La primera nodriza Bolívar

28 Jun 2023 | Crónicas de la Ciudad

Al nacer Simón Bolívar, su madre, María de la Concepción Palacios y Blanco, tenía problemas de salud y mandaron traer para que lo amamantara a una joven esclava que en esos días también había sido madre. Se trataba de Hipólita, joven de unos 20 años quien desde entonces y hasta bien crecido alimentaría al niño Simón. 

Por Arístides Rojas

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

     “A fines del último siglo, por los años de 1770 a 1780, figuraba entre los altos empleados de Caracas un distinguido e ilustre oficial, Don Fernando De Miyares, de antigua nobleza española e hijo de Cuba. De ascenso en ascenso, Miyares llegó al grado de General, siendo para comienzos del siglo, Gobernador de Maracaibo, y aún más tarde, en 1812, Gobernador y Capitán General de Venezuela, aunque por causas independientes de su voluntad, no pudo tomar posesión de tan elevado empleo, pues murió poco después, antes de nuestra emancipación, en la ciudad de Maracaibo, donde tuvo amigos y admiradores. Don Fernando había llegado a Caracas acompañado de su joven esposa, Doña Inés Mancebo de Miyares, de noble familia de Cuba, muchacha espléndida, poseedora de un carácter tan recto y lleno de gracia que, al tratarla, cautivaba, no solo por los encantos de su persona, sino también por las relevantes prendas morales y sociales que constituían en ella tesoro inagotable. No menos meritorio era su marido, caballero pundonoroso, apuesto oficial, de modales insinuantes y de un talento cultivado; bellas dotes que hacían de Miyares el tipo de militar distinguido. Don Fernando poseía, como su señora, un carácter recto, incapaz de engaño, no conociendo en su trato y en el cumplimiento de sus deberes, sino la línea recta, pudiendo decirse de esta bella pareja que caminaban juntos en la vía del deber, sin que les fuera permitido desviarse. Y en prueba de esta aseveración refieren las antiguas crónicas el percance que a Don Fernando pasó, en dos ocasiones, por la rectitud de su esposa.

     Fue el caso que Miyares, en la época a que nos referimos, después de haber fijado la hora de las diez de la noche, para cerrar su casa, regresó a ella en cierta ocasión después de las once; ya la puerta estaba cerrada. Al instante llama, y como nadie le responde, vuelve a golpear con el puño de su bastón.

— ¿Quién llama? pregunta una persona desde la sala.

— Inés, ábreme, es Miyares, responde Don Fernando.

— ¿Quién es el insolente que se atreve a nombrarme y tutearme, y a tomar en su boca el nombre de mi esposo? Fernando de Miyares duerme tranquilo, y nunca se recoge a deshora. Y retirándose a su dormitorio, Inés de Miyares, tranquila y digna, se acostaba sin darse cuenta de los repetidos golpes que sobre el portón diera su marido.

     Después de haber dormido en la casa de algún militar, Miyares, tornaba al siguiente día a su hogar. Al encontrarse con Inés, el saludo cordial era una necesidad de aquellos dos corazones que se amaban y respetaban.

— ¿Cómo estás, mi Inés? preguntaba Don Fernando.

— ¿Como estás, Fernando? — contestaba aquella. Y ambos, dándose el ósculo de la paz doméstica, continuaban, sin darse por entendidos, sin hacerse cargo de ningún género, y como si hubieran estado juntos toda la noche.

     Doce o quince días más tarde, pues que los buenos maridos son como los niños de dulce índole, que no reinciden, después de la primera nalgada que les afloja la madre, sino algunos días más tarde, Don Fernando quiso tornar a las andadas.

     Don Femando había dicho en cierta ocasión, delante de su servicio, lo siguiente: mi esposa Doña Inés Mancebo de Miyares es el alma de esta casa y sus órdenes tienen que ser obedecidas como las mías. Olvidándose de esto, Don Fernando, en cierta tarde, ordena a su esclavo Valentín que le aguardara en la puerta de la calle, pues tendría quizá que recogerse tarde.

     A las diez y media de la noche, Inés manda cerrar la puerta de la calle, cuando se le presenta el esclavo Valentín y le dice la orden que había recibido de su amo. Por toda contestación Inés le ordena, cerrar inmediatamente la puerta de la casa.

     Al llegar Don Fernando, tropieza con la puerta cerrada, y creyendo que el esclavo estaba en el zaguán, comienza a golpearla.

— Valentín, Valentín, ábreme, grita Don Femando.

—¿Quién es el insolente que da golpes en el portón? — pregunta Inés desde la sala.

— Ábreme, Inés, ábreme, no seas tonta. Es tu marido Fernando Miyares.

—Mi marido duerme, insolente — responde Inés— y retirándose a su dormitorio se entrega al sueño, cerrando los oídos a toda llamada. Don Fernando partió.

     Al día siguiente, se repite la misma escena precedente, y todo continúa sin novedad. Así pasaban las semanas cuando Don Femando le dice a su esposa cierta mañana. Inés, eres una esposa admirable, el método que te guía en todas las cosas domésticas, el orden que observas, la atención que prestas a nuestros intereses, la maestría con que cultivas las relaciones sociales, éstas y otras virtudes hacen de ti una esposa ejemplar. Debo confesarte que estoy orgulloso y contento.

     Y variando de conversación, añade Don Fernando: ¿sabes que mañana estoy invitado por el Intendente Ávalos a un desafío de malilla? El Intendente creyéndome hábil en este juego desea que luchemos. Como llegaré tarde de la noche tengo el gusto de advertírtelo para que sepas que estaré fuera.

—Bien, responde Inés. Quedará la puerta abierta y el esclavo Valentín en el corredor para que atienda a tu llamado.

     Celebraré siempre que me adviertas cuándo tengas que recogerte tarde de la noche, pues ya en dos ocasiones no sé qué tunante atrevido ha osado llamar a la puerta, tomando tú nombre. Todavía más, tomando el mío y tuteándome. Estaba resuelta si esto continuaba a quejarme al Capitán Gobernador para hacer castigar tanto desparpajo

.— Cosas de los hombres, hija — contesta Don Fernando— y besando la frente de su señora salió a sus quehaceres.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

     La familia Miyares vivía, cerca de la esquina de San Jacinto, en la casa hoy N° 15 de la calle Este 2. A la vuelta y en Calle Sur 1 vivía el coronel Don Juan Vicente de Bolívar casado con la señora Concepción Sojo y Palacios (1). Amigas íntimas, habían de verse diariamente, pues entre ellas existían atracciones que sostenían el cariño y la más fina cortesía. Inés criaba uno de sus hijos, cuando Concepción en vísperas de tener su cuarto pidió a su amiga que la acompañara y le hiciera las entrañas al párvulo que viniera al mundo.

     Hacer las entrañas a alguno es frase familiar antigua que equivale a nutrir a un recién nacido, cuando la madre se encuentra imposibilitada de hacerlo. Antiguamente se aceptaba esto por lujo, entre familias de alto rango, y entre los pobres, como necesidad. Casi siempre se elegía de antemano una madre que en condiciones propicias pudiera alimentar no solo a su hijo sino también al del vecino, del amigo, o del pariente.

     Concepción quiso que su amiga Inés, hiciera las entrañas al hijo que esperaba, y este nació el 24 de Julio de 1783. Apenas vio la luz, cuando Inés le llevó a su seno y comenzó a amamantarle — sirviéndole de nodriza por muchos meses, hasta que el niño pudo ser entregado a la esclava Matea (II).

     El niño, aunque travieso y desobediente, continuó, no obstante, llamando madre y tratando con veneración y respeto a la que con tan buena voluntad le había alimentado durante los primeros meses de la vida. Fue por lo tanto Doña Inés Mancebo de Miyares, la primera nodriza de Bolívar, a la que sucedió la negra Matea que obtuvo cierta celebridad y alcanzó larga vida, pues murió en 1886, habiendo el Gobierno de Venezuela costeado su entierro.

     Ascendido Miyares a Gobernador de Maracaibo, dejó a Caracas y se instaló con su familia en aquella capital, con regocijo de sus compañeros (2). Amado de los habitantes de esta región por su Gobierno paternal y justo, estaba Miyares en posesión de su empleo, cuando reventó en Caracas la revolución del 19 de abril de 1810. Empleado español, opúsose al torrente de las nuevas ideas, sabiendo sostenerse en la provincia de su mando, la cual no entró en el movimiento revolucionario de Caracas. Nombrado más tarde Capitán General de Venezuela, a causa de la deportación del mariscal Emparan, una serie de obstáculos se opusieron a que llegara a tomar posesión de tan elevado encargo, sobre todo, la invasión inoportuna del oficial español Monteverde en 1812. Estaba destinado Miyares a ser víctima de este triste mandatario, que, de otra manera, otros habrían sido los resultados al figurar en Caracas un militar de los quilates de Miyares.

     Inútiles fueron los esfuerzos que hiciera este legítimo mandatario español de Venezuela en 1812, para traer a buen camino a Monteverde, que prefirió perderse a ser justo y amante de su patria.

     En la correspondencia oficial que medió entre estos hombres públicos, se establece el paralelo: Miyares aparece como un militar pundonoroso, cabal y digno, Monteverde como un hombre voluntario, cruel y cobarde.

     El triunfo de la revolución de Venezuela contra Monteverde en 1813, encontró a Miyares en Maracaibo. La guerra a muerte comenzaba entonces y con ella las confiscaciones y secuestros de las propiedades pertenecientes a los peninsulares. Entre las haciendas confiscadas en la provincia de Barinas, estaba la que pertenecía a la familia Miyares. Doña Inés juzgó que era llegado el momento en que pudiera recordar a Bolívar la amistad que le había unido a su madre y la aprovechó para pedirle que le devolviesen la hacienda de Boconó, que estaba secuestrada. No se hizo aguardar la contestación de Bolívar, y en carta escrita al coronel J. A. Pulido, Gobernador de Barinas, entre otras cosas le dice: “Cuanto U. haga en favor de esta señora, corresponde a la gratitud que un corazón como el mío sabe guardar a la que me alimentó como madre. Fue ella la que en mis primeros meses me arrulló en su seno. ¡Qué más recomienda que ésta para el que sabe amar y agradecer como yo! Bolívar.”

     Al acto fue libertada la propiedad de Barinas, y hasta, patrocinada, pues la orden de Bolívar tenía tal carácter, que para un hombre como el coronel Pulido era gala complementarla.

     Perdida de nuevo la revolución, tuvo Bolívar que huir de Caracas, en agosto de 1814, para que de nuevo la ocuparan las huestes españolas, a las órdenes de Boves. Entre tanto el general Miyares, después de haber estado en Maracaibo, Coro y Puerto Cabello, partió para Puerto Rico, donde feneció por los años de 1816 a 1817, después de haber celebrado sus bodas de oro. No pudo este militar tan distinguido llegar a la Gobernación de Venezuela, pero sí la obtuvo su hijo político el Brigadier Correa, militar recto y caballeroso, que, si como español supo cumplir con sus deberes, supo igualmente dejar un nombre respetado y recuerdos gratos de su gobernación, que han reconocido sus enemigos políticos.

     Era la tertulia del Brigadier Correa, en la cual figuraba la incomparable viuda Doña Inés Mancebo de Miyares al lado de sus hijas y sobrinas, centro de muy buena sociedad. Esto pasaba en los días en que la guerra a muerte parecía. extinguirse, y los ánimos menos candentes dejaban lugar a la reflexión. Una solución final se acercaba, y Morillo victorioso, era llamado de España. La parte distinguida de la oficialidad española, Morillo y La Torre a la cabeza, frecuentaba la amena tertulia de Brigadier, donde era venerada la viuda de Miyares. (3)

     No había noche de tertulia, y sobre todo, cuando la “Gaceta de Caracas” publicaba alguna derrota de Bolívar o de sus tenientes, en que no fuera la política militante tema de conversación. El haber Doña Inés amamantado a Bolívar o haberle hecho las entrañas, como se dice vulgarmente, era motivo de burla o de sorpresa. — ¿Cómo es posible, señora, que una mujer de tantos quilates no le diera a ese monstruo una sola virtud? — Sedicioso, cobarde, ruin, ambicioso, insurgente; he aquí la lista de dicterios que tenía que escuchar Doña Inés con frecuencia.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

     Pero como era mujer de espíritu elevado, a todos contestaba. — “Para obras el tiempo”, decía a unos. — “Hay méritos que vienen con la vejez”, contestaba a otros. “¿Y si las cosas cambian?”, preguntaba en cierta noche a Morillo. “En las revoluciones nada puede preverse de antemano”, añadía. “El fiel de la balanza se cambia con frecuencia en la guerra”. “El éxito corona el triunfo”.

     De repente llega a Caracas el correo de España con órdenes terminantes a Morillo, Marqués de la Puerta, Conde de Cartagena, para que propusiera a Bolívar un armisticio, y regresara a España, dejando en su lugar al general La Torre. Tal noticia cayó en la tertulia del Brigadier como una bomba, pues sabíase que Bolívar acababa de llegar a Angostura, después de haber vencido a Barreiro y libertado del yugo español a Nueva Granada. El aspecto de los acontecimientos iba a cambiar de frente y nueva época se vislumbraba para Venezuela.

     En la noche en que se supo esta noticia en la tertulia del Brigadier, las conversaciones tomaron otro rumbo. Bolívar no apareció con los epítetos de costumbre, sino como un militar afortunado con quien iba a departir el jefe de la expedición de 1815. Días después Bolívar y Morillo hablaban amigablemente en el pueblecito de Santa Ana. Bolívar se presenta acompañado de pocos, mientras que Morillo lo estaba de lucido estado mayor. Cuando se acercaron, ambos echaron pie a tierra.

— “El cielo es testigo de la buena fe con la cual abrazo al general Morillo” — dijo Bolívar al encontrarse frente de su temido adversario—. “Dios se lo pague” — contestó secamente el español, dejándose abrazar. A poco comenzaron las presentaciones por ambas partes, remando intimidad y buena fe que caracteriza entre hombres cultos, un acontecimiento de este género.

     Entre los diversos temas de conversación que tuvieron Bolívar y Morillo, este hubo de traer al primero recuerdos gratos.

— En Caracas tuve el gusto de conocer y tratar a vuestra bondadosa madre en la casa del Brigadier Correa -—le dice.

— Mi madre, exclamó Bolívar, como sorprendido de semejante recuerdo, y llevando la mano a la frente añadió: —Sí, sí, mi madre Inés ¿no es verdad? ¡Qué mujer! ¡qué matrona tan digna y noble! ¡Cuánto talento y cuanta gracia! —añadió el Libertador.

— ¿No os parece una de las más elevadas matronas de ¿Caracas?

— Sí, sí, contesto Bolívar. Más que elevada es un ángel, añadió. Ella me nutrió en los primeros meses de mi existencia.

— Si es cierto — dijo Morillo— que las madres al nutrir a sus hijos, les comunican algo de su carácter, en el vuestro debe haber obrado el de tan digna matrona.

— No sé qué contestaros — replicó Bolívar—. En medio de estas agitaciones de mi vida, ignoro lo que me aguarda; pero creo que el hombre debe más al medio en que se desarrolla, al curso de los acontecimientos y a la índole del carácter, que a la nutrición de la madre. Estos influyen mucho en los primeros años de nuestra vida. Después, pierden el poderío y la influencia, conservando el amor modificado.

     Un año más tarde, en 1821, Bolívar entraba triunfante en Caracas, después de Carabobo. Hacía ocho años que no la veía. Entre sus necesidades morales figuraba la de hacer una
visita a Inés de Miyares que había dejado la casa de su yerno, en la esquina de Camejo, por una casita modesta y pobre situada en la actual Avenida Este. Allí fue Bolívar a visitarla.

—¡Simón! ¡Eres tú! . . . — exclamó Inés al ver a Bolívar en la puerta interior del zaguán.

— Madre querida, vengan esos brazos donde tantas veces dormí — exclamó Bolívar.

     Y aquellos dos seres en estrecho abrazo, permanecieron juntos prolongado rato.

— Siéntate — dijo Inés enternecida —! Cuán quemado te encuentro, — añadió.

— Este es el resultado de la vida de los campamentos y de la lucha contra la naturaleza y los hombres — contestó Bolívar.

—Y ¿qué te importa —replicó Inés— si tú has sabido sacar partido de todo?

— Si, parece que la gloria quiere sonreírme.

     Bolívar había comenzado a hablar de los últimos sucesos de su vida militar, cuando de repente, toma las manos de la señora, las estrecha y le dice:

—Os he recordado mucho, buena madre. Morillo me hizo vuestro elogio en términos que me cautivaron. ¿En qué puedo seros útil?

— ¡Los bienes de Correa están secuestrados!

     Serán devueltos hoy mismo — dijo Bolívar. Vuestro yerno es un oficial que honra las armas españolas. Nos ha combatido como militar pundonoroso. Os ofrezco un pasaporte para todos vuestros hijos, agregó Bolívar. Es necesario que ellos figuren con nosotros.

— Eso no, hijo, eso no — exclamó doña Inés— como herida. Todo te lo acepto menos eso. Ellos pertenecen a una causa por la cual deben aceptar hasta el sacrificio. Mucho te agradezco este rasgo de tu bondad, pero creo que cada hombre tiene una causa, la causa de la patria. Ellos son españoles y su puesto esta en España.

— Muy bien, muy bien — contestó Bolívar—. Así habla la mujer de inteligencia y de corazón.

     Al siguiente día Bolívar libraba del secuestro los bienes del Brigadier Correa.

     Ignoramos si cuando Bolívar estuvo por la última, vez en Caracas, en 1827, visitó a su madre doña Inés. Es muy natural suponer que así lo hiciera, pues ya en la edad avanzada en que estaba ésta, con sus hijos ausentes y sin fortuna, las atenciones y la gratitud son como rocío del cielo en el hogar silencioso y digno de la pobreza.

     Doña Inés no sobrevivió a Bolívar sino en tres años, pues murió en 1833.

     Cuando alguno de los descendientes del general Don Fernando de Miyares, escucha a alguien que hace gala de poseer algún recuerdo del Libertador o de agradecer algún servicio hecho por éste, hay siempre una frase que ahoga toda pretensión, y es la siguiente:

     “Quite usted, que en mi familia fue donde se le hicieron a Bolívar las entrañas”, queriendo decir con esto, que la primera nodriza de Bolívar fue la esposa de aquel notable militar, Doña Inés Mancebo de Miyares, noble hija de Cuba”.

FUENTE CONSULTADA

  • Rojas, Arístides. Crónicas de Caracas. Antología. Caracas: Ministerio de Educación Nacional, 1946; Págs. 116-124 (Biblioteca Popular Venezolana 16).

     

    (1) Es seguramente un lapsus calami el que aparezca la madre de Bolívar con los apellidos Sojo y Palacios, pues bien sabía el autor de estos trabajos que ella era Palacios y Blanco, hija del Capitán Don Feliciano Palacios y Gil de Arratia y de Doña Francisca de Blanco Herrera.

    (II) La negra Matea no fue nunca nodriza de Bolívar, sino la negra Hipólita, a quien el Héroe recordó siempre con filial afecto. En carta a su hermana María Antonia, fechada en el Cuzco, a 10 de julio de 1825, le dice: ‘‘Te mando una carta de mi madre Hipólita, para que le des todo lo que ella quiera: para que hagas por ella como si fuera tu madre. Su leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella” . . . Según nota inserta en la página 76 de los Papeles de Bolívar, Hipólita era ágil y montaba bien a caballo. Quería entrañablemente a su amo y estuvo con él en las batallas que se libraron en San Mateo. Cuando Bolívar entró en Caracas el 10 de enero de 1827, subió bajo palio por la calle comprendida entre Sociedad y las Gradillas; y como divisara a Hipólita entre la multitud abandonó su puesto y se arrojó en brazos de la negra, que lloraba de placer.

    (2) No puede hablarse del general Miyares sin recordar su gobierno de Maracaibo, tan patriarcal, tan justo, tan progresista. Han pasado cerca de noventa años, y todavía el nombre de este mandatario español lo recuerdan los hijos de Maracaibo con placer y orgullo. Noble destino el de hacer el bien y dejar tras sí bendiciones que se perpetúan. El buen nombre del general Miyares, que respetaron los hombres notables de las pasadas generaciones, sin distinción de partidos, brillará siempre a orillas del dilatado Coquibacoa. Mora aquí un pueblo inteligente, amante de lo grande y de lo bello, que, al hacer justicia a sus grandes hombres, rinde igualmente veneración a los mandatarios españoles que contribuyeron a su grandeza y a su dicha.

    (3) Esta casa es la de alto situada en la esquina de Camejo, donde estuvieron primero los patriotas en 1813, después los españoles, y finalmente el Gobierno de Venezuela desde 1834 hasta 1841. Vive en Caracas una anciana muy respetable que revela en sus modales, conversación variada y ameno trato, lo que ella fue en los días de su juventud, cuando ahora setenta y cinco años, conoció a Miranda y a los hombres de la revolución de 1810, y trató más tarde a Morillo, La Torre, Correa, y después a Bolívar y las celebridades de Colombia y de Venezuela. Es Doña Inés Arévalo, descendiente de aquel Luis Antonio Sánchez Arévalo, de antigua familia española, que se enlazó en Caracas a mediados del último siglo, con la respetable familia Hernández Sanavria. Fue el padre de Inés el Dr. Don Juan Vicente Sánchez y Arévalo, Oidor honorario de la Audiencia de Caracas y caballero que respetaron los partidos políticos de su época. Cuando queremos refrescar algunas fechas, aclarar algunos nombres, buscar la verdad de hechos dudosos, durante la época de 1812 a 1824, visitamos a esta distinguida compatriota y amiga nuestra, la cual nos deleita con el relato de hechos curiosos, de dichos notables, y nos habla de aquella sociedad española y venezolana en la cual figuró en primera escala. Inés conserva la memoria, a pesar de haber ya pasado de ochenta y seis años. Retirada del mundo social, y dedicada solamente al amor de sus sobrinos, después de haber visto desaparecer cinco generaciones, Inés ha perdido esa vanidad que alimenta o entretiene los primeros cincuenta años de la existencia, y ama el aislamiento, aspiración de los espíritus que se acercan a la tumba. Pero como nosotros hablamos en este cuadro de la tertulia del Brigadier Correa donde figuró Doña Inés Mancebo de Miyares, y con ella, la amiga que la ha sobrevivido, nos es satisfactorio decir a nuestros lectores que todavía existe una de las distinguidas venezolanas de aquella época: venerable anciana que es honra de su familia y modelo de virtudes sociales y domésticas. Reciba nuestra amiga públicamente los sentimientos de nuestra gratitud.

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