ningún signo. Era como el céfiro suspirando a través de las cuerdas de oro de la lira del poeta”. Teresa conserva aún su afición a las composiciones de Gottschalk porque contienen el ritmo fascinador de las danzas de su país natal. Tiene en su poder una balada manuscrita de Gottschalk que ella estima más que cualquier otra de las composiciones de este artista. Nunca ha sido publicada.

La célebre pianista venezolana estrenó en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal) el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera.

La célebre pianista venezolana estrenó en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal) el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera.

Reseña publicada en el diario caraqueño El Siglo, el 29 de octubre de 1885.

Reseña publicada en el diario caraqueño El Siglo, el 29 de octubre de 1885.

     A la edad de doce años la llevaron sus padres a Europa, yendo primero a París. En esta ciudad se presentó inmediatamente delante del público causando como de costumbre el mayor asombro. Su tocar era tan fresco y tan espontáneo que encantaba a todo el que la oía. [Franz] Liszt se hallaba entonces en París; algunos de sus amigos le hablaron de Teresita y se arregló una matinée en el almacén de pianos de Erard.

     Liszt vino con otros tres caballeros; eran éstos [Camille] Saint-Saenz, [Alfred] Jaëll y [Francis] Planté, éste último poco conocido fuera de Francia. Liszt dijo a Teresa que le tocara algo nuevo, algo que él nunca hubiese oído. Ella pensó en su querido maestro y nombró a Gottschalk. “Gottschalk– dijo Liszt– he oído hablar mucho de él; tóqueme usted algo suyo”. Teresa le tocó “La Última Esperanza”.

     Cuando comenzó a tocar, Liszt se hallaba sentado a veinte pies de distancia del piano entre Jaëll y Planté. . . de fisonomía que parecía decir: “Cómo voy a fastidiarme”. Pero á medida que tocaba Teresa fue él acercando su silla más y más del piano hasta que se halló a su lado. Cuando hubo terminado le puso la mano sobre la cabeza y dijo: “Hija mía, Con el tiempo serás uno de nosotros”.

    Entonces le ofreció hacerse cargo de su educación, pero este honor era demasiado grande; la aceptación del ofrecimiento de Liszt hubiera acarreado grandes gastos que su padre no estaba entonces en posición de hacer. Liszt le dio numerosos consejos, le dijo lo que debía estudiar, á donde debía ir, y todo, en fin, lo que un artista viejo podía decir á uno más joven en quien tenía muchas esperanzas. Teresa tocó después delante del Conservatorio de París; aquí también tuvo un éxito completo; tiene un diploma y varias cartas como recuerdo de este suceso.

     De París pasó a Inglaterra donde continuaron sus triunfos; tocó en Londres en la “Monday Popo” (conciertos populares del lunes) con [Joseph] Joachim y Mme. [Clara] Schuman. Esta última le dio lecciones durante algún tiempo, y le hizo estudiar muchas de sus composiciones. Teresa tocó en varias ciudades de Inglaterra, pero con más preferencia en Londres.

     En 1874 regresó a los Estados Unidos, donde pensaba permanecer siete meses, los siete meses se han hecho once años pues no ha hallado tiempo para volver a Europa.

     No es necesario decir que Teresita es compositora; con su activa vida musical no podía ser de otro modo. Comenzó muy temprano y muchas de sus piezas han sido publicadas en Francia, en Inglaterra y algunas en Nueva York, pero la mayor parte de sus piezas están en manuscrito. Tiene un Scherzo que dedicó a [Charles] Gounod, que la había tratado con la mayor bondad y se había interesado mucho por élla. En una carta, que conserva cuidadosamente, le dice al autor de “Fausto” que Beethoven mismo habría podido firmar este Scherzo. Tiene una gran cantidad de piezas de toda clase, baladas, danzas, y otras por el estilo, pero casi todas son para su uso personal, ni las imprime, ni las toca en público. Pero no admite que una mujer no puede componer; en este respecto es una firme defensora de los derechos de la mujer. A propósito de ello cuenta ella una buena anécdota. En 1883 viajaba con el doctor [Frank] Damrosch: hablando con él entre otras cosas sobre esto, declaró positivamente Damrosch que las mujeres no podían componer. “Ha habido mujeres”, –dijo– que han sido buenas escritoras, poetas, pintoras, escultoras; pero compositoras ninguna; ¿por qué es esto si las mujeres tienen el talento que usted dice? “Porque –contestó el artista– la mujer se enamora de un hombre, se casa con él y el hombre la domina. Cuando hay dos niños, un varón y una hembra, y los dos se ponen a componer, todo el mundo se anima al muchacho y desanima a la muchacha. A ésta se le dice que se ponga a bordar ó á hacer otra cosa propia de su sexo”. Algún tiempo después se hallaban en Denver, en Colorado, donde tiene el doctor Damrosch un hijo que tiene un almacén de pianos. Fueron a hacer una visita a éste, y Teresita se sentó al piano. Si pretexto de tocar a Damrosch una composición sudamericana, le tocó un himno que, le dijo, había sido compuesto por un venezolano para el Centenario de Bolívar que se celebraba en aquel año. El doctor quedó encantado. “¡Eso no es suramericano!” –exclamó– “eso podría haber sido escrito por uno de los mejores compositores alemanes, es una inspiración. ¿Quién lo compuso?”– “Yo” –contestó Teresa, mirándole fijamente. Por algunos instantes quedó mudo Damrosch, después dijo: “Pues no retiro una sola palabra de lo que he dicho”.

     Teresita Carreño es hoy la esposa de Tagliapietra, el bien conocido barítono. Teresita es también cantatriz; ha cantado en la ópera italiana con la [Thérèse] Tietjens en Londres y también en Nueva York, donde tuvo un grande éxito en el papel de Zelina en “Don Giovanni”.

La vieja carretera de Caracas – La Guaira

La vieja carretera de Caracas – La Guaira

Camino indio, génesis de la carretera Caracas-La Guaira.
Camino indio, génesis de la carretera Caracas-La Guaira.

     En aquellos remotísimos tiempos, en la edad de piedra, que ni siquiera la historia los señala con exacta precisión, cuando comenzó a haber señales de vida sobre la tierra y surgió la especie humana, antes de compactarse sus integrantes en comunidades solidarias, anduvieron sin rumbo fijo por todos los parajes hurgando aquí y allá en afán exploratorio para acomodarse donde mejor le conviniera. Sus plantas andariegas fueron abriendo sendas, veredas, caminos que llegaron a ser los primeros ensayos de vinculación y de acercamiento entre las razas.

     Así pues, la planta humana y el hacha de piedra fue aplastando la hierba, apartando la paca y tumbando el obstáculo del árbol en el boscaje espeso para avanzar por la pradera y la selva, ascender hacia las altas montañas y bajar a los valles donde detendrían su marcha. Allí al principio se asentaron las tribus y posteriormente los pueblos, las aldeas y las ciudades.

     Como consecuencia de esa movilidad, de esa inquietud viajera, nacieron los primeros caminos a la corteza del planeta, canales necesarios por donde comenzó a correr impetuoso el río del progreso y de la solidaridad entre los hombres, que ya no se detendría jamás pese al odio a la ambición y al egoísmo que también nacerían en su espíritu a medida que se iban haciendo más exigentes, es decir, mayormente “civilizados”. Por eso vemos que cualquier sendero por más insignificante que parezca o por más anónimo y escondido que esté, simboliza un hito en la historia, leyenda, tradición, episodio evocador que le da vigencia de vid en el tiempo.

     Hoy traeremos a la curiosidad del lector como estampa evocadora de ese ayer siempre emotivo, la ligera y breve historia del lejano camino indio, génesis de la antigua carretera Caracas-La Guaira, especie de cordón umbilical que ha unido en el tiempo y la distancia el valle hermoso y la cercana costa del mar.

Caminito de los indios

     Los belicosos guerreros caribes anduvieron por las aguas de ese mar que heredaría su nombre en canoas y piraguas en un constante deambular a través del archipiélago de islas antillanas. Unas veces las tribus guerreaban entre sí y otras atacaban a las naciones cobrizas de tierra firme en la de piratería o de conquista. En una de esas periódicas incursiones recalaron a nuestras costas frente a los rojizos acantilados del cálido paraje Huaira.

     Pero sin detenerse a pensar que eran hombres de mar, treparon con sus plantas desnudas la serranía cubierta de neblinas y de lloviznas hasta caer al hermoso valle del Catuchecuai, llamado también de los Caracas. La pica abierta por la planta caribe a lo largo de los repechos y hondonadas del murallón cordillerano, sería la primera vía de comunicación que pondría en contacto al valle con el mar.

     El caribe que abría una senda para llevar a las alturas montañosas su propia conquista no pensó que había abierto una brecha para que siglos más tarde a su vez los demonios blancos penetraran a sus dominios y se los disputaran con fiereza.

     Por medio del angosto camino indígena zigzagueante entre la caprichosa maraña de la salvaje jungla, se harían firmes las bases de la conquista española en esta zona central del territorio venezolano.

Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de ampliación de la nueva vía Caracas-La Guaira, en 1873.

Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de ampliación de la nueva vía Caracas-La Guaira, en 1873.

     Así como habían llegado los caribes por la senda abierta y ancha del mar a los acantilados del paraje Huaira y luego por las cuestas empinadas al hermoso valle de Catuchecuai, también lo harían por esa misma ruta los otros conquistadores.

     El mestizo Francisco Fajardo con el instinto de su sangre española mezclada con la india, descubrió muy pronto, después de fondear sus canoas frente a los rojizos acantilados, que el caminito caribe lo llevaría también muy pronto al valle del otro lado de las serranías.

     Llegan posteriormente Luis de Narváez, Juan Rodríguez, Suárez, Diego de Losada. Se enciende la guerra entre el arcabuz y la macana, entre la espada y la flecha y los blancos a caballo y los indios a pie transitan una y otra vez por el camino en un ir y venir del valle a la orilla del mar y viceversa. La emboscada y la sorpresa toman desprevenidos a los guerreros de ambos bandos y los pedruscos y yerbajos de la senda estrecha quedan salpicados de sangre y sembrados de esqueletos.

     Procedentes de España otros hombres vienen a reforzar a los fundadores de Santiago de León y de San Pedro de La Guaira, el puertecito asentado en la angosta franja, donde las olas baten con fuerza y es defendida por un cinturón de fortalezas. Tales defensas no son obstáculo para el pirata Amyas Preston y sus feroces seguidores, quienes logran tramontar también la montaña aprovechándose de las ondulaciones, vueltas y hondones del camino y entran a la ciudad que saquean sin miramiento. Regresan luego por la misma vía en busca de sus bajeles de muerte. Entonces el sendero que apenas se había dibujado al comienzo como un réptil alargado y modesto se hace ya más ancho, destacándose mejor su silueta metida entre las verdes lomas, resplandeciente a los rayos del sol o a la pálida luz de la luna.

     Para todos fue amable y cordial este camino, aun cuando a veces su polvo sus neblinas y paisajes recogieron la tristeza, el dolor y el desengaño de no pocos viajeros que dejaron la Patria con nostalgia. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el destino le tendría reservada otra misión a este camino.

 

Del mar vienen las nuevas ideas

     Los ecos libertarios de la Revolución Francesa iban llegando a través del mar a las tierras americanas. Cuando los barcos españoles fondeaban en nuestras costas, libros y panfletos revolucionarios eran introducidos de contrabando ante las mismas narices de las celosas autoridades reales. Y allí quedaba una parte de ellos en los escondites del puerto guaireño para servir de manjar a mucha gente y el resto con precaución era llevado a lomo de mula o en las alforjas del viajero por el empinado y sinuoso camino hacia Caracas.

     Además, muchos varones ilustres de la clase criolla traían de Europa en sus mentes despiertas un apreciable bagaje de las nuevas ideas. También se podría llamar a esta senda gloriosa, el camino de los conspiradores. El que recogió los sueños y las inquietudes generosas de Gual y de España, del joven Bolívar, del impetuoso Ribas y de toda esa legión de nobles corazones venezolanos que trajinaron sin desmayo por el polvo del camino de La Guaira a Caracas para estructurar el movimiento iniciado el 19 de abril de 1810.

La "Nueva" Carretera Caracas - La Guaira de 27 kilómetros construida durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez, entre 1911 y 1924.

La «Nueva» Carretera Caracas – La Guaira de 27 kilómetros construida durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez, entre 1911 y 1924.

Se vuelve carretera el camino

     El proceso evolutivo en marcha tuvo que llegar a la carcomida estructura colonial de la Venezuela republicana. Caracas, su capital, creía y aspiraba a tener un acceso más fácil y expedito al mar. Por él habían llegado las ideas que le dieron contenido social a la Revolución, por él también debía realizarse un intercambio comercial más intenso. Ya notaba como un anacronismo los arreos de burros trepando en fila india por el caminito estrecho para abastecer a la ciudad o para depositar los productos de las campiñas cercanas Caracas en los galpones del puerto de La Guaira.

     La solución había de ser una carretera amplia y bien trazada que le diera paso a la carreta y al coche eliminando en parte los arreos y el penoso andar a pie del viajero. Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de la nueva vía en 1873, que finalizaron cuatro años más tarde. 

     Fue ciclópea esta labor, ya que el hombre no contaba entonces con modernas maquinarias para abatir la roca y nivelar los caprichos de una topografía de montaña con abismos y riscos peligrosos a los lados. El pico y la pala en las manos de las cuadrillas de obreros dirigidos por recios capataces, convirtieron al fin el tradicional senderillo aborigen en una carretera de mucha importancia para aquella época.

     Entonces el movimiento de carruajes a tracción de sangre con carga y pasajeros fue un medio pintoresco de movilizarse y estimuló al progreso económico. Surgieron a los recodos y curvas de la carretera, posadas y viviendas, granjas y paradores y los nombres tradicionales de Curucutí, Guaracarumbo, Pedro García, Ojo de Agua, Blandín, Plan de Manzano, Boquerón, se hicieron aún más familiares, más vigentes en la evocación y en el recuerdo.

 

La carretera vieja

     Las polvaredas que levantaban a su paso los coches y carretas en la vieja carretera guzmancista se hacían cada vez más insoportables y además las lluvias tan frecuentes en la zona producían derrumbes peligrosos. Se hizo necesario entonces hacerle a la vía ya muy transitada, defensas, desagües, alcantarillado, puentes y eliminarle algunas vueltas innecesarias. Además, era preciso remozarla con la innovación del piso de macadam. Juan Vicente Gómez llevaría a cabo esta nueva obra. Sería el punto de partida para la iniciación de un plan más ambicioso de construcción de carreteras en el país.

     Ahora el roncar de los motores y el sonido de bocinas herían la soledad de aquellos pintorescos parajes. Automóviles y camiones cruzaban raudos por los 35 kilómetros que separan y unen a Caracas con La Guaira.

     Época romántica e inolvidable con sus viajes al puerto, los paseos al balneario de Macuto, a los baños tradicionales de Maiquetía, a todas esas playas del litoral bajo la sombra grata de sus palmeras.

     La autopista moderna y fastuosa acortando a la mitad la distancia y a una cuarta parte el tiempo del trayecto, no desplazará jamás la vieja carretera, que sigue siendo una vía transitada por mucha gente, sobre todo por quienes gustan de admirar los paisajes y descansar en las vueltas del camino para respirar el aire puro de los montes. Es actualmente la vieja senda tan amada de Caracas, una típica carretera de turismo y de emergencia también, cuando llegue a fallar la autopista.

FUENTE CONSULTADA

  • Venezuela Gráfica. Caracas, 25 de marzo de 1960

La cuadra de Bolívar o casa de las piedras o de los conspiradores

La cuadra de Bolívar o casa de las piedras o de los conspiradores

Casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810.

Casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810.

     El pasado y su recuerdo conducen la imaginación a un mundo de amables añoranzas, donde se entrelazan sucesos y personajes para darle vigencia y vida a la historia. De la Caracas colonial o aquella que vivió la Guerra de Independencia y la agitación republicana posterior, hay mucho que contar. Allí en su ambiente evocador, el espíritu se puede saturar a sus anchas de remembranzas, de vivencias emocionantes, de sueños patrióticos al salirnos al paso la evocación de todo cuanto ha llegado hasta nosotros a través de consejas misteriosas o de historias y leyendas forjadas por la fantasía o la superstición.

     Y por ello cuando se desanda la ruta un tanto monótona del calendario, que no detiene jamás su marcha de siglos, tenemos que encontrarnos frente a las siluetas de esas antiguas casas al pie de sus altas ventanas enrejadas hasta donde parece llegar los ecos lejanos de esas serenatas melodiosas y románticas que los trovadores de antaño regalaban a las niñas hermosas de negrísimos ojos e inocente rostro en esas noches apacibles alumbradas por la luna, las estrellas y luceros.

     Y si se hurga más a fondo en el interior mismo de das mansiones historiadas, se podrán ver los amplios aposentos decorados con cuadros y tapices, las gigantescas arañas de cristal colgadas al techo y las alfombras muelles cubriendo el piso de fina madera. Diseminados en sitios adecuados los muebles señoriales y el piano que emitió armoniosas notas en las íntimas veladas familiares o acompañó a la orquesta famosa para que danzaran las parejas con pasos tiesos y estilizados el minué, la polka, la cuadrilla, el valse, el pasillo.

     Nos vamos a referir hoy a una casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810. Se trata de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

 

Una casa de campo en aledaños caraqueños

     En aquella época de hace dos siglos, el área poblada de Caracas era demasiado reducida y a pocas cuadras del centro se extendían las haciendas y las huertas bajo la sombra de los copudos árboles y regadas por los riachuelos, las quebradas y el Guaire.

     Pues bien, muchas linajudas familias caraqueñas escogieron tan frescos y apacibles sitios para construir sus casas de campo donde pasar temporadas en contacto directo con la naturaleza. Anauco, Blandín, Sabana Grande, Chacao y el sur de la ciudad, allí donde el Guaire fertilizaba con sus aguas cristalinas las hermosas vegas, fueron los parajes preferidos por el mantuanaje criollo para evadirse de vez en cuando de sus mansiones urbanas.

Patio de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

Patio de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

     Doña María Concepción Palacios, madre de Bolívar, después de la muerte de su esposo, resolvió construir una casa solariega entre una cuadra completa de frondosos árboles que se extendiera hasta las propias márgenes del rumoroso río. Así fue como nació la Cuadra de los Bolívar o Casa de Las Piedras, cuyo nombre le viene por lucir la sosegada y romántica mansión rural una fuente de piedra en el centro de uno de los jardines. Entre los árboles que le daban frescor y sombra al paraje existía uno muy famoso, el cedro de Fajardo que fue plantado según aseguran las antiguas crónicas, por el propio mestizo fundador del hato de San Francisco. Pero todas estas reliquias vegetales han caído bajo el hacha de ese verdugo implacable que se llama progreso.

    Además de la cuadra de árboles frutales y de ornamento que cobijaban la finca colonial, se extendían a su alrededor vegas agrícolas y prados siempre florecidos.

     La construcción de esta quinta campestre de recreo y temperamento puede haberse realizado entre los años 1787 y 1788, ya que su dueña doña María Concepción Palacios, el 30 de junio de 1789, hace una solicitud para que le fuera suplida agua a la casa de la antigua parroquia sureña de San Pablo. Tal solicitud fue atendida, supliéndosele el líquido del estanque situado en la esquina de la plazuela del mismo nombre, que abastecía el hospital y las fuentes de la calle de San Juan entre las cuales se hallaba la tradicional Pilita del Padre Rodríguez.

     Doña María Concepción y sus pequeños hijos, entre los cuales destacábase por sus travesuras y vivacidad el inquieto Simoncito, tuvo en esa quinta campestre un lugar de solaz y reposo saturada de aire puro y hermosos paisajes.

 

La casa de los conspiradores

     La onda revolucionaria procedente de Europa había ya invadido con firmeza y emoción las conciencias de la juventud criolla y de no pocos honorables y circunspectos varones. Eran pasados de mano en mano los libros, panfletos y proclamas donde se pregonaba y se hacía propaganda activa a las nuevas ideas de libertad. Muchos hogares mantuanos de Caracas eran un hervidero de discusiones y polémicas en torno a los acontecimientos que se estaban desarrollando en el viejo continente debido al avasallante empuje dominador de Napoleón I.

Los Ribas, los Uztáriz, los Salías, Isnardi y tantos más pasaron muchas noches en vela en esta histórica mansión del sur de la ciudad, en reuniones conspirativas que tendría su exitosa culminación en la luminosa mañana del Jueves Santo, 19 de abril de 1810.

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

     Pero el gran plan conspirativo revolucionario era preciso urdirlo con el mayor sigilo en la cómplice soledad de la campiña que rodeaba a Caracas y sus pueblos vecinos, allí donde el rumor del agua de los riachuelos y cascadas apagaba el cuchicheo de los conjurados. Las celosas autoridades españolas ya estaban sobre aviso de algunos movimientos sospechosos y reuniones secretas que venían llevándose a cabo entre mucha gente de importancia. Si bien el ladino Emparan había logrado coger un hilo de la conjura, alejando de Caracas a algunos de los participantes más activos como el fogoso Simoncito, que fue confinado a los valles de Aragua, la columna vertebral de la conspiración seguía firme y audaz en la capital y extendía sus ramificaciones hacia otros sitios de Venezuela. Papel importantísimo le cupo en estas reuniones secretas de los conspiradores, a la finca campestre de las Piedras, donde en sus silenciosos y apacibles corredores fueron ultimados los detalles del pronunciamiento liberador que tendría su exitosa culminación en la luminosa mañana del Jueves Santo, 19 de abril de 1810.

     Los Ribas, los Uztáriz, los Salías, Isnardi y tantos más pasaron muchas noches en vela en esta histórica mansión del sur de la ciudad. Evocadora cuna es esta casa colonial de la libertad de la Patria, la que guardó el secreto conspirativo de la rebelión entre fogosas arengas y sueños idealistas. Por eso ella es testigo mudo y lejano de aquel glorioso y gran día.

 

Así estaba la casa en 1902

     Hemos leído una relación de cómo se encontraba la famosa casa de Las Piedras, la mansión rural de la familia Bolívar en 1902. Por ella nos hemos enterado de que se encontraba entonces convertida en una casa de vecindad habitada por inquilinos pobres. De los cuatro corredores embarandados de la parte lateral, sólo quedaban para esa época, dos, el uno que miraba hacia el este y el otro al sur, conservando en sus paredes, paisajes de pintura desteñida que representaban motivos rurales y mitológicos. El gran salón central de la señorial mansión y las numerosas habitaciones decoradas con exquisito gusto, ofrecían paredes destartaladas y muros renegridos y ruinosos. En cuanto a los aposentos para el servicio, cocina y pesebres, se encontraban convertidos en establos de vacas y las huertas aledañas, antes sembradas de árboles frutales, de ornamento, vistosas flores, donde lucían en jaulas canoras aves, se hallaban también en el más completo abandono. Allí crecía el monte, la ortiga y el llantén, salvándose de la incuria uno que otro árbol de mango y de guanábano.

FUENTE CONSULTADA

  • Venezuela Gráfica. Caracas, 8 de abril de 1960.

Lucas Manzano: Venezolanísimo capitán de la caraqueñidad

Lucas Manzano: Venezolanísimo capitán de la caraqueñidad

Vivió casi un siglo de los cuatro de una Caracas a la que describió tan sabrosamente.
Lucas nació en 1884 y falleció en 1966. Fue militar, escritor y periodista. Fundador de la célebre revista Billiken y autor de varios libros de amenas crónicas

Por Carlos Eduardo Misle (Caremis)

     “Como ya era irremediable la muerte –doblegada la fortaleza física por la resentida salud de los últimos y numerosos años– la tierra caraqueña tan enaltecida por él en prosa enamorada y en conducta de nativo elegante y cordial, acogería muy amorosamente a Lucas Manzano en una tarde luminosa. Los lutos y los llantos estaban en la familia; y en las amistades, tantas y tan diversas en las profesiones, en los niveles, en las ubicaciones, en las edades.

Lucas Manzano (1884-1966) fue un caraqueño conocedor de las anécdotas e historias de la ciudad y sus personajes, que escribió varios libros de amenas crónicas.

Lucas Manzano (1884-1966) fue un caraqueño conocedor de las anécdotas e historias de la ciudad y sus personajes, que escribió varios libros de amenas crónicas.

El espontáneo evangelista

     Como a “Leo” y a tantos venezolanos ilustres ya caraqueños destacados, Monseñor Pellín le salpicó de oraciones, hondas palabras y agua bendita, la cruz florida y luctuosa que no se sabe por qué recordaba un antiguo clavel en el ojal. Como a “Job Pim” y Andrés Eloy el poeta Pedro Sotillo le dijo adiós con las emocionadas frases de su columna: “. . . y al fin ancló Lucas en su verdadera vocación, que era la de cronista histórico. A ello se entregó con la pasión y la voluntad que ponía en las cosas de su trabajo, como en sus amistades. Dio a la imprenta cerca de doce volúmenes, alguno de los cuales nos tocó prologar. Y ahora se va el admirable compañero, el amigo estupendo y el cronista de la espontaneidad. Que le sea leve la tierra que tanto amó.

     Como a Enrique Bernardo Núñez, otro académico que cultiva la columna diaria, el Dr. Luis Beltrán Guerrero le dedicó unas Candideces plenas de sentimiento. En ellas llamó Evangelista de Caracas a este Lucas que nació un 18 de octubre de no se sabe cuándo, y murió el 1° de mayo de un almanaque infalible. El Dr. Guerrero que en ocasión tan feliz como fue la milagrosa recuperación de Lucas hace dos años y medio y lo llamó Matusalén de obsidiana, asentaba, ahora que el archi-veterano cronista, absoluto decano del periodismo, había continuado la “tradición de los tradicionistas caraqueños: Arístides Rojas, Tosta García, Teófilo Rodríguez, Bolet Peraza, con f e y constancia, garbo y donosura”.

La verdadera pasión de Lucas Manzano fue la de cronista histórico. A ello se entregó con entusiasmo y voluntad.

La verdadera pasión de Lucas Manzano fue la de cronista histórico. A ello se entregó con entusiasmo y voluntad.

El mar de coronas

     Como a tantos venezolanos notables que sepultados en ese guzmancista Cementerio General del Sur que tiene precisamente la edad de Lucas Manzano y también tiene un nombre más suave para los sobrevivientes o habitantes de Caracas –Tierra de Jugo–, al Capitán Manzano –que no solamente fue artillero del verbo y de la crónica– le dijeron sus buenas y condolidas palabras a la orilla de la tumba fresca.

     Las conmovedoramente improvisadas de un antiguo compañero suyo, concluyeron con un “Adiós, ¡negro que tenías el alma blanca. . .!” Frase muy repetida en los homenajes biográficos de los periódicos de estos días. Frase que se origina en Gil Fortoul y hace pensar que el ilustre larense se le adelantó al título de la novela de Insúa.

     El otro discurso estuvo en voz y manos del Capitán Manuel Becerra, quien señaló que el paso del Capitán Manzano Castro por las Fuerzas Armadas, “fue de avance, de orden, de marcha, de colaboración patriótica, vigorosa y útil”. Señaló que “con su pase a la situación de retiro en 1908 las Fuerzas armadas no se privaron de su colaboración, sino que siguieron contando con su numen fecundo”.  Al hablar en nombre del “Instituto de Oficiales de la FF.AA. en situación de disponibilidad y retiro” –el Capitán Becerra señaló que “Si Caracas ha perdido uno de sus grandes cronistas, lleno de pasión por lo que ella significaba, es de desearse que el Cuatricentenario de la ciudad capital, sea la fiesta del espíritu, de la comprensión nacional y que el nombre de Lucas Manzano y el de su obra, tenga una referencia humedecida con el afecto de todos”.

En Tierra de Jugo

     Como la tarde en que enterramos a Don Enrique –ese grande e inolvidable Don Enrique Núñez, valenciano tan cabal y tan enamorado de Caracas, ciudadano tan cronista, venezolano tan serio y tan ilustre, de los que tanta falta hacen– los últimos rezos y las primeras paletadas hacían pensar en los paladines de venezolanidad que reposan en el camposanto caraqueño desde que fue inaugurado el 5 de julio de 1876 por el Doctor y General Presidente Antonio Guzmán Blanco y cinco días después por el primer cadáver: Bonifacio Flores, un músico valenciano que formaba parte de la Banda Caraqueña.

     En el entierro de Don Enrique estuve con Don Lucas, que acababa de sobreponerse increíblemente a una gran gravedad, tan alarmante que hasta había causado la falsa alarma de su muerte. Como había llovido mucho aquella tarde y casi era de noche, quiso –“para evitar un resbalón y para cuidarme, chico”– permanecer en uno de los fúnebres coches de la comitiva. Vimos desde allí el sepelio. No quise dejarlo solo en tan triste vehículo, a sus años, con sus dolencias, en el entierro de un doble colega y amigo y frente a aquel paisaje nada optimista de cruces, mármoles, sauces y cipreses. Pero la verdad es que –al menos eso parecía– nada le hacía mella a su férreo espíritu y a esa elegancia que tuvo hasta para morir, tan alérgico a pantuflas y piyamas. Luego lo acompañé hasta su c asa, hasta la quinta “Doña Luisa” de El Paraíso. En el camino me decía:

–¡Caramba, chico cómo se está muriendo la gente! ¡El pobre Enrique! ¡Yo le llevaba diez años!

     Al advertirle que no creía en que fue 1885 el año de su nacimiento – “¿No será Don Lucas, que usted nació dos veces y esa fecha corresponde a la vez que lo hizo en La Guaira?”– sonrió con picardía. Aún más sonriente, mostró su cédula de identidad y de caraqueño:

–Mira: aquí dice 1884. . . Lo que pasa es que tú estás empeñado en que yo nací cuando Guzmán inauguró la estatua de Bolívar. . . Yo te daría mi edad exacta, pero es que ni yo mismo la sé, porque desde chiquitico quedé huérfano.

Las últimas corbatas. . .

     Después del entierro de Lucas Manzano su cédula de identidad estaba en las manos del yerno, Carlos Alberto Bernaccino, quien, comentando la vitalidad, el dandysmo, el espíritu indoblegable, el espíritu indoblegable del gran cronista caraqueño, me decía:

–Creo que Manzano tenía ese brollo de la edad para poder manejar su automóvil, ya que hace mucho tiempo se había pasado del límite legal. Era demasiado juvenil. Horas antes de agravarse – como sabía que yo iba a viajar a Italia –me dijo:

     Te voy a dar cincuenta bolívares para que me traigas unas corbatas de esas que son canela fina. . .

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

Caracas siempre

     Entonces estaba escribiendo su último artículo: sobre Fajardo y su merecido estatua. Apareció coincidencialmente publicado el mismo día de su entierro, cuando empezaban las primeras páginas, las editoriales y las de información, a recoger la noticia de su muerte y los innumerables homenajes de muchas plumas a quien hizo una labor de sesenta años en diarios y revistas, Desde  “El Cojo Ilustrado” –donde mostró su arte de pionero fotográfico– y “La Revista” –de los años de la primera guerra mundial , cuando realizó esfuerzos cinematográficos con “La Dama de las Camelias” y otras películas–, hasta “Élite”.

     En esta revista “Élite” que siempre fue su casa –desde la fundación en 1925– se destacaba su firma con la misma frecuencia de sus visitas a la redacción, que las hacía casi siempre después de “las vueltas” que nunca dejó de darle a su Caracas.

     Esta Caracas a la que le saboreó casi un siglo de los cuatro que la ciudad tiene. Y cuyos tres siglos restantes –tanto en sucesos como en leyendas, personajes, curiosidades, pintoresquismo– tuvieron siempre las más entusiastas alusiones de su pluma traviesa, oportuna e inolvidable”.

FUENTE CONSULTADA

  • Élite. Caracas, 14 de mayo de 1966.

La primera nodriza Bolívar

La primera nodriza Bolívar

Al nacer Simón Bolívar, su madre, María de la Concepción Palacios y Blanco, tenía problemas de salud y mandaron traer para que lo amamantara a una joven esclava que en esos días también había sido madre. Se trataba de Hipólita, joven de unos 20 años quien desde entonces y hasta bien crecido alimentaría al niño Simón. 

Por Arístides Rojas

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

     “A fines del último siglo, por los años de 1770 a 1780, figuraba entre los altos empleados de Caracas un distinguido e ilustre oficial, Don Fernando De Miyares, de antigua nobleza española e hijo de Cuba. De ascenso en ascenso, Miyares llegó al grado de General, siendo para comienzos del siglo, Gobernador de Maracaibo, y aún más tarde, en 1812, Gobernador y Capitán General de Venezuela, aunque por causas independientes de su voluntad, no pudo tomar posesión de tan elevado empleo, pues murió poco después, antes de nuestra emancipación, en la ciudad de Maracaibo, donde tuvo amigos y admiradores. Don Fernando había llegado a Caracas acompañado de su joven esposa, Doña Inés Mancebo de Miyares, de noble familia de Cuba, muchacha espléndida, poseedora de un carácter tan recto y lleno de gracia que, al tratarla, cautivaba, no solo por los encantos de su persona, sino también por las relevantes prendas morales y sociales que constituían en ella tesoro inagotable. No menos meritorio era su marido, caballero pundonoroso, apuesto oficial, de modales insinuantes y de un talento cultivado; bellas dotes que hacían de Miyares el tipo de militar distinguido. Don Fernando poseía, como su señora, un carácter recto, incapaz de engaño, no conociendo en su trato y en el cumplimiento de sus deberes, sino la línea recta, pudiendo decirse de esta bella pareja que caminaban juntos en la vía del deber, sin que les fuera permitido desviarse. Y en prueba de esta aseveración refieren las antiguas crónicas el percance que a Don Fernando pasó, en dos ocasiones, por la rectitud de su esposa.

     Fue el caso que Miyares, en la época a que nos referimos, después de haber fijado la hora de las diez de la noche, para cerrar su casa, regresó a ella en cierta ocasión después de las once; ya la puerta estaba cerrada. Al instante llama, y como nadie le responde, vuelve a golpear con el puño de su bastón.

— ¿Quién llama? pregunta una persona desde la sala.

— Inés, ábreme, es Miyares, responde Don Fernando.

— ¿Quién es el insolente que se atreve a nombrarme y tutearme, y a tomar en su boca el nombre de mi esposo? Fernando de Miyares duerme tranquilo, y nunca se recoge a deshora. Y retirándose a su dormitorio, Inés de Miyares, tranquila y digna, se acostaba sin darse cuenta de los repetidos golpes que sobre el portón diera su marido.

     Después de haber dormido en la casa de algún militar, Miyares, tornaba al siguiente día a su hogar. Al encontrarse con Inés, el saludo cordial era una necesidad de aquellos dos corazones que se amaban y respetaban.

— ¿Cómo estás, mi Inés? preguntaba Don Fernando.

— ¿Como estás, Fernando? — contestaba aquella. Y ambos, dándose el ósculo de la paz doméstica, continuaban, sin darse por entendidos, sin hacerse cargo de ningún género, y como si hubieran estado juntos toda la noche.

     Doce o quince días más tarde, pues que los buenos maridos son como los niños de dulce índole, que no reinciden, después de la primera nalgada que les afloja la madre, sino algunos días más tarde, Don Fernando quiso tornar a las andadas.

     Don Femando había dicho en cierta ocasión, delante de su servicio, lo siguiente: mi esposa Doña Inés Mancebo de Miyares es el alma de esta casa y sus órdenes tienen que ser obedecidas como las mías. Olvidándose de esto, Don Fernando, en cierta tarde, ordena a su esclavo Valentín que le aguardara en la puerta de la calle, pues tendría quizá que recogerse tarde.

     A las diez y media de la noche, Inés manda cerrar la puerta de la calle, cuando se le presenta el esclavo Valentín y le dice la orden que había recibido de su amo. Por toda contestación Inés le ordena, cerrar inmediatamente la puerta de la casa.

     Al llegar Don Fernando, tropieza con la puerta cerrada, y creyendo que el esclavo estaba en el zaguán, comienza a golpearla.

— Valentín, Valentín, ábreme, grita Don Femando.

—¿Quién es el insolente que da golpes en el portón? — pregunta Inés desde la sala.

— Ábreme, Inés, ábreme, no seas tonta. Es tu marido Fernando Miyares.

—Mi marido duerme, insolente — responde Inés— y retirándose a su dormitorio se entrega al sueño, cerrando los oídos a toda llamada. Don Fernando partió.

     Al día siguiente, se repite la misma escena precedente, y todo continúa sin novedad. Así pasaban las semanas cuando Don Femando le dice a su esposa cierta mañana. Inés, eres una esposa admirable, el método que te guía en todas las cosas domésticas, el orden que observas, la atención que prestas a nuestros intereses, la maestría con que cultivas las relaciones sociales, éstas y otras virtudes hacen de ti una esposa ejemplar. Debo confesarte que estoy orgulloso y contento.

     Y variando de conversación, añade Don Fernando: ¿sabes que mañana estoy invitado por el Intendente Ávalos a un desafío de malilla? El Intendente creyéndome hábil en este juego desea que luchemos. Como llegaré tarde de la noche tengo el gusto de advertírtelo para que sepas que estaré fuera.

—Bien, responde Inés. Quedará la puerta abierta y el esclavo Valentín en el corredor para que atienda a tu llamado.

     Celebraré siempre que me adviertas cuándo tengas que recogerte tarde de la noche, pues ya en dos ocasiones no sé qué tunante atrevido ha osado llamar a la puerta, tomando tú nombre. Todavía más, tomando el mío y tuteándome. Estaba resuelta si esto continuaba a quejarme al Capitán Gobernador para hacer castigar tanto desparpajo

.— Cosas de los hombres, hija — contesta Don Fernando— y besando la frente de su señora salió a sus quehaceres.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

     La familia Miyares vivía, cerca de la esquina de San Jacinto, en la casa hoy N° 15 de la calle Este 2. A la vuelta y en Calle Sur 1 vivía el coronel Don Juan Vicente de Bolívar casado con la señora Concepción Sojo y Palacios (1). Amigas íntimas, habían de verse diariamente, pues entre ellas existían atracciones que sostenían el cariño y la más fina cortesía. Inés criaba uno de sus hijos, cuando Concepción en vísperas de tener su cuarto pidió a su amiga que la acompañara y le hiciera las entrañas al párvulo que viniera al mundo.

     Hacer las entrañas a alguno es frase familiar antigua que equivale a nutrir a un recién nacido, cuando la madre se encuentra imposibilitada de hacerlo. Antiguamente se aceptaba esto por lujo, entre familias de alto rango, y entre los pobres, como necesidad. Casi siempre se elegía de antemano una madre que en condiciones propicias pudiera alimentar no solo a su hijo sino también al del vecino, del amigo, o del pariente.

     Concepción quiso que su amiga Inés, hiciera las entrañas al hijo que esperaba, y este nació el 24 de Julio de 1783. Apenas vio la luz, cuando Inés le llevó a su seno y comenzó a amamantarle — sirviéndole de nodriza por muchos meses, hasta que el niño pudo ser entregado a la esclava Matea (II).

     El niño, aunque travieso y desobediente, continuó, no obstante, llamando madre y tratando con veneración y respeto a la que con tan buena voluntad le había alimentado durante los primeros meses de la vida. Fue por lo tanto Doña Inés Mancebo de Miyares, la primera nodriza de Bolívar, a la que sucedió la negra Matea que obtuvo cierta celebridad y alcanzó larga vida, pues murió en 1886, habiendo el Gobierno de Venezuela costeado su entierro.

     Ascendido Miyares a Gobernador de Maracaibo, dejó a Caracas y se instaló con su familia en aquella capital, con regocijo de sus compañeros (2). Amado de los habitantes de esta región por su Gobierno paternal y justo, estaba Miyares en posesión de su empleo, cuando reventó en Caracas la revolución del 19 de abril de 1810. Empleado español, opúsose al torrente de las nuevas ideas, sabiendo sostenerse en la provincia de su mando, la cual no entró en el movimiento revolucionario de Caracas. Nombrado más tarde Capitán General de Venezuela, a causa de la deportación del mariscal Emparan, una serie de obstáculos se opusieron a que llegara a tomar posesión de tan elevado encargo, sobre todo, la invasión inoportuna del oficial español Monteverde en 1812. Estaba destinado Miyares a ser víctima de este triste mandatario, que, de otra manera, otros habrían sido los resultados al figurar en Caracas un militar de los quilates de Miyares.

     Inútiles fueron los esfuerzos que hiciera este legítimo mandatario español de Venezuela en 1812, para traer a buen camino a Monteverde, que prefirió perderse a ser justo y amante de su patria.

     En la correspondencia oficial que medió entre estos hombres públicos, se establece el paralelo: Miyares aparece como un militar pundonoroso, cabal y digno, Monteverde como un hombre voluntario, cruel y cobarde.

     El triunfo de la revolución de Venezuela contra Monteverde en 1813, encontró a Miyares en Maracaibo. La guerra a muerte comenzaba entonces y con ella las confiscaciones y secuestros de las propiedades pertenecientes a los peninsulares. Entre las haciendas confiscadas en la provincia de Barinas, estaba la que pertenecía a la familia Miyares. Doña Inés juzgó que era llegado el momento en que pudiera recordar a Bolívar la amistad que le había unido a su madre y la aprovechó para pedirle que le devolviesen la hacienda de Boconó, que estaba secuestrada. No se hizo aguardar la contestación de Bolívar, y en carta escrita al coronel J. A. Pulido, Gobernador de Barinas, entre otras cosas le dice: “Cuanto U. haga en favor de esta señora, corresponde a la gratitud que un corazón como el mío sabe guardar a la que me alimentó como madre. Fue ella la que en mis primeros meses me arrulló en su seno. ¡Qué más recomienda que ésta para el que sabe amar y agradecer como yo! Bolívar.”

     Al acto fue libertada la propiedad de Barinas, y hasta, patrocinada, pues la orden de Bolívar tenía tal carácter, que para un hombre como el coronel Pulido era gala complementarla.

     Perdida de nuevo la revolución, tuvo Bolívar que huir de Caracas, en agosto de 1814, para que de nuevo la ocuparan las huestes españolas, a las órdenes de Boves. Entre tanto el general Miyares, después de haber estado en Maracaibo, Coro y Puerto Cabello, partió para Puerto Rico, donde feneció por los años de 1816 a 1817, después de haber celebrado sus bodas de oro. No pudo este militar tan distinguido llegar a la Gobernación de Venezuela, pero sí la obtuvo su hijo político el Brigadier Correa, militar recto y caballeroso, que, si como español supo cumplir con sus deberes, supo igualmente dejar un nombre respetado y recuerdos gratos de su gobernación, que han reconocido sus enemigos políticos.

     Era la tertulia del Brigadier Correa, en la cual figuraba la incomparable viuda Doña Inés Mancebo de Miyares al lado de sus hijas y sobrinas, centro de muy buena sociedad. Esto pasaba en los días en que la guerra a muerte parecía. extinguirse, y los ánimos menos candentes dejaban lugar a la reflexión. Una solución final se acercaba, y Morillo victorioso, era llamado de España. La parte distinguida de la oficialidad española, Morillo y La Torre a la cabeza, frecuentaba la amena tertulia de Brigadier, donde era venerada la viuda de Miyares. (3)

     No había noche de tertulia, y sobre todo, cuando la “Gaceta de Caracas” publicaba alguna derrota de Bolívar o de sus tenientes, en que no fuera la política militante tema de conversación. El haber Doña Inés amamantado a Bolívar o haberle hecho las entrañas, como se dice vulgarmente, era motivo de burla o de sorpresa. — ¿Cómo es posible, señora, que una mujer de tantos quilates no le diera a ese monstruo una sola virtud? — Sedicioso, cobarde, ruin, ambicioso, insurgente; he aquí la lista de dicterios que tenía que escuchar Doña Inés con frecuencia.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

     Pero como era mujer de espíritu elevado, a todos contestaba. — “Para obras el tiempo”, decía a unos. — “Hay méritos que vienen con la vejez”, contestaba a otros. “¿Y si las cosas cambian?”, preguntaba en cierta noche a Morillo. “En las revoluciones nada puede preverse de antemano”, añadía. “El fiel de la balanza se cambia con frecuencia en la guerra”. “El éxito corona el triunfo”.

     De repente llega a Caracas el correo de España con órdenes terminantes a Morillo, Marqués de la Puerta, Conde de Cartagena, para que propusiera a Bolívar un armisticio, y regresara a España, dejando en su lugar al general La Torre. Tal noticia cayó en la tertulia del Brigadier como una bomba, pues sabíase que Bolívar acababa de llegar a Angostura, después de haber vencido a Barreiro y libertado del yugo español a Nueva Granada. El aspecto de los acontecimientos iba a cambiar de frente y nueva época se vislumbraba para Venezuela.

     En la noche en que se supo esta noticia en la tertulia del Brigadier, las conversaciones tomaron otro rumbo. Bolívar no apareció con los epítetos de costumbre, sino como un militar afortunado con quien iba a departir el jefe de la expedición de 1815. Días después Bolívar y Morillo hablaban amigablemente en el pueblecito de Santa Ana. Bolívar se presenta acompañado de pocos, mientras que Morillo lo estaba de lucido estado mayor. Cuando se acercaron, ambos echaron pie a tierra.

— “El cielo es testigo de la buena fe con la cual abrazo al general Morillo” — dijo Bolívar al encontrarse frente de su temido adversario—. “Dios se lo pague” — contestó secamente el español, dejándose abrazar. A poco comenzaron las presentaciones por ambas partes, remando intimidad y buena fe que caracteriza entre hombres cultos, un acontecimiento de este género.

     Entre los diversos temas de conversación que tuvieron Bolívar y Morillo, este hubo de traer al primero recuerdos gratos.

— En Caracas tuve el gusto de conocer y tratar a vuestra bondadosa madre en la casa del Brigadier Correa -—le dice.

— Mi madre, exclamó Bolívar, como sorprendido de semejante recuerdo, y llevando la mano a la frente añadió: —Sí, sí, mi madre Inés ¿no es verdad? ¡Qué mujer! ¡qué matrona tan digna y noble! ¡Cuánto talento y cuanta gracia! —añadió el Libertador.

— ¿No os parece una de las más elevadas matronas de ¿Caracas?

— Sí, sí, contesto Bolívar. Más que elevada es un ángel, añadió. Ella me nutrió en los primeros meses de mi existencia.

— Si es cierto — dijo Morillo— que las madres al nutrir a sus hijos, les comunican algo de su carácter, en el vuestro debe haber obrado el de tan digna matrona.

— No sé qué contestaros — replicó Bolívar—. En medio de estas agitaciones de mi vida, ignoro lo que me aguarda; pero creo que el hombre debe más al medio en que se desarrolla, al curso de los acontecimientos y a la índole del carácter, que a la nutrición de la madre. Estos influyen mucho en los primeros años de nuestra vida. Después, pierden el poderío y la influencia, conservando el amor modificado.

     Un año más tarde, en 1821, Bolívar entraba triunfante en Caracas, después de Carabobo. Hacía ocho años que no la veía. Entre sus necesidades morales figuraba la de hacer una
visita a Inés de Miyares que había dejado la casa de su yerno, en la esquina de Camejo, por una casita modesta y pobre situada en la actual Avenida Este. Allí fue Bolívar a visitarla.

—¡Simón! ¡Eres tú! . . . — exclamó Inés al ver a Bolívar en la puerta interior del zaguán.

— Madre querida, vengan esos brazos donde tantas veces dormí — exclamó Bolívar.

     Y aquellos dos seres en estrecho abrazo, permanecieron juntos prolongado rato.

— Siéntate — dijo Inés enternecida —! Cuán quemado te encuentro, — añadió.

— Este es el resultado de la vida de los campamentos y de la lucha contra la naturaleza y los hombres — contestó Bolívar.

—Y ¿qué te importa —replicó Inés— si tú has sabido sacar partido de todo?

— Si, parece que la gloria quiere sonreírme.

     Bolívar había comenzado a hablar de los últimos sucesos de su vida militar, cuando de repente, toma las manos de la señora, las estrecha y le dice:

—Os he recordado mucho, buena madre. Morillo me hizo vuestro elogio en términos que me cautivaron. ¿En qué puedo seros útil?

— ¡Los bienes de Correa están secuestrados!

     Serán devueltos hoy mismo — dijo Bolívar. Vuestro yerno es un oficial que honra las armas españolas. Nos ha combatido como militar pundonoroso. Os ofrezco un pasaporte para todos vuestros hijos, agregó Bolívar. Es necesario que ellos figuren con nosotros.

— Eso no, hijo, eso no — exclamó doña Inés— como herida. Todo te lo acepto menos eso. Ellos pertenecen a una causa por la cual deben aceptar hasta el sacrificio. Mucho te agradezco este rasgo de tu bondad, pero creo que cada hombre tiene una causa, la causa de la patria. Ellos son españoles y su puesto esta en España.

— Muy bien, muy bien — contestó Bolívar—. Así habla la mujer de inteligencia y de corazón.

     Al siguiente día Bolívar libraba del secuestro los bienes del Brigadier Correa.

     Ignoramos si cuando Bolívar estuvo por la última, vez en Caracas, en 1827, visitó a su madre doña Inés. Es muy natural suponer que así lo hiciera, pues ya en la edad avanzada en que estaba ésta, con sus hijos ausentes y sin fortuna, las atenciones y la gratitud son como rocío del cielo en el hogar silencioso y digno de la pobreza.

     Doña Inés no sobrevivió a Bolívar sino en tres años, pues murió en 1833.

     Cuando alguno de los descendientes del general Don Fernando de Miyares, escucha a alguien que hace gala de poseer algún recuerdo del Libertador o de agradecer algún servicio hecho por éste, hay siempre una frase que ahoga toda pretensión, y es la siguiente:

     “Quite usted, que en mi familia fue donde se le hicieron a Bolívar las entrañas”, queriendo decir con esto, que la primera nodriza de Bolívar fue la esposa de aquel notable militar, Doña Inés Mancebo de Miyares, noble hija de Cuba”.

FUENTE CONSULTADA

  • Rojas, Arístides. Crónicas de Caracas. Antología. Caracas: Ministerio de Educación Nacional, 1946; Págs. 116-124 (Biblioteca Popular Venezolana 16).

     

    (1) Es seguramente un lapsus calami el que aparezca la madre de Bolívar con los apellidos Sojo y Palacios, pues bien sabía el autor de estos trabajos que ella era Palacios y Blanco, hija del Capitán Don Feliciano Palacios y Gil de Arratia y de Doña Francisca de Blanco Herrera.

    (II) La negra Matea no fue nunca nodriza de Bolívar, sino la negra Hipólita, a quien el Héroe recordó siempre con filial afecto. En carta a su hermana María Antonia, fechada en el Cuzco, a 10 de julio de 1825, le dice: ‘‘Te mando una carta de mi madre Hipólita, para que le des todo lo que ella quiera: para que hagas por ella como si fuera tu madre. Su leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella” . . . Según nota inserta en la página 76 de los Papeles de Bolívar, Hipólita era ágil y montaba bien a caballo. Quería entrañablemente a su amo y estuvo con él en las batallas que se libraron en San Mateo. Cuando Bolívar entró en Caracas el 10 de enero de 1827, subió bajo palio por la calle comprendida entre Sociedad y las Gradillas; y como divisara a Hipólita entre la multitud abandonó su puesto y se arrojó en brazos de la negra, que lloraba de placer.

    (2) No puede hablarse del general Miyares sin recordar su gobierno de Maracaibo, tan patriarcal, tan justo, tan progresista. Han pasado cerca de noventa años, y todavía el nombre de este mandatario español lo recuerdan los hijos de Maracaibo con placer y orgullo. Noble destino el de hacer el bien y dejar tras sí bendiciones que se perpetúan. El buen nombre del general Miyares, que respetaron los hombres notables de las pasadas generaciones, sin distinción de partidos, brillará siempre a orillas del dilatado Coquibacoa. Mora aquí un pueblo inteligente, amante de lo grande y de lo bello, que, al hacer justicia a sus grandes hombres, rinde igualmente veneración a los mandatarios españoles que contribuyeron a su grandeza y a su dicha.

    (3) Esta casa es la de alto situada en la esquina de Camejo, donde estuvieron primero los patriotas en 1813, después los españoles, y finalmente el Gobierno de Venezuela desde 1834 hasta 1841. Vive en Caracas una anciana muy respetable que revela en sus modales, conversación variada y ameno trato, lo que ella fue en los días de su juventud, cuando ahora setenta y cinco años, conoció a Miranda y a los hombres de la revolución de 1810, y trató más tarde a Morillo, La Torre, Correa, y después a Bolívar y las celebridades de Colombia y de Venezuela. Es Doña Inés Arévalo, descendiente de aquel Luis Antonio Sánchez Arévalo, de antigua familia española, que se enlazó en Caracas a mediados del último siglo, con la respetable familia Hernández Sanavria. Fue el padre de Inés el Dr. Don Juan Vicente Sánchez y Arévalo, Oidor honorario de la Audiencia de Caracas y caballero que respetaron los partidos políticos de su época. Cuando queremos refrescar algunas fechas, aclarar algunos nombres, buscar la verdad de hechos dudosos, durante la época de 1812 a 1824, visitamos a esta distinguida compatriota y amiga nuestra, la cual nos deleita con el relato de hechos curiosos, de dichos notables, y nos habla de aquella sociedad española y venezolana en la cual figuró en primera escala. Inés conserva la memoria, a pesar de haber ya pasado de ochenta y seis años. Retirada del mundo social, y dedicada solamente al amor de sus sobrinos, después de haber visto desaparecer cinco generaciones, Inés ha perdido esa vanidad que alimenta o entretiene los primeros cincuenta años de la existencia, y ama el aislamiento, aspiración de los espíritus que se acercan a la tumba. Pero como nosotros hablamos en este cuadro de la tertulia del Brigadier Correa donde figuró Doña Inés Mancebo de Miyares, y con ella, la amiga que la ha sobrevivido, nos es satisfactorio decir a nuestros lectores que todavía existe una de las distinguidas venezolanas de aquella época: venerable anciana que es honra de su familia y modelo de virtudes sociales y domésticas. Reciba nuestra amiga públicamente los sentimientos de nuestra gratitud.

La Caracas de Los Monagas

La Caracas de Los Monagas

Por José Antonio Calcaño*

José Antonio Calcaño recibió en 1958 el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música, del cual extrajimos este capítulo.

José Antonio Calcaño recibió en 1958 el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música, del cual extrajimos este capítulo.

     “De 1847 a 1858 los presidentes de la República de Venezuela fueron el general José Tadeo Monagas y el general José Gregorio Monagas, su hermano. Como se ve, no hay mucha variedad de nombres.

     Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler. El reloj de Catedral, en su cara septentrional, seguía marcando, inmóvil, la hora terrible del pasado cataclismo: las cuatro y siete minutos.

     La transformación del patio de las casas continuó en estos años, y algunos de ellos se habían transformado ya en verdaderos jardines, en los que había numerosas flores exóticas. En la Colonia Tovar había fundado el sabio Karl Moritz unos jardines maravillosos que no tenían igual en el país. Desde allí enviaba el botánico alemán nuevas plantas a sus amigos de Caracas, principalmente a Benitz y Jahnke, cuyos jardines alcanzaron fama ciudadana.

     Fue Moritz quien introdujo los mirtos australianos y las gladiolas, que en un principio se llamaron “vara alemana”, las camelias y las gloxinias. Los alemanes Reinold y Grum plantaron por primera vez en Caracas fuchsias, azaleas, jacintos y alelíes. Desde los cultivos del Ávila bajaron a la ciudad los primeros claveles y azucenas, mientras que el pintor Forjonel fue quien por primera vez pintó una flor de mayo, en un cuadro que perteneció luego a la familia Becker y estaba colgado en la sala alta de su casa, en la esquina de Camejo.

     Fue por estos años cuando llegaron a Caracas los primeros sombreros de copa o chisteras de resorte, los cuales, por el ruido que hacían al abrirse o cerrarse, fueron llamados pumpás, nombre con el cual se designaron de manera exclusiva; causaron gran sensación y su uso se generalizó rápidamente. Aparecieron las primeras lámparas de kerosene y los ‘’quinqués de Filadelfia”; a mitad de cuadra y en las esquinas centrales de la ciudad, se instalaron faroles de este tipo. El juego de pelota, que antiguamente estaba situado en la esquina que lleva su nombre, fue trasladado luego a la esquina del Algarrobo (después Puente Yanes) y de aquí a la de Pele el Ojo, que por este motivo se llamó en estos años esquina del Juego de Pelota.

     No se veían por esta época tantos leprosos en las calles como anteriormente, gracias al jefe político Pellicer, quien los hizo recoger para recluirlos en el asilo de mendigos levantado por suscripción pública. La gente de buena educación no se dejaba ver fumando por las calles y en las casas, si había señoras presentes, sólo se fumaba cuando existía intimidad con la familia, y eso después de pedir muchas disculpas.

     En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo. A orillas del Guaire se levantaban entonces casetas de baño con techo de palma, que serían arrastradas por la corriente al llegar las lluvias. Para atravesar el río se colocaban algunos puentecillos primitivos y provisionales, que sólo servirían durante seis meses, porque después se los llevaría la creciente.

En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo.

En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo.

Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler.

Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler.

     Todavía no había sillas en las iglesias, y las damas se sentaban a la morisca sobre las pequeñas alfombras que hacían llevar por las criadas. Algunos curas habían pensado en la introducción de sillas o bancos, pero se creía que las diferencias sociales que todavía existían, hacían aconsejable seguir usando las alfombras. Las procesiones religiosas eran frecuentes y animadas; ponían en movimiento a toda la población y abundaban en ellas cohetes y petardos. Tenían fama las de la iglesia de Las Mercedes

     Los caraqueños de estos tiempos son muy caritativos, y los mantuanos que aún existen tienen sus pobres habituales. Las damas atienden a enfermos y ancianos, y algunas envían remedios y alimentos a algunos menesterosos.

     El Teatro del Coliseo, incómodo y no muy capaz, es prácticamente el único de la capital, pues, aunque ya existe el llamado Teatro de la Unión, éste es un sitio de baja estofa, frecuentado por las clases más humildes. Este teatro sería transformado más tarde y alcanzaría renombre como el Teatro de Maderero. La plaza de toros no sirve para mucho, y el pueblo prefiere torear y colear en las calles. Como siempre, en la ciudad es muy concurrida la gallera, y muchos adeptos a este juego tienen gran orgullo en sus “cuerdas”.

     Todavía existen en las paredes exteriores de muchas casas los viejos letreros que se acostumbraban en la colonia: “Nuestra Señora del Carmen, patrona de esta casa”, “Dios, Uno y Trino, patrón de esta casa”524. Funciona en la ciudad una Escuela de Artesanos, a la que asisten más de quinientos alumnos cuya edad va de los doce a los cincuenta años, quienes allí aprenden a ser carpinteros, albañiles, herreros u hojalateros. Estos discípulos estudian de ocho a nueve de la noche, pues durante el día trabajan. El director Castro, Teniente de Ingenieros, ha logrado apoyo de la Diputación, y ha ampliado la enseñanza hasta incluir clases gratuitas de lectura y caligrafía, aritmética, álgebra y geometría. La Universidad de Caracas confiere grados en cinco facultades: Teología, Cánones, Leyes, Filosofía y Medicina.

Los hermanos Monagas, José Tadeo y José Gregorio, gobernaron el país entre 1947 y 1958. En la foto, José Tadeo, quien fue presidente durante 8 años, período en el que se reconstruyó gran parte de la Caracas destruida durante el terremoto de 1812.

Los hermanos Monagas, José Tadeo y José Gregorio, gobernaron el país entre 1947 y 1958. En la foto, José Tadeo, quien fue presidente durante 8 años, período en el que se reconstruyó gran parte de la Caracas destruida durante el terremoto de 1812.

     Los matrimonios se efectúan siempre en la madrugada, y terminan con un abundante desayuno. El cortejo desfila a pie hasta la iglesia, por las calles, que tienen, lo mismo que los techos, hierbas en abundancia. Los entierros, en cambio, se llevan a cabo por la noche; la urna va sobre una mesa, la que ha sido cubierta de tela negra con algunos bordados de oro. Los acompañantes llevan en las manos cirios negros. La casa del duelo estaba toda enlutada: había lazos negros en los cuadros, en los espejos, las estatuas, las consolas, retratos, arañas, lámparas, y hasta en los platos de postres que se usaban en el obsequio que se ofrecía al cumplirse la “octava”.

     Los bailes no eran tan frecuentes como antes de 1848, pero eran muy rumbosos. Muchas veces duraban hasta las tres de la mañana. Un autor contemporáneo dice que asistió a un baile que contaba con una orquesta de doce músicos, que tocaba obras de Strauss, Herzog, Lanner y Burmeyer, así como también de los criollos Atanasio Bello, Lino Gallardo, Juan José Tovar y José María Montero. En el salón principal, alumbrado por más de trescientas velas, se bailaban contradanzas, que eran las favoritas de las muchachas caraqueñas y se danzaban con mucha vivacidad; también bailaban valses y polkas, y aunque habían aparecido las cuadrillas, éstas no agradaban mucho. La rumba sólo se bailaba en los barrios bajos, y no en los salones. En algún rincón de la casa, algunos viejos que no gustaban de la danza, pasaban el rato jugando al ajedrez. Los criados y los esclavos se apiñaban, vestidos con limpieza, en los patios interiores y seguían la diversión con el más vivo interés; alguna que otra, dos de ellos se entregaban furtivamente al baile. Esclavos y criados eran numerosos en estas ocasiones, porque cada familia llevaba uno o dos de ellos para que, farol en mano, les alumbraran su camino por las calles. Por las ventanas de la sala se apiñaban, asomados, los transeúntes callejeros, formando así la tradicional “barra” criolla.

     Comenzaban a ser frecuentes las veladas literarias o musicales, y las comidas de matiz intelectual. Así, Don José Antonio Mosquera, de quien tendremos ocasión de hablar más adelante, ofreció en febrero de 1856 una comida en su hacienda “La Guía”, en la que pronunció un discurso Antonio Leocadio Guzmán. En las casas de Heraclio Martín de la Guardia, de los Calcaños y de Don Jacinto Gutiérrez, se efectuaban las primeras veladas, que más tarde, durante el Septenio, llegarían a ser toda una institución caraqueña.

     Así comenzaba a tomar forma, por la mitad del siglo, la Caracas que más tarde sería conocida con el presuntuoso apodo del “Petit París”.

*José Antonio Calcaño (1900-1978), músico, escritor, compositor, profesor universitario, miembro fundador de la Orquesta Sinfónica Venezuela y diplomático. En 1958, recibió el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música.

FUENTE CONSULTADA

  • Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música. Crónica musical de Caracas. Caracas: Universidad Central de Venezuela. Ediciones de la Biblioteca, 2019; Págs. 326-330
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