La primera nodriza Bolívar

La primera nodriza Bolívar

Al nacer Simón Bolívar, su madre, María de la Concepción Palacios y Blanco, tenía problemas de salud y mandaron traer para que lo amamantara a una joven esclava que en esos días también había sido madre. Se trataba de Hipólita, joven de unos 20 años quien desde entonces y hasta bien crecido alimentaría al niño Simón. 

Por Arístides Rojas

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

Hipólita Bolívar (c.1763-1835), nodriza del Libertador Simón Bolívar. Escultura ubicada en el parque que lleva su nombre, en la ciudad de Valencia, estado Carabobo.

     “A fines del último siglo, por los años de 1770 a 1780, figuraba entre los altos empleados de Caracas un distinguido e ilustre oficial, Don Fernando De Miyares, de antigua nobleza española e hijo de Cuba. De ascenso en ascenso, Miyares llegó al grado de General, siendo para comienzos del siglo, Gobernador de Maracaibo, y aún más tarde, en 1812, Gobernador y Capitán General de Venezuela, aunque por causas independientes de su voluntad, no pudo tomar posesión de tan elevado empleo, pues murió poco después, antes de nuestra emancipación, en la ciudad de Maracaibo, donde tuvo amigos y admiradores. Don Fernando había llegado a Caracas acompañado de su joven esposa, Doña Inés Mancebo de Miyares, de noble familia de Cuba, muchacha espléndida, poseedora de un carácter tan recto y lleno de gracia que, al tratarla, cautivaba, no solo por los encantos de su persona, sino también por las relevantes prendas morales y sociales que constituían en ella tesoro inagotable. No menos meritorio era su marido, caballero pundonoroso, apuesto oficial, de modales insinuantes y de un talento cultivado; bellas dotes que hacían de Miyares el tipo de militar distinguido. Don Fernando poseía, como su señora, un carácter recto, incapaz de engaño, no conociendo en su trato y en el cumplimiento de sus deberes, sino la línea recta, pudiendo decirse de esta bella pareja que caminaban juntos en la vía del deber, sin que les fuera permitido desviarse. Y en prueba de esta aseveración refieren las antiguas crónicas el percance que a Don Fernando pasó, en dos ocasiones, por la rectitud de su esposa.

     Fue el caso que Miyares, en la época a que nos referimos, después de haber fijado la hora de las diez de la noche, para cerrar su casa, regresó a ella en cierta ocasión después de las once; ya la puerta estaba cerrada. Al instante llama, y como nadie le responde, vuelve a golpear con el puño de su bastón.

— ¿Quién llama? pregunta una persona desde la sala.

— Inés, ábreme, es Miyares, responde Don Fernando.

— ¿Quién es el insolente que se atreve a nombrarme y tutearme, y a tomar en su boca el nombre de mi esposo? Fernando de Miyares duerme tranquilo, y nunca se recoge a deshora. Y retirándose a su dormitorio, Inés de Miyares, tranquila y digna, se acostaba sin darse cuenta de los repetidos golpes que sobre el portón diera su marido.

     Después de haber dormido en la casa de algún militar, Miyares, tornaba al siguiente día a su hogar. Al encontrarse con Inés, el saludo cordial era una necesidad de aquellos dos corazones que se amaban y respetaban.

— ¿Cómo estás, mi Inés? preguntaba Don Fernando.

— ¿Como estás, Fernando? — contestaba aquella. Y ambos, dándose el ósculo de la paz doméstica, continuaban, sin darse por entendidos, sin hacerse cargo de ningún género, y como si hubieran estado juntos toda la noche.

     Doce o quince días más tarde, pues que los buenos maridos son como los niños de dulce índole, que no reinciden, después de la primera nalgada que les afloja la madre, sino algunos días más tarde, Don Fernando quiso tornar a las andadas.

     Don Femando había dicho en cierta ocasión, delante de su servicio, lo siguiente: mi esposa Doña Inés Mancebo de Miyares es el alma de esta casa y sus órdenes tienen que ser obedecidas como las mías. Olvidándose de esto, Don Fernando, en cierta tarde, ordena a su esclavo Valentín que le aguardara en la puerta de la calle, pues tendría quizá que recogerse tarde.

     A las diez y media de la noche, Inés manda cerrar la puerta de la calle, cuando se le presenta el esclavo Valentín y le dice la orden que había recibido de su amo. Por toda contestación Inés le ordena, cerrar inmediatamente la puerta de la casa.

     Al llegar Don Fernando, tropieza con la puerta cerrada, y creyendo que el esclavo estaba en el zaguán, comienza a golpearla.

— Valentín, Valentín, ábreme, grita Don Femando.

—¿Quién es el insolente que da golpes en el portón? — pregunta Inés desde la sala.

— Ábreme, Inés, ábreme, no seas tonta. Es tu marido Fernando Miyares.

—Mi marido duerme, insolente — responde Inés— y retirándose a su dormitorio se entrega al sueño, cerrando los oídos a toda llamada. Don Fernando partió.

     Al día siguiente, se repite la misma escena precedente, y todo continúa sin novedad. Así pasaban las semanas cuando Don Femando le dice a su esposa cierta mañana. Inés, eres una esposa admirable, el método que te guía en todas las cosas domésticas, el orden que observas, la atención que prestas a nuestros intereses, la maestría con que cultivas las relaciones sociales, éstas y otras virtudes hacen de ti una esposa ejemplar. Debo confesarte que estoy orgulloso y contento.

     Y variando de conversación, añade Don Fernando: ¿sabes que mañana estoy invitado por el Intendente Ávalos a un desafío de malilla? El Intendente creyéndome hábil en este juego desea que luchemos. Como llegaré tarde de la noche tengo el gusto de advertírtelo para que sepas que estaré fuera.

—Bien, responde Inés. Quedará la puerta abierta y el esclavo Valentín en el corredor para que atienda a tu llamado.

     Celebraré siempre que me adviertas cuándo tengas que recogerte tarde de la noche, pues ya en dos ocasiones no sé qué tunante atrevido ha osado llamar a la puerta, tomando tú nombre. Todavía más, tomando el mío y tuteándome. Estaba resuelta si esto continuaba a quejarme al Capitán Gobernador para hacer castigar tanto desparpajo

.— Cosas de los hombres, hija — contesta Don Fernando— y besando la frente de su señora salió a sus quehaceres.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

Simón Bolívar llegó a considerar a Hipólita como su madre e incluso como su padre, pues hizo las veces de ambos.

     La familia Miyares vivía, cerca de la esquina de San Jacinto, en la casa hoy N° 15 de la calle Este 2. A la vuelta y en Calle Sur 1 vivía el coronel Don Juan Vicente de Bolívar casado con la señora Concepción Sojo y Palacios (1). Amigas íntimas, habían de verse diariamente, pues entre ellas existían atracciones que sostenían el cariño y la más fina cortesía. Inés criaba uno de sus hijos, cuando Concepción en vísperas de tener su cuarto pidió a su amiga que la acompañara y le hiciera las entrañas al párvulo que viniera al mundo.

     Hacer las entrañas a alguno es frase familiar antigua que equivale a nutrir a un recién nacido, cuando la madre se encuentra imposibilitada de hacerlo. Antiguamente se aceptaba esto por lujo, entre familias de alto rango, y entre los pobres, como necesidad. Casi siempre se elegía de antemano una madre que en condiciones propicias pudiera alimentar no solo a su hijo sino también al del vecino, del amigo, o del pariente.

     Concepción quiso que su amiga Inés, hiciera las entrañas al hijo que esperaba, y este nació el 24 de Julio de 1783. Apenas vio la luz, cuando Inés le llevó a su seno y comenzó a amamantarle — sirviéndole de nodriza por muchos meses, hasta que el niño pudo ser entregado a la esclava Matea (II).

     El niño, aunque travieso y desobediente, continuó, no obstante, llamando madre y tratando con veneración y respeto a la que con tan buena voluntad le había alimentado durante los primeros meses de la vida. Fue por lo tanto Doña Inés Mancebo de Miyares, la primera nodriza de Bolívar, a la que sucedió la negra Matea que obtuvo cierta celebridad y alcanzó larga vida, pues murió en 1886, habiendo el Gobierno de Venezuela costeado su entierro.

     Ascendido Miyares a Gobernador de Maracaibo, dejó a Caracas y se instaló con su familia en aquella capital, con regocijo de sus compañeros (2). Amado de los habitantes de esta región por su Gobierno paternal y justo, estaba Miyares en posesión de su empleo, cuando reventó en Caracas la revolución del 19 de abril de 1810. Empleado español, opúsose al torrente de las nuevas ideas, sabiendo sostenerse en la provincia de su mando, la cual no entró en el movimiento revolucionario de Caracas. Nombrado más tarde Capitán General de Venezuela, a causa de la deportación del mariscal Emparan, una serie de obstáculos se opusieron a que llegara a tomar posesión de tan elevado encargo, sobre todo, la invasión inoportuna del oficial español Monteverde en 1812. Estaba destinado Miyares a ser víctima de este triste mandatario, que, de otra manera, otros habrían sido los resultados al figurar en Caracas un militar de los quilates de Miyares.

     Inútiles fueron los esfuerzos que hiciera este legítimo mandatario español de Venezuela en 1812, para traer a buen camino a Monteverde, que prefirió perderse a ser justo y amante de su patria.

     En la correspondencia oficial que medió entre estos hombres públicos, se establece el paralelo: Miyares aparece como un militar pundonoroso, cabal y digno, Monteverde como un hombre voluntario, cruel y cobarde.

     El triunfo de la revolución de Venezuela contra Monteverde en 1813, encontró a Miyares en Maracaibo. La guerra a muerte comenzaba entonces y con ella las confiscaciones y secuestros de las propiedades pertenecientes a los peninsulares. Entre las haciendas confiscadas en la provincia de Barinas, estaba la que pertenecía a la familia Miyares. Doña Inés juzgó que era llegado el momento en que pudiera recordar a Bolívar la amistad que le había unido a su madre y la aprovechó para pedirle que le devolviesen la hacienda de Boconó, que estaba secuestrada. No se hizo aguardar la contestación de Bolívar, y en carta escrita al coronel J. A. Pulido, Gobernador de Barinas, entre otras cosas le dice: “Cuanto U. haga en favor de esta señora, corresponde a la gratitud que un corazón como el mío sabe guardar a la que me alimentó como madre. Fue ella la que en mis primeros meses me arrulló en su seno. ¡Qué más recomienda que ésta para el que sabe amar y agradecer como yo! Bolívar.”

     Al acto fue libertada la propiedad de Barinas, y hasta, patrocinada, pues la orden de Bolívar tenía tal carácter, que para un hombre como el coronel Pulido era gala complementarla.

     Perdida de nuevo la revolución, tuvo Bolívar que huir de Caracas, en agosto de 1814, para que de nuevo la ocuparan las huestes españolas, a las órdenes de Boves. Entre tanto el general Miyares, después de haber estado en Maracaibo, Coro y Puerto Cabello, partió para Puerto Rico, donde feneció por los años de 1816 a 1817, después de haber celebrado sus bodas de oro. No pudo este militar tan distinguido llegar a la Gobernación de Venezuela, pero sí la obtuvo su hijo político el Brigadier Correa, militar recto y caballeroso, que, si como español supo cumplir con sus deberes, supo igualmente dejar un nombre respetado y recuerdos gratos de su gobernación, que han reconocido sus enemigos políticos.

     Era la tertulia del Brigadier Correa, en la cual figuraba la incomparable viuda Doña Inés Mancebo de Miyares al lado de sus hijas y sobrinas, centro de muy buena sociedad. Esto pasaba en los días en que la guerra a muerte parecía. extinguirse, y los ánimos menos candentes dejaban lugar a la reflexión. Una solución final se acercaba, y Morillo victorioso, era llamado de España. La parte distinguida de la oficialidad española, Morillo y La Torre a la cabeza, frecuentaba la amena tertulia de Brigadier, donde era venerada la viuda de Miyares. (3)

     No había noche de tertulia, y sobre todo, cuando la “Gaceta de Caracas” publicaba alguna derrota de Bolívar o de sus tenientes, en que no fuera la política militante tema de conversación. El haber Doña Inés amamantado a Bolívar o haberle hecho las entrañas, como se dice vulgarmente, era motivo de burla o de sorpresa. — ¿Cómo es posible, señora, que una mujer de tantos quilates no le diera a ese monstruo una sola virtud? — Sedicioso, cobarde, ruin, ambicioso, insurgente; he aquí la lista de dicterios que tenía que escuchar Doña Inés con frecuencia.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

La madre de Simón Bolívar, Doña María de la Concepción Palacios y Blanco, tuvo problemas de salud al nacer su hijo, por lo que tuvo que buscar a una joven esclava para que lo amamantara.

     Pero como era mujer de espíritu elevado, a todos contestaba. — “Para obras el tiempo”, decía a unos. — “Hay méritos que vienen con la vejez”, contestaba a otros. “¿Y si las cosas cambian?”, preguntaba en cierta noche a Morillo. “En las revoluciones nada puede preverse de antemano”, añadía. “El fiel de la balanza se cambia con frecuencia en la guerra”. “El éxito corona el triunfo”.

     De repente llega a Caracas el correo de España con órdenes terminantes a Morillo, Marqués de la Puerta, Conde de Cartagena, para que propusiera a Bolívar un armisticio, y regresara a España, dejando en su lugar al general La Torre. Tal noticia cayó en la tertulia del Brigadier como una bomba, pues sabíase que Bolívar acababa de llegar a Angostura, después de haber vencido a Barreiro y libertado del yugo español a Nueva Granada. El aspecto de los acontecimientos iba a cambiar de frente y nueva época se vislumbraba para Venezuela.

     En la noche en que se supo esta noticia en la tertulia del Brigadier, las conversaciones tomaron otro rumbo. Bolívar no apareció con los epítetos de costumbre, sino como un militar afortunado con quien iba a departir el jefe de la expedición de 1815. Días después Bolívar y Morillo hablaban amigablemente en el pueblecito de Santa Ana. Bolívar se presenta acompañado de pocos, mientras que Morillo lo estaba de lucido estado mayor. Cuando se acercaron, ambos echaron pie a tierra.

— “El cielo es testigo de la buena fe con la cual abrazo al general Morillo” — dijo Bolívar al encontrarse frente de su temido adversario—. “Dios se lo pague” — contestó secamente el español, dejándose abrazar. A poco comenzaron las presentaciones por ambas partes, remando intimidad y buena fe que caracteriza entre hombres cultos, un acontecimiento de este género.

     Entre los diversos temas de conversación que tuvieron Bolívar y Morillo, este hubo de traer al primero recuerdos gratos.

— En Caracas tuve el gusto de conocer y tratar a vuestra bondadosa madre en la casa del Brigadier Correa -—le dice.

— Mi madre, exclamó Bolívar, como sorprendido de semejante recuerdo, y llevando la mano a la frente añadió: —Sí, sí, mi madre Inés ¿no es verdad? ¡Qué mujer! ¡qué matrona tan digna y noble! ¡Cuánto talento y cuanta gracia! —añadió el Libertador.

— ¿No os parece una de las más elevadas matronas de ¿Caracas?

— Sí, sí, contesto Bolívar. Más que elevada es un ángel, añadió. Ella me nutrió en los primeros meses de mi existencia.

— Si es cierto — dijo Morillo— que las madres al nutrir a sus hijos, les comunican algo de su carácter, en el vuestro debe haber obrado el de tan digna matrona.

— No sé qué contestaros — replicó Bolívar—. En medio de estas agitaciones de mi vida, ignoro lo que me aguarda; pero creo que el hombre debe más al medio en que se desarrolla, al curso de los acontecimientos y a la índole del carácter, que a la nutrición de la madre. Estos influyen mucho en los primeros años de nuestra vida. Después, pierden el poderío y la influencia, conservando el amor modificado.

     Un año más tarde, en 1821, Bolívar entraba triunfante en Caracas, después de Carabobo. Hacía ocho años que no la veía. Entre sus necesidades morales figuraba la de hacer una
visita a Inés de Miyares que había dejado la casa de su yerno, en la esquina de Camejo, por una casita modesta y pobre situada en la actual Avenida Este. Allí fue Bolívar a visitarla.

—¡Simón! ¡Eres tú! . . . — exclamó Inés al ver a Bolívar en la puerta interior del zaguán.

— Madre querida, vengan esos brazos donde tantas veces dormí — exclamó Bolívar.

     Y aquellos dos seres en estrecho abrazo, permanecieron juntos prolongado rato.

— Siéntate — dijo Inés enternecida —! Cuán quemado te encuentro, — añadió.

— Este es el resultado de la vida de los campamentos y de la lucha contra la naturaleza y los hombres — contestó Bolívar.

—Y ¿qué te importa —replicó Inés— si tú has sabido sacar partido de todo?

— Si, parece que la gloria quiere sonreírme.

     Bolívar había comenzado a hablar de los últimos sucesos de su vida militar, cuando de repente, toma las manos de la señora, las estrecha y le dice:

—Os he recordado mucho, buena madre. Morillo me hizo vuestro elogio en términos que me cautivaron. ¿En qué puedo seros útil?

— ¡Los bienes de Correa están secuestrados!

     Serán devueltos hoy mismo — dijo Bolívar. Vuestro yerno es un oficial que honra las armas españolas. Nos ha combatido como militar pundonoroso. Os ofrezco un pasaporte para todos vuestros hijos, agregó Bolívar. Es necesario que ellos figuren con nosotros.

— Eso no, hijo, eso no — exclamó doña Inés— como herida. Todo te lo acepto menos eso. Ellos pertenecen a una causa por la cual deben aceptar hasta el sacrificio. Mucho te agradezco este rasgo de tu bondad, pero creo que cada hombre tiene una causa, la causa de la patria. Ellos son españoles y su puesto esta en España.

— Muy bien, muy bien — contestó Bolívar—. Así habla la mujer de inteligencia y de corazón.

     Al siguiente día Bolívar libraba del secuestro los bienes del Brigadier Correa.

     Ignoramos si cuando Bolívar estuvo por la última, vez en Caracas, en 1827, visitó a su madre doña Inés. Es muy natural suponer que así lo hiciera, pues ya en la edad avanzada en que estaba ésta, con sus hijos ausentes y sin fortuna, las atenciones y la gratitud son como rocío del cielo en el hogar silencioso y digno de la pobreza.

     Doña Inés no sobrevivió a Bolívar sino en tres años, pues murió en 1833.

     Cuando alguno de los descendientes del general Don Fernando de Miyares, escucha a alguien que hace gala de poseer algún recuerdo del Libertador o de agradecer algún servicio hecho por éste, hay siempre una frase que ahoga toda pretensión, y es la siguiente:

     “Quite usted, que en mi familia fue donde se le hicieron a Bolívar las entrañas”, queriendo decir con esto, que la primera nodriza de Bolívar fue la esposa de aquel notable militar, Doña Inés Mancebo de Miyares, noble hija de Cuba”.

FUENTE CONSULTADA

  • Rojas, Arístides. Crónicas de Caracas. Antología. Caracas: Ministerio de Educación Nacional, 1946; Págs. 116-124 (Biblioteca Popular Venezolana 16).

     

    (1) Es seguramente un lapsus calami el que aparezca la madre de Bolívar con los apellidos Sojo y Palacios, pues bien sabía el autor de estos trabajos que ella era Palacios y Blanco, hija del Capitán Don Feliciano Palacios y Gil de Arratia y de Doña Francisca de Blanco Herrera.

    (II) La negra Matea no fue nunca nodriza de Bolívar, sino la negra Hipólita, a quien el Héroe recordó siempre con filial afecto. En carta a su hermana María Antonia, fechada en el Cuzco, a 10 de julio de 1825, le dice: ‘‘Te mando una carta de mi madre Hipólita, para que le des todo lo que ella quiera: para que hagas por ella como si fuera tu madre. Su leche ha alimentado mi vida y no he conocido otro padre que ella” . . . Según nota inserta en la página 76 de los Papeles de Bolívar, Hipólita era ágil y montaba bien a caballo. Quería entrañablemente a su amo y estuvo con él en las batallas que se libraron en San Mateo. Cuando Bolívar entró en Caracas el 10 de enero de 1827, subió bajo palio por la calle comprendida entre Sociedad y las Gradillas; y como divisara a Hipólita entre la multitud abandonó su puesto y se arrojó en brazos de la negra, que lloraba de placer.

    (2) No puede hablarse del general Miyares sin recordar su gobierno de Maracaibo, tan patriarcal, tan justo, tan progresista. Han pasado cerca de noventa años, y todavía el nombre de este mandatario español lo recuerdan los hijos de Maracaibo con placer y orgullo. Noble destino el de hacer el bien y dejar tras sí bendiciones que se perpetúan. El buen nombre del general Miyares, que respetaron los hombres notables de las pasadas generaciones, sin distinción de partidos, brillará siempre a orillas del dilatado Coquibacoa. Mora aquí un pueblo inteligente, amante de lo grande y de lo bello, que, al hacer justicia a sus grandes hombres, rinde igualmente veneración a los mandatarios españoles que contribuyeron a su grandeza y a su dicha.

    (3) Esta casa es la de alto situada en la esquina de Camejo, donde estuvieron primero los patriotas en 1813, después los españoles, y finalmente el Gobierno de Venezuela desde 1834 hasta 1841. Vive en Caracas una anciana muy respetable que revela en sus modales, conversación variada y ameno trato, lo que ella fue en los días de su juventud, cuando ahora setenta y cinco años, conoció a Miranda y a los hombres de la revolución de 1810, y trató más tarde a Morillo, La Torre, Correa, y después a Bolívar y las celebridades de Colombia y de Venezuela. Es Doña Inés Arévalo, descendiente de aquel Luis Antonio Sánchez Arévalo, de antigua familia española, que se enlazó en Caracas a mediados del último siglo, con la respetable familia Hernández Sanavria. Fue el padre de Inés el Dr. Don Juan Vicente Sánchez y Arévalo, Oidor honorario de la Audiencia de Caracas y caballero que respetaron los partidos políticos de su época. Cuando queremos refrescar algunas fechas, aclarar algunos nombres, buscar la verdad de hechos dudosos, durante la época de 1812 a 1824, visitamos a esta distinguida compatriota y amiga nuestra, la cual nos deleita con el relato de hechos curiosos, de dichos notables, y nos habla de aquella sociedad española y venezolana en la cual figuró en primera escala. Inés conserva la memoria, a pesar de haber ya pasado de ochenta y seis años. Retirada del mundo social, y dedicada solamente al amor de sus sobrinos, después de haber visto desaparecer cinco generaciones, Inés ha perdido esa vanidad que alimenta o entretiene los primeros cincuenta años de la existencia, y ama el aislamiento, aspiración de los espíritus que se acercan a la tumba. Pero como nosotros hablamos en este cuadro de la tertulia del Brigadier Correa donde figuró Doña Inés Mancebo de Miyares, y con ella, la amiga que la ha sobrevivido, nos es satisfactorio decir a nuestros lectores que todavía existe una de las distinguidas venezolanas de aquella época: venerable anciana que es honra de su familia y modelo de virtudes sociales y domésticas. Reciba nuestra amiga públicamente los sentimientos de nuestra gratitud.

La Caracas de Los Monagas

La Caracas de Los Monagas

Por José Antonio Calcaño*

José Antonio Calcaño recibió en 1958 el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música, del cual extrajimos este capítulo.

José Antonio Calcaño recibió en 1958 el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música, del cual extrajimos este capítulo.

     “De 1847 a 1858 los presidentes de la República de Venezuela fueron el general José Tadeo Monagas y el general José Gregorio Monagas, su hermano. Como se ve, no hay mucha variedad de nombres.

     Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler. El reloj de Catedral, en su cara septentrional, seguía marcando, inmóvil, la hora terrible del pasado cataclismo: las cuatro y siete minutos.

     La transformación del patio de las casas continuó en estos años, y algunos de ellos se habían transformado ya en verdaderos jardines, en los que había numerosas flores exóticas. En la Colonia Tovar había fundado el sabio Karl Moritz unos jardines maravillosos que no tenían igual en el país. Desde allí enviaba el botánico alemán nuevas plantas a sus amigos de Caracas, principalmente a Benitz y Jahnke, cuyos jardines alcanzaron fama ciudadana.

     Fue Moritz quien introdujo los mirtos australianos y las gladiolas, que en un principio se llamaron “vara alemana”, las camelias y las gloxinias. Los alemanes Reinold y Grum plantaron por primera vez en Caracas fuchsias, azaleas, jacintos y alelíes. Desde los cultivos del Ávila bajaron a la ciudad los primeros claveles y azucenas, mientras que el pintor Forjonel fue quien por primera vez pintó una flor de mayo, en un cuadro que perteneció luego a la familia Becker y estaba colgado en la sala alta de su casa, en la esquina de Camejo.

     Fue por estos años cuando llegaron a Caracas los primeros sombreros de copa o chisteras de resorte, los cuales, por el ruido que hacían al abrirse o cerrarse, fueron llamados pumpás, nombre con el cual se designaron de manera exclusiva; causaron gran sensación y su uso se generalizó rápidamente. Aparecieron las primeras lámparas de kerosene y los ‘’quinqués de Filadelfia”; a mitad de cuadra y en las esquinas centrales de la ciudad, se instalaron faroles de este tipo. El juego de pelota, que antiguamente estaba situado en la esquina que lleva su nombre, fue trasladado luego a la esquina del Algarrobo (después Puente Yanes) y de aquí a la de Pele el Ojo, que por este motivo se llamó en estos años esquina del Juego de Pelota.

     No se veían por esta época tantos leprosos en las calles como anteriormente, gracias al jefe político Pellicer, quien los hizo recoger para recluirlos en el asilo de mendigos levantado por suscripción pública. La gente de buena educación no se dejaba ver fumando por las calles y en las casas, si había señoras presentes, sólo se fumaba cuando existía intimidad con la familia, y eso después de pedir muchas disculpas.

     En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo. A orillas del Guaire se levantaban entonces casetas de baño con techo de palma, que serían arrastradas por la corriente al llegar las lluvias. Para atravesar el río se colocaban algunos puentecillos primitivos y provisionales, que sólo servirían durante seis meses, porque después se los llevaría la creciente.

En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo.

En la estación seca acostumbraban los caraqueños ir de temperamento, de preferencia a Sabana Grande, para bañarse en el río, y era difícil en esa época conseguir casas de alquiler en aquel pueblo.

Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler.

Comenzó Caracas a crecer; algunas de las ruinas del terremoto de 1812 iban desapareciendo. Se construyeron, hasta 1852, más de 400 casas, y no era fácil conseguir alguna en alquiler.

     Todavía no había sillas en las iglesias, y las damas se sentaban a la morisca sobre las pequeñas alfombras que hacían llevar por las criadas. Algunos curas habían pensado en la introducción de sillas o bancos, pero se creía que las diferencias sociales que todavía existían, hacían aconsejable seguir usando las alfombras. Las procesiones religiosas eran frecuentes y animadas; ponían en movimiento a toda la población y abundaban en ellas cohetes y petardos. Tenían fama las de la iglesia de Las Mercedes

     Los caraqueños de estos tiempos son muy caritativos, y los mantuanos que aún existen tienen sus pobres habituales. Las damas atienden a enfermos y ancianos, y algunas envían remedios y alimentos a algunos menesterosos.

     El Teatro del Coliseo, incómodo y no muy capaz, es prácticamente el único de la capital, pues, aunque ya existe el llamado Teatro de la Unión, éste es un sitio de baja estofa, frecuentado por las clases más humildes. Este teatro sería transformado más tarde y alcanzaría renombre como el Teatro de Maderero. La plaza de toros no sirve para mucho, y el pueblo prefiere torear y colear en las calles. Como siempre, en la ciudad es muy concurrida la gallera, y muchos adeptos a este juego tienen gran orgullo en sus “cuerdas”.

     Todavía existen en las paredes exteriores de muchas casas los viejos letreros que se acostumbraban en la colonia: “Nuestra Señora del Carmen, patrona de esta casa”, “Dios, Uno y Trino, patrón de esta casa”524. Funciona en la ciudad una Escuela de Artesanos, a la que asisten más de quinientos alumnos cuya edad va de los doce a los cincuenta años, quienes allí aprenden a ser carpinteros, albañiles, herreros u hojalateros. Estos discípulos estudian de ocho a nueve de la noche, pues durante el día trabajan. El director Castro, Teniente de Ingenieros, ha logrado apoyo de la Diputación, y ha ampliado la enseñanza hasta incluir clases gratuitas de lectura y caligrafía, aritmética, álgebra y geometría. La Universidad de Caracas confiere grados en cinco facultades: Teología, Cánones, Leyes, Filosofía y Medicina.

Los hermanos Monagas, José Tadeo y José Gregorio, gobernaron el país entre 1947 y 1958. En la foto, José Tadeo, quien fue presidente durante 8 años, período en el que se reconstruyó gran parte de la Caracas destruida durante el terremoto de 1812.

Los hermanos Monagas, José Tadeo y José Gregorio, gobernaron el país entre 1947 y 1958. En la foto, José Tadeo, quien fue presidente durante 8 años, período en el que se reconstruyó gran parte de la Caracas destruida durante el terremoto de 1812.

     Los matrimonios se efectúan siempre en la madrugada, y terminan con un abundante desayuno. El cortejo desfila a pie hasta la iglesia, por las calles, que tienen, lo mismo que los techos, hierbas en abundancia. Los entierros, en cambio, se llevan a cabo por la noche; la urna va sobre una mesa, la que ha sido cubierta de tela negra con algunos bordados de oro. Los acompañantes llevan en las manos cirios negros. La casa del duelo estaba toda enlutada: había lazos negros en los cuadros, en los espejos, las estatuas, las consolas, retratos, arañas, lámparas, y hasta en los platos de postres que se usaban en el obsequio que se ofrecía al cumplirse la “octava”.

     Los bailes no eran tan frecuentes como antes de 1848, pero eran muy rumbosos. Muchas veces duraban hasta las tres de la mañana. Un autor contemporáneo dice que asistió a un baile que contaba con una orquesta de doce músicos, que tocaba obras de Strauss, Herzog, Lanner y Burmeyer, así como también de los criollos Atanasio Bello, Lino Gallardo, Juan José Tovar y José María Montero. En el salón principal, alumbrado por más de trescientas velas, se bailaban contradanzas, que eran las favoritas de las muchachas caraqueñas y se danzaban con mucha vivacidad; también bailaban valses y polkas, y aunque habían aparecido las cuadrillas, éstas no agradaban mucho. La rumba sólo se bailaba en los barrios bajos, y no en los salones. En algún rincón de la casa, algunos viejos que no gustaban de la danza, pasaban el rato jugando al ajedrez. Los criados y los esclavos se apiñaban, vestidos con limpieza, en los patios interiores y seguían la diversión con el más vivo interés; alguna que otra, dos de ellos se entregaban furtivamente al baile. Esclavos y criados eran numerosos en estas ocasiones, porque cada familia llevaba uno o dos de ellos para que, farol en mano, les alumbraran su camino por las calles. Por las ventanas de la sala se apiñaban, asomados, los transeúntes callejeros, formando así la tradicional “barra” criolla.

     Comenzaban a ser frecuentes las veladas literarias o musicales, y las comidas de matiz intelectual. Así, Don José Antonio Mosquera, de quien tendremos ocasión de hablar más adelante, ofreció en febrero de 1856 una comida en su hacienda “La Guía”, en la que pronunció un discurso Antonio Leocadio Guzmán. En las casas de Heraclio Martín de la Guardia, de los Calcaños y de Don Jacinto Gutiérrez, se efectuaban las primeras veladas, que más tarde, durante el Septenio, llegarían a ser toda una institución caraqueña.

     Así comenzaba a tomar forma, por la mitad del siglo, la Caracas que más tarde sería conocida con el presuntuoso apodo del “Petit París”.

*José Antonio Calcaño (1900-1978), músico, escritor, compositor, profesor universitario, miembro fundador de la Orquesta Sinfónica Venezuela y diplomático. En 1958, recibió el Premio Municipal de Literatura por su libro La ciudad y su música.

FUENTE CONSULTADA

  • Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música. Crónica musical de Caracas. Caracas: Universidad Central de Venezuela. Ediciones de la Biblioteca, 2019; Págs. 326-330
Emparan auspició el 19 de abril

Emparan auspició el 19 de abril

Por Luis Beltrán Reyes

Destitución de Vicente Emparan. Cuadro del artista Juan Lovera.

Destitución de Vicente Emparan. Cuadro del artista Juan Lovera.

     “Parece que todo cuanto sucedió para preparar los sucesos ocurridos el 19 de abril de 1810 en la convulsionada Caracas de aquella época, había sido de acuerdo y en el más riguroso secreto con las principales autoridades españolas que en principio lo creyeron oportuno para los propios intereses de la Corona. Las noticias venidas de España, daban la impresión de que los acontecimientos acaecidos allá, andaban de mal en peor. Los ejércitos de Napoleón Bonaparte, amenazaban a cada instante con destruir el último aliento de aquella monarquía que Carlos IV había jurado como segura y la más respetable del mundo. Así que, para los criollos independentistas, nada de extraño tenía cuanto en la península sucedía. Lo interesante para ellos era formar un Gobierno desligado de todo cuanto tuviera que ver con el Rey y sus disposiciones en tierras de América, pero al mismo tiempo que aparentara como único conservador de los derechos del reino. 

     La carta que había escrito Francisco de Miranda y leído a puertas cerradas en sus reuniones, había despejado lo que la España invadida trataba de ocultar en sus colonias de ultramar.

     “España –decía Miranda en su carta– no tiene Rey. Está dividida en dos bandos. Uno está en favor de Francia y el otro se ha decidido por Inglaterra. Se está tramando la guerra civil. Las colonias ya están maduras para el Gobierno propio. Envíenme agentes y juntos decidiremos el porvenir del continente. Les advierto que no hay que precipitarse. Una pequeña imprudencia puede dar por tierra con esta oportunidad que nos brinda Dios. La falta de unión será la muerte de nuestros planes”.

     Con todo, algunos criollos que formaban el grupo llamado de “los altos secretos”, tenían la seguridad de que nada fallaría llegado el momento de romper para siempre con la “España opresora”, entre éstos estaba José Félix Ribas, temible y ardiente por sus conceptos acerca de la libertad. Para él, cualquier circunstancia en aquellos momentos podía ser favorable cuando se contaba con la propia y decidida aprobación del Gobernador Emparan que ya estaba al corriente de lo que se sucedía en las casas de Tovar, Martín, Méndez y Quintero.

     Pero, claro está –como veremos más adelante– con el verdadero propósito de que existiera un verdadero entendimiento entre nativos y peninsulares. Es de saberse –en contra de lo ya conocido– que Emparan, a pesar de querer imponer a toda costa y muchas veces sin ton ni son sus ideas, era hombre ara plegarse a cualquier momento que pusiera en peligro su vida y sus bienes. Conocido en toda Venezuela por sus audaces imposiciones, por creerse él la “única ley y la única voluntad” que debía prevalecer en Caracas, era sin embargo apreciado por muchos nobles criollos que le admiraban en sus modales que siempre trataba de “lucir en sociedad”, y por algunas razones con que trataba de justificar muchas de sus arrogancias frente a los problemas políticos y sociales que le planteaban sus adversarios. Y no ha de causar extrañeza esta simpatía entre estos criollos de abolengo y respetada fortuna. Y para que veamos claro el origen de este sentir por el Gobernador de Venezuela, trasladémonos a la casa de Valentín de Ribas y Herrera, donde una hermosa tarde avileña había asistido Emparan en compañía de su teniente Anca y de quienes tantos consejos recibían.

La destitución del gobernador y capitán general, Vicente Emparan, dio inicio al movimiento revolucionario del 19 de abril de 1810

La destitución del gobernador y capitán general, Vicente Emparan, dio inicio al movimiento revolucionario del 19 de abril de 1810

Vicente Emparan se asoma por uno de los balcones de la Casa Amarilla y pregunta a la multitud, al tiempo que el sacerdote José Cortés de Madariaga hacia señas negativas con la mano, “Si le querían por gobernador”, y esta respondió: “No, no lo queremos”. A lo que Emparan dijo «Si no me queréis, pues yo tampoco quiero mando”.

Vicente Emparan se asoma por uno de los balcones de la Casa Amarilla y pregunta a la multitud, al tiempo que el sacerdote José Cortés de Madariaga hacia señas negativas con la mano, “Si le querían por gobernador”, y esta respondió: “No, no lo queremos”. A lo que Emparan dijo «Si no me queréis, pues yo tampoco quiero mando”.

     En efecto, fue allí donde lució Emparan sus mejores galas de orador, de hombre comprensible y humano. ¿Quién dijo entonces ante el selecto grupo de amigos que le habían invitado en la casa de Ribas y Herrera? Oigámosle: “No sabría decirles –exclama con emoción– cuánto sufre mi corazón al ver que las necesidades más urgentes de esta noble y acogedora ciudad caraqueña, no se solucionan como es debido para satisfacción mía y orgullo de nuestro Rey” . . . Pero ha de saberse que toda esta noble y digna sociedad merece otro destino. Por lo tanto, ha de menester una revolución que aniquile los intereses contrarios a su bienestar y felicidad, y que ponga al alcance de todos los buenos oficios que nuestro señor el Rey ha dispensado y manda que así se haga en todas las provincias que unidas a su reino le dan gloria. . . Pero, de ahora en adelante, yo me entregaré en persona a las decisiones más justas que ustedes tengan a bien tomar y exponer ante los representantes del pueblo. No podemos continuar en nuestro mando, siendo indiferentes ante los males que nos aquejan o nos llevan a la ruina total de nuestros actos morales y materiales. La España mía y de todos cuantos han ofrecido ferviente fidelidad a su Señor, el más ungido monarca de la tierra, está dispuesta a ser una sola familia donde no existan parias o desafortunados que arrastren todas las injusticias del mundo. Y, para terminar, diré con el corazón en la mano: Estoy con vosotros en todo. . .”

     Como puede verse en todas estas palabras y después criticadas duramente por su propio consejero el teniente Anca, Emparan estaba de acuerdo con muchos de los proyectos velados que se le daban a conocer por intermedio de sus más allegados en el gobierno.

Firma del Acta del 19 de abril de 1810, en los salones de Ayuntamiento de Caracas, entonces ubicado en la hoy Casa Amarilla. Cuadro del artista Juan Lovera.

Firma del Acta del 19 de abril de 1810, en los salones de Ayuntamiento de Caracas, entonces ubicado en la hoy Casa Amarilla. Cuadro del artista Juan Lovera.

     Los sucesos del 19 de abril de 1810 están ligados a ese pensar tan claramente expresado por Emparan. Cuando un “indiscreto” que había logrado colarse en aquella pequeña asamblea revolucionaria y explosiva, logró que estas palabras llegaran hasta el pueblo, muchos se imaginaron que todo cuanto Emparan había dicho en esa ocasión, era un mandato del rey destronado y prisionero de los franceses. Hasta eso llegó a comentarse cuando las noticias corrían de España a América. ¡Fernando VII, el ungido Dios en manos de los franceses! España sometida y humillada por las armas francesas! ¡Ahora el rey en desgracia quería y mandaba que todos sus colonos en las Indias se unificaran para hacer frente al invasor! ¡Sí, eso era y no había otras razones!

    Por otra parte, los revolucionarios en las colonias americanas pensaban y decían otras cosas distintas al pueblo que en todo parecía someterse a la voluntad de sus opresores. Las mismas palabras de Emparan en la casa de Ribas y Herrera, fueron medidas y juzgadas en todo sentido a fin de descubrir cualquier propósito no ajustado a las decisiones de los altos jefes que encabezaban la más noble de las causas independentistas en el Nuevo Mundo.

     Aún más, no contentos con el “buen decir” del gobernador Emparan, dos de estos revolucionarios lo abordaron una noche en su casa. Fueron estos Nicolás Anzola e Isidoro López Méndez, quienes le hicieron volver a confirmar cuanto había dicho en aquella memorable invitación en la casa antes dicha.

     Emparan entonces no titubeó como se creyó que iba a hacer tan pronto se le volviera a preguntar sobre el verdadero contenido de sus palabras. Por el contrario, afirmó rotundamente y con más énfasis, que él en su función de gobernador y capitán general de Venezuela, estaba dispuesto a “cambiar las cosas de su puesto” pues ya era hora, y el tiempo se hacía estrecho para llevar a cabo dicho propósito. Y que, por otra parte, él se hacía solidario de lo que pudiera pasar o suceder con los medios que se pusieran en práctica para el logro de tan altas y santas finalidades. . .”

     Tal aquí, pues, la contribución intelectual del famoso gobernador Emparan, que en una clara mañana de abril y ante el pueblo todo de Caracas, confirmó sus secretas intenciones al renunciar a su mando y dejar el campo libre para que la revolución emancipadora corriera por todos los caminos de América”.

FUENTE CONSULTADA

Élite. Caracas, 23 de abril de 1966

El carnaval del obispo

El carnaval del obispo

Por Arístides Rojas*

En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos.

En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos.

     “Cuando fueron anunciadas con mucha anticipación las fiestas del Centenario de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas; es decir, que la capital tenía que exhibirse en el día indicado, vestida de gala, destruyendo por completo los andrajos que llevaba a cuestas, desde tiempo inmemorial, y las numerosas arrugas ocasionadas por los años. De dicha llenos y de entusiasmo se felicitaron los farmacéuticos y pintores, al enterarse de tal disposición, pues se les presentaba a los unos, la ocasión de salir de los vetustos barriles de pinturas que tenían almacenados, y a los otros la de hacerse de algunas monedas por embadurnar paredes, puertas y ventanas, al gusto de los moradores de Caracas.

     Al amanecer del 23 de julio, víspera del 24, fecha del nacimiento de El Libertador, Caracas apareció vestida de limpio y ataviada, desafiando al más pintiparado de los numerosos visitantes que llenaban los hoteles, casas de pensionistas, rancherías, ventorrillos, y se presentaban igualmente empaquetados a la moda, obedeciendo a los impulsos del entusiasmo. 

     Por la primera vez y quizá sea la única, en el espacio de trescientos diez y seis años, la ciudad de Losada ostentaba las gracias de su juventud, como Venus surgiendo de las espumas del mar: por la primera vez y única, en la historia de Caracas, esta contemplaba al sol cara a cara, y sonreía y coqueteaba con sus pobladores, al verse limpia, elegante y hasta poética, pues ella se decía:

Ayer maravilla fui,
Hoy sombra de mí no soy.

     Desde esta, fecha, Caracas perdió para siempre uno de los distintivos de su pasada historia; dejó de narrarnos a lo vivo, lo que era el carnaval antiguo, desde épocas remotas, cuando la barbarie estableció que había diversión en molestar al prójimo, vejarlo, mojarlo, empaparlo y dejarlo entumecido. Y hasta las paredes de los edificios participaban de este baño de agua limpia o sucia, pura o colorida, pues el entusiasmo no llegaba al colmo sino después de haber ensuciado, bañado y apaleado al prójimo, dando por resultado algunos contusos y heridos, y degradados todos.

     A proporción que se deslizaban los años, las manchas de todos colores que dejaba cada carnaval en las paredes de los edificios de la ciudad se multiplicaban, lo que daba a Caracas cierta fisonomía repelente. Dos cosas llamaron la atención de un viajero que visitó la capital, hará como cincuenta años; la yerba y arbustos desarrollándose en los techos, calles más públicas, y aun en los barrotes de hierro de las ventanas y campanas de los templos, y las numerosas manchas, de todos colores, que sobresalían sobre las paredes del caserío. Lo primero le pareció como prueba evidente de la fuerza vegetal, del ningún tráfico de la población y de la ausencia completa de policía urbana: lo segundo, después de conocer la causa, como muestra de una sociedad bárbara que desconocía por completo la cultura de las diversiones públicas.

     ¡Cosa, singular! En la historia de nuestro progreso, el carnaval moderno es una de nuestras bellas conquistas, porque acerca las familias, da ensanche al comercio, perfecciona el gusto, despierta el entusiasmo, aproxima los corazones y trae el amor, alma del matrimonio. El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano. Aquel fue siempre amenazante, invasor, terrible. Caracas tenía que cerrar puertas y ventanas, la autoridad las fuentes públicas, y la familia que esconderse para evitar el ser víctima de la turba invasora. Las tres noches del carnaval de antaño, eran noches lúgubres; la ciudad parecía campo desolado. El carnaval de hoy aspira el aire y el perfume de las flores en presencia de la mujer pura y generosa, siempre resplandeciente, porque posee las dotes del corazón y los ideales del espíritu. Por esto Caracas abre puertas y ventanas, y comparsas de máscaras en coche o a pie, recorren las calles y visitan las familias. La noche no es fúnebre, como en pasados tiempos, sino alegre, bulliciosa, poblada de luces y de armonías. El amor, antiguamente escondido, temeroso, sufrido, es hoy libre, expansivo; espléndido a la luz del día, confidente al llegar la noche.

Para las fiestas del Centenario de nacimiento de Simón de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas.

Para las fiestas del Centenario de nacimiento de Simón de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas.

     Dejo de figurar el agua, y con ella aquel famoso instrumento del Médico a Palos de Moliere, del mango prolongado y punta roma, que tanto llamaba la atención en remotas
épocas. ¿Qué mortal se atrevería a llevarlo hoy en sus manos? El antiguo carnaval era una ciudad sitiada; el moderno es una ciudad abierta. Si el primero dejaba por todas partes los despojos del huracán, calles sucias, manchas en las paredes, contusos y heridos; el moderno deposita al pie de cada ventana, como homenaje a la mujer virtuosa, ramilletes de flores naturales y artificiales, grajeas, y quizá el billete perfumado de algún galán imberbe. El carnaval de antaño era económico; el moderno es fastuoso. ¿Y qué importa que el crédito tome creces y se aumente en los libros del Comercio la partida de pérdidas y ganancias, si los corazones se unen y la humanidad se multiplica?

     No tienen los dos carnavales de común, sino la mala intención: la de lanzarse cada prójimo cuanto proyectil pueda haber a las manos, con toda fuerza de que es capaz el cuerpo humano. Así son los campos de batalla: el que sale con gloria, no es el muerto, sino el que sobrevive, con un ojo de menos, con dañada intención de más.

       Entre los dos carnavales de que acabamos de hablar, está el carnaval religioso creado en los días en que se amarraban los perros con longanizas. En la época del Obispo Antonio Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos, ni boticas ni modistas, ni cosas que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos. Distinguíase el carnaval de aquellos días no solo en el uso del agua, en el baño fortuito, intempestivo, que se efectuaba en ciertas familias del poblado, cuando el zagalejo entraba de repente en el patio, cogía con astucia a la zagaleja, y ambos se zambullían en la pila como estaban, sino en algo todavía más expresivo, como eran los jueguitos de manos entre ambos sexos, los bailecitos, entre los cuales figuraban el fandango, la zapa, la mochilera y compañía.

     En el estudio que hizo el prelado, de la sociedad caraqueña, no dio importancia al uso de los proyectiles de azúcar o de harina, con los cuales cada jugador quería sacarle los ojos a su contrario; tampoco se ocupó en si se mojaban con betún o con agua, o si se embadurnaban con harina o pinturas. Lo que llamó toda la atención del prelado fueron los baños de los zagalejos en las casas de ciertos moradores de Santiago de León, y los retozos y bailecitos populares, los tocamientos y morisquetas de los sexos, los juegos de la “gallina ciega”, la “perica”, el “escondite” y el “pica-pico”. Que se lancen balas, si quieren, decía el Obispo; pero que no se acerquen, pues no conviene tanta incongruencia. ¿Qué hacer? Concibió entonces el proyecto de sustituir el juego del carnaval con el rezo del rosario.

     Invitó a reunión general los magnates de la ciudad, hacendados, comerciantes, industriales, curas de las parroquias, etc., etc., y les dijo: “Voy a acabar con esta barbarie, que se llama aquí carnaval; voy a traer al buen camino a estas mis ovejas descarriadas, que viven en medio del pecado: voy a tornarlas a la vida del cristiano por medio de oraciones que les hagan dignas del Rey nuestro señor y de Dios, dispensador de todo bienestar”. Y después de explanar su pensamiento y de obtener la venia de la numerosa asamblea, lanzó a la luz pública cierto edicto con el cual enterró a la zapa y demás bailes populares. En seguida quiso hacer su ensayo respecto del carnaval, y como vio que le había producido admirable resultado, lanzó a la faz de todos los pueblos del Obispado el siguiente edicto, con el cual acabó, durante los diez años de su apostolado, con el carnaval de antaño: Nos, Don Diego Antonio Diez Madroñero, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Caracas y Venezuela, del Consejo de su Majestad.

Entre los muchos y singulares efectos que como favor especialísimo celebramos haber causado en los piadosos ánimos de sus devotos súbditos, la Madre Santísima de la Eterna Luz, Divina Pastora de esta ciudad y Obispado, son muy notables y maravillosos (si maravilla es, que a los dulces silbos y armoniosas voces de María hasta los efectos, obedientes se sujetan a la razón y la razón a Dios) cuantos admiramos, particularmente en las carnestolendas del año próximo pasado, las semanas precedentes a ellas, y en el siguiente santo tiempo de Cuaresma, en que convidados por la Santa Iglesia a penitencia, a una devota tristeza y al ejercicio de las virtudes, cuando el mundo ostentando escenas de sus teatros como lícita, las más vivas y artificiosas expresiones de libertad en juegos, justas, bailes, contradanzas y lazos de ambos sexos, contactos de manos y acciones descompuestas e inhonestas y cuando honestas indiferentes, siempre  peligrosas, llamaba a los deleites corporales aquellos nuestros súbditos, fieles siervos de Nuestra Señora, combatiendo y despreciando constantemente hasta los atractivos halagüeños de semejantes diversiones profanas, admitieron gustosos aquel convite espiritual, prefiriendo entre sí mismos con santa emulación por participar de las delicias celestiales preparadas en los sagrados banquetes y espectáculos representados, ya en las iglesias, donde estuvo expuesta su Majestad Sacramentada, ya en las procesiones de Semana Santa, ya en los rosarios convocatorios, ya en los demás ejercicios piadosos repetidos en los días de Cuaresma, habiendo asistido todos dando recíprocos ejemplos con su más fervorosa devoción y compostura, sin excepción de los niños y párvulos que abstenidos de las travesuras pueriles de que el enemigo común solía valerse para perturbar y retraer de las iglesias a los devotos, no fueron los que menos edificaron, advertidos, sin duda, de sus párrocos, maestros prudentes y devotos, padres de familia de cuido, celo y eficacia en el cumplimiento de sus muchas y gravísimas obligaciones, pende muy principalmente la universal santificación de este pueblo y Obispado, a que esperamos nos ayuden unos y otros cooperando en cuanto les sea respectivo, perseverantes en la soberana protección necesaria, y en los medios y ejercicios, santos practicados el año precedente que haremos notorio, se les facilitaron repitiéndolos, y que nuevamente les invitamos, satisfechos en la constancia de sus santas resoluciones y buenos propósitos, con que desterrados perpetuamente el carnaval, los abusos, juguetes feroces y diversiones opuestas a nuestro fin, se radiquen más y más las virtudes y buenas costumbres, aumenten en los piadosos estilos e introduzcan firmemente como loable el de continuar la custodia de esta ciudad para que, fortalecida con el número inexpugnable de la devoción de María, Señora Nuestra, y quitado embarazo el domingo, lunes y martes de carnestolendas, permanezca defendida y concurran los fieles habitadores de María, sin estorbo a adorar a su Divina Majestad Sacramentada, en las iglesias, donde se expondrá a la veneración de todos, convocados por sus Santos Rosarios que salgan de las respectivas, donde se hallan situados a las cuatro según ordenamos a todas las cofradías, congregaciones o hermandades y personas a cuyo cargo están; dispongan y saquen en las tres tardes en el inmediato carnaval dirigiendo cada cual el suyo por las cuadras que circundan las iglesias de su establecimiento, sin juntarse con otro, volviendo y concluyendo en la misma forma con la plática mensual en que, confiamos del fervor y facilidad de los predicadores, tocarán algún asunto conducente a desviar a los fieles de las obras de la carne y a traerlos a la del espíritu con que templen la ira de Dios irritada por las culpas de las carnestolendas y Semana Santa. En testimonio de lo cual damos las presentes, firmadas, sellas y refrendadas en forma en nuestro «Palacio Episcopal de Caracas, en catorce de febrero de mil setecientos cincuenta y nueve. DIEGO ANTONIO, Obispo de Caracas. Por mandato de su Señoría Ilma. mi Señor. Don José de Mejorada. Secretario. Letras congratulatorias, invitatorios y exhortatorias por las que ordena su Señoría Ilma. la repetición de rosarios en los tres días del carnaval confiando no se manifestarán menos devotos en este año, sus muy amados y piadosos súbditos, que lo ejecutaron en el pasado, hasta los niños”. (I)

El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano.

El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontaneo, honrado y republicano.

     Así se celebró el carnaval en Caracas, durante el pontificado del Obispo Diez Madroñero. Las procesiones, llevando a la cabeza un cura de almas, recorrían las calles del poblado, sin tropiezos, sin desorden, y con la sumisión y mansedumbre de ovejas fieles. De manera que, en aquella época, se rezaba el rosario todos los días, por las familias de Caracas; en procesión cada dos o tres noches, e igualmente, durante los tres días de carnaval.

     ¿Era todo esto efecto de una alucinación epidémica, o debía considerarse a la sociedad caraqueña como un pueblo de ilotas? Sea lo que fuere, en dos y más ocasiones, el Ayuntamiento de Caracas, durante este Obispado, escribió al monarca español diciéndole:

“No tenemos paseos ni teatros ni filarmonías ni distracciones de ningún género; pero sí sabemos rezar el rosario y festejar a María, y nos gozamos al ver a nuestras familias y esclavitudes, llenas de alegría, entonar himnos y canciones a la Reina de los Ángeles”. (2)

     Así pasaban los años, cuando el Obispo murió en Valencia en 1769. A poco comienza la reacción, y la sociedad de Caracas, a semejanza de los muchachos de escuela en ausencia del maestro, da expansión al espíritu y movimiento al cuerpo. El rezo del rosario, en la época del carnaval fue desapareciendo, hasta que volvieron los habitantes de la ciudad Mariana al carnaval de antaño. Tornaron los bailes populares y los jueguitos de manos, y el zambullimiento de los zagalejos enamorados en las fuentes cristalinas. Resucitó el famoso instrumento de Moliere, llenáronse las calles de embadurnadores, recibieron las paredes del poblado innumerables proyectiles, salieron finalmente, de las jaulas, los pajarillos esclavos, y se comieron los perros las apetitosas longanizas. La reacción es siempre igual a la acción”.

(1) Con este Edicto comenzó el Obispo Diez Madroñero las reformas que llevó a cabo en la sociedad caraqueña. Al posponer en el orden cronológico este cuadro a los que preceden, se comprenderá que ha sido para dejar coronada de modo más interesante la relación histórica de aquel pontificado

(2) Actas diversas de los Ayuntamientos de esta época

* Historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño (1826-1894), autor de innumerables y valiosos trabajos de carácter histórico. Sus restos reposan en el Panteón Nacional 

FUENTE CONSULTADA

Rojas, Arístides. Crónicas de Caracas. Caracas: Ministerio de Educación Nacional, 1946. Colección Biblioteca Popular N.º 16.

Una cita con Gil Fortoul

Una cita con Gil Fortoul

Yo siento que mi corazón y mi espíritu están con los que padecen” 

“Las repúblicas americanas no han encontrado todavía la forma legal de las revoluciones”

Por Ana Mercedes Pérez*

El larense José Gil Fortoul (1861-1943) fue un destacado historiador, diplomático, escritor y abogado. Entre sus obras se encuentra la voluminosa Historia Constitucional de Venezuela

El larense José Gil Fortoul (1861-1943) fue un destacado historiador, diplomático, escritor y abogado. Entre sus obras se encuentra la voluminosa Historia Constitucional de Venezuela

     “El doctor José Gil Fortoul, jurista y escritor, nació en Barquisimeto el 29 de noviembre de 1861 y falleció en Caracas el 15 de junio de 1943, en su residencia de La Florida, la quinta “Chicuramay”. Estudió Derecho en la ilustre Universidad Central y en 1885 recibió el título de Doctor en Ciencias Políticas. Fue Diplomático en Europa por largos años, pero sin dejar nunca de interesarse por las cosas de su tierra.

     Fue así como escribió la “Historia Constitucional de Venezuela” que ninguna otra obra reciente o antigua ha reemplazado en su maravillosa interpretación y exactos datos. Además, fue novelista en “Julián” o “Idilia”; poeta en la “Infancia de mi Musa”; ensayista en “Recuerdos de Paris”, “Sinfonía inacabada”, “Páginas de ayer”, “El humo de mi pipa”; periodista y sociólogo en “Filosofía constitucional”, “Filosofía Penal” y “Discursos y palabras”.

     Entre los cargos que desempeñó pueden citarse especialmente secretario de Venezuela en Francia, Encargado de Negocios en Suiza, Encargado de Negocios en Alemania, ministro de Instrucción Pública, presidente de la Cámara del Senado, presidente del Consejo de Gobierno y Encargado de la Presidencia de los Estados Unidos de Venezuela, Enviado Extraordinario y ministro Plenipotenciario en México.

     Fue Individuo de Número de las Academias Venezolanas de la Historia y de Ciencias Políticas y Sociales. Miembro fundador del Instituto Internacional de Sociología de Francia y director de “El Nuevo Diario”.

     Venezuela celebró el 29 de noviembre de 1961, el centenario del nacimiento de uno de sus hombres más ilustres en el Parlamento, en la Diplomacia y en las Letras. Los estudiantes de la Universidad Central vienen de rendirle un homenaje recogiendo en un folleto las críticas suscitadas en torno su “Historia Constitucional”, bajo el título “el concepto de la historia en José Gil Fortoul”. 

     A los veinte años de haber abandonado este globo terrestre donde vivió, gozó, triunfó y amó con la majestuosidad de un dios pagano, casi por espacio de un siglo, Enrique Aracil, o lo que es lo mismo, José Gil Fortoul, un nombre muy conocido en nuestras letras, en nuestra diplomacia y en nuestra historia, vino a dialogar conmigo, como solía hacerlo en plena madurez de su sabiduría, allá por los años 1936 al 40.

     Íbamos entonces a su Quinta Chicuramay, en La Florida, a libar el buen scotch de sus bodegas permanentes para sus amigos. Flor, su hija, era la anfitriona cordial y Aracil, el caballero del ojal florido, de la frase oportuna, del invariable monóculo como otra pupila asomada a su filosofía: “la probabilidad de morir no me inspira temor ni espanto”. Ahora venía envuelto en esa niebla infinita con que se revisten los ausentes, niebla del mismo humo de su pipa, material o deshumanizada, que subía arropándolo como una nube. Su mirada escéptica de libre pensador, poeta, historiador o político, era un poco más irónica. Como si hubiese traspuesto ya las sombras de la duda y quisiera darme el secreto de lo impenetrable se desprendía su voz, como una onda hertziana, el mismo sonido de su voz metálica, fluida, acompañada del acento gutural de los que han vivido largamente en otras latitudes.

     Era el mismo personaje que deleitaba al público caraqueño en el Country Club y El Paraíso, en tardes amables y acogedoras, después de haber montado su caballo Tacarigua o haber lanzado al aire su pelota de golf. Su extravagante elegancia producía el arrobador señuelo de las féminas que lo escuchaban transportadas:

     –Ya no tengo sino mi pobre palabra. Y voy a ver si la puedo adornar con reflejos de arte, a ver si mis frases pudieran ser como algunas flores frescas sobre las tumbas solitarias, o sobre el camposanto silencioso algunos rayos de sol, Sea lo que fuere la muerte, no borra la eterna sonrisa de la vida, sea como fuere la existencia, del recuerdo resurge siempre la esperanza.

     Yo escuchaba su verbo en la obscuridad, silenciosamente, y el ilustre amigo seguía el hilo de mi pensamiento:

Gil Fortoul consideraba que, a medida que el poder de la una clase aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre

Gil Fortoul consideraba que, a medida que el poder de la una clase aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre

     –Y bien, mi querida amiga, son innumerables las fuerzas de la naturaleza e infinitas las combinaciones con que nos envuelven en espesísima red. El único campo seguro de la afirmación y de la certidumbre es a veces el pasado. El presente no dura más que un instante, es solamente el equilibrio de un instante. Si es la muerte la ausencia de toda sensación, como en un sueño sin sueños, la muerte es bien inapreciable, porque todas las edades futuras no tendrán más duración que una sola noche.

     –Y si es la muerte el paso de este mundo a otro. . .– dije, repitiendo sus propias sentencias.
     –¡Qué mayor felicidad entonces que hallarme aquí con verdaderos jueces como Minos y Radamanto, Eaco y Triptoleno y conversar con Museo y Orfeo, con Hesiado y Homero. . .!

     –Y hasta con las Once Mil Vírgenes– me atreví a insinuarle, mientras por el rostro de Aracil asomaba su sonrisa mundana.

     Un arrebol tan hermoso como aquel que asombró a nuestro Libertador, me ocultó de pronto la luz íntima, aunque maravillosa y profética de sus pupilas que se hicieron lejanas, para luego acercarse y responderme:

     –Ellas son la primavera, yo soy otoño. Suelen preguntarme cosas que ignoran de la vida y hay tardes en que la conversación se prolonga a la sombra fresca de algún mango umbroso. Al fin ellas se van alegres, por un lado, tal vez algo inquietas por mi diletantismo irónico. Y yo me voy algo triste por otro rumbo y vuelvo la mirada para verlas alejarse hasta que desaparecen en el horizonte y de mi corazón surge un sentimiento muy dulce.

     Al decir estas palabras por el aire se esparció el aroma del ungüento de Magdala.

Socialismo

El hecho mismo de ver a mi amigo rodeado de arcángeles y demonios me dio la pauta de preguntarle por esa teoría que hoy conmueve al mundo civilizado, que se divide entre el capital y el trabajo. El personaje aspiró de nuevo el humo de su pipa antes de hacerse presente:

     –El capital en manos de una clase social es un privilegio, un monopolio y una injusticia. Y no será ciertamente el reconocimiento de la libertad del capitalismo y del proletariado el medio seguro de obligar a aquel a convertir la riqueza en tesoro común de la sociedad entera o de permitir que el otro alcance la parte proporcional de bienestar que justamente le corresponda en los productos de trabajo social.

     –¿Cree usted que en Venezuela exista algún antagonismo entre las clases altas y el pueblo?

     –Nunca ha existido ese antagonismo. En 1811 la oligarquía venezolana se reducía a tres condes, y todos ellos, imitando al Libertador, que desdeñó siempre el título nobiliario, fueron después, o defensores ardorosos de la causa patriótica o amigos decididos de las instituciones democráticas. Al principio pareció formarse una clase de grandes propietarios, pero a poco las fortunas comenzaron a repartirse rápidamente, gracias al régimen sucesoral y por causa también de las guerras civiles que subdividieron e hicieron cambiar de manos las riquezas acumuladas.

     –Maestro, América entera está consternada con la palabra “socialismo”. Usted que ha traspuesto las fronteras de los intereses terrenales, ¿qué dice de eso…?

     –Que se ha de hallar la solución del gran problema. Que la actual lucha entre la clase capitalista y la clase miserable no puede ser condición permanente de la civilización y que el conflicto ha de resolverse necesariamente en una nueva organización social que sustituya la armonía y la solidaridad a la justicia y al odio. Eso lo piensa el político omnipotente como el pontífice máximo de la iglesia y los jefes de los vastos imperios y el sabio que estudia leyes y el poeta que se lanza a explorar el porvenir.

     –Usted es un socialista, amigo, nadie puede dudarlo, siempre lo había pensado – grité yo desde el vacío.

     El monóculo de Gil Fortoul brilló como un diamante, o mejor, como una centella en el espacio. Su voz se hizo más metálica y algo afrancesada:

      –Yo no soy socialista. . . en el sentido que comúnmente se da a esta palabra, porque no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. . . Pero, por temperamento, y como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren, Y con los que padecen y sufren creo en una próxima organización social menos imperfecta y más humanitaria, con luchas menos brutales y más equitativas. Otra civilización más intensa, más amplia y más alta.

     Hubo un silencio elocuente como un siglo de espera, como si el Maestro esperara la reacción de la discípula. Pero, había pasado apenas la figura infinitesimal de un minuto. El historiador bebió en su vaso, licor de los escoceses:

En el homenaje-ágape al escritor alemán, Emil Ludwing, en la casa del Vizconde Lascano Tegui, Gil Fortoul, con su elegante monóculo, absorbe su inseparable pipa al lado del escritor José Rafael Pocaterra, de los poetas Andrés Eloy Blanco, Luis Yépez y Pedro Sotillo; y de los doctores Gustavo Machado Hernández, Augusto Mijares, Enrique Tejera y Juan Iturbe, quien abraza a Ludwing

En el homenaje-ágape al escritor alemán, Emil Ludwing, en la casa del Vizconde Lascano Tegui, Gil Fortoul, con su elegante monóculo, absorbe su inseparable pipa al lado del escritor José Rafael Pocaterra, de los poetas Andrés Eloy Blanco, Luis Yépez y Pedro Sotillo; y de los doctores Gustavo Machado Hernández, Augusto Mijares, Enrique Tejera y Juan Iturbe, quien abraza a Ludwing

     –Vemos dondequiera –agregó– que el poder social se concentra en una clase de individuos que monopoliza la propiedad de la tierra y los medios industriales de acrecentar la riqueza y que, al propio tiempo, otra clase infinitamente más numerosa, lucha a todas horas por la vida y por el derecho a mejorar su condición.

     A medida que el poder de la una aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre.

     –¿Y qué hacer para llevar a cabo tal reforma?

     Gil Fortoul respondió con una voz escéptica:

     –Por desgracia las Repúblicas americanas no han encontrado todavía la forma legal de las revoluciones. Desde el punto de vista moral no puede decirse que la frecuencia de las revoluciones ha contribuido más bien a desarrollar en las esferas gubernamentales el respeto a las manifestaciones de la opinión pública.

        –¿Qué quiere usted decir?

     –Que la paz pública no equivale en cada ocasión a la aceleración del progreso. Dice un escritor mexicano en un estudio sobre las revoluciones de su patria que el período de paz que empezó en México en 1876, con la presidencia de Porfirio Díaz hace ya imposibles allí las revoluciones. Pero la experiencia análoga de Venezuela y otras Repúblicas tiende a demostrar que cuando la paz es resultado exclusivo de la influencia omnipotente de una oligarquía o de un dictador –como cuando los Monagas y Guzmán Blanco– la paz no es socialmente preferible a la agitación de las eras revolucionarias, pues no bien desaparece la oligarquía o la autocracia que la imponen por la fuerza. Vuelve a abrirse el período de los tumultos que desbaratan enseguida la obra artificial y efímera de las dominaciones personalistas.

Democracia

     La rosa de su ojal pareció agitarse levemente cuando nombré la palabra Democracia. El ilustre historiador me lanzó una mirada de conmiseración alumbrada con la más irónica sonrisa cuando respondió:

     –¿Y la democracia no será también una selección política regresiva? Los fundadores de la antroposociología lo afirman. La democracia según ellos tiende de nivelarlo todo y a destruir, por consiguiente, los elementos superiores, de tal suerte que el nombre que más le cuadra sería el de mediocracia. Es más bien la Plutocracia, con el prestigio y la fuerza irresistible del oro.

     –Usted me ha dicho hace poco que ama el socialismo.

     –Sí, pero paréceme que exageran demasiado quienes califican de democracia el régimen social que hoy predomina en la civilización europea. Es cierto que la aristocracia hereditaria pierde terreno en muchos países, pero no se nota en ellos que sea la democracia la que la reemplace.

     –Entonces, ¿qué propone usted?

–Lo que se espera es una obra de justicia. El conflicto de la clase proletaria con la clase capitalista es lucha por la vida y por el derecho, y su solución no está en la caridad, cuya eficacia se circunscribe fatalmente a aliviar miserias aisladas. La caridad es un paliativo, no un remedio.

 

El jurista era ahora el que hablaba de las injusticias, de la esclavitud, ya abolida prácticamente en el mundo. En el mundo, el nuevo mundo seguía siendo “interdependientes” unos de otros.

 

–Porque decirle al obrero: eres libre de trabajar donde quieras y en las condiciones que te parezcan más favorables es simplemente adornarle con bellas palabras la realidad de su esclavitud. ¿Trabajar donde quiera? Sí, pero su libertad se reduce a poder escoger entre establecimientos idénticos. Por eso en las condiciones más favorables los capitalistas de la misma industria son forzosamente solidarios y el interés común los obliga a establecer condiciones iguales para el trabajo, de donde resulta que la libertad del obrero consiste en substraerse a la autoridad de una industria para someterse a la autoridad idéntica de otro. En fin, que la necesidad de trabajar es infinitamente más poderosa que la libertad de escoger y si se retarda tropieza con la miseria y el hambre.

     –Y qué me dice usted, Maestro, de la suspensión de garantías que tantas discusiones ha promovido en el Congreso.

     –El ex-Senador recargó su pipa de tabaco para darse el gusto de aspirar una larga columna de humo. Se dio a recordar aquellos tiempos cuando se dedicaron grandes debates a los Monopolios y a los Seminarios. El, –dijo– venía de una época en que se and aba con la ley en la mano. Ahora eran otras cosas: incomprensibles, atómicas, exaltados. Y así dijo.

     –Un Estado joven que no mantiene un orden legal cualquiera, cae fatalmente en la anarquía o en el despotismo. El orden legal constituye la tradición, y sin ésta el progreso es siempre aventurado. Solo es rápido y seguro el progreso allí donde existe, con el respeto a la ley, al hábito de no aspirar a reformas legislativas, sino con los medios lógicos que la misma ley ofrece. Un Gobierno democrático no debe tener otras atribuciones que las terminantemente señaladas en la ley fundamental.

     Y apenas escuchada por Dios, o tal vez por un arcángel que revoloteaba constantemente sobre el alto personaje, pude adivinar la frase que asombró de espanto a un demonio viajero en una nube:

     –Así como cada individuo hereda de sus antepasados la propensión a sentir, pensar y obrar de un modo especial, así cada generación hereda de las anteriores la tendencia a dirigirse por los rumbos que aquellas le han señalado.

Yo no soy socialista, en el sentido de que no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. Pero, como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren

Yo no soy socialista, en el sentido de que no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. Pero, como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren

La universidad

     Surgió el tema por sí solo, para quien había sido ministro de Educación y además el ejemplo más contundente de cultura en Venezuela. No era partidario de llenar el país de médicos y abogados que iban a engrosar las legiones de los políticos, a causa de “poca clientela”.

     –El taller es hoy el palacio del ciudadano. Si abundan los doctores, los dineros escasean. La clientela de una población no da para tantos. De donde resulta que la nube de doctores sin clientela, o se dedican a la política que es el refugio. . . o se contenta con llevar una vida trabajosa y obscura. 

     Aludió a la necesidad de estimular la agricultura, descentralizando la enseñanza, dándole otro rumbo, para hacerla racional, útil y popular.

     –Cuando la instrucción se ocupe de dar hombres capaces de cultivar la tierra, cuando las universidades y colegios produzcan también agrónomos y químicos, criadores y mercaderes de iniciativa fecunda, habrá quizás menos doctores en política, pero más agentes de prosperidad nacional y más espíritus interesados en que las leyes sean eficaces, justo el Gobierno, probos los gobernantes y civilizada la patria. El exceso de doctores sin clientela es una pérdida social.

     Pero como Aracil no podía ser dogmático por tanto tiempo, ni darme una charla que pudiera tratarse de latosa, volvió al tema de la belleza, acomodándola a los profesionales, aunque fuesen abogados o médicos:

     –A veces la profesión determina modos especiales de hacer bella la vida. Un abogado encuentra que es cosa voluptuosamente bella salvar de la prisión a un asesino y sacarlo limpio y blanco como un cordero, o desatar elegantemente con un divorcio ruidoso los últimos lazos de cariño, de estimación o de interés que unían dos existencias. Y un médico habla igualmente de bella enfermedad, de bella operación quirúrgica.

La despedida

     Era agradable verlo disfrutar de la libertad total, sin freno ni cortapisa a quien toda su vida había sido tan independiente. Ya la luna había quebrado sus rayos fugitivos sobre su frente pensadora y venía la madrugada. Mi pensamiento era como un lirio desnudo, pues sin pronunciar una sílaba él exclamó:

     –La libertad. ¡Oh la libertad! es un término tan vago que analizarlo a fondo pierde toda significación precisa. El error consiste en ver la libertad como una causa, cuando no es sino un efecto o de las revoluciones, o de las leyes, o de la intervención del Estado. Considerada de otro modo la libertad es la garantía moral de la injusticia y el error.

     Y como vieran mis ojos abrirse un abismo ante la palabra “libertad” el hombre totalmente libre corroboró:

     – ¿Qué es la libertad del individuo? El poder no ilimitado, sin duda, pero cada vez mayor a medida que el individuo se hace más fuerte moral e intelectualmente. Los individuos no son independientes sino interdependientes y su libertad consiste en obrar de acuerdo con la interdependencia de su interés.

     Y tomando mis dos manos entre las suyas, tal como solía hacerlo en los frívolos momentos de despedida, el viejo y siempre recordado Gil Fortoul me dijo estas palabras:

     –De esta noche me llevaré ecos que no se apagarán. Y cuando dentro de breves semanas me encuentre otra vez muy lejos en medio de amigas diferentes, con quienes me ligan otros recuerdos, ellas me dirán: Y bien, ¿de dónde viene usted, incorregible andariego, por ideas, por sentimientos, de dónde llega usted y por qué su palabra o suena ahora como antes sonaba entre nosotros? Y yo les contestaré: Vuelvo de mi tierra y traigo recuerdos de las mujeres de mi tierra.

     Por la ventana del salón penetraba lentamente la aurora, mientras el humo de la pipa de Aracil se confundía con una nube. A mi lado sus libros palpitaban”.

* Nativa de Puerto Cabello, estado Carabobo (1910-1994), Ana Mercedes Pérez fue una acuciosa periodista, diplomática y poeta, conocida también por su seudónimo Claribel. Su poesía estuvo caracterizada por ser muy femenina. El doctor José Gil Fortoul prologó el primer libro de versos de Ana Mercedes. En los últimos años de su vida, la escritora lo visitaba casi a diario. Más tarde, ella sería la compiladora de sus obras, editadas por el Ministerio de Educación

FUENTE CONSULTADA

Elite. Caracas, 2 de diciembre de 1961.

Pasaje Edificio Zingg

Pasaje Edificio Zingg

Primer centro comercial de Venezuela, en el que "Caracas aprendió a subir escaleras sin levantar los pies", debido a sus novedosas escaleras mecánicas, las primeras del país.

Primer centro comercial de Venezuela, en el que «Caracas aprendió a subir escaleras sin levantar los pies», debido a sus novedosas escaleras mecánicas, las primeras del país.

     “En diciembre de 1953, este elegante Pasaje, que comunica la calle de Sociedad a Traposos con la de Camejo a Colón. Este Pasaje es para uso de la ciudadanía en general, pueden transitar libremente en él los elementos que así lo deseen, bien para su comodidad, para acortar espacio de tiempo de ir de un lugar a otro, para hacer uso de sus varios servicios públicos, o simplemente porque tenga necesidad de surtirse de cualquier artículo, en los numerosos almacenes que en dicho Pasaje están establecidos.

     El Pasaje está dividido en dos Plantas, provisto de escaleras automáticas, que son las primeras y únicas que existen en Caracas, y tiene 30 locales para comercio, de bella presentación y la mayoría de ellos ya ocupados por distintos negocios.

     En el Pasaje funciona la única sucursal de correos del centro, que todo el mundo puede usar, así como las oficinas de Cables y Teléfonos Públicos. 

     También está instalado el Royal Bank of Canadá, Agencia de Viajes, Agencia de Publicidad, Joyería, Tienda de modas para damas, Tienda de ropa para niños, Artículos de cuero, Foto-Estudio, Negocio de fiambres finos, Establecimiento para la venta de artículos de regalo, Tienda de artículos domésticos, Agencia de Loterías, etc., que proporcionan al pasaje afluencia de público, entretenimiento para los viandantes, y que dan vida a aquel lugar primoroso enclavado en el centro de la capital.

     El Pasaje es ventiladísimo, de bellísimo aspecto, de estructura modernísima, y cuenta con Sanitarios Públicos, que también son únicos en la capital, constituyendo una de las obras más eficientes, más constructiva, más admirable, que se han realizado para embellecer a Caracas.

El empresario Gustavo Zingg encargó la construcción de la sede de su compañía, en Caracas, al ingeniero Oskar Herz. El edificio Zingg fue el primero que se construyó en el país con estructura de acero, para resistir sismos

El empresario Gustavo Zingg encargó la construcción de la sede de su compañía, en Caracas, al ingeniero Oskar Herz. El edificio Zingg fue el primero que se construyó en el país con estructura de acero, para resistir sismos.

Con la asistencia del presidente de la República, Marcos Pérez Jiménez, y algunos de sus ministros, se inauguró el edificio Zingg y su moderno centro comercial

Con la asistencia del presidente de la República, Marcos Pérez Jiménez, y algunos de sus ministros, se inauguró el edificio Zingg y su moderno centro comercial.

Con la asistencia del presidente de la República, Marcos Pérez Jiménez, y algunos de sus ministros, se inauguró el edificio Zingg y su moderno centro comercial

Con la asistencia del presidente de la República, Marcos Pérez Jiménez, y algunos de sus ministros, se inauguró el edificio Zingg y su moderno centro comercial.

     Ha sido iniciador del mismo un ciudadano de grandes méritos, Don Gustavo Zingg, propietario del Edificio que lleva su nombre, que ha demostrado con ello su decidido empeño de coadyuvar a hacer de Caracas una de las ciudades más lindas del Continente Americano.

     El arquitecto que con tanta fortuna diseñó el proyecto es el competente profesional Dr. Arturo P. Kan, habiéndolo construido los mismos que edificaron y planificaron el Edificio en el año 1939-1940: la Oficina Técnica C. Blaschitz, que ha hecho gala de su moderna técnica”.

FUENTE CONSULTADA

Elite. Caracas, marzo 1954. Edición especial.

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