Vida y costumbres de los caraqueños

Vida y costumbres de los caraqueños

Por Arístides Rojas*

Era costumbre de los caraqueños colocar en sus casas imágenes de santos, en particular la Virgen Nuestra Señora de la Luz. El autor de una de las representativas imágenes de esta virgen fue el célebre pintor venezolano Juan Pedro López (1724-1787).

Era costumbre de los caraqueños colocar en sus casas imágenes de santos, en particular la Virgen Nuestra Señora de la Luz. El autor de una de las representativas imágenes de esta virgen fue el célebre pintor venezolano Juan Pedro López (1724-1787).

     “En las casas de entonces, que eran amplias, frescas y sombrías, se hallaban por dondequiera las imágenes de los santos. Algunos de ellos tenían su sitio bien designado. Sobre la puerta de la calle estaba muchas veces escrito el nombre del santo patrón. En el zaguán había una imagen, ordinariamente la de aquel santo. Al entrar por el “entreportón” al corredor de adelante, se hallaba a mano derecha una pila de agua bendita con un letrero, casi siempre en latín, que decía: “Entrad purificado, buen hermano”. Al pasar por delante de los muebles del corredor, se llegaba a la puerta de la sala, muchas veces llena de adornos de curvas barrocas, y encima de ella casi invariablemente estaba la imagen de la Virgen de la Luz, una de las tres vírgenes caraqueñas. La sala, donde había sofá de damasco, sillas con pata de garra, tapizadas o con asiento de cuero y tachuelas doradas, alfombra o petate sobre ladrillos hexagonales, cortinas de damasco y hermosas arañas de cristal que colgaban de las doradas maderas del artesonado, comunicaba con la alcoba, en la que se veía la gran cama de cuatro pilares con su dosel. En ésta no faltaban el Ángel de la Guarda y las Ánimas Benditas, a las que se dedicaba un Padre Nuestro después del cotidiano rosario. Con frecuencia hacían compañía a las Ánimas, San Miguel o San Antonio o la Virgen de la Merced.

     Si salíamos de la sala, nos quedaba enfrente el gran patio cuadrado y su pila en el centro. Estaba todo empedrado con grandes lujas y en él brillaba vivo el sol para deleite de una turba de moscas que zumbaban con inquietud. En alguna que otra casa había varios tiestos de flores junto a la pila, pero esto era raro, pues las plantas tenían su sitio en el corral.

     Por allí cerca andaba el Oratorio, en las casas más principales. Era un cuarto no muy grande con su altar. Con frecuencia había reliquias de variado origen: el dedo de algún santo, una pequeña ampolla con sangre de pagano convertido, o una calavera desenterrada Tierra Santa. No faltaba aquí una cruz con el sudario, o la Virgen de la Concepción, y el Nacimiento, que era necesario transportar al dormitorio cuando la dueña de la casa iba a tener un nuevo niño.

     Muy rara vez faltaba sobre el caballete del tejado Nuestra Señora de la Guía, que muchos devotos tenía en Caracas, la cual desde aquel sitio eminente protegía contra duendes y brujas, pues era difícil por entonces diferenciar bien entre religión y superstición.

     Pasando el segundo patio se entraba en el mundillo de los criados. Los negros esclavos tenían sus devociones especiales. En la cocina, cerca del largo fogón de bahareque o de mampostería, presidía Santa Efigenia, tan negra como sus devotos. Con frecuencia figuraban por allí cerca San Isidro Labrador y Santa Rosa.

     El dormitorio de los esclavos, llamado el repartimiento, era de recular capacidad, pues allí dormían todos, escasos de vigilancia nocturna, ya que de las intimidades non sanctas que ocurrieren saldrían los amos gananciosos. Presidía el repartimiento San Mauricio, quien compartía la devoción con San Pedro, que era el patrón de toda la casa.

     En el corral campeaba San Silvestre, que por ser el último santo del año tenía el último lugar de la casa. Allí, entre algunos desperdicios, el hacinamiento de piedras para embostar, el botijón del agua y el cepo para los rebeldes, picoteaban las gallinas y circulaban los cochinos, junto a los plátanos, guayabos o naranjos, o por el sitio donde algunos claveles y rosales hacían compañía al frondoso cundeamor o la opulenta parcha granadina.

En las habitaciones no faltaba la imagen de las Ánimas Benditas.

En las habitaciones no faltaba la imagen de las Ánimas Benditas.

     Toda esta colección de santas imágenes, desparramada por toda la casa, requería atención y culto, lo cual a su vez proporcionaba edificante ocupación, principalmente a las damas. Poco a poco fue aumentando el número de los quehaceres domésticos y poco a poco fueron reglamentándose u ordenándose, hasta convertirse en interminable cadena. Había deberes sociales que no debían olvidarse o confundirse, porque podían dar origen a faltas muy graves. Por ejemplo, cuando llegaba algún ausente, era necesario ir a visitarlo, pues ignorar su regreso era un crimen de lesa etiqueta que daba origen a profundo resentimiento y frialdad en el trato. En tales casos era necesaria una reparación. El recién llegado, por su parte, debía corresponder a la visita de manera personal, o por esquela o por mensaje oral.

     A los amigos enfermos había que visitarlos y era obligatorio enviar todas las mañanas a uno de los criados por noticias de la salud del doliente. 

     Un caballero no podía visitar a una señora sin pedirle antes permiso, acaso por un recado matutino. Cuando el visitante llegaba, no podía introducirse a la sala sino después que la señora hubiera entrado por otra puerta y se hubiera instalado ceremoniosamente en el sofá; ya entonces podía la criada abrir la puerta de la sala y hacer entrar al caballero. Este ritual debía cumplirse con cuidado. Las visitas se hacían después de la comida de la tarde, entre las 5 y las 8 de la noche. El caballero, en las visitas de ceremonia, tenía que ir vestido con calzón corto y casaca de tafetán, de raso o de terciopelo laboreado, nunca de paño, salvo en casos de duelo, o cuando el paño estaba realzado con ricas bordaduras; debía llevar además chupa de tisú de oro o plata, o de seda bordada; su sombrero de tres picos, sus medias de seda y zapatillas con hebilla de plata, y su espada con puño de plata o de oro.

     Cuando una familia se mudaba a otra casa, tenía que mandar esquelas a los antiguos vecinos participándoles el nuevo domicilio y expresándoles el hondo pesar de abandonar su compañía, y a los nuevos vecinos otra esquela poniéndose a sus órdenes y expresándoles la honda alegría de vivir cerca de ellos. También se ofrecían a los vecinos los nuevos niños de la familia.

     Ambos ofrecimientos se correspondían con visitas, y si éstas no se efectuaban quedaban rotas las relaciones. Los días de santo se recibían tantas visitas que hubiera sido imposible recordarlas; por esto se colocaba en esas ocasiones una mesa con pluma, tinta y papel cerca de la puerta, para que cada quien escribiera su nombre.

     Estas visitas se pagaban los días del santo de los visitantes, y era un verdadero crimen de sociedad olvidar el día del santo de un amigo, lo que podía dar origen a una franca enemistad.

     Estos innumerables requisitos hacían de los caraqueños de entonces unos verdaderos esclavos de los convencionalismos. Las frecuentes visitas obligatorias, hasta a personas con quienes no se simpatizaba, pero con quienes había que cumplir, llegaron a matar la cordialidad y la franqueza, ahogadas entre ceremoniosos deberes. Todo el mundo era altamente susceptible, y alguna frase impropia, sobre todo si podía interpretarse como desdorosa para los antepasados, podía dar lugar a graves consecuencias. No se acostumbraba el duelo en cuestiones de honor, sino el recurso ante los tribunales, y había numerosos e interminables juicios por supuestas calumnias. En los últimos años del siglo se gastaban, según cálculos bien fundados, 1.500.000 pesos fuertes anuales en procesos tribunalicios. Todo esto contribuía a formar mentalidades cautelosas, y los caraqueños de entonces eran conservadores y de poca audacia en los negocios.

José Antonio Calcaño (1900-1978) compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

José Antonio Calcaño (1900-1978) compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

     Toda la vida familiar quedó sujeta a un programa rutinario. Por las noches, cuando no había visitas, mientras los señores jugaban a los naipes (si no era el tresillo, era el tute o el bobo o la carga la burra), el viejo contaba a los niños innumerables historietas; ya en aquellos tiempos figuraban en esos relatos Tío Tigre y Tío Conejo, que alternaban con Bertoldo y Bertoldino, con Barba Azul y con Pulgarcito, a quien llamaba Juan del Dedo. También eran de entonces la Cucarachita y el Ratón Pérez, y el livianísimo e indigesto Perico Sarmiento.

     Con éstos figuraban cuentos de brujas y aparecidos, la luz del Tirano Aguirre, el Coco, la Sayona, el Burro Pando, y a veces, por variar, algunas historias de santos, y hasta el jueguito indecente de María García, que se narraba abriendo y cerrando un papelito doblado. Al sonar entre el silencio de la noche las campanas de la Catedral dando el toque de ánimas, se arrodillaban los chicos y a la luz del candil hacían sus oraciones para irse luego a la cama, atravesando los corredores oscuros.

     Al día siguiente irían a la escuela de Meso Tacón los que allí estudiaban, para hacer sus palotes, contar hasta mil, leer decorado y repetir algo de doctrina cristiana, mientras Tacón, el terrible, empuñaba su palmeta. Era costumbre de este maestro de escuela dar una buena zurra a los niños los sábados, por las travesuras de la semana próxima. Ese era su sistema. Naturalmente, los que allí acudían eran los varones, pues las niñas de la casa no debían aprender mucho. Algunas madres preferían que sus hijas aprendieran a leer, pero no a escribir, porque esto era peligroso a causa de los novios clandestinos. Aprendían, pues, a coser y bordar, a tocar algo de música, a recitar versos y a preparar algunos platos caseros, como pastel de pollo, plátanos rellenos con queso, sabrosuras, empanadas o pimentones rellenos, que con frecuencia se comían por entonces, lo mismo que el sancocho y las hallacas, todo lo cual se rociaba con vino isleño y se asentaba con aquel chocolate colonial que se tomaba a todas horas, y que en las comidas de ceremonia se servía con bastante espuma, la cual se tostaba pasándole por encima unas brasas en una cuchara.

     Más avanzado el siglo, cambiaron los trajes, y las mismas jóvenes salían con sayas, basquiña y manto negro; los señores salían con chupa o levita de blanquín, sombrero de jipijapa, capote de tablero, o sea de grandes cuadros amarillos y rojos, sujeto al cuello con cadena de cobre. No usaban guantes, pero llevaban los dedos cargados de sortijas y empuñaban un bastón de puño de oro, cuando no llevaban su paraguas rojo de sempiterna o de bombasí; paraguas que era insignia de rango y que tantos años de litigios costó al pobre señor José Cornelio de la Cueva, porque se dudaba que tuviera calidad social para poder llevarlo. El calzón que se usaba era de tapabalazo, que a la par que adornaba servía de bolsillo. Completaban el cuadro borceguíes de tacón y cadena de reloj llena de cuentas.

     Algunas familias tenían la curiosa costumbre de vestir un día al año con casacas a los esclavos, mientras las damas se trajeaban de sirvientas, y les servían la comida en la mesa larga que estaba en la cocina.

     Los sábados abundaban los mendigos con más frecuencia que los otros días, aquellos mendigos de que estaba llena la ciudad y que dormían tendidos en las calles a lo largo de las paredes de las iglesias.

     La vida se había hecho tan pacífica, en contraste con los azares de la conquista, que los señores principales salían rumbo a sus haciendas de Petare, El Tuy o los valles de Aragua, en su mula, casi siempre sin armas, aunque llevaban talegos de dinero para los pagos de la administración, y jamás había un asalto en el camino, a pesar de que el viaje duraba varios días y se hacía con descanso, deteniéndose en alguna venta o durmiendo en la estancia de un amigo, donde se entretenían con partidas de naipes, aunque esto alargara el viaje por uno o dos días más. Se veían por el cielo con frecuencia bandadas de bulliciosos pericos que cruzaban en busca de otros sembrados, o algún grupo de canarios, azulejos o cardenalitos del Ávila”.

* Caraqueño nacido en 1900 y fallecido 1978, compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

FUENTE CONSULTADA

  • Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música: Crónica musical de Caracas. Caracas: Fundarte, 1980. Págs. 81-85.

Nuestra señora de Caracas

Nuestra señora de Caracas

Por Arístides Rojas*

Retablo con la imagen de Nuestra Señora Mariana de Caracas. En parte inferior figura la ciudad capital en 1766.

Retablo con la imagen de Nuestra Señora Mariana de Caracas. En parte inferior figura la ciudad capital en 1766.

     “Desde el día en que fue demolido el antiguo templo de San Pablo, de 1876 a 1877, y con éste la capilla contigua de la Caridad, cesó el culto que desde remotos tiempos rindieran los habitantes de la capital a Nuestra Señora Mariana de Caracas, tan festejada durante los postreros años del siglo último. En uno de los altares de la Capilla sobresalía cierto cuadro en grande escala, que representaba a la Virgen, la cual recibía con frecuencia la visita de los fieles; mientras que, en la esquina de la Metropolitana, un retablo de la misma imagen, fijado allí desde 1766, servía de consuelo y de esperanza a los devotos de la nueva Virgen. Desde el toque de oraciones hasta las diez y doce de la noche, multitud de personas se arrodillaban y oraban delante del retablo, para ganar de esta manera las indulgencias que desde 1773 concediera el Obispo Martí a todos aquellos que comunicaran a la Soberana de los Cielos sus miserias y necesidades.

     Durante ciento doce años permaneció el retablo de Nuestra Señora de Mariana, ya en la esquina de la Metropolitana, en la casa del municipio, frente a la puerta mayor del templo; ya en la opuesta, diagonal con la torre, donde los vecinos anduvieron constantes en iluminarlo durante la noche. Al dar las siete el reloj de la ciudad, la concurrencia se presentaba numerosas; comenzaba a declinar a las nueve, y desaparecía a las diez; aunque hubo repetidos casos en que corazones penitentes vieron brillar sobre el rostro de la Virgen los reflejos de la aurora.

     ¡Cuántas generaciones se han sucedido desde el año de 1766, en que fue colocado el retablo en la esquina de la Metropolitana, hasta el de 1870, en que fue quitado de su antiguo sitio para ser colocado en un rincón del Museo de Caracas!

     ¡Cuántos sucesos se verificaron durante este lapso de tiempo, y cuántas noches borrascosas, con su hora de angustias, llegaron, en la misma época, a turbar la paz de la familia caraqueña, en tanto que la luminaria de la Virgen, cual estrella de los náufragos, atraía siempre a todos aquellos que con el pensamiento la buscaban en la soledad del desamparo! Ciento doce años de luchas sociales, de cataclismos, de sol y de agua, han pasado por el añejo retablo, que pudo al fin salvarse de la intemperie, ¡para recordarnos la historia de pasadas épocas!

     El retablo es un cuadro de 68 centímetros de largo por 49 de ancho, colocado en un viejo marco, cuyo dorado se ha desvanecido. En su parte inferior figura la ciudad de Caracas de 1766, con tres torres de las que entonces tenía: la de la Metropolitana, la de San Mauricio, y más al Norte, la de las Mercedes, derribada por el fuerte sacudimiento terrestre de 1766. En la porción superior descuella, como suspensa en los aires, María, coronada por dos ángeles. Con noble actitud, la Soberana de los Cielos extiende sus brazos hacia la ciudad, como signo de protección. A la derecha de la Virgen figuran una santa y un apóstol, y a la izquierda, dos santas. Grupos de ángeles que llevan en las manos guirnaldas y lemas con frases de las letanías, llenan el conjunto y parece que celebran a María, en tanto que un arcángel aparece frente a Nuestra Señora y le presentan un objeto. Ya veremos más adelante quienes son los diversos actores que figuran en esta pintura, y cómo el artista sintetizó en ella la historia de Caracas durante los dos primeros siglos de su fundación: desde 1567, en que fue levantada, hasta 1763, en que surgió la Virgen con el nuevo nombre de Mariana de Caracas.

     En los días del Obispo Diez Madroñero, contaba Caracas una abogada de la peste, otra de las lluvias, y otra de las arboledas de cacao y de los terremotos. Reconocía, además, un abogado de la langosta, otro de las viruelas, y a San Jorge como protector de las siembras de trigo. Contaba, igualmente, la capital, con su patrón Santiago; la Catedral, con Santa Ana; y el Seminario Tridentino, con Santa Rosa de Lima; pero la ciudad necesitaba de una virgen que, sin figurar en el martirologio romano, fuese, por excelencia, grande abogada y protectora de la ciudad, cuyo nombre debía llevar.

     Tales sentimientos abrigaba la población de Caracas: eran ellos el norte de los fieles corazones, motivo por el cual los estimulaba el prelado, que aguardaba el momento propicio en que apareciera sin ruido y sin milagros la Soberana de los Cielos, amparando a la ciudad de Santiago de León de Caracas; nombre éste que debía desaparecer ante el de Mariana de Caracas.

Desde la demolición del templo de San Pablo y de la capilla contigua de la Caridad, hacia 1877, cesó el culto que desde remotos tiempos rindieran los habitantes de la capital a Nuestra Señora Mariana de Caracas.

Desde la demolición del templo de San Pablo y de la capilla contigua de la Caridad, hacia 1877, cesó el culto que desde remotos tiempos rindieran los habitantes de la capital a Nuestra Señora Mariana de Caracas.

     Los primeros hechos referentes al nacimiento de la Virgen a que nos concretamos, datan del 25 de agosto de 1658, época en que el cabildo eclesiástico, sede vacante, por sí, y a nombre del clero, decretó defender la pureza de la Virgen María, guardar como festivo su día y no comer carne en su correspondiente vigilia. Era un voto hijo de la gratitud, pues por la intervención de María, Caracas se había salvado de la cruel epidemia que en aquellos días comenzó a destruir la población. Caracas, protegida por María, debía traer a la capital el calificativo de Mariana, es decir, que rinde culto a María. Tan noble propósito continuaba en la mente de los miembros del cabildo eclesiástico, cuando, en II de abril de 1763, el Ayuntamiento de Caracas elevó a la consideración del Monarca una petición, que abrazaba los términos siguientes: 1° que todos los empleados públicos de la Capitanía general de Venezuela, jurasen defender la pureza de la Inmaculada Concepción; 2° que el escudo de armas de la ciudad fuese orlado con la confesión de este misterio; y 3° que en las casas capitulares se edificara un oratorio, en el cual figurara la imagen de la Santa venerada, como Madre Santísima de la Luz.

     Feliz coincidencia de fechas obraba en el ánimo del Ayuntamiento, al pedir cuanto dejamos escrito; y era que Santa Rosalía abogada de la peste, venerada en Caracas desde 1.696, en que se le dedicó un templo por haber salvado la población de la capital, era celebrada por la Iglesia católica el 4 de setiembre. En 4 de setiembre de 1.591 fue concedido un sello de armas, por Felipe II, a la ciudad de Caracas; y, últimamente, en 4 de setiembre de 1.759, Carlos III se ciñó por primera vez la corona de España. Estas y otras razones influyeron poderosamente en el ánimo del Ayuntamiento, para suplicar al Monarca que le concediera la orla mencionada, con el lema siguiente; Ave María Santísima de la Luz, sin pecado concebida.

     El nombre de Mariana, dado a la ciudad de Caracas antes de 1.763, época en la cual lo decretaron ambos cabildos, data desde la llegada a Caracas del Obispo Diez Madroñero, acaecida a mediados de 1.757, Partidario decidido y entusiasta por el culto a María se mostró desde el principio aquel virtuoso prelado, que desde 1.760 fechaba sus comunicaciones en la Ciudad Mariana de Santiago de León de Caracas, según consta de documentos que hemos visto y estudiado detenidamente.

     Por real cédula de Carlos III fechada en San Lorenzo a 6 de noviembre de 1.763, y que encontramos en las actas del Ayuntamiento de 1.764: “Su Majestad se digna manifestar a la ciudad de Caracas, haber diferido a sus instancias sobre que juren, los que ejerzan empleos públicos, la pureza original de María Santísima; que puede poner la orla que se expresa en su escudo, y erigir oratorio en las casas capitulares, sacándose del caudal de propios el que se necesite para su fábrica, aseo y permanencia”.

     Los señores del Ayuntamiento dijeron, en sesión de 22 de enero de 1.764: “que celebrando, como celebran, la nueva honra que debe a S. M. esta ciudad, y principalmente el que, para gloria del culto y veneración de la Inmaculada y Santísima Madre de la Luz, pues, desde aquí en adelante, con nuevo título, ser y llamarse Mariana esta misma ciudad, tan obligada a su piedad, y tan reconocida a sus inmensas misericordias, a la que confiesa deber cuantos progresos ha logrado y de la que los espera en adelante mucho mayores, constituida con nueva, honrosa y distinguida marca, y el más ilustre blasón por su virtuoso pueblo…”

“Desde hoy en adelante —agrega el Ayuntamiento— deberá la ciudad titularse, y se titulará así: Ciudad Mariana de Santiago de León de Caracas.»

     Ya en diciembre de 1.763, el mismo Ayuntamiento, al acusar recibo de la real cédula de 6 de noviembre del mismo año, había dicho: “La amantísima ciudad de Caracas tiene ya, con razón, nuevo título, y con orgullo se llama Ciudad Mariana, por haberla dedicado con tamaña honra V. M.…” Y a tal grado llegaron el entusiasmo, la humildad y la adulación de los miembros del Ayuntamiento, que, en uno de tantos oficios dirigidos por ésta al Monarca, llegaron a decirle, que S. M. poseía un mariano corazón.

     Después de dar a Carlos III las más expresivas gracias con frases más o menos parecidas a las últimas copiadas, el Ayuntamiento pidió al Gobernador y Capitán general de la Provincia, en vista de la real cédula y de las actas del Cuerpo, se sirviera dictar las providencias que tuviese por convenientes, para la más devota publicidad de las nuevas obligaciones, que, para con la gran Madre de Dios, contraía esta su Mariana ciudad.

     En 27 de enero de 1.764, el Ayuntamiento presenta al cabildo eclesiástico la real cédula de Carlos III, que fue acogida con señales de satisfacción. Ofrecieron los señores del capítulo el sacrificio de sus personas a la Majestad divina, “por la continuación del augusto patrocinio de la Madre Santísima de la Luz sobre esta su Mariana ciudad». Y a nombre del Rector y Claustro del Real Colegio Seminario y de la Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa, de esta ciudad Mariana de Caracas, “ofrece celebrar las nuevas honras que ha recibido esta misma Mariana ciudad’’. En los propios términos se expresaron al siguiente día todas las comunidades religiosas existentes en Caracas. (1)

(1) Véanse las actas del Ayuntamiento y del cabildo eclesiástico, correspondientes a los años de 1763 y 1764.

Cuente Arístides Rojas que desde el siglo XVII se le rendía culto a la Virgen de Nuestra Señora de Caracas.

Cuente Arístides Rojas que desde el siglo XVII se le rendía culto a la Virgen de Nuestra Señora de Caracas.

     Nunca concesión alguna llegó a Caracas en época más propicia que en los días de Diez Madroñero. El espíritu religioso dominaba los ánimos; quería el Obispo ensanchar la obra que había comenzado, y todo llegaba a medida de sus deseos. Una virgen que llevara el nombre indígena de la capital de Venezuela, iba a colmar la ambición de los moradores de ésta, acostumbrados a reverenciar a María bajo todas sus advocaciones.

     Levantóse el oratorio, y colocaron en él a María Santísima de la- Luz; comenzaron el lema que debía brillar en los pendones de la ciudad, y, después de conciliarse las opiniones, quedó por lema, no el que propuso el Ayuntamiento, sino el que indicó el Monarca; es, a saber: Ave María Santísima de la Luz, sin pecado original concebida en el primer instante de sil Ser Natural. Desde esta época aparece, ya en las actas de ambos cabildos y de las comunidades religiosas, ya en los documentos públicos de otro orden, el nombre de Ciudad Mariana de Caracas; en otros, Ciudad Mariana de Santiago León de Caracas.

     Creada la Virgen, ¿cómo figurarla en el lienzo o en la escultura, para que fuese reverenciada de los fieles y reconocida de las generaciones? Desde luego era necesario que descollaran al lado de la Virgen algunos de los patronos venerados en la ciudad, y que aquella sintetizara a Caracas en sus diversas épocas. ¿Cómo hacer esto? Opinaban unos por colocar en el retablo que representara a la Nuestra Señora, a San Sebastián, o San Mauricio, o San Pablo y a San Jorge, como primitivos abogados de Caracas en sus primeras necesidades: opinaban otros por darle cabida solamente a las santas y sabios doctores de la Iglesia. En esta situación estaban las cosas, cuando el obispo invita a los devotos y devotas de Caracas, y presentándoles la cuestión en la sala de su palacio, les obliga a escoger el cortejo que debía acompañar a la Virgen bajo la nueva advocación de Nuestra Señora Mariana de Caracas. Debían figurar en el cuadro la ciudad de Caracas, el escudo de armas concedido por Felipe II, y reformado por Carlos III, y los patronos y patronas que en diversas épocas la habían favorecido.

     Después de una discreta y prolongada discusión, hubieron de triunfar al fin las mujeres sobre los hombres, haciendo que el Obispo aceptara, entre los cuatro personajes que debían acompañar a la Virgen, a tres santas de las protectores de Caracas, y el asunto del retablo quedó decretado de la siguiente manera: arriba, en las nubes, descollaría la Virgen coronada por dos ángeles; a la derecha de María, Santa Ana, su madre, patrona de la Metropolitana de Caracas; y después, el Apóstol Santiago, patrono de la ciudad. A la izquierda de la Virgen estarían Santa Rosa de Lima y Santa Rosalía; la primera, como representante de los estudios eclesiásticos, al fundarse, bajo su advocación, el Seminario de Santa Rosa en 1.673; y la segunda, como abogada contra la peste, por haber salvado de ella a la capital en 1.696. En derredor de este grupo se colocarían los ángeles de la corte celestial que celebran a María, debiendo llevar en las manos cintas en que estuvieran los diversos y versículos de las letanías. Y para representar a la antigua Caracas, en medio de los ángeles debía aparecer un querubín que presentase a la Reina de los Cielos el escudo de armas concedido por Felipe II a la Caracas de 1.591. Consistía éste, como hemos dicho alguna vez, en una venera que sostenía un león rapante coronado, en la cual figuraba la cruz de Santiago.

     Arriba de todas las figuras colocaría el lema que dice: Ave María Santísima, para recordar la concesión hecha por Carlos III a la ciudad en 1.763, mientras que abajo estaría Caracas con la fisonomía que ostentaba en esta época.

     Diversos pintores dieron a luz sus obras, y fueron aceptadas. El primer retablo, cuyo destino ignoramos, estuvo en la capilla de la Caridad, contigua al derribado templo de San Pablo. El segundo fue colocado en la esquina de la Metropolitana, y está hoy en el Museo.

     Así continuó el entusiasmo religioso, con más o menos intermitencias, hasta que, para fines de siglo, casi había desaparecido el nuevo título de la ciudad. La muerte del Obispo Diez Madroñero, acaecida en 1.769, adormeció el entusiasmo por el culto de Nuestra Señora Mariana de Caracas. El Obispo Martí quiso levantarlo y restituirlo a su prístino esplendor, pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos, y algún tiempo después el referido culto había desaparecido por completo.

     El nombre de Ciudad Mariana de Caracas no ha quedado sino en los documentos públicos y en las actas de los cabildos y comunidades religiosas. Igualmente ha desaparecido el de Santiago de León de Caracas, que durante tres siglos llevara la capital de Venezuela. Pero si Nuestra Señora Mariana de Caracas no puede ya salir de los archivos, Santiago tiene aún, por lo menos, su día: aquel en que lo celebra la Iglesia Metropolitana de Caracas.

     En los tratados públicos, en las leyes, en todos los documentos de Venezuela independiente, la capital de la República no figura sino con su nombre indígena, el de Caracas, nombre que llevó aquel pueblo heroico que supo sucumbir ante sus conquistadores”.

 

* Historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño (1826-1894), autor de innumerables y valiosos trabajos de carácter histórico. Sus restos reposan en el Panteón Nacional

Teresa Carreño en Caracas

Teresa Carreño en Caracas

La venezolana es considerada por muchos expertos como la pianista más prolífica de América Latina durante los siglos XIX y XX. En 1885, con motivo de su retorno al país, después de una ausencia de veintitrés años (Se había ido a los ocho años, en 1862), regresaba para ofrecer su primer concierto en Venezuela, donde estrenaría, además, el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera. Con motivo de la presencia de la insigne pianista en Caracas, el diario La Opinión Nacional, del 9 de octubre de 1885, dio a conocer una interesante y hasta entonces desconocida biografía de Teresita Carreño. La nota no estaba firmada y el mencionado periódico sólo lo identificó como “Un amigo nos ha favorecido con el artículo que nos es grato publicar”.
El primer concierto lo ofreció la artista en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal), el 27 de octubre de 1885. Allí interpretó: Mi menor, de Chopin, con acompañamiento de segundo piano y quinteto de instrumentos. Allegro, Romanza, Rondó; «Himno a Bolívar»; Saludo a Caracas, Danza dedicada a Caracas; Trémolo de Gottschalk; y Rapsodia húngara N° 6, Liszt.

Tras 23 años de ausencia, Teresa Carreño regresa a Caracas en 1885, para ofrecer su primer concierto en Venezuela.

Tras 23 años de ausencia, Teresa Carreño regresa a Caracas en 1885, para ofrecer su primer concierto en Venezuela.

     “Teresa Carreño, ó Teresita, como se complacen en llamarla sus compatriotas y amigos, nació en Caracas, capital de la República de Venezuela el 22 de diciembre de 1853. Sus padres fueron don Manuel Antonio Carreño, antiguo ministro de Hacienda de la República y la señora Clorinda García de Sena, sobrina del antiguo Marqués del Toro y del Gran Bolívar.

     Muy temprano comenzó la joven artista a dar muestras del talento de que estaba dotada. Un día, en que apenas contaba tres años, estaba su hermana mayor estudiando la Varsoviana, famosa danza de aquella época. La niña había sido puesta en cuna, y la aya, creyéndola dormida, se había retirado. Pero Teresita no dormía; apenas se vio sola, se levantó y se dirigió hacia el piano que su hermana había dejado, y se puso a buscar con sus pequeños dedos las notas que había oído. Con asombrosa facilidad las halló y tocó bastante bien hasta que llegó á un pasaje algo difícil. Por fin, después de mucho tantear lo halló, pero no antes de que su padre hubiera entrado en la pieza; éste que había oído las notas vacilantes, creyó que era su hija mayor la que tocaba y había venido a enseñarle la manera correcta de tocarlas. 

     Cuando vio a Teresita de pie delante del piano tratando de alcanzar el teclado, al cual apenas llegaba su cabeza, la tomó en sus brazos, con el rostro bañado de lágrimas al ver el talento que demostraba este simple incidente. A partir de aquel día empezó a darle lecciones.

     Muy temprano comenzó la joven artista a dar muestras del talento de que estaba dotada. Un día, en que apenas contaba tres años, estaba su hermana mayor estudiando la Varsoviana, famosa danza de aquella época. La niña había sido puesta en cuna, y la aya, creyéndola dormida, se había retirado. Pero Teresita no dormía; apenas se vio sola, se levantó y se dirigió hacia el piano que su hermana había dejado, y se puso a buscar con sus pequeños dedos las notas que había oído. Con asombrosa facilidad las halló y tocó bastante bien hasta que llegó á un pasaje algo difícil. Por fin, después de mucho tantear lo halló, pero no antes de que su padre hubiera entrado en la pieza; éste que había oído las notas vacilantes, creyó que era su hija mayor la que tocaba y había venido a enseñarle la manera correcta de tocarlas. Cuando vio a Teresita de pie delante del piano tratando de alcanzar el teclado, al cual apenas llegaba su cabeza, la tomó en sus brazos, con el rostro bañado de lágrimas al ver el talento que demostraba este simple incidente. A partir de aquel día empezó a darle lecciones.

     En 1862 decidió la familia Carreño irse á Nueva York, donde el día que Teresita cumplió nueve años se dio un concierto en la Academia de Música en “beneficio” suyo. El Teatro estaba lleno; se vendieron cerca de cinco mil billetes, pero el “beneficio” no resultó ser un beneficio para Teresa, pues el empresario se guardó todos los fondos. Pero éste fue el principio de su carrera en los Estados Unidos. Tocó en varios puntos del Este. En Boston solicitada por el Alcalde Corregidor de la ciudad, dio un concierto á los niños de las escuelas públicas. Teresita tiene dos medallas de oro que le fueron dadas en aquella época en dicha ciudad. A la sazón [Louis Moreau] Gottschalk había hecho una gran sensación en Nueva York, y algunos amigos suyos arreglaron una entrevista entre él y Teresita; ésta tocó delante de él y Gottschalk exclamó abrazándola: “hija mía, serás una de nosotros”. Inmediatamente se interesó en sus estudios, y le indicó lo que debía hacer y en qué orden; le enseñó él mismo a tocar sus composiciones, nota por nota. Su manera de tocar fue una revelación para la niña. Gottschalk fue un artista que vivió demasiado pronto. Él mismo decía: “Yo debo vivir por el piano: ¿De qué sirve que yo me presente delante del público a tocarle piezas que o le gustan? Dentro de veinte años cuando el público esté más adelantado hallará que Gottschalk también está mejor educado” Gottschalk era un artista consumado en sus efectos. No había nada de mecánico en su tocar, parecía como que el piano cantaba por sí mismo. Hasta este día Teresita tiene dos grandes ideales de los pianistas: Gottschalk y [Arthur] Rubinstein –tan distintos el uno del otro, pero ambos iluminados por la centella divina del genio. “Me hablan de la técnica de [Rafael] Jossefy”– dice ella “y esto es un grande artista, pero nunca ha habido un pianísimo como el de Gottschalk en las últimas notas de su “Última Esperanza”. Era como el sonido distante de campanas de plata–tan suave, tan dulce, y con todo tan claro. Se oía y se miraba á ver quién la tocaba, pero no había ningún signo. Era como el céfiro suspirando a través de las cuerdas de oro de la lira del poeta”. Teresa conserva aún su afición a las composiciones de Gottschalk porque contienen el ritmo fascinador de las danzas de su país natal. Tiene en su poder una balada manuscrita de Gottschalk que ella estima más que cualquier otra de las composiciones de este artista. Nunca ha sido publicada.

La célebre pianista venezolana estrenó en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal) el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera.

La célebre pianista venezolana estrenó en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal) el Himno a Bolívar, cuya composición musical realizó, inspirada en la letra de un hermoso texto del escritor e historiador Felipe Tejera.

Reseña publicada en el diario caraqueño El Siglo, el 29 de octubre de 1885.

Reseña publicada en el diario caraqueño El Siglo, el 29 de octubre de 1885.

     A la edad de doce años la llevaron sus padres a Europa, yendo primero a París. En esta ciudad se presentó inmediatamente delante del público causando como de costumbre el mayor asombro. Su tocar era tan fresco y tan espontáneo que encantaba a todo el que la oía. [Franz] Liszt se hallaba entonces en París; algunos de sus amigos le hablaron de Teresita y se arregló una matinée en el almacén de pianos de Erard.

     Liszt vino con otros tres caballeros; eran éstos [Camille] Saint-Saenz, [Alfred] Jaëll y [Francis] Planté, éste último poco conocido fuera de Francia. Liszt dijo a Teresa que le tocara algo nuevo, algo que él nunca hubiese oído. Ella pensó en su querido maestro y nombró a Gottschalk. “Gottschalk– dijo Liszt– he oído hablar mucho de él; tóqueme usted algo suyo”. Teresa le tocó “La Última Esperanza”.

     Cuando comenzó a tocar, Liszt se hallaba sentado a veinte pies de distancia del piano entre Jaëll y Planté. . . de fisonomía que parecía decir: “Cómo voy a fastidiarme”. Pero á medida que tocaba Teresa fue él acercando su silla más y más del piano hasta que se halló a su lado. Cuando hubo terminado le puso la mano sobre la cabeza y dijo: “Hija mía, Con el tiempo serás uno de nosotros”.

    Entonces le ofreció hacerse cargo de su educación, pero este honor era demasiado grande; la aceptación del ofrecimiento de Liszt hubiera acarreado grandes gastos que su padre no estaba entonces en posición de hacer. Liszt le dio numerosos consejos, le dijo lo que debía estudiar, á donde debía ir, y todo, en fin, lo que un artista viejo podía decir á uno más joven en quien tenía muchas esperanzas. Teresa tocó después delante del Conservatorio de París; aquí también tuvo un éxito completo; tiene un diploma y varias cartas como recuerdo de este suceso.

     De París pasó a Inglaterra donde continuaron sus triunfos; tocó en Londres en la “Monday Popo” (conciertos populares del lunes) con [Joseph] Joachim y Mme. [Clara] Schuman. Esta última le dio lecciones durante algún tiempo, y le hizo estudiar muchas de sus composiciones. Teresa tocó en varias ciudades de Inglaterra, pero con más preferencia en Londres.

     En 1874 regresó a los Estados Unidos, donde pensaba permanecer siete meses, los siete meses se han hecho once años pues no ha hallado tiempo para volver a Europa.

     No es necesario decir que Teresita es compositora; con su activa vida musical no podía ser de otro modo. Comenzó muy temprano y muchas de sus piezas han sido publicadas en Francia, en Inglaterra y algunas en Nueva York, pero la mayor parte de sus piezas están en manuscrito. Tiene un Scherzo que dedicó a [Charles] Gounod, que la había tratado con la mayor bondad y se había interesado mucho por élla. En una carta, que conserva cuidadosamente, le dice al autor de “Fausto” que Beethoven mismo habría podido firmar este Scherzo. Tiene una gran cantidad de piezas de toda clase, baladas, danzas, y otras por el estilo, pero casi todas son para su uso personal, ni las imprime, ni las toca en público. Pero no admite que una mujer no puede componer; en este respecto es una firme defensora de los derechos de la mujer. A propósito de ello cuenta ella una buena anécdota. En 1883 viajaba con el doctor [Frank] Damrosch: hablando con él entre otras cosas sobre esto, declaró positivamente Damrosch que las mujeres no podían componer. “Ha habido mujeres”, –dijo– que han sido buenas escritoras, poetas, pintoras, escultoras; pero compositoras ninguna; ¿por qué es esto si las mujeres tienen el talento que usted dice? “Porque –contestó el artista– la mujer se enamora de un hombre, se casa con él y el hombre la domina. Cuando hay dos niños, un varón y una hembra, y los dos se ponen a componer, todo el mundo se anima al muchacho y desanima a la muchacha. A ésta se le dice que se ponga a bordar ó á hacer otra cosa propia de su sexo”. Algún tiempo después se hallaban en Denver, en Colorado, donde tiene el doctor Damrosch un hijo que tiene un almacén de pianos. Fueron a hacer una visita a éste, y Teresita se sentó al piano. Si pretexto de tocar a Damrosch una composición sudamericana, le tocó un himno que, le dijo, había sido compuesto por un venezolano para el Centenario de Bolívar que se celebraba en aquel año. El doctor quedó encantado. “¡Eso no es suramericano!” –exclamó– “eso podría haber sido escrito por uno de los mejores compositores alemanes, es una inspiración. ¿Quién lo compuso?”– “Yo” –contestó Teresa, mirándole fijamente. Por algunos instantes quedó mudo Damrosch, después dijo: “Pues no retiro una sola palabra de lo que he dicho”.

     Teresita Carreño es hoy la esposa de Tagliapietra, el bien conocido barítono. Teresita es también cantatriz; ha cantado en la ópera italiana con la [Thérèse] Tietjens en Londres y también en Nueva York, donde tuvo un grande éxito en el papel de Zelina en “Don Giovanni”.

La vieja carretera de Caracas – La Guaira

La vieja carretera de Caracas – La Guaira

Camino indio, génesis de la carretera Caracas-La Guaira.
Camino indio, génesis de la carretera Caracas-La Guaira.

     En aquellos remotísimos tiempos, en la edad de piedra, que ni siquiera la historia los señala con exacta precisión, cuando comenzó a haber señales de vida sobre la tierra y surgió la especie humana, antes de compactarse sus integrantes en comunidades solidarias, anduvieron sin rumbo fijo por todos los parajes hurgando aquí y allá en afán exploratorio para acomodarse donde mejor le conviniera. Sus plantas andariegas fueron abriendo sendas, veredas, caminos que llegaron a ser los primeros ensayos de vinculación y de acercamiento entre las razas.

     Así pues, la planta humana y el hacha de piedra fue aplastando la hierba, apartando la paca y tumbando el obstáculo del árbol en el boscaje espeso para avanzar por la pradera y la selva, ascender hacia las altas montañas y bajar a los valles donde detendrían su marcha. Allí al principio se asentaron las tribus y posteriormente los pueblos, las aldeas y las ciudades.

     Como consecuencia de esa movilidad, de esa inquietud viajera, nacieron los primeros caminos a la corteza del planeta, canales necesarios por donde comenzó a correr impetuoso el río del progreso y de la solidaridad entre los hombres, que ya no se detendría jamás pese al odio a la ambición y al egoísmo que también nacerían en su espíritu a medida que se iban haciendo más exigentes, es decir, mayormente “civilizados”. Por eso vemos que cualquier sendero por más insignificante que parezca o por más anónimo y escondido que esté, simboliza un hito en la historia, leyenda, tradición, episodio evocador que le da vigencia de vid en el tiempo.

     Hoy traeremos a la curiosidad del lector como estampa evocadora de ese ayer siempre emotivo, la ligera y breve historia del lejano camino indio, génesis de la antigua carretera Caracas-La Guaira, especie de cordón umbilical que ha unido en el tiempo y la distancia el valle hermoso y la cercana costa del mar.

Caminito de los indios

     Los belicosos guerreros caribes anduvieron por las aguas de ese mar que heredaría su nombre en canoas y piraguas en un constante deambular a través del archipiélago de islas antillanas. Unas veces las tribus guerreaban entre sí y otras atacaban a las naciones cobrizas de tierra firme en la de piratería o de conquista. En una de esas periódicas incursiones recalaron a nuestras costas frente a los rojizos acantilados del cálido paraje Huaira.

     Pero sin detenerse a pensar que eran hombres de mar, treparon con sus plantas desnudas la serranía cubierta de neblinas y de lloviznas hasta caer al hermoso valle del Catuchecuai, llamado también de los Caracas. La pica abierta por la planta caribe a lo largo de los repechos y hondonadas del murallón cordillerano, sería la primera vía de comunicación que pondría en contacto al valle con el mar.

     El caribe que abría una senda para llevar a las alturas montañosas su propia conquista no pensó que había abierto una brecha para que siglos más tarde a su vez los demonios blancos penetraran a sus dominios y se los disputaran con fiereza.

     Por medio del angosto camino indígena zigzagueante entre la caprichosa maraña de la salvaje jungla, se harían firmes las bases de la conquista española en esta zona central del territorio venezolano.

Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de ampliación de la nueva vía Caracas-La Guaira, en 1873.

Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de ampliación de la nueva vía Caracas-La Guaira, en 1873.

     Así como habían llegado los caribes por la senda abierta y ancha del mar a los acantilados del paraje Huaira y luego por las cuestas empinadas al hermoso valle de Catuchecuai, también lo harían por esa misma ruta los otros conquistadores.

     El mestizo Francisco Fajardo con el instinto de su sangre española mezclada con la india, descubrió muy pronto, después de fondear sus canoas frente a los rojizos acantilados, que el caminito caribe lo llevaría también muy pronto al valle del otro lado de las serranías.

     Llegan posteriormente Luis de Narváez, Juan Rodríguez, Suárez, Diego de Losada. Se enciende la guerra entre el arcabuz y la macana, entre la espada y la flecha y los blancos a caballo y los indios a pie transitan una y otra vez por el camino en un ir y venir del valle a la orilla del mar y viceversa. La emboscada y la sorpresa toman desprevenidos a los guerreros de ambos bandos y los pedruscos y yerbajos de la senda estrecha quedan salpicados de sangre y sembrados de esqueletos.

     Procedentes de España otros hombres vienen a reforzar a los fundadores de Santiago de León y de San Pedro de La Guaira, el puertecito asentado en la angosta franja, donde las olas baten con fuerza y es defendida por un cinturón de fortalezas. Tales defensas no son obstáculo para el pirata Amyas Preston y sus feroces seguidores, quienes logran tramontar también la montaña aprovechándose de las ondulaciones, vueltas y hondones del camino y entran a la ciudad que saquean sin miramiento. Regresan luego por la misma vía en busca de sus bajeles de muerte. Entonces el sendero que apenas se había dibujado al comienzo como un réptil alargado y modesto se hace ya más ancho, destacándose mejor su silueta metida entre las verdes lomas, resplandeciente a los rayos del sol o a la pálida luz de la luna.

     Para todos fue amable y cordial este camino, aun cuando a veces su polvo sus neblinas y paisajes recogieron la tristeza, el dolor y el desengaño de no pocos viajeros que dejaron la Patria con nostalgia. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el destino le tendría reservada otra misión a este camino.

 

Del mar vienen las nuevas ideas

     Los ecos libertarios de la Revolución Francesa iban llegando a través del mar a las tierras americanas. Cuando los barcos españoles fondeaban en nuestras costas, libros y panfletos revolucionarios eran introducidos de contrabando ante las mismas narices de las celosas autoridades reales. Y allí quedaba una parte de ellos en los escondites del puerto guaireño para servir de manjar a mucha gente y el resto con precaución era llevado a lomo de mula o en las alforjas del viajero por el empinado y sinuoso camino hacia Caracas.

     Además, muchos varones ilustres de la clase criolla traían de Europa en sus mentes despiertas un apreciable bagaje de las nuevas ideas. También se podría llamar a esta senda gloriosa, el camino de los conspiradores. El que recogió los sueños y las inquietudes generosas de Gual y de España, del joven Bolívar, del impetuoso Ribas y de toda esa legión de nobles corazones venezolanos que trajinaron sin desmayo por el polvo del camino de La Guaira a Caracas para estructurar el movimiento iniciado el 19 de abril de 1810.

La "Nueva" Carretera Caracas - La Guaira de 27 kilómetros construida durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez, entre 1911 y 1924.

La «Nueva» Carretera Caracas – La Guaira de 27 kilómetros construida durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez, entre 1911 y 1924.

Se vuelve carretera el camino

     El proceso evolutivo en marcha tuvo que llegar a la carcomida estructura colonial de la Venezuela republicana. Caracas, su capital, creía y aspiraba a tener un acceso más fácil y expedito al mar. Por él habían llegado las ideas que le dieron contenido social a la Revolución, por él también debía realizarse un intercambio comercial más intenso. Ya notaba como un anacronismo los arreos de burros trepando en fila india por el caminito estrecho para abastecer a la ciudad o para depositar los productos de las campiñas cercanas Caracas en los galpones del puerto de La Guaira.

     La solución había de ser una carretera amplia y bien trazada que le diera paso a la carreta y al coche eliminando en parte los arreos y el penoso andar a pie del viajero. Bajo la administración del presidente Antonio Guzmán Blanco se iniciaron los trabajos de la nueva vía en 1873, que finalizaron cuatro años más tarde. 

     Fue ciclópea esta labor, ya que el hombre no contaba entonces con modernas maquinarias para abatir la roca y nivelar los caprichos de una topografía de montaña con abismos y riscos peligrosos a los lados. El pico y la pala en las manos de las cuadrillas de obreros dirigidos por recios capataces, convirtieron al fin el tradicional senderillo aborigen en una carretera de mucha importancia para aquella época.

     Entonces el movimiento de carruajes a tracción de sangre con carga y pasajeros fue un medio pintoresco de movilizarse y estimuló al progreso económico. Surgieron a los recodos y curvas de la carretera, posadas y viviendas, granjas y paradores y los nombres tradicionales de Curucutí, Guaracarumbo, Pedro García, Ojo de Agua, Blandín, Plan de Manzano, Boquerón, se hicieron aún más familiares, más vigentes en la evocación y en el recuerdo.

 

La carretera vieja

     Las polvaredas que levantaban a su paso los coches y carretas en la vieja carretera guzmancista se hacían cada vez más insoportables y además las lluvias tan frecuentes en la zona producían derrumbes peligrosos. Se hizo necesario entonces hacerle a la vía ya muy transitada, defensas, desagües, alcantarillado, puentes y eliminarle algunas vueltas innecesarias. Además, era preciso remozarla con la innovación del piso de macadam. Juan Vicente Gómez llevaría a cabo esta nueva obra. Sería el punto de partida para la iniciación de un plan más ambicioso de construcción de carreteras en el país.

     Ahora el roncar de los motores y el sonido de bocinas herían la soledad de aquellos pintorescos parajes. Automóviles y camiones cruzaban raudos por los 35 kilómetros que separan y unen a Caracas con La Guaira.

     Época romántica e inolvidable con sus viajes al puerto, los paseos al balneario de Macuto, a los baños tradicionales de Maiquetía, a todas esas playas del litoral bajo la sombra grata de sus palmeras.

     La autopista moderna y fastuosa acortando a la mitad la distancia y a una cuarta parte el tiempo del trayecto, no desplazará jamás la vieja carretera, que sigue siendo una vía transitada por mucha gente, sobre todo por quienes gustan de admirar los paisajes y descansar en las vueltas del camino para respirar el aire puro de los montes. Es actualmente la vieja senda tan amada de Caracas, una típica carretera de turismo y de emergencia también, cuando llegue a fallar la autopista.

FUENTE CONSULTADA

  • Venezuela Gráfica. Caracas, 25 de marzo de 1960

La cuadra de Bolívar o casa de las piedras o de los conspiradores

La cuadra de Bolívar o casa de las piedras o de los conspiradores

Casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810.

Casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810.

     El pasado y su recuerdo conducen la imaginación a un mundo de amables añoranzas, donde se entrelazan sucesos y personajes para darle vigencia y vida a la historia. De la Caracas colonial o aquella que vivió la Guerra de Independencia y la agitación republicana posterior, hay mucho que contar. Allí en su ambiente evocador, el espíritu se puede saturar a sus anchas de remembranzas, de vivencias emocionantes, de sueños patrióticos al salirnos al paso la evocación de todo cuanto ha llegado hasta nosotros a través de consejas misteriosas o de historias y leyendas forjadas por la fantasía o la superstición.

     Y por ello cuando se desanda la ruta un tanto monótona del calendario, que no detiene jamás su marcha de siglos, tenemos que encontrarnos frente a las siluetas de esas antiguas casas al pie de sus altas ventanas enrejadas hasta donde parece llegar los ecos lejanos de esas serenatas melodiosas y románticas que los trovadores de antaño regalaban a las niñas hermosas de negrísimos ojos e inocente rostro en esas noches apacibles alumbradas por la luna, las estrellas y luceros.

     Y si se hurga más a fondo en el interior mismo de das mansiones historiadas, se podrán ver los amplios aposentos decorados con cuadros y tapices, las gigantescas arañas de cristal colgadas al techo y las alfombras muelles cubriendo el piso de fina madera. Diseminados en sitios adecuados los muebles señoriales y el piano que emitió armoniosas notas en las íntimas veladas familiares o acompañó a la orquesta famosa para que danzaran las parejas con pasos tiesos y estilizados el minué, la polka, la cuadrilla, el valse, el pasillo.

     Nos vamos a referir hoy a una casa caraqueña muy hondamente ligada a la mejor tradición de la ciudad y escenario de reuniones conspirativas en aquellos días que precedieron al 19 de abril de 1810. Se trata de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

 

Una casa de campo en aledaños caraqueños

     En aquella época de hace dos siglos, el área poblada de Caracas era demasiado reducida y a pocas cuadras del centro se extendían las haciendas y las huertas bajo la sombra de los copudos árboles y regadas por los riachuelos, las quebradas y el Guaire.

     Pues bien, muchas linajudas familias caraqueñas escogieron tan frescos y apacibles sitios para construir sus casas de campo donde pasar temporadas en contacto directo con la naturaleza. Anauco, Blandín, Sabana Grande, Chacao y el sur de la ciudad, allí donde el Guaire fertilizaba con sus aguas cristalinas las hermosas vegas, fueron los parajes preferidos por el mantuanaje criollo para evadirse de vez en cuando de sus mansiones urbanas.

Patio de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

Patio de la famosa casa de Las Piedras o de los Conspiradores, ubicada entre las esquinas de Bárcenas y piedras o sea la Cuadra Bolívar.

     Doña María Concepción Palacios, madre de Bolívar, después de la muerte de su esposo, resolvió construir una casa solariega entre una cuadra completa de frondosos árboles que se extendiera hasta las propias márgenes del rumoroso río. Así fue como nació la Cuadra de los Bolívar o Casa de Las Piedras, cuyo nombre le viene por lucir la sosegada y romántica mansión rural una fuente de piedra en el centro de uno de los jardines. Entre los árboles que le daban frescor y sombra al paraje existía uno muy famoso, el cedro de Fajardo que fue plantado según aseguran las antiguas crónicas, por el propio mestizo fundador del hato de San Francisco. Pero todas estas reliquias vegetales han caído bajo el hacha de ese verdugo implacable que se llama progreso.

    Además de la cuadra de árboles frutales y de ornamento que cobijaban la finca colonial, se extendían a su alrededor vegas agrícolas y prados siempre florecidos.

     La construcción de esta quinta campestre de recreo y temperamento puede haberse realizado entre los años 1787 y 1788, ya que su dueña doña María Concepción Palacios, el 30 de junio de 1789, hace una solicitud para que le fuera suplida agua a la casa de la antigua parroquia sureña de San Pablo. Tal solicitud fue atendida, supliéndosele el líquido del estanque situado en la esquina de la plazuela del mismo nombre, que abastecía el hospital y las fuentes de la calle de San Juan entre las cuales se hallaba la tradicional Pilita del Padre Rodríguez.

     Doña María Concepción y sus pequeños hijos, entre los cuales destacábase por sus travesuras y vivacidad el inquieto Simoncito, tuvo en esa quinta campestre un lugar de solaz y reposo saturada de aire puro y hermosos paisajes.

 

La casa de los conspiradores

     La onda revolucionaria procedente de Europa había ya invadido con firmeza y emoción las conciencias de la juventud criolla y de no pocos honorables y circunspectos varones. Eran pasados de mano en mano los libros, panfletos y proclamas donde se pregonaba y se hacía propaganda activa a las nuevas ideas de libertad. Muchos hogares mantuanos de Caracas eran un hervidero de discusiones y polémicas en torno a los acontecimientos que se estaban desarrollando en el viejo continente debido al avasallante empuje dominador de Napoleón I.

Los Ribas, los Uztáriz, los Salías, Isnardi y tantos más pasaron muchas noches en vela en esta histórica mansión del sur de la ciudad, en reuniones conspirativas que tendría su exitosa culminación en la luminosa mañana del Jueves Santo, 19 de abril de 1810.

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

     Pero el gran plan conspirativo revolucionario era preciso urdirlo con el mayor sigilo en la cómplice soledad de la campiña que rodeaba a Caracas y sus pueblos vecinos, allí donde el rumor del agua de los riachuelos y cascadas apagaba el cuchicheo de los conjurados. Las celosas autoridades españolas ya estaban sobre aviso de algunos movimientos sospechosos y reuniones secretas que venían llevándose a cabo entre mucha gente de importancia. Si bien el ladino Emparan había logrado coger un hilo de la conjura, alejando de Caracas a algunos de los participantes más activos como el fogoso Simoncito, que fue confinado a los valles de Aragua, la columna vertebral de la conspiración seguía firme y audaz en la capital y extendía sus ramificaciones hacia otros sitios de Venezuela. Papel importantísimo le cupo en estas reuniones secretas de los conspiradores, a la finca campestre de las Piedras, donde en sus silenciosos y apacibles corredores fueron ultimados los detalles del pronunciamiento liberador que tendría su exitosa culminación en la luminosa mañana del Jueves Santo, 19 de abril de 1810.

     Los Ribas, los Uztáriz, los Salías, Isnardi y tantos más pasaron muchas noches en vela en esta histórica mansión del sur de la ciudad. Evocadora cuna es esta casa colonial de la libertad de la Patria, la que guardó el secreto conspirativo de la rebelión entre fogosas arengas y sueños idealistas. Por eso ella es testigo mudo y lejano de aquel glorioso y gran día.

 

Así estaba la casa en 1902

     Hemos leído una relación de cómo se encontraba la famosa casa de Las Piedras, la mansión rural de la familia Bolívar en 1902. Por ella nos hemos enterado de que se encontraba entonces convertida en una casa de vecindad habitada por inquilinos pobres. De los cuatro corredores embarandados de la parte lateral, sólo quedaban para esa época, dos, el uno que miraba hacia el este y el otro al sur, conservando en sus paredes, paisajes de pintura desteñida que representaban motivos rurales y mitológicos. El gran salón central de la señorial mansión y las numerosas habitaciones decoradas con exquisito gusto, ofrecían paredes destartaladas y muros renegridos y ruinosos. En cuanto a los aposentos para el servicio, cocina y pesebres, se encontraban convertidos en establos de vacas y las huertas aledañas, antes sembradas de árboles frutales, de ornamento, vistosas flores, donde lucían en jaulas canoras aves, se hallaban también en el más completo abandono. Allí crecía el monte, la ortiga y el llantén, salvándose de la incuria uno que otro árbol de mango y de guanábano.

FUENTE CONSULTADA

  • Venezuela Gráfica. Caracas, 8 de abril de 1960.

Lucas Manzano: Venezolanísimo capitán de la caraqueñidad

Lucas Manzano: Venezolanísimo capitán de la caraqueñidad

Vivió casi un siglo de los cuatro de una Caracas a la que describió tan sabrosamente.
Lucas nació en 1884 y falleció en 1966. Fue militar, escritor y periodista. Fundador de la célebre revista Billiken y autor de varios libros de amenas crónicas

Por Carlos Eduardo Misle (Caremis)

     “Como ya era irremediable la muerte –doblegada la fortaleza física por la resentida salud de los últimos y numerosos años– la tierra caraqueña tan enaltecida por él en prosa enamorada y en conducta de nativo elegante y cordial, acogería muy amorosamente a Lucas Manzano en una tarde luminosa. Los lutos y los llantos estaban en la familia; y en las amistades, tantas y tan diversas en las profesiones, en los niveles, en las ubicaciones, en las edades.

Lucas Manzano (1884-1966) fue un caraqueño conocedor de las anécdotas e historias de la ciudad y sus personajes, que escribió varios libros de amenas crónicas.

Lucas Manzano (1884-1966) fue un caraqueño conocedor de las anécdotas e historias de la ciudad y sus personajes, que escribió varios libros de amenas crónicas.

El espontáneo evangelista

     Como a “Leo” y a tantos venezolanos ilustres ya caraqueños destacados, Monseñor Pellín le salpicó de oraciones, hondas palabras y agua bendita, la cruz florida y luctuosa que no se sabe por qué recordaba un antiguo clavel en el ojal. Como a “Job Pim” y Andrés Eloy el poeta Pedro Sotillo le dijo adiós con las emocionadas frases de su columna: “. . . y al fin ancló Lucas en su verdadera vocación, que era la de cronista histórico. A ello se entregó con la pasión y la voluntad que ponía en las cosas de su trabajo, como en sus amistades. Dio a la imprenta cerca de doce volúmenes, alguno de los cuales nos tocó prologar. Y ahora se va el admirable compañero, el amigo estupendo y el cronista de la espontaneidad. Que le sea leve la tierra que tanto amó.

     Como a Enrique Bernardo Núñez, otro académico que cultiva la columna diaria, el Dr. Luis Beltrán Guerrero le dedicó unas Candideces plenas de sentimiento. En ellas llamó Evangelista de Caracas a este Lucas que nació un 18 de octubre de no se sabe cuándo, y murió el 1° de mayo de un almanaque infalible. El Dr. Guerrero que en ocasión tan feliz como fue la milagrosa recuperación de Lucas hace dos años y medio y lo llamó Matusalén de obsidiana, asentaba, ahora que el archi-veterano cronista, absoluto decano del periodismo, había continuado la “tradición de los tradicionistas caraqueños: Arístides Rojas, Tosta García, Teófilo Rodríguez, Bolet Peraza, con f e y constancia, garbo y donosura”.

La verdadera pasión de Lucas Manzano fue la de cronista histórico. A ello se entregó con entusiasmo y voluntad.

La verdadera pasión de Lucas Manzano fue la de cronista histórico. A ello se entregó con entusiasmo y voluntad.

El mar de coronas

     Como a tantos venezolanos notables que sepultados en ese guzmancista Cementerio General del Sur que tiene precisamente la edad de Lucas Manzano y también tiene un nombre más suave para los sobrevivientes o habitantes de Caracas –Tierra de Jugo–, al Capitán Manzano –que no solamente fue artillero del verbo y de la crónica– le dijeron sus buenas y condolidas palabras a la orilla de la tumba fresca.

     Las conmovedoramente improvisadas de un antiguo compañero suyo, concluyeron con un “Adiós, ¡negro que tenías el alma blanca. . .!” Frase muy repetida en los homenajes biográficos de los periódicos de estos días. Frase que se origina en Gil Fortoul y hace pensar que el ilustre larense se le adelantó al título de la novela de Insúa.

     El otro discurso estuvo en voz y manos del Capitán Manuel Becerra, quien señaló que el paso del Capitán Manzano Castro por las Fuerzas Armadas, “fue de avance, de orden, de marcha, de colaboración patriótica, vigorosa y útil”. Señaló que “con su pase a la situación de retiro en 1908 las Fuerzas armadas no se privaron de su colaboración, sino que siguieron contando con su numen fecundo”.  Al hablar en nombre del “Instituto de Oficiales de la FF.AA. en situación de disponibilidad y retiro” –el Capitán Becerra señaló que “Si Caracas ha perdido uno de sus grandes cronistas, lleno de pasión por lo que ella significaba, es de desearse que el Cuatricentenario de la ciudad capital, sea la fiesta del espíritu, de la comprensión nacional y que el nombre de Lucas Manzano y el de su obra, tenga una referencia humedecida con el afecto de todos”.

En Tierra de Jugo

     Como la tarde en que enterramos a Don Enrique –ese grande e inolvidable Don Enrique Núñez, valenciano tan cabal y tan enamorado de Caracas, ciudadano tan cronista, venezolano tan serio y tan ilustre, de los que tanta falta hacen– los últimos rezos y las primeras paletadas hacían pensar en los paladines de venezolanidad que reposan en el camposanto caraqueño desde que fue inaugurado el 5 de julio de 1876 por el Doctor y General Presidente Antonio Guzmán Blanco y cinco días después por el primer cadáver: Bonifacio Flores, un músico valenciano que formaba parte de la Banda Caraqueña.

     En el entierro de Don Enrique estuve con Don Lucas, que acababa de sobreponerse increíblemente a una gran gravedad, tan alarmante que hasta había causado la falsa alarma de su muerte. Como había llovido mucho aquella tarde y casi era de noche, quiso –“para evitar un resbalón y para cuidarme, chico”– permanecer en uno de los fúnebres coches de la comitiva. Vimos desde allí el sepelio. No quise dejarlo solo en tan triste vehículo, a sus años, con sus dolencias, en el entierro de un doble colega y amigo y frente a aquel paisaje nada optimista de cruces, mármoles, sauces y cipreses. Pero la verdad es que –al menos eso parecía– nada le hacía mella a su férreo espíritu y a esa elegancia que tuvo hasta para morir, tan alérgico a pantuflas y piyamas. Luego lo acompañé hasta su c asa, hasta la quinta “Doña Luisa” de El Paraíso. En el camino me decía:

–¡Caramba, chico cómo se está muriendo la gente! ¡El pobre Enrique! ¡Yo le llevaba diez años!

     Al advertirle que no creía en que fue 1885 el año de su nacimiento – “¿No será Don Lucas, que usted nació dos veces y esa fecha corresponde a la vez que lo hizo en La Guaira?”– sonrió con picardía. Aún más sonriente, mostró su cédula de identidad y de caraqueño:

–Mira: aquí dice 1884. . . Lo que pasa es que tú estás empeñado en que yo nací cuando Guzmán inauguró la estatua de Bolívar. . . Yo te daría mi edad exacta, pero es que ni yo mismo la sé, porque desde chiquitico quedé huérfano.

Las últimas corbatas. . .

     Después del entierro de Lucas Manzano su cédula de identidad estaba en las manos del yerno, Carlos Alberto Bernaccino, quien, comentando la vitalidad, el dandysmo, el espíritu indoblegable, el espíritu indoblegable del gran cronista caraqueño, me decía:

–Creo que Manzano tenía ese brollo de la edad para poder manejar su automóvil, ya que hace mucho tiempo se había pasado del límite legal. Era demasiado juvenil. Horas antes de agravarse – como sabía que yo iba a viajar a Italia –me dijo:

     Te voy a dar cincuenta bolívares para que me traigas unas corbatas de esas que son canela fina. . .

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

Tradiciones caraqueñas es un libro póstumo en el que se recopila gran parte de las crónicas sobre Caracas, escritas por Lucas Manzano.

Caracas siempre

     Entonces estaba escribiendo su último artículo: sobre Fajardo y su merecido estatua. Apareció coincidencialmente publicado el mismo día de su entierro, cuando empezaban las primeras páginas, las editoriales y las de información, a recoger la noticia de su muerte y los innumerables homenajes de muchas plumas a quien hizo una labor de sesenta años en diarios y revistas, Desde  “El Cojo Ilustrado” –donde mostró su arte de pionero fotográfico– y “La Revista” –de los años de la primera guerra mundial , cuando realizó esfuerzos cinematográficos con “La Dama de las Camelias” y otras películas–, hasta “Élite”.

     En esta revista “Élite” que siempre fue su casa –desde la fundación en 1925– se destacaba su firma con la misma frecuencia de sus visitas a la redacción, que las hacía casi siempre después de “las vueltas” que nunca dejó de darle a su Caracas.

     Esta Caracas a la que le saboreó casi un siglo de los cuatro que la ciudad tiene. Y cuyos tres siglos restantes –tanto en sucesos como en leyendas, personajes, curiosidades, pintoresquismo– tuvieron siempre las más entusiastas alusiones de su pluma traviesa, oportuna e inolvidable”.

FUENTE CONSULTADA

  • Élite. Caracas, 14 de mayo de 1966.

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