La Caracas de 1953

La Caracas de 1953

     En 1953 llegó a Caracas, con el polvo de los caminos del interior aun sombreándole el bigote, un provinciano deseoso de conocer la capital. Por algún tiempo estuvo recorriendo la ciudad y luego, sin decir esta boca es mía, regresó a su hotel, preparó su equipaje y se largó rumbo a su terruño. Cuando el dueño del hotel le preguntó si le había disgustado algo que le había impulsado a regresar tan pronto, el provinciano le respondió: “¡No. . . todo me ha parecido muy bonito, pero mejor regreso a Caracas cuando esté terminada!”.

     Esa es, en dos palabras la impresión que deja la Caracas de hoy. Es una inmensa ciudad en construcción, una ciudad donde los edificios nuevos se abren al uso público mientras se retiran los escombros del viejo. Una ciudad que muy pronto hará verdadero el viejo cuento del caraqueño que le dijo al yankee refiriéndose al Capitolio, “pues yo no sé cuándo lo hicieron, lo cierto es que yo pasé anoche por aquí y no estaba”.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Para 1953, Caracas era una inmensa ciudad en construcción, una ciudad donde los edificios nuevos se abrían al uso público mientras se retiraban los escombros del viejo

La ciudad desbordada

     Desde hace trescientos ochenta y tantos años, cuando Diego de Losada, con toda la pompa acostumbrada, desafió a pelear a pie o a caballo a aquel que osare contradecirle en sus derechos de fundador de la ciudad de Santiago de León de Caracas y golpeó con su espada varias veces sobre la tierra para ratificar la real posesión, la ciudad no ha cesado de crecer. Unas veces lentamente, otras con rapidez inusitada. A veces en tamaño, a veces en espíritu. Pero siempre siguiendo una curva ascendente. Hoy la ciudad amenaza con desbordar el “riente valle” donde fuera fundada: por el Norte se trepa a las laderas de la montaña, por el Este se arrodilla casi en el templo de Petare, por el Oeste se solaza en las vegas de Antímano y por el Sur se asoma a los valles del Tuy.

    Es un crecimiento que no puede por menos que calificarse de fantástico. Es el dique que se revienta y que lanza sus aguas por todos los rincones en avance incontenible. Es el crecimiento desordenado de los quince años con la apreciable diferencia de que ya nuestra ciudad hace tiempo cruzó ese Ecuador primaveral de la vida humana.

“Sírvase Ud. mismo”

     Con el tiempo y el progreso unidos en la acción, es poco lo que queda de la Caracas de antaño. Hoy vivimos bajo el moderno signo americano que nos dice que “time is money”. Después de haber rebasado la era afrancesada de nuestros abuelos. La era del mercado donde usted mismo se sirve, se acomoda su mercancía y solo deja el sagrado instante del cobro para los dueños del negocio. Es el “serve yourself” que parece ser el denominador común de la vida moderna y que elimina de golpe y porrazo a las amas de casa, el placer casi divino del regateo y del comentario picante con el “marchante”.

     Son tantas las cosas que se han ido de esta Caracas que a veces nos parece absurdamente vacía. ¿¡Qué caraqueño no se siente nostálgico al pasar por la vieja playa del mercado!? No queremos insinuar, lector amigo, que usted acostumbraba echarse su “picolino” en La Atarraya, pero sí sabemos que a Ud. le gustaba pasearse de vez en cuando por aquella baraúnda de frutas y legumbres, de canarios de tejado y de aromosa hierbabuena, de baratijas tendidas en el suelo y de penetrantes voces de pregón. No es que queramos regresar a esa época, pero no por eso dejamos de recordar el viejo mercado con la nostalgia del primer pantalón largo que desechamos con el corazón arrugado después de largos años de uso y abuso. Del pantalón no del corazón, se entiende.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Las Torres del Centro Simón Bolívar, conocidas también como Torres de El Silencio, fueron el primer símbolo de modernidad de la Caracas de la década de 1950

La Caracas del tranvía

     Se fue el viejo mercado como se fue el viejo tranvía. El flamante tranvía que allá en 1882 dio prestigio de gran urbe a la Caracas antañona. Fue la época en que coincidieron tres grandes acontecimientos en nuestra ciudad: se consagró un Obispo de color, llegaron los tranvías y se declaró una epidemia de viruela. El pueblo de inmediato les dedicó a los tres una redondilla:

Ya Caracas tiene

lo que no tenía

un Obispo negro,

viruela y tranvía

 

     De los tres el que soportó mejor el paso del tiempo fue el tranvía que todavía ayer (1947) asmático y crujiente, se arrastraba por su trazado camino como un símbolo de la descansada vida del siglo pasado. Una vida que todavía no había probado la propulsión a chorro. No solamente de “afuera” han desaparecido muchas cosas. De “adentro” también se nota la falta de elementos antaño indispensables en la vida diaria. 

     Elementos que se fueron sin decir adiós y que hoy tendremos que recordar con un suspiro y un encogimiento de hombros. La romanilla y el tinajero, por ejemplo. O el “poyo” de la ventana. Ya el arabesco calado en madera de la romanilla no se encuentra más en los diccionarios dedicados a los objetos pavosos. Son elementos que definen toda una época llena de decorados pesados y abundantes. Una época que nos dejó como ejemplo el Hotel Majestic hasta que la bola renovadora lo dejó acurrucado contra el suelo. Una época que se vivió a media luz entre cojines, divanes y languideces. Con edificios pletóricos de columnas, estatuas, arabescos, mosaicos y mal gusto. Todas esas cosas que están por desaparecer actualmente y de las cuales se ven poco, salvo el mal gusto que todavía impera en la construcción de castillos y abadí destinados al simple oficio de servir de vivienda.

 

¡Ah! ¡El Calvario!

     El Paseo Independencia es prácticamente desconocido. Todos lo conocemos como El Calvario. Ese ojo verde que mira asombrado la transformación que nació a sus pies. Ese ojo verde que a veces sentía unas ganas enormes de cerrarse púdicamente ante el espectáculo poco grato de las callejuelas de El Silencio y que ahora está enormemente abierto, apuntalado por el asombro reflejando las arcadas del nuevo Silencio, esas arcadas y esos corredores que son un eslabón perfectamente diseñado para enlazar el pasado con el futuro.

     Antaño la gente iba al Calvario a respirar a gusto. Hoy que el tetraetilo y las noticias sobre la bomba H darían más razón a esas ansias de respiración purificada, la gente no va al Calvario. Y la verdad es que El Calvario es un sitio ideal para pasear los huesos molidos por el tráfago citadino. Hace poco Cupido había instalado una sucursal poco grata a la vista en sus avenidas y rincones, pero hoy hasta Cupido se ha desaparecido de los contornos, para dejar el sitio a los caraqueños cansados que prefieren descansar en el Hipódromo Nacional.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El conjunto residencial de El Silencio, fue el punto de partida de la renovación urbana caraqueña

¡Caracas, allí está!

     Esa es una gran verdad. Allí está Caracas, pero los que no están son los caraqueños. Del trabajo de Arturo Uslar Pietri, “Caracas, la capital”, nos parece lo más interesante el hacer resaltar precisamente esa ausencia del caraqueño. La ensalada racial que consume la ciudad procera de Santiago de León casi a cada hora de comida, ha repercutido en sus habitantes. El caraqueño es un ser que se adapta a casi todas las circunstancias y a todas las corrientes y de allí que ahora le tengamos barnizado con una capa que envidiaría el revolucionario Garry Davis que se proclamara Primer Ciudadano del Mundo.

      Hasta hace poco tiempo usted podría encontrar a cualquier caraqueño en la Plaza Bolívar. Hoy día se hace necesario que Ud. lleve un intérprete para cruzarla. No hay caso. Caracas es una ciudad cosmopolita que recibe con los brazos abiertos a los ciudadanos del mundo para que presencian los trabajos de su construcción que comenzó en 1567 y todavía, como el hombrecito del whisky, sigue tan campante. El caraqueño de hoy sin embargo tiene un lazo muy fuerte con el caraqueño de ayer. Los dos saben reír. 

     Los dos saben traducir la inquietud en una carcajada y saben diluir la amargura del momento en un refrán que corre de boca en boca. Desde el “Fu fu del plátano macho échale yuca” a la olla” hasta el “No, sí así es”, o el “guaninini, ponle bemba”, siempre habrá un dicho que ponga punto final a la discusión o que dé pie para comenzar una nueva. Porque el caraqueño siempre está dispuesto a discutir, aunque el tiempo haya cambiado su fisonomía.

     Con un dicho criollo, caraqueños, al fin y al cabo, podríamos definir el nudo gordiano que llaman tráfico. Porque la verdad es que nuestro tráfico está “un poquito mejor lo mismo” que hace unos cuantos años Ahora no hay tranvías, pero hay unos cuantos millones de autobuses. O por lo menos esa cantidad parece a los que conducen un auto. Porque los que tejen que tomar un bus para ir a su trabajo opinan que solo hay unas cuantas docenas en toda Caracas.

     En Caracas se ensanchan las avenidas, se multiplican las calles y se traen más carros para llenarlas. La ilusión del buen caraqueño no es la de la casa propia sino el del carro propio. Y su principal orgullo es tenerlo más grande y más lujoso y más caro que el del vecino. Lo cual se traduce en una ciudad rodeada de carros por todas partes menos por una: la que rayó el Inspector Fuentes.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El Cuartel San Carlos y el Panteón Nacional sobrevivieron a la “bola destructora” que acabó, en los años 50, con la Caracas de antaño

“Techos rojos, se necesitan”

     Dentro de poco tiempo los avisos económicos estarán plagados de peticiones encabezadas con el sub-título de estas líneas. Ya los techos rojos que le alborotaron la musa a Juan Antonio Pérez Bonalde están de capa caída en nuestra Caracas vieja. Ahora se pueden encontrar en las urbanizaciones que se tendieron a la sombra de las antiguas haciendas. En el centro en cambio hay que quitarse el sombrero para poder elevar la vista hacia el techo de los edificios, que ya no son rojos, pero si son altos. En una carrera hacia el cielo, van montando pisos sobre pisos hasta hacer palidecer de envidia a aquellos que se quedaron anclados en el suelo. 

     Menos mal que ya la piqueta se llevó al edificio del Hotel Majestic, que con sus cuatro pisos presumía de altura y magnificencia porque no hubiera podido soportar el complejo de inferioridad ante las gigantescas torres que inician la Avenida Bolívar y que forman el núcleo del Centro Simón Bolívar, el mejor exponente de la era monumental de construcciones que atraviesa la ciudad que tenía los techos rojos.

     Hoy por hoy nuestra ciudad es una colección de contrastes. Es el potrillo desgarbado que deja adivinar en sus movimientos temblorosos las líneas puras y finas del potro de raza. Es el despliegue arquitectónico del rascacielos y las viejas casas de ventanas de balaustres y de aleros coloniales. Las urbanizaciones modernas, arboladas y amplias, al lado de las casuchas que se agarran con dientes y uñas al borde del cerro. Todo vive bajo el signo de una renovación perenne, lo que hoy era un solar, mañana será un flamante edificio de varios pisos. En un ritmo veloz e incesante, Caracas avanza hacia su propio destino.

 

 “¡Hágase la luz!”

     La señal más visible de la transformación de Caracas, la podemos ver apenas comienza la oscuridad a pasearse por sus calles. Donde antaño había candiles nacieron faroles de gas y por último llegaron, para no irse ya más, las brillantes luces de neón. Donde existía la ciudad colonial que se adormilaba al dar las seis, arrebujada en la semioscuridad, ahora encontramos una Caracas llena de luces multicolores, de avisos restallantes, que se acuesta a las doce, pero solo porque tiene prisa por levantarse temprano para seguir demoliendo edificios y levantando otros nuevos.

 

FUENTE CONSULTADA

  • Vera López, Omar. ¿Caracas? … ¡Volveré cuando esté terminada! En Élite. Caracas, Núm. 1459, 19 de septiembre de 1953; Págs. 40-45
Gómez prohíbe las carreras de galgos

Gómez prohíbe las carreras de galgos

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
En 1927, José Villaró introdujo las carreras de galgos en Venezuela

     “Cuando José Villaró decidió inaugurar un canódromo en Caracas, su intención fue la de dar a esta, su querida ciudad, un espectáculo que causaba furor en Londres y en numerosas capitales europeas y de este continente. Nunca imaginó que tendría tal éxito que el dictador Juan Vicente Gómez decidió impedirle sus actividades porque amenazaba con superar el fanatismo por las carreras de caballos.

     El verdadero origen de las carreras de galgos en pista data de 1919, cuando el norteamericano Owen P. Smith colocó un conejo de juguete sobre un riel electrificado y le hizo dar una vuelta por una improvisada pista.

     Los galgos, sostenidos por una cadena de hierro, fueron soltados y se lanzaron tras el mecanismo con el mismo ímpetu que si se tratara de una liebre viva en un coto de caza. La idea fue patentada por Smith y la primera pista construida para explotar este novedoso espectáculo, fue la de Emercille (California), con una longitud de 300 metros.

     El nuevo deporte obtuvo gran éxito, debido a las apuestas en taquillas y de inmediato, en 1920, se realizaron las primeras carreras de perros nocturnas.

     En 1925 se inauguró un canódromo en Manchester (Inglaterra), siguiendo los de White City, Cardiff, Glasgow y Birmingham.

     Paris, Miami, Buenos Aires, Madrid y Caracas, no tardaron en imitar a las ciudades inglesas. En cada carrera tomaban parte por lo general ocho y a veces hasta doce galgos, cada cual, con una pequeña gualdrapa con el número correspondiente. La liebre mecánica se halla montada en una diminuta plataforma, atada a un cable que se enrolla en un cilindro movido por unos engranajes, cuya velocidad se regula para que los galgos no puedan alcanzarla.

     La velocidad de la liebre mecánica alcanza a los 60 kilómetros por hora y las pistas oficiales en formas redondas u ovaladas, tienen de 400 a 800 metros de largo.

     Los perros que se utilizan en estas pruebas tenían un instinto tan especial que se comportaban en la carrera como consumados atletas, que incluso se lanzaban enteros, dándolo todo, al “sprint” final, imprimiéndole gran emoción a la competencia. Para que no falte nada, los galgos de carreras poseen su “pedigree”, que es su línea genealógica que los acredita como pura sangre.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Aviso de prensa publicado en el diario caraqueño El Universal. el 29 de septiembre de 1927

Carreras de galgos en Caracas

     El personaje que introdujo las carreras de galgos en Caracas, fue el empresario de los grandes espectáculos en Venezuela, promotor de fabulosas temporadas de operetas, zarzuelas, cine y corridas de toros, el señor José Villaró, quien luchó duramente, sin escatimar esfuerzos y dinero, para habilitar el Hipódromo “El Paraíso” (demolido en 1959) en canódromo, denominándolo con el pomposo nombre “Paraíso Greyhound Park”. Las fuertes lluvias caídas en esa temporada, obligaron a José Villaró a aplazar la inauguración de las anunciadas carreras de perros en la fecha fijada.

     Los trabajos de acondicionamiento de la pista fueron suspendidos, ya que el deseo del empresario era presentar el novedoso espectáculo en condiciones favorables para satisfacer y corresponder a la gran expectativa demostrada por el público caraqueño, por el atrayente y simpático deporte.

     Al fin, superados todos los inconvenientes, se efectuó la inauguración de la primera temporada de grandes carreras de galgos, el sábado 1 de octubre de 1927, a las 8 y 30 de la noche, asistiendo a tan magno acontecimiento, invitados especiales y una nutrida concurrencia.

     En las afueras del local se produjo una tremenda galleta de tránsito, entre coches, tranvías, automóviles y peatones, a la llegada y a la salida del espectáculo. Fue de tal magnitud la aglomeración de gente y vehículos, que resultó insuficiente la fuerza policial, temiendo que apelar a los rolazos para mantener el orden en la calle y en las taquillas de venta de los boletos de entrada.

     La función se desarrolló normalmente y la jugada a ganador, placé y mutuales subió a la astronómica cifra de 80 mil bolívares en medio de un ambiente alegre y emotivo. Cuando se consideraba realizado el disfrute de este pasatiempo, y la afición a las carreras de galgos se mantenía viva y efectiva, la gobernación distrital suspendió hasta nuevo aviso las actividades del canódromo paradisíaco, saliendo con “las tablas en la cabeza” el empresario Villaró.

     En cuanto se conoció la resolución de cerrar el concurrido sitio, comenzaron a correr las bolas con piquete político, puestas en circulación por la oposición antigomecista.

     Lo cierto de este caso fue que el general Gómez se dio cuenta que el negocio de las carreras de galgos iba en camino de acabar con las carreras de caballos, y eso no le convenía a sus intereses económicos, tomando en cuenta que el Hipódromo pertenecía a la nación y la mayoría de los caballos pura sangre eran de su propiedad, y los restantes de los miembros de su camarilla.

     Esto explica el porqué de la suspensión de las carreras de perros, cuando estaba en pleno furor colectivo y el auge de las mismas amenazaba extenderse a las principales ciudades del país. Algunos años más tarde, en tiempos de Eleazar López Contreras, reaparecieron las carreras de galgos.

     Las veladas se escenificaron en un canódromo instalado en la vía carretera que conducía a Petare, en la zona de los “Palos Grandes”, allí entre cañamelares y trapiches, armaron lo que los empresarios llamaron “Gran Canódromo del Este”, donde lo único aceptable era la pista, muy bien acondicionada, por cierto, las taquillas de juego y un bar. Lo demás era tierra y polvo en verano y en invierno pantano por todos lados; pero el público apostador como siempre, acudía en masa a jugar a los perros de su preferencia.

     El tercer y último canódromo que funcionó en Caracas, fue el que levantaron al final de la avenida “San Martín”, en unos terrenos desocupados, también usados en ciertas oportunidades por un parque de atracciones mecánicas con pretensiones de “Coney Island”.

     Esta es, a breves rasgos, la historia de un deporte-espectáculo que llenó de mucho beneplácito a los caraqueños de antaño.

     Vale destacar que, durante el gobierno de Luis Herrera Campíns, en 1979 se autorizó la construcción de un canódromo en la isla de Margarita, que fue inaugurado años más tarde, en 1986, durante el gobierno de Jaime Lusinchi. Abrió sus puertas bajo el nombre de “Canódromo Internacional de Margarita” y estuvo administrado por el Instituto Nacional de Hipódromos (INH). Al poco tiempo, en 1992, comenzó una fuerte crisis en el manejo de sus fondos, lo que origino un declive hasta su completo abandono en el año de 1996

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El primer canódromo que se estableció en Venezuela estuvo situado en terrenos del Hipódromo de El Paraíso, en Caracas
José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
La primera carrera de perros que se realizó en Venezuela, se llevó a cabo la noche del sábado 1 de octubre de 1927, ante invitados especiales y una nutrida concurrencia
Caracas en 1898: Calles y paseos

Caracas en 1898: Calles y paseos

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1898: Calles y paseos

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX

     Hacia 1898, de regreso de una de sus misiones diplomáticas, el historiador larense José Gil Fortoul colabora en diarios y revistas de Caracas, en los que narra la vida cotidiana en calles, plazas y paseos de la capital venezolana.

      Se ha dicho de la Plaza Bolívar, que es un salón. Agregamos, para que el símil no parezca estrambótico: ̶ en las noches de retreta.

     Allí se da cita en las noches del domingo y del jueves lo más culto y elegante de Caracas.

     Allí hacen gala nuestras damas, de tocados y trajes parisienses, y atraen miradas y corazones con su airoso trapío. Allí se estrena la levita flamante, el sombrero de aterciopelados reflejos y la corbata subyugadora. Allí se conversa, Sobre todo, allí se pasea con placer. Con placer, porque el piso es bueno. No se corre allí el peligro de tropezar con una piedra suelta, o sumirse en un atolladero, o dar un paso en falso en un zanjón, como sucede, por desgracia, cuando usted se echa a andar por esas benditas calles de Caracas.

     No hablamos en guasa, ni pertenecemos a la clase de los ‘inconformes’. Estos no hallan en la tierra nada bueno. A nosotros nos parece óptimo el paseo de la Plaza Bolívar. Pero las calles son pésimas y es preciso decirlo y gritarlo, a ver si se convierten pronto en calles de capital civilizada.

     Ni damos palos de ciego. El ministro de Obras Públicas, es un caraqueño joven y amigo del progreso. Tiene que desear, por consiguiente, que la capital merezca su nombre y sea digna de su categoría. Sabemos también que no se cansa de arbitrar los medios de lograrlo, y emplea útilmente la parte del tesoro que a su Ministerio corresponde. Pero debemos observar que tal parte es insuficiente, y que, si vamos a seguir a pasitos como ahora, no tendremos calles transitables ni de aquí a diez años.

     ¿La crisis fiscal? Si, ya lo sabemos. La crisis fiscal se ve y se siente. Lo que no se ve es su solución. Y ya es tiempo de que los señores ministros nos digan cuándo la veremos.

     Uno de nuestros colaboradores que sí es guasón, e interrumpe a cada instante su artículo para leer estas cuartillas, nos dice mordiéndose los bigotes: “La solución del problema de las calles no puede ser sino la consecuencia lógica de la solución del problema autonomista. Espere, compañero, y ya verá”. Dios lo oiga, porque si el proverbio no marra, vale más tarde que nunca.

     Entre tanto, echemos a volar la fantasía, y preveamos el Caracas del porvenir. No bien baja usted de la Plaza Bolívar a la esquina de las Gradillas o sube a la de la Torre, se va hasta el Guaire o hasta la estación de Petare por calles bien adoquinadas, barridas y regadas.

     Si va a pie, las aceras le invitan a caminar a paso rítmico, como lo exige el clima, sin preocuparse con tropezar en imprevistos estorbos. Se va usted atento a los ojos que fulguran detrás de las misteriosas celosías, y cuando no hay tales fulgores se apacienta usted mirando las fachadas. Ya no están barnizadas de chocolate ni mamey, ni se desconchan como aquellas de remotos tiempos que parecían enfermas de exótica erupción. Son blancas como las de Andalucía y Argelia, o sonríen (perdone usted el tropo) con el suavísimo primer verdor de las hojas primaverales.

     Si es un carruaje, oye usted el golpear acompasado de las herraduras y siente girar veloces las ruedas de caucho sobre un suelo liso y duro. Ya los caballos no cojean sobre adoquines sueltos, ni van los carruajes dando tumbos.

La Plaza Bolívar de Caracas es el lugar de encuentro de venezolanos y extranjeros
La Plaza Bolívar de Caracas es el lugar de encuentro de venezolanos y extranjeros
Caracas es la metrópoli; la casa principal de la familia venezolana, y el salón de recibo de la casa
Caracas es la metrópoli; la casa principal de la familia venezolana, y el salón de recibo de la casa

Interacción con la audiencia

     Varios lectores se han apresurado a escribirnos acerca de nuestro artículo del sábado. Nos dicen que los caraqueños han visto con placer que “El Pregonero” tome tanto interés en el porvenir de la capital, y nos animan a insistir prometiéndonos una buena cosecha de aplausos. Gracias; insistiremos.

     Pero nuestra correspondencia de ayer nos trae también otras cosas, que no son flores, y a las cuales debemos consagrar hoy unas cuartillas. Vamos por partes, y empecemos por las cosas menudas.

     Dice un lector, que cuando mencionamos el Arco de la Federación, que adorna el paseo de la Independencia, lo hicimos de un modo ambiguo como si mostrásemos una punta de oreja goda. No hay tal, caro lector. En primer lugar, este humilde servidor suyo es un federalista convencido que ha escrito hasta un libro en favor de la práctica sincera del sistema federal: de suerte que la estocadita de usted ha “pasado”, como dicen los espadachines.

     Además, el ser o no ser partidario de la federación no tiene nada que ver con la estética. Y de eso se trata. El Arco de la Federación nada adorna allí donde está, y es un ataque indirecto a la arquitectura y al buen gusto. Cuando se le contempla con ojos de artista, más parece monumento anunciador de ruina, que un arco triunfal; y si el paseo se convierte en lo que debe ser, en un lugar de recreo donde no se vean sino cosas bellas, no hay duda de que el arco se le mandará a pasear por otros sitios.

     Como se mandará también a servir en otra parte al célebre viaducto, que no es vía, porque allí no pasa nadie ni nada, a no ser el viento de Catia.

     Otro lector, o lectora (debe ser lectora y guapa por el papel perfumado que gasta, por la letra menudita y nerviosa, y por el estilo salado y donairoso) se preocupa por las fachadas de las casas y dice que, aun cuando los matices del chocolate y del mamey le gustan mucho, no peleará por ellos; pero que las fachadas blancas, como las de Andalucía y Argelia, resultarían aquí una atrocidad, porque serían reflectores de nuestro implacable sol, y deslumbrarían, y quedarían como ascuas.

      ¡Cara lectora! Así como tiene usted la amabilidad de no discutir sobre el barniz del color del mamey y chocolate, le abandonaremos el campo y le rendiremos parias a la defensa de las fachadas blancas. Sólo que, debemos recordarle a usted, que recomendamos también el “suavísimo primer verdor de las hojas primaverales”. Trátase de buscar un matiz que regocije los ojos, contente el buen gusto y no nos haga rabiar con esos desconchamientos horrorosos que hoy vemos a cada paso. Usted debe ser, sobre guapa y donairosa, mujer de fino gusto en el arte de armonizar colores y matices, supuesto que en tocados y vestidos más parecen las caraqueñas hermanas de las hijas del Sena que no nietecitas de las beldades del Guadalquivir. ¿Querrá usted revelarnos las letras de su nombre y las señas de su casa? Iríamos al punto de interviewarla (perdone el barbarismo) para dar debida solución a este dificilísimo problema.

El Arco de la Federación, cuando se le contempla con ojos de artista, más parece monumento anunciador de ruina, que un arco triunfal
El Arco de la Federación, cuando se le contempla con ojos de artista, más parece monumento anunciador de ruina, que un arco triunfal

     Por último, un lector que debe ser viejo y economista, o viejo economista, nos objeta, que para transformar a Caracas del modo que dijimos se necesitan millones que debieran gastarse proporcionalmente en embellecer todas las ciudades de la República, queremos malgastarlos (así dice) en hacer de Caracas un París chico.

     ¿Qué se requieren millones? Ya sabríamos buscarlos donde los hay. ¿Qué sería malgastarlos? Eso no. Caracas es la metrópoli; como dijéramos la casa principal de la familia venezolana, y el salón de recibo de la casa. Bella, sería el lugar de delicias: grande y rica, motivo de orgullo de todos los venezolanos.

     Además, señor economista, los dineros gastados en calles limpias, plazas hermosas, paseos deleitosos, hoteles confortables, obras de higiene y obras de arte, se los devolvería a usted Caracas multiplicados por mil y más. Los provincianos vendrían a gozar de su capital y los extranjeros llegarían a comprarnos con haces de billetes el aroma de nuestras flores, el encanto de nuestro clima y los rayos de nuestro sol. Y cuando regresasen éstos a sus tierras frías y oscuras, dirían a los amigos, que a pie del Ávila existe una ciudad culta y bella donde vale la pena gastar los cuartos y pasar los meses del invierno.

     Afluirían turistas como, a Argel y al Cairo. También mercaderes, con telas y máquinas, inventos y artefactos. Vendrían artistas a buscar inspiraciones y a dejar obras hermosas. Correrían por esas calles el oro y el ingenio. Caracas sería un centro intelectual y mercantil.

     Sería, en suma, capital civilizada, porque la civilización es eso: calles y paseos, plazas y hoteles, agua sin microbios, casas confortables, muchos árboles que den sombra, muchas flores que alegran los ojos y perfuman el aire, teatros espaciosos, avenidas en que hormigueen caballos y carruajes. . .

     ¿Qué todo ese rumbo será para los ricos solamente? No, ¡pardiez! Para los pobres también, los cuales más que los ricos necesitan parques umbríos para descansar de sus faenas y distracciones de balde para olvidar alguna vez sus infortunios y miserias.

     En resolución, una capital se civiliza cuando emplea muchos dineros en embellecerse, y la belleza de una capital equivale a vida sana, agradable y fecunda.

Fuentes consultadas:

  • Gil Fortoul, José. La Caracas de 1898. Revista Crónicas de Caracas. Caracas, enero-junio, 1961

Trayectoria del automovilismo en caracas

Trayectoria del automovilismo en caracas

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Trayectoria del automovilismo en caracas

En sus inicios el automóvil era solo para la gente pudiente
En sus inicios el automóvil era solo para la gente pudiente

     El general Taborda, viejo y taimado de Los Teques, expresaba “En mala hora llegaron a nuestras ciudades esos peroles, que no obstante el brillo deslumbrante en sus carrocerías, las circunstancias de ser impulsados por una fuerza extraña que llaman gasolina y el postín que se da el hombre que lo maneja, sucede que cuantas veces se accidenta el vehículo en vadear un río, o salvar una charca de las innumerables que ofrecen nuestros caminos, siempre tienen que apelar al par de ‘güeyes’ para que los empuje”. Así le oyeron decir a Taborda frente al primer automóvil que llegó a tierra caraqueña, traído de Europa por el señor Boulton, promediado el año de 1906.

     Aquel vehículo que causó expectativa en los círculos integrados por gentes adineradas, entre quienes, sin estarlo, laboraban para figurar con los ricos en lo referente a la vida arrastrada, era un carro color negro, tipo sedán, con el asiento del chofer colocado de manera tal que éste no escuchase lo que hablaban los señores. El tópico obligado era la política y el hombre de Capacho. Los aurigas lo mencionaban con el mote de “Yon Boulton”, apodo que le tenía sin cuidado al dueño, porque ni quebraba huesos ni dañaba la epidermis. Lo grave estaba en que cuando el automóvil se accidentaba los cocheros reían a más no poder, sin prestarle ayuda al conductor, dizque porque ese aparato venía a erradicarlos del mercado.

     Y así aconteció pues meses más tarde regresaron de París de una gira triunfal los Generales Manuel Corao y Román Delgado Chalbaud, trayendo un automóvil del mismo tipo que el anterior para la primera dama de la República, señora doña Zoila Rosa de Castro; naturalmente que cada nuevo coche de su naturaleza, venía con un conductor; pero cuando menos lo esperaba aprendió a maniobrar el volante Edgar J. Anzola y dejó de ser un mito la conducción de automóviles.

     Existía en ese mismo tiempo establecido en esta ciudad en ramo de óptica el itálico signore Vanzina, quien adquirió un carrito para explotar su físico, con tan mala suerte que el vehículo se accidentaba como el “mozo de la Zarzuela”, “El Pobre Valbuena”, que por entonces ocupaba la atención de los concurrentes a las tandas en el teatro Caracas.

     El pobre Vanzina se desmayaba en la cuesta de veinte y cinco grados que existía entre las esquinas del Hoyo y Los Cipreses. Vanzina descendía del carro y se entregaba a la meditación frente a la máquina, en espera de voluntarios que surgían cuando un billete de veinte bolívares estaba a la vista. Esa era la única manera de poder continuar el paseo, en su flamante automovilito.

     Antes de ser introducido en la ciudad el primer automóvil, suceso que ya hemos dicho que tuvo lugar en el mil novecientos seis, los elegantes y los pudientes eran poseedores de vehículos lujosamente tapizados, y tirados por pencos de bien maiceada presencia. Don Gumersindo Rivas, había adquirido para su mujer y su hija una lujosa victoria tiradas por dos hermosas yeguas americanas.

     Tiempos como eran aquellos en que quien no tenía un apodo podía ser considerado lo contrario de granito de oro, dio margen para que al cochero que guiaba el vehículo tirado por dos yeguas y en el interior del rodante dos elegantes damas, motejaron al auriga con el alias de “suplicio de Tántalo”, que le venía que ni de perlas.

     En 1911, importó Mister Phelps el primer “Ford” que, manejado diestramente por Anzola, fue el mejor señuelo para el gran negocio de automóviles que arrancó de aquella fecha. Al “Ford” de tablitas para ir de Caracas a Petare, había que llevar una perola con agua por si el motor recalentaba como ocurría de vez en siempre; le hicieron la mar de chistes, uno de ellos que causó más hilaridad circuló cuando un fordcito pisó una gallina en plena carretera; la plumífera se incorporó y al sacudir sus plumas exclamó enardecida:

̶ ¡Qué gallo tan bruto, miren como me puso!

     Con ser tan defectuoso el “Ford” de tablitas con la variedad de cambios que había que hacer para que entrase en marcha, se impuso y despertó la animación de Domingo Otatti, quien estableció el primer servicio de automóviles de alquiler. Al módico precio de 10 bolívares la hora. Un viaje a La Guaira costaba cien bolívares y hubo quien los pagó sin pestañear. 

El 1913, un grupo de la aristocracia caraqueña, fundó el Automovil Club, cuyo directiva estuvo presidida por el doctor Juan Iturbe
El 1913, un grupo de la aristocracia caraqueña, fundó el Automovil Club, cuyo directiva estuvo presidida por el doctor Juan Iturbe

     Los elegantes de Caracas creyeron llegado el momento de fundar el “Automóvil Club”, suceso que tuvo lugar en la Estancia La Floresta de Chacao, históricamente famosa por haber sido en sus dominios donde el padre Mohedano plantó el primer cafeto, de donde arrancaron los amigos de la música para fundar lo que filarmónicamente tenemos ahora tantas veces comentado como especialistas en el arte.

     De moda estaba el volante cuando promediado el 1913, se congregaron el doctor Juan Iturbe, Don Alfredo de la Sota, Eduardo Arturo Eraso, Santos Jurado López Méndez y además el Cronel Guillermo Behrens, Isaac Capriles, los hermanos Guzmán Blanco, John Boulton, Gustavo J. Sanabria, Federico Vollmer y otros caballeros amantes del deporte y de las mujeres bonitas. Trataron de la oportunidad que existía para fundar el “Automóvil Club” y quedó instalada la Directiva que presidió el doctor Iturbe, dueño del automóvil que prestigiaban las muchachas del gran mundo caraqueño, cuando a la caída de la tarde tripulaba el vehículo Juan, el chaufer y el precioso mastín traído de tierras nórdicas.
Los caraqueños, que para imponer un mote estaban que no el Padre Cura, hicieron suya la popularidad de que gozaba la columna dedicada a reseñar las cosas de la gente aristocrática en “El Universal” y asignáronle al automóvil de Iturbe el mote “Sociales y Personales”. 

     En la gráfica que ilustra esta crónica está el para entonces elegante automóvil con su perro ocupando el asiento trasero. En “La Floresta” de los Sosa, en los Palos Grandes, sesionaba la Junta; allí tenían lugar bailes, pic-nic, y suntuosas recepciones para homenajear a las personas de patrias lejanas porque entonces era un honor para el caraqueño de alto copete y cuello parado, sentarse al lado del Míster, aunque luego vinieran noticias de buena fuente, poniendo en tela de juicio al “musiú” con pelos y señales.

     La primera recepción dada por la Junta Directiva del “Automóvil Club” en “La Floresta” dejó para el recuerdo la gráfica en que aparecen los miembros de la Junta: el Doctor Juan Iturbe, Miguel Herrera Mendoza, San Jurado, Andrés Mata, director de “El Universal”, Eduardo Arturo Eraso, Panchito Azerm, Doctor Pedro Manuel Reyes y un ilustre desconocido. La nota más espectacular de automovilismo tuvo escenario en la Calle Real, cierta mañana septembrina cuando una dama del gran mundo conducía el automóvil movido por acumuladores, vehículo que era una monería por la pulimentación de sus piezas niqueladas y todo cuanto en él había volcado la técnica germana.

     Dama del mantuanismo tripulaba el rodante con tan mala suerte que los accidentes sufridos por el descargo de los acumuladores, daban motivo para la burla de los peatones y los cocheros enemigos de aquella novelería. Ello dio, como era natural, motivos para que el dueño restara su vehículo a la circulación.

Lucas Manzano (1884-1966), prolifero escritor, autor de numerosas crónicas de corte costumbrista sobre la historia caraqueña
Lucas Manzano (1884-1966), prolifero escritor, autor de numerosas crónicas de corte costumbrista sobre la historia caraqueña

     Un desaire a medias sufrió el “Automóvil Club de Venezuela” en sus primeros días. Esto ocurrió cuando el general Martínez Méndez, cuñado del Benemérito, se hizo precandidato del Club y los miembros alegaron que el propuesto no era deportista, ni general, no chicha ni limonada; por eso lo bolearon.

     Días más tarde le ofrecieron al general Gómez un cóctel en su honor, pero el presidente que no era deportista, expresó que aceptaría una fiestecita social siempre que fuese en Caracas, ya que, por la Constitución, el presidente no podía abandonar la Capital, sin dejar al Vice en ejercicio. Fue entonces cuando Don Alfredo y Doña Concha homenajearon al Benemérito, quien quedó satisfecho y abrumado por las atenciones recibidas.

     El más popular de los automóviles de la época, cuyo propietario fue el inolvidable Domingo Otatti, era un torpedo N° 11 de dos asientos pero que alojaba a cuatro; a bordo de aquel practicábamos visitas a los pueblos de Miranda, Valles de Aragua y otros lugares, los íntimos de Otatti, quien para atender su clientela estableció una Agencia de Carros de Alquiler, la que calzó el mote de “La Veloce”. 

     Seguramente que atraído por el éxito de Otatti, los Paúl importaron las Victorias, automóviles que le daban la vuelta al Paraíso, partiendo del lado este del Capitolio, y regresaban al mismo lugar por un solo bolívar. La actividad de los miembros del “Automóvil Club”, influyó en la compra de autobuses de pasajeros, el más desgraciado de los cuales fue el de la línea “La Vega”, cuyo dueño era Don Carlos Delfino. El vehículo se incendió, ocasionando el primer desastre que se recuerda. Esta vez la familia Carreño compuesta de tres señoritas, murieron incendiadas, debido a que el rodante no tenía puerta de escape para casos de accidentes.

     Un tal López trajo el primer “Packard”, reconstruido naturalmente. Habría hecho mejores negocios a no ser que se dejó ver la puerta, como se dice en criollo; y el Benemérito, a quien le vendió ese carro reformado, le retiró el exequatur y tuvo que ausentarse, creo que, sin maletas, por miedo a las consecuencias que el caso ocasionaría.

     Esteban Ballesté asumió la agencia del “Hudson” donde ganó dinero. Luego entraron a competir varias marcas y se fundó otro Club de Automovilistas, cuya presidencia confiaron al Doctor Alfredo Jahn. Estaban en la directiva, entre otros deportistas: Segundo González Jordán, Ángel G. Pinedo, Luis Álamo, Juan Simón Mendoza, Edgar J. Anzola, José Manuel Sarmiento, Gustavo J. Paúl, John Phelps, Alberto Reina, H. J. Brandt, Policarpo Mata Sifontes y Avelino Martínez, quien desempeñaba la Secretaría.

      Allí puede decirse que culminó la fiebre automovilística del viejo tiempo. Así transcurrieron los primeros años del automovilismo en Caracas, cuando era una proeza salirse del perímetro de la ciudad, porque los caminos desconocían el pavimento de concreto con que los dotó el Benemérito, muy acertadamente, por cierto”.

Fuentes consultadas:

  • Manzano, Lucas. Élite. Caracas, 27 de Abril de 1963

Tren de “El Encanto”, Un viaje al pasado

Tren de “El Encanto”, Un viaje al pasado

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Tren de “El Encanto”, Un viaje al pasado

La llegada del tren a Caño Amarillo causaba revuelo entre las personas que lo esperan en el descuidado anden de la estación

     “La llegada del tren a Caño Amarillo causa revuelo entre el centenar de personas que lo esperan en el descuidado anden de la estación. Es temprano. La mañana ha amanecido lluviosa, muy gris y muy fría. En el patio, esperando, se han formado grupos de muchachas que llevan pantalones rancheros. Una señorita antigua, también de pantalones, tocada de una graciosa gorra, rebulle, inquieta. Es, quizás, la más alegre del grupo. Y la más romántica.

     Fue ella la que promovió este paseo dominical, la que animó a sus amigas para ir de “picnic” a El Encanto. Ahora, jubilosa, se mueve de un lado a otro, como pasando revista a ese batallón de jóvenes que van a dejar transcurrir un día “diferente” en el parque mirandino, famoso, otrora, dizque por las aventuras amorosas vividas en los umbríos senderos o al pie de las ruidosas caídas de agua.

     Algunas llegan retrasadas para la hora de la cita.

     ¿Qué más da?, todavía no aparece el tren ni el taquillero, se despereza, remolón, aprovechando los últimos minutos de sueño, aprovechando la tradicional impuntualidad venezolana. Todas, cargadas de maletines y cajas, van preparadas para la excursión. Cerca, un joven solitario mira a hurtadillas las bien formadas caderas de una trigueña y piensa para sus adentros.

̶ Hombre, cualquiera diría que van para el desierto

     En el fondo, despectivo ̶ como bien solitario ̶ se mofa de esas precauciones. ¿Para qué esos preparativos y esa pesada carga de maletines? Él apenas lleva un traje de baño, una toalla y una caja de chicles que se echó al bolsillo para quitarse el tufo cuando regrese a su casa por la tarde. Lo demás, la comida y la bebida, lo comprará en El Encanto, parque recuperado para el turismo nacional por la agencia vegetal del Ministerio de Agricultura y Cría y por la visión comercial del Gran Ferrocarril de Venezuela. Ensimismado en este y otros pensamientos, hunde las manos frías en el pantalón y desprecia las humeantes tostadas que le ofrecen en el cafetín de la estación.

     De pronto, en el recodo de la línea férrea, aparece el tren. Lo reciben con gritos. Unos se entusiasman al ver, de lejos, los vagones color ladrillo.

̶ ¡Qué bonito!, es un tren nuevo. . .

Pero el solitario, sin abandonar su actitud displicente, dice con autoridad.

¡Qué va a ser nuevo! Es que pintaron los vagones viejos. 

     En la esquina, frente a la estación, tres borrachitos discuten sobre política ferrocarrilera y hablan del tren aéreo de Mr. Hasting.

En el tren que va a El Encanto hay pasajes de primera y de segunda. los vagones son iguales. Los de primera tienen asientos de esterilla

     En el tren que va a El Encanto hay pasajes de primera y de segunda. Los vagones son iguales. Los de primera tienen asientos de esterilla. Los de segunda de madera. Por dos bolívares más ̶ que es toda la diferencia ̶ una satisface la vanidad de viajar en primera. A las ocho en punto, después de dos pitazos, sale el tren. Es una salida violenta. El tren pasa por El Guarataro. Desde la ventanilla se ven patios de casa de vecindad, balcones donde se asoma curiosa una pálida mujer con un niño en brazos.

     El tren es todavía un espectáculo maravilloso para esta Caracas moderna que amanece, pobre y soñolienta, hacinada en estos como miserables conventillos, soñando en las carreras del “5 y 6”. La estación de Palo Grande. Los viajeros del lado derecho se levantan para mirar por las ventanillas de la izquierda. Los de la izquierda tratan de mirar por las ventanillas opuestas. Nadie, se nota, está conforme con su paisaje.

     Cruza el tren por los pasos a nivel con la alegre carga de los vagones.

     Las personas que observan en los automóviles detenidos en la carretera parecen tener envidia. ¡El tren, el tren! La velocidad que desarrolla la locomotora es alarmante. Corre a razón de veinte kilómettros por hora a través de labrantios, por un terreno plano, pero siempre hacia los cerros remotos. A ratos, cuando toma una curva inclinada, se piensa en un descarrilamiento.

Una señora que reza entredientes, mirmura:
̶ Menos mal que vamos en los primeros vagones. Los últimos son los que se “volcan”.

Su hija, con aires de bachileram, le corrige:
̶ Se vuelcan, mamá. . .

̶ Bueno, niña, como sea, pero lo cierto es que una vez. . .

     Y cuenta un episodio de su juventud. Nadie escucha. Cerca, una pareja de enamorados, abstraídos, se miran a los ojos, olvidados de este pequeño mundo que se mueve en el vagón.

     Ya los oídos se han acostumbrado al monótono ruido de la máquina. La garúa se ha convertirdo en una lluvia fuerte que obliga a cerrar los vidrios. Alguien canturrea en el fondo. ¿Y la señorita antigua? ¿Qué se ha hecho a todas estas?

La buscan por todo el vagón sin encontrarla.

̶ Es que viene en segunda ̶ dice alguien.

     En Los Teques se detiene el tren. El Encanto dista apenas 12 kilómetros. ¿Por qué la parada entonces? Los viajeros desprevenidos no le dan importancia. Bajan porque todo el mundo baja. En un cafetín cercano se apiñan al mostrador para pedir café o refrescos. El solitario, lejos del grupo, sonríe cuando ve que uno de los viajeros compra una lata de galletas, unos chocolates y una botella de brandy. No está lejos El Encanto. ¿Para qué estas provisiones? La sonrisa de indulgencia se acentúa al regresar al tren, que pronto reanuda la marcha.
Ahora la velocidad es mucho menos alarmante. Corre a diez kilómetros por hora y parece que va a detenerse a cada momento.

De la estación de Los Teques a la estación de El Encanto apenas hay 12 kilómetros

     El Encanto es un paisaje melancólico. La lluvia es pertinaz cuando el tren llega a la estación. Los viajeros comienzan a preocuparse. ¿Dónde van a guarecerse? Hay, por fortuna, unos canayes y en ellos se refugian. El paseo apenas comienza pero todos están arrepentidos. Quieren regresar a los vagones: piensan en elevar una solicitud colectiva para retornar de inmediato.

     El tren, sin embargo, ha desaparecido misteriosamente. Allí está un centenar de personas abandonadas a su suerte. Mientras escampa, la gente abre los maletines y se entretiene comiendo galletas, sandwichs.

     El solitario busca el cafetín de la estación. Pero no hay cafetín ni nada que se le parezca.

̶ ¿No se puede comprar nada? ̶ pregunta, ansioso, recordando las tostadas de Caño Amarillo y las botellas que vio en la bodega, en Los Teques.

Un soñoliento empleado del ferrocarril, le contesta, con desgano.

̶ Por ahí est á un hombre que vende café y ternera. . .

̶ ¿No se podrá conseguir una botella de brandy?

El empleado bosteza.

̶ ¿Brandy? No juegue. Aquí como no le caiga de cielo, no se consigue ni agua.

     Es cierto. En El Encanto solo se consigue “naturaleza”. Y naturaleza inclemente. El hombre de la ternera aviva las brasas de un rudimentario fogón. Remueve en una lata sucia un poco de carne, llena de grasa. En una olla calienta café. ¿Café? Es un agua oscura, sucia. Saca la greca y la golpea contra una piedra. Luego vuelve a introducirla en la olla ante la mirada indiferente de las personas que lo rodean.

     Antes, los primeros domingos ̶ va contando, mientras la carne se chamusca en el fogón ̶ esto estaba muy animado. Venían hasta veinte vagones. Después, ha ido decayendo. Y es que el que viene no regresa. Es una lástima porque el paseo es bonito.

El solitario lo mira de reojo.

̶ ¿Llueve siempre por aquí? ̶ pregunta por preguntar algo.

̶ Hasta las once y media, después sale el sol. . .

A las once y media, efectivamente, sale el sol. Un sol triste, húmedo. Los viajeros se deciden a bajar al parque por una pendiente resbalosa llena de barro. De trecho en trecho se leen algunos carteles.

“Diviértase sanamente y evite las sanciones policiales”. “Cuide este parque que que es suyo”.

El Encanto es un paisaje melancólico
El Encanto es un paisaje melancólico
Desde la estación de Palo Grande se puede observar El Guarataro, con sus numerosas casas de vencidad
Desde la estación de Palo Grande se puede observar El Guarataro, con sus numerosas casas de vencidad

     Esto último no pasa de ser una ironía porque el parque es propiedad de la compañía únicamente. Tan egoísta es que solo se puede llegar a él en un ferrocarril. En el Gran Ferrocarril de Venezuela.

     Abajo, hay un pozo de aguas turbias. Alrededor, unas mesas rústicas, unos bancos. Más allá, un caney, con techo de zinc y unos cuartos pequeños para divertirse.

     Mientras algunas animosas muchachas se bañan, otras juegan a la orilla con un balón.

Un delgado joven imberbe trota por un sendero e invita para una pequeña excursión botánica.

̶ Tengan cuidado, niñas que el camino está que es un horror.

̶ Advierte a las jóvenes que le siguen y que no pueden contener la risa.

     En las mesas, las personas de edad, improvisan el almuerzo. En la caravana ha venido un señor muy serio, muy cuidadoso. Le acompañan su señora y sus hijos. Escoge la mejor mesa y comienza sus preparativos. Despliega un mantel de hule a cuadros, pone los cubiertos y abre las viandas.

̶ Macarrones, arroz, pollo. . .

     El solitario, que ha tenido que conformarse con unas naranjas, mira de soslayo y con envidia cuando le ve servir dos whiskey.

̶ ¿Macarrones y hule a cuadros?  ̶  rumia con rencor. Eso es pavoso. Seguro que vuelve a llover.

     Y como si fuese obra de brujería, llueve copiosamente. Hay desbandada general. Por las pendientes bajan con precipitación los grupos que habían ido a recoger matas. Una retrasada pareja de enamorados que no tuvo tiempo de llegar hasta el caney se cobija, las manos entrelazadas, bajo unos árboles mientras la lluvia los empapa completamente.

     Todos piensan en el regreso. Todos menos el solitario que ha entablado amistad con el señor de la botella de whiskey para procurarse un trago.

     El ascenso es penoso por las cuestas resbaladizas. Cerca de la estación, se forman otra vez los grupos. Unos comen, otros juegan. El incansable joven revela ahora sus conocimientos sobre mecánica e invita a subir a una pequeña casa para ver el paisaje. Desde el minarete, através de la bruma, se atisba el paisaje melancólico delos cerros.

     A lo lejos como una cuerda tendida en el vacío se divisa un viaducto. Más allá, casi perdida en la espesura, blanquea la finca de Julio Martínez.

     Por la vía que va hacia Valencia se alejan algunos jóvenes. Como tardan, una preocupada señora, sale a buscarlos, caminando con agilidad increíble a sus años entre guijarros y traviesas. Al encontrarlos reconviene.

     ̶ Muy bonito que lo han hecho. . .

Es hora del regreso. El tren pita dos veces. Otra vez cruza campos y cerros con lentitud. Todos parecen cotentos. Una botella de brandy pasa de mano en mano. Se improvisa un baile en uno de los vagones. El tren deja atrás Los Teques.

̶ ¿Cómo? ¿Ya vamos a llegar?  ̶ pregunta la joven enamorada mientras la mirada desvaída se pierde en la tristeza de la tarde.

La máquina se acerca a Caracas al anochecer.

En las casas de vecindad, las luces, mortecinas, no ocultan sin embargo el drama de la miseria.

El solitario deciende del tren en Caño Amarillo, casi innadvertido entre los apresurados viajeros. En el cafetín pide una cerveza.

̶ El Encanto   ̶ dice al botiquinero con desdén ̶  Es lo más aburrido del mundo.

Cerca, más abtraídos que nunca, los enamorados lo miran y sonríen con lástima”.

Fuentes consultadas:

  • Pacheco Soublette, Federico. Tren de El Encanto. En: La Esfera. Caracas, 10 de febrero de 1953; pág. 10

Primera sede de la academia militar de Venezuela

Primera sede de la academia militar de Venezuela

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Primera sede de la academia militar de Venezuela

Alejandro Chataing, arquitecto del hoy Museo Histórico Militar, conocido también como Cuartel de la Montaña

     El ingeniero y arquitecto Alejandro Chataing, ganador del Concurso abierto por el Ministerio de Obras Públicas, el 4 de julio de 1903, completa la construcción de su proyecto para la Academia Militar de La Planicie, en Caracas. El edificio fue terminado el 4 de abril de 1906 y decretado Academia Militar de Venezuela el 5 de julio de 1910. La revista El Cojo Ilustrado publicó en enero de 1904, el proyecto de creación de la Academia Militar, donde se puede apreciar en detalle la magnitud de la obra de la primera sede de dicha institución castrense. 

     “A comienzos de 1904, el gobierno de Cirpieano Castro dio órdenes de que se diera inicio a los trabajos de construcción del edificio de la Academia Militar de Venezuela, decretada el 4 de julio del año anterior.

     Como se sabe, fue abierto el concurso entre los ingenieros arquitectos venezolanos para la presentación de planos y proyectos, y de todos los enviados merecieron el primer premio los del señor doctor Alejandro Chataing, a quien se nombró director científico de la obra. 

     La reproducción que hoy hacemos de los mencionados proyectos, los datos que nos es permitido publicar (dada la naturaleza militar de la obra y consiguiente prohibición de hacer conocidos determinados detalles de esta especie de trabajos y establecimientos), y la competencia generalmente reconocida del joven arquitecto al que tiene ya recomendado una serie de notables y aplaudidos trabajos, permitirán a los lectores formar concepto acerca de la importancia, utilidad y magnitud de una obra que múltiples razones de progreso, de civilización y de interés nacional hacían ya indispensable.

     El lugar destinado para el edificio es el área de terreno que comprende la planicie situada en la colina que demora al Noroeste de la denominada Cajigal y al Oeste de esta ciudad. Como se verá por las reproducciones, el edificio que se ha comenzado a construir constará de cuatro cuerpos en los cuales se instalarán los distintos servicios.

     El primer cuerpo, saliente del Este, hacia Caracas, será de dos pisos y en él se colocarán las distintas dependencias de la Escuela propiamente dicha;

     El segundo cuerpo, que da al Norte, está destinado a las habitaciones de los directores, profesores e instructores;

     El tercer cuerpo, que da al Oeste, hacia el lugar denominado Catia, contiene el comedor de los alumnos, con su correspondiente cocina y dependencias; y

     El cuarto cuerpo, con fachada al Sur, se destina a los servicios generales.

     Todos estos cuerpos van ligados por los dormitorios o cuadras de los alumnos, formando el conjunto del edificio, alrededor de un gran patio de maniobras.

     En los cuatro ángulos del establecimiento irán los servicios de baños y W. ̶  C.

Ejercicios de gimnasia de un grupo de soldados, en la recién inaugurada sede de la Academia Militar, en 1906

     La mayor parte del edificio será de un solo piso, porque a causa del gran movimiento de personal, las escaleras y los pisos dificultarían la vigilancia y acarrearían numerosos inconvenientes a profesores y a alumnos. La entrada principal está hacia el Este, en el centro del primer cuerpo. En el vestíbulo irá la prevención; a su derecha, el despacho del jefe de cadetes y la guardia, en comunicación con la sala de bandera. A la izquierda, el despacho del director y la secretaría, comunicado con el despacho de los profesores. En cada ángulo de este cuerpo va un pabellón octogonal, de un solo piso, destinado, respectivamente a Biblioteca y a Museo.

     A ambos lados de este cuerpo están las escaleras que dan acceso al segundo piso. Luego, los salones de clases, dispuestos en anfiteatro. En el interior de este conjunto queda determinado el patio de honor, rodeado de corredores, con indicación en el centro para un monumento, que el doctor Chataing propone sea la estatua del sabio Cajigal, fundador de la primera Academia Militar de Venezuela, y el busto del Coronel Don Nicolás de Castro, primer profesor de fortificación que hubo en el país.

     Al fondo del patio está la sala gimnástica y a sus extremos los pasadizos de comunicación con el interior.

     En el piso alto hay también dos salas más para clases; otra para laboratorio de Física y Química y otra para recitaciones. Sobre el gimnasio van las salas de dibujo y hacia el frente, el salón de recreo, que en caso necesario, está destinado a conferencias y exámenes.

     El sistema de anfiteatro para las clases es el rectangular, a fin de hacer más fáciles los accesos; se ha calculado su capacidad a razón de uno y medio alumnos por metro cuadrado, con entradas especiales para el profesor y para los alumnos, y el alumbrado va dispuesto, bilateralmente, a fin de hacer la luz difusa. El alumbrado de las salas de dibujo se obtendrá por medio de anchas vidrieras, a poco más de un metro de distancia del suelo hasta veinte centímetros bajo el plafond. El alumbrado de la sala gimnastíca se hará por medio de ventanas situadas en la parte superior de los muros, a fin de que puedan practicarse ejercicios contra éstos.

Samuel McGill, oficial chileno, primer director de la Academia Militar de Venezuela. Autor del primer reglamento de funcionamiento de la Academia

     Las habitaciones de los directores y profesores serán construidas con todas las condiciones de comodidad y belleza que requiere el rango de las personas que van a ocuparlas; provistas de salas de recibo, amplio comedor con servicio especial completo; dormitorios independientes con sus respectivos gabinetes de toilette, baños y W. ̶  C. especiales y cuartos para el servicio.

     El comedor de los alumnos está en el cuerpo del Oeste; es rectangular, con ventanas a ambos lados, en el sentido longitudinal, que dan unas hacia el patio de la cocina y otras al de maniobras. Las mesas van dispuestas perpendicularmente a la longitud, con pasajes de dos metros y el inter-eje de dos y medio, calculadas doce de a diez alumnos cada una. El piso, paredes y  plafond serán construidos de materiales que puedan lavarse con frecuencia. 

     Entre el comedor y la cocina habrá un patio de luz, con un pasillo cubierto, al centro, para el servicio. A un lado de la cocina van dispuestos departamentos para depósitos de víveres, ecónomo, servicio, etc., y del otro lado, para lavandero, aplanchadero, etc., etc., con salidas a la parte posterior, para que este personal no trafique hacia el interior de la Academia.

     El parque irá situado en punto y forma apropiado a su naturaleza, teniendo anexos sus talleres de reparaciones, depósitos, sótanos y entresuelos.

     La caballeriza va colocada del mismo lado de aquél, pero separada por un patio. Será de doble sistema, con pasaje central, los caballos separados a 1 m.50, con ventanas a ambos lados, suficientes para alumbrado y ventilación, y altas para que la luz no hiera la cabeza de los caballos; calculada su capacidad a razón de 38 metros cúbicos de aire para cada caballo; piso pendiente desde el comedero hasta la canal destinada a desagües; pavimento impermeable y sordo. Al lado, depósito de monturas. 

     La enfermería irá al Sur; con capacidad para siete enfermos; tratada como sala de hospital, con departamentos para clínica y farmacia.

     Los dormitorios enlazan los cuatro cuerpos: están dispuestos en longitud, simples en profundidad, con dos series de lechos solamente, ventanas a ambos lados, orientadas de norte a sur. A fin de que los vientos reinantes de este a oeste renueven constantemente el aire. Son solamente accesibles por sus extremidades y en cuanto a superficie corresponden a cada alumno tres metros y veinte centímetros cuadrados y veinte y seis metros cúbicos de aire. Como dependencias necesarias,  tiene cada cuadra dos gabinetes para los vigilantes, otro guarda-ropa y otro para lavabos.

     Los baños consistirán en juegos de regaderas y grandes estanques que sirvan de natatorios.

     La disposición que se ha dado al gran patio permite ejecutar maniobras privadas. Alrededor de él corre un pórtico cubierto, que será destinado a ejercicios de invierno.

     En la parte central se colocarán cuatro torres circulares con escaleras de hierro que permitan ocupar rápidamente la azotea por todos lados en un momento preciso y que servirán, a la vez, de vigías.

     El edificio irá circunvalado por una calle de cinco metros de ancho; y su construcción estará sujeta, naturalmente, a todas las prescripciones estratégicas y de defensa que requieren su destino y naturaleza.

Vista del edificio de la Academia Militar de Venezuela, inaugurado en 1906
El Museo Histórico Militar está situado en el sector Monte Piedad en la parroquia 23 de Enero del Municipio Libertador, en Caracas

     Según las disposiciones del Código Militar ya publicado y que entrará en vigencia el próximo 19 de abril venidero, la Academia tiene por objeto la formación de Oficiales para infantería, artillería, caballería, ingenieros y Estado Mayor del Ejército.

     Se regirá por un reglamento especial y las materias de estudio se dividirán: en un curso general para todos los alumnos de cualquier arma a que se dediquen y cursos especiales para las distintas armas, comprendiendo los siguientes estudios: Administración militar, Aerostación militar, Algebra, Algebra superior, Anatomía, empleo, enfermedades del ganado y su tratamiento, Armas portátiles, Arte de la guerra, Arte de edificar en sus aplicaciones militares, Apreciación de distancia, Balística, Balística superior, Cálculo diferencial e integral, Cartografía militar, Castrametación, Código militar, Constitución Nacional, Construcción de caminos,  puentes, telégrafos y teléfonos militares, Construcción de cañones, proyectiles, espoletas y montajes.

     Contabilidad militar, Derecho internacional, Derecho de la guerra, Defensa de costas, Descripción del material de guerra, Dibujo lineal, descriptivo y topográfico, Dibujo de fortificaciones y armas de fuego, Esgrima, Esgrima del sable y lanza a pie y a caballo, Explosivos y sus aplicaciones, Equitación, Estrategia, Estudio comparativo de los Ejércitos de Europa y América, Estudio especial del material de campaña, montaña, sitio, fortaleza y costa, Fortificación de campaña, Fortificaciones provisionales, semipermanentes y permanentes, Geometría, geometría analítica y descriptiva, Geometría militar, Gimnástica, Higiene militar, Historia militar.

     Levantamiento y lavado de planos, Legislación militar extranjera, Moral militar. Mecánica aplicada, Minas, Material de ingenieros, Material de artillería, Organización militar de ejércitos modernos, Química aplicada al material de guerra, Reconocimiento, Servicio de guarnición y campaña, Táctica superior, Táctica de las tres armas, Telegrafía, Topografía, Táctica aplicada, Vías de comunicación”.

Fuentes consultadas:

  • El Cojo Ilustrado. Caracas, 15 de enero de 1904

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