De Valencia a Caracas con una cámara en 1908

De Valencia a Caracas con una cámara en 1908

Gracias a la magia del cine, a principios del siglo XX, el público que acudía a las pocas salas de cine que entonces existían en Venezuela, tuvo oportunidad de apreciar las “diabluras” que eran capaces de cometer quienes ensayaban con una cámara, al captar escenas de la vida cotidiana, en este caso, el recorrido de la ruta del tren que servía la ruta Valencia-Caracas.

El 1º de febrero de 1894 y tras seis años de trabajo, fue inaugurado el Gran Ferrocarril de Venezuela o Ferrocarril Alemán, considerado el mayor sistema ferroviario construido en el país, cubriendo la ruta Caracas-Valencia.

El 1º de febrero de 1894 y tras seis años de trabajo, fue inaugurado el Gran Ferrocarril de Venezuela o Ferrocarril Alemán, considerado el mayor sistema ferroviario construido en el país, cubriendo la ruta Caracas-Valencia.

     A finales de 1908, concretamente el martes 8 de diciembre, los lectores del periódico caraqueño El Constitucional, apreciaron una de esas travesuras a través de la crónica que reprodujeron del diario La Lucha, editado en la ciudad de Valencia. Esta es la crónica en cuestión del “viajecito” que demoraba aproximadamente siete horas, a través de unos 180 kilómetros, en cuyo recorrido se encontraban 86 túneles, 182 viaductos, 212 puentes y 22 estaciones:

     “A las 11 en punto de la mañana, aparece muy clara la Estación de San Blas (Valencia), un hombre de gran chiva dice: «Pasajeros al tren!», suena un pitazo corto y seco y rueda la máquina muy serena, baja una cosa como empalizada en una bocacalle y matan las ruedas un marranito; se ve muy claro a los dueños de éste vendiendo y comiendo carne y chicharrón, muy contentos porque no han pagado los derechos del beneficio; no está previsto por la ley de muerte trágica. Van apareciendo las Estaciones de Los Guayos, Guacara, San Joaquín, Mariara, La Cabrera, Maracay y Gonzalito, muy borrosas y mal enfocadas, silenciosas y tristes, ¡los pitazos y las palabras «pasajeros al tren!» se van apagando y debilitando de tal manera, que, hasta Maracay, llega y sale el tren sin pito y sin ruido de ninguna especie

     Aparece Turmero, suena el pito con brío, se aclara el foco, pasa el tren que viene de Caracas, los pasajeros de Valencia bajan para almorzar. –«No hay sino ron»– estos resignados se les ve leyendo El Constitucional que han comprado a medio y a real porque no hay vuelto. –Sigue la película muy clara y van apareciendo Cagua, San Mateo y La Victoria, ¡se pita duro y se grita claro «pasajeros al tren!» y los pasajeros bajan a La Victoria con mucha hambre; el almuerzo!, ¡el almuerzo! No hay sino ron, vuelven a decir los botiquineros como si fuera el himno de la muerte o una consigna terrible; el foco aclara y la luz es fija y aparece El Consejo y Tejerías, los cerros se ven con grandes manchas verdes y muchos hombres que limpian y labran la tierra; los pasajeros preguntan desde las ventanillas el tren: «Hay algo que comer»– «Ni hay sino ron San Vicente», y sigue la máquina por unos terrenos muy fértiles y muy bonitos, de trecho en trecho no se ve nada, manchas oscuras presenta la película, estamos pasando los 86 túneles.

     Con mucha vida y en colores aparecen Las Mostazas, Begonia, Los Teques y Las Adjuntas, ¡a medida que la máquina se acerca a Caracas suena el pito más duro y se oye claro y con mucha fuerza las palabras «pasajeros al tren!». Se nota un movimiento; las señoras y los caballeros acatarrados se ponen capas y sobretodos y aparecen Los Teques; aquí salen algunas cabezas por las ventanillas–¿Hay algo de comida? –no hay sino ron y suena un pitazo largo y «pasajeros al tren!» dicho con mucho entusiasmo. Antímano y Palo Grande, foco muy claro y fijo, no hay titilación; los pasajeros de Valencia pálidos, tristes y casi desmayados de hambre, son atropellados por los dueños de hoteles y por la Empresa de Transporte de Caracas, que llevan y traen como quieren a una pobre gente que tiene el estómago vacío y aparece Caracas con todo su esplendor, el foco es fijo, clarísimo, mucha gente alegre y bien puesta, las calles anchas , limpias, parejas, sin perros y sin pobres, las mujeres se dejan ver, reclaman y hacen el honor de permitir el saludo y de que sepamos de qué color tienen sus ojos, la cultura y las atenciones llueven como un rocío, como un sueño que hace olvidar las amarguras del tránsito–Van pasando en todas direcciones los 50 carros de los tranvías eléctricos y las calesas nuevas, lustrosas, con caballos bonitos y gordos, y los edificios van pasando como un encanto, «Castro lo hizo»; «Castro lo dispuso»; «Castro lo reedificó», «Castro lo decretó»; se oye al pasar por cada edificio como una gratitud, como un homenaje de aquella población alegre y feliz al Restaurador de Venezuela.

     La película cada vez más clara sigue pasando. –A la primera intención es recibido por el Gobernador de Caracas Pedro Mª Cárdenas el director de La Lucha, quien felicita a éste por la organización del Distrito, verdaderamente a la altura de la civilización más avanzada.

     El general Cárdenas tiene toda la amabilidad y toda la cultura del caballero; sabe mandar y sabe tratar a sus subalternos, todos lo respetan y todos lo quieren, de allí esa cultura y ese algo especial de la Policía de Caracas y esa organización de Distrito que dice mucho de las facultades del general Pedro María Cárdenas.

El viaje en tren, desde Valencia a Caracas, demoraba aproximadamente siete horas, a través de unos 180 kilómetros, en cuyo recorrido se encontraban 86 túneles, 182 viaductos, 212 puentes y 22 estaciones.

El viaje en tren, desde Valencia a Caracas, demoraba aproximadamente siete horas, a través de unos 180 kilómetros, en cuyo recorrido se encontraban 86 túneles, 182 viaductos, 212 puentes y 22 estaciones.

Al salir de la estación de Los Teques, sonaba el pito más duro, en señal de que el tren se aproxima a Caracas.

Al salir de la estación de Los Teques, sonaba el pito más duro, en señal de que el tren se aproxima a Caracas.

     Pueda una calesa y se detiene en la casa número 66 –Candelaria– baja un individuo, da un golpe en el antepórtón y dice: ¡Viva Castro! Aparece Gumersindo Rivas, un poco quebrantado pero con su gran corazón y su buena voluntad para todos los amigos de la Causa, se ve la casa muy bonita, el retrato del Jefe y se oye muy claro: «Todos nuestros respetos y todos nuestros esfuerzos para el general Juan Vicente Gómez, el amigo leal que ha compartido con el Jefe las amarguras de la campaña y las alegrías del triunfo y de la paz», y sigue la película clara, se oye el trote de los caballos y se detiene la calesa en las oficinas de EL CONSTITUCIONAL con sus máquinas movidas por la electricidad y la organización militar de aquellos talleres que están diciendo en cada detalles de la voluntad de Rivas y del sabor partidario y leal de aquella tropa que maneja la pluma y que se gana la vida con el sudor de su frente. Sigue la calesa salvando los encuentros con los carros del tranvía y se detiene en el Teatro Caracas, largo como un camino y con sus pasillos de pollera, el cinematógrafo malo, oscuro y sin embargo el público aplaude, pasa la noche oyéndose cada cuarto de hora que hace el reloj tin, tan, tin–y sigue la película y amanece el día con muchas mujeres y muchas flores, todo es vida, animación y contento.

     Vienen los toros con su circo de hierro suntuoso pero su corrida mala, Caracas aplaude, Caracas no sufre por nada, los botiquines repletos, cada quien quiere obsequiar, cada corazón es un amigo y cada mujer es una alegría, porque llevan en sus ojos todo el gusto por la vida y todas las ternuras del sexo.

     Viene el Mercado con su organización admirable, limpio como un espejo y pletórico de comestibles y flores y sigue la película presentando las joyerías y los establecimientos mercantiles con sus grandes espejos y sus mostradores de cristal; aparecen las oficinas de El Cojo Ilustrado sus máquinas en movimiento por la electricidad y su personal atento, afable y feliz y desfilan los hoteles y las plazas públicas. El Calvario, El Paraíso, los Templos, los Bancos, las Logias, los Teatros, «Cosmos» con sus máquinas modernisimas, la Lavandería Venezolana, el Telégrafo y el Correo a la altura europea, etc, etc. y luego se oscurece un poco la película y de cuando en cuando se ven letreros que dicen «Casas de Cambio» –Cambios dudosos, Compra y venta de muebles y «El amor fácil», y se va haciendo cada vez más oscuro hasta que aparece una nube como langostas, de vendedores de billetes, de libros viejos, limpiadores de botas y unos hombres de paltó que piden pesetas y revientan la película”.

Entre la atracción y la repulsión

Entre la atracción y la repulsión

Testimonios de tres viajeros que estuvieron en Caracas en el siglo XIX: Consejero Lisboa, Eastwick y Laverde.

Miguel María Lisboa, mejor conocido como Consejero Lisboa, primer representante diplomático brasileño acreditado en Venezuela. Autor del libro “Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador”, donde narra sus andanzas por tierras venezolanas.

Miguel María Lisboa, mejor conocido como Consejero Lisboa, primer representante diplomático brasileño acreditado en Venezuela. Autor del libro “Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador”, donde narra sus andanzas por tierras venezolanas.

     Sir Francis Bacon (1561-1626) escribió un ensayo sobre los viajes en el siglo XVII. En este ensayo, Bacon ofreció varios consejos para el viajero. Algunos de estos consejos incluyen llevar un diario de viaje, buscar lugares interesantes y actividades interesantes, utilizar libros guía y preguntar a la gente del lugar e intentar vivir diferentes experiencias en cada lugar. Lo que se denominó Arte Apódemica hace referencia a lo que el viajero debía extender, ante sus lectores, de su experiencia en lugares por él explorados. Es bajo este contexto que debe ser leída la literatura del viajero.

     Por ejemplo, Miguel María Lisboa, mejor conocido como Consejero Lisboa, estuvo en el país, primero entre 1843 y 1844, cuando Venezuela era gobernada por Carlos Soublette. Luego retornó en 1852 hasta 1854, entonces mandaban los Monagas, de la mano de José Gregorio Monagas. En la primera ocasión su estadía fue como ministro Consejero del gobierno brasileño. En la segunda, lo hizo como ministro Plenipotenciario del Brasil.

     Sus reflexiones y observaciones las desarrolló en un libro que terminó de escribir en 1853, aunque vería la luz pública en 1865 con el título “Relación de un viaje a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador”. La primera edición apareció en Bruselas, Bélgica en ese año. Para el año de 1954 se realizaría su traducción al castellano en Venezuela. Lisboa advirtió desde las primeras líneas de su escrito, que el propósito del mismo era ofrecer al lector, en especial brasileño, un conjunto de rasgos de países que limitaban con el Brasil. 

     También advirtió la necesidad de superar el desconocimiento de las cualidades de su civilización, en lo que de ellas debería considerarse de importancia y los elementos de desorden y decadencia que impedían su progreso.

     De igual forma, recordó que la orientación de su relato discrepaba con la de varios europeos, quienes solo se habían dedicado a redactar asuntos bélicos y de la revolución de Independencia. Hizo notar que, al ser un hombre de ideas monárquicas, católico, brasileño y de prosapia latina muchas de sus configuraciones iban a ser objeto de críticas, en las que se expresarían discordancias respecto a sus planteamientos.

     Luego de su primer encuentro con esta comarca regresaría en tiempos cuando la esclavitud había sido abolida, además advirtió que en el país no se mostraban grandes contrastes con lo que había observado la primera vez. Aunque recorrió el litoral central y oriental, entre otros el valle de Aragua, su mayor admiración fue Caracas, el cerro el Ávila el cual recorrió hasta la llamada Silla de Caracas desde donde observó un valle que se extendía con un verdor y riachuelos alrededor de sembradíos diversos. Fue este valle, bañado por el Guaire y otros afluentes que más estimularon su atenta mirada. No dejó de destacar algunos hábitos, costumbres, la composición social y los atributos étnicos de la población de Caracas. Similar a lo que algunos viajeros y visitantes de este valle, provenientes de otros lugares del mundo, les cautivó, se dejó atrapar por la admirable riqueza natural que exhibía la ciudad.

     Describió otros aspectos de la ciudad que mostraban una inclinación desoladora y alejada de la civilización. Entre ellos la inexistencia de teatros y que la plaza de toros no servía. Por otro lado, describió que las casas eran de un solo piso y estaban construidas en mampostería y las calificó como construcciones de lujo. Indicó que no había un registro exacto de la cantidad de habitantes, pero si se sabía que había 880 esclavos. De igual manera, destacó la existencia de una abundante vegetación y la variedad de frutos y bienes provenientes de una pródiga naturaleza.

Edward Eastwick, diplomático inglés, autor de una serie de artículos sobre Venezuela, publicados en el libro “Venezuela o apuntes sobre la vida de una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864”.

Edward Eastwick, diplomático inglés, autor de una serie de artículos sobre Venezuela, publicados en el libro “Venezuela o apuntes sobre la vida de una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864”.

     Durante los meses de julio y octubre de 1864 Edward Eastwick (1814-1883) viajó a Venezuela, en calidad de Comisionado de la General Credit Company de Londres, institución con la que Antonio Guzmán Blanco había acordado un empréstito para el gobierno federal. Durante su estadía conoció y describió aspectos relacionados con La Guaira, Caracas, Valencia y Puerto Cabello. Sus impresiones de viaje fueron publicadas en la revista londinense All the year Round entre 1865 y 1866. Para 1868 se publicarían en forma de libro y para 1959 aparecería una versión en castellano de trescientas cuarenta y cinco páginas.

     Una de sus primeras consideraciones la sustentó en consideraciones vertidas por Humboldt. Según Eastwick, La Guaira resultaba ser una localidad en la que se podía constatar la grandiosidad de la naturaleza frente a la pequeñez humana, aunque el calor fuese sofocante. No dejó de mostrar repulsión acerca de las comidas porque en la cocción de los alimentos utilizaban el ajo. No dejó de destacar los nombres de las personas que calificó de extraños y cómicos, como el de una dama llamada Dolores Fuertes de Barriga. Igualmente, el aguacate le pareció combinado de sabores entre calabaza, melón y tipo de “queso rancio”.

     Bajo este mismo marco de ideas indicó que al suramericano no le pasaba por su mente el de llevar a cabo acciones en beneficio de los demás, aseveración que estuvo acompañada de la observación de animales muertos en plena vía cuando, muy bien agregó, pudieran ser arrojados por los abismos y así evitar nubes de moscas y zamuros a su alrededor, así como alejar los malos olores. Llegó a escribir que en Venezuela se practicaba la “perfecta igualdad” con lo que intentó significar la intromisión de sirvientes y harapientos en prácticas domésticas como conversaciones, juegos, bailes y fiestas.

     Con desdén refirió el caso de funcionarios y personas, de nivel acomodado y no acomodado, quienes ejercían sus oficios o se presentaban a reuniones con un tabaco en la boca. En una parte de su escrito no dejó de señalar que, el criollo exhibía excelentes cualidades, pero sentía aversión por “todo esfuerzo físico” y que, por tal circunstancia las haciendas producían gracias al trabajo de indios y mestizos.

     Entre el conjunto de viajeros que llegaron a Caracas a raíz del Centenario en 1883, Isidoro Laverde Amaya (1852-1903) sobresale, para el lector de hoy, por mostrar un talante distinto a otros de los invitados por parte de la administración guzmancista para este evento, y quienes relataron algunas de sus impresiones de la ciudad de Caracas. Distinto entre quienes se dedicaron a narrar algunos aspectos de la sociedad caraqueña por el orden de sus ideas y conceptos. Diferentes porque a unas cuantas de sus aseveraciones las ratifica con citas de autores reconocidos en el canon para la época de escribir sus opiniones. Algunos de ellos: Alejandro de Humboldt, Andrés Bello, Miguel Tejera, Luis Razetti, Lisandro Alvarado y el argentino Miguel Cané. Algunas de sus argumentaciones que acá expondré aparecieron en: “Viaje a Caracas”, editado en Bogotá, en 1885.

     Como todo visitante que arribaba al puerto de La Guaira comentó acerca del “horrible calor” y el embarazoso desembarque que allí se practicaba, en aguas pletóricas de toninas y tiburones. Su primera y grata impresión fue la riqueza de la flora existente en la travesía hacia Caracas. Utilizó el ferrocarril del cual hizo comentarios elogiosos y mostró sorpresa por la audacia de los ingenieros que lo hicieron posible. Sin embargo, le disgustó que la velocidad con la que avanzaba no lo dejara contemplar de mejor manera la bella naturaleza.

     Un dato curioso que ofrece el viajero es la necesidad de llevar a cabo comparaciones. En el caso del europeo es el de ubicarse en un lugar escrutador normativo. Desde esta disposición se ve impelido, por sus convencimientos de vivencia en civilización y lo que se consideraba era la experiencia del progreso, a resaltar las virtudes de la naturaleza ante las carencias que visualizan en el mundo social, al lado de atributos como la belleza natural, la beldad de la mujer caraqueña y la amabilidad de los hombres de Caracas. Contraste de imponderable importancia porque la mirada que ofrecieron, quienes llevaron a cabo la misma tarea, provenientes de Bogotá y quienes sin dejar de tener como referente a Colombia no lo hicieron con una orientación de superioridad.

Isidoro Laverde Amaya, escritor colombiano que estuvo en la capital venezolana durante las festividades del Centenario del nacimiento del Libertador Simón Bolívar, en 1883. Publicó sus impresiones de la ciudad en el libro “Viaje a Caracas”.

Isidoro Laverde Amaya, escritor colombiano que estuvo en la capital venezolana durante las festividades del Centenario del nacimiento del Libertador Simón Bolívar, en 1883. Publicó sus impresiones de la ciudad en el libro “Viaje a Caracas”.

     Una de estas disposiciones la trajo a colación Laverde cuando le correspondió comparar el servicio ofrecido por la compañía ferrocarrilera y lo que había experimentado en su propio país. Para ratificar esta opinión le sirvieron de referente los trabajadores, encargados de hacer llegar el equipaje al pasajero, a quienes se refirió con encomio frente a los de su país porque en éste eran muy dados al hurto. En su ponderación escribió que en Caracas muchos sabían leer y escribir. Los “amos” les entregaban dinero que llegaba sin alteración alguna a su recibidor, al igual que las cartas a sus destinatarios.

     Le impresionó la sencillez en el vestir de los habitantes de la comarca, la decencia en sus casas, el aseo con el que se exhibían, lo que adjudicó a las costumbres de los habitantes de tierras bajas, tal como en Colombia, y no por la cercanía al mar o por vecindad con centros civilizados. En este orden de ideas, rememoró el caso de Tolima a la que comparó con Venezuela, en contextura física, viveza, agilidad y prontos para el trabajo. No podían faltar las alabanzas a la figura de Antonio Guzmán Blanco en lo referente a la ornamentación y cambios en la ciudad. El aseo de la ciudad llamó su atención. Con sorpresa expresó que la policía no tenía que obligar a los habitantes para que no afearan la ciudad, tal como sucedía en Bogotá.

     Dibujó la ciudad caraqueña como un espacio amable para el visitante. Entre sus ventajas puso a la vista de sus lectores las casas de asistencia, hoteles y restaurantes existentes. Entre éstos escogió como ejemplo de su descripción el llamado “sospechosamente” Gato Negro, al que describió como una fondita donde se expresaba el sentimiento democrático, en él vio, en conjunto, empleados, gentes del pueblo y la burguesía saborear las sabrosas hallacas.

     La rutina de este establecimiento la describió así: desayuno de seis a nueve. Almuerzo doce del mediodía. La comida entre seis y siete de la tarde. Los platos característicos eran: hervido o caldo, una sopa que estaba acompañada, en fuente aparte y para ser mezclado en ella, repollo, zanahorias y yuca, según Laverde el denominado Puchero colombiano. Era el plato indispensable de todo almuerzo. 

     Luego venía pescado de “variedad extraordinaria y gusto variado”. Anotó que los platos acá eran más sazonados y con un sabor más fuerte que los de Colombia. Incorporó a su relato que, en sustitución de los tamales de Santa Fe, en Caracas se elaboraban hallacas (son tamales más civilizados, escribió), cuya característica de mayor realce era el uso de pasas pequeñas y una masa más fina. La hallaca figuraba en el almuerzo los días domingo.

     Dejó dicho que el plato que más sorprendía eran las caraotas que se dividían en blancas o negras, siendo éste el alimento preferido del pueblo. En lo atinente al chocolate lo describió como un producto de fama en Suramérica. Alabó el pan que se elaboraba en la comarca, así como al queso de mano, singularidad llanera, y que representaba una especialidad por su buen gusto. El vino tinto para acompañar las comidas costaba dos reales y lo servían con hielo en los restaurantes.

     No dejó de destacar los atributos del clima imperante que lo asoció con una primavera perpetua, a la usanza de Humboldt, así como el carácter imaginativo del pueblo. Gracias a su imaginación gustaban de las bellas artes y en las casas había un piano ejecutado por señoritas. Relató que éstas salían solas a la calle con vestimenta elegante. Había tres o cuatro modistas que traían revistas, cada 15 a 20 días, desde Europa y que servían de modelo para las confecciones elegidas por las damas. Llamó la atención que por el anhelo de seguir la moda muchos padres habían caído en la ruina al endeudarse con el fin de complacer a sus hijas y esposas. Confirmó que era una práctica funesta aupada por el lujo. No obstante, las mujeres mostraban buen gusto y sobriedad.

Emil Friedman no creía en “niños prodigio”

Emil Friedman no creía en “niños prodigio”

Durante una gira de conciertos por Suramérica, el húngaro Emil Friedman, de 37 años, llegó a Venezuela y decidió quedarse.

Durante una gira de conciertos por Suramérica, el húngaro Emil Friedman, de 37 años, llegó a Venezuela y decidió quedarse.

     A mediados de 1945, mientras cumplía una gira de conciertos por diferentes capitales suramericanas, el músico Emil Friedman pasó unos días en Caracas y en entrevista para la revista Élite, con Alfredo Armas Alfonzo, dijo que no creía en niños prodigios de la música y anticipó que le gustaría casarse con una venezolana. Entonces Friedman contaba 37 años de edad. En el lobby del desaparecido Hotel Majestic, que estaba ubicado frente al Teatro Municipal, le confesó al reportero que los grandes genios de la música en todas las épocas, siempre han tenido un maestro genial.

     Otro de los temas que se abordó en la conversación giró en torno al gusto de Friedman por la belleza de la mujer venezolana. Ese mismo año de 1945, el violinista de origen húngaro, nacido en Praga, el 24 de mayo de 1908, viajó a Maracaibo y allí aceptó el cargo de director de la Academia de Música del estado Zulia, en el cual se mantuvo hasta 1948.

     En 1949, animado por el talento musical natural del venezolano y su vocación pedagógica, se trasladó a Caracas y fundó el “Kindergarten Musical Emil Friedman”, donde niños que se iniciaban en la actividad escolar experimentaban con un instrumento clásico como el violín.

     En 1953, ocho años después de la entrevista con Armas Alfonzo, contrajo matrimonio con la pianista zuliana Elvia Elisa Argüello Landaeta. En 1967 la unidad preescolar cambió de nombre a “Colegio Emil Friedman”, institución que sirvió de inspiración para la creación del Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela.

     La mencionada entrevista fue publicada el 16 de junio de 1945, bajo el título: CONVERSANDO CON EMIL FRIEDMAN. La transcribimos a continuación: “Cuatro de la tarde. Lluvia.

      En la tarde gris el agua cae, floja, sobre Caracas. Las gotas largas y tímidas van esmaltando el cemento y sobre el bronce herrumbroso de la vieja estatua heroica de la Plaza del Municipal pintan escurridizos brillos metálicos.

     Llegamos al hall del Hotel Majestic bajo la fría llovizna. Y a una muchacha morena de bellos ojos negros, parapetada tras el mostrador, junto al teléfono, preguntamos:

–Señorita, tiene la bondad. ¿Podría hablar con el señor Friedman?

     Y la muchacha, amable, se ha acercado al teléfono, ha marcado un número y nos ha tendido la bocina, luego de establecer la comunicación, y hétenos, aquí, repantigados en una cómoda butaca del hall de entrada, esperando a Emil Friedman, reputado violinista mundial.

En 1945, el escritor, crítico, editor e historiador venezolano, Alfredo Armas Alfonzo, le realizó la primera entrevista que dio Emil Friedman en Venezuela.

En 1945, el escritor, crítico, editor e historiador venezolano, Alfredo Armas Alfonzo, le realizó la primera entrevista que dio Emil Friedman en Venezuela.

     Llueve en la tarde gris. Fría y lenta llovizna de junio. Y esperamos cinco, diez minutos. Fumamos, y a través del humo vemos los bellos ojos negros, la calle esmaltada de fugaces brillos.

     En eso se presentó Friedman, bajo, robusto, una prematura calvicie desalojando de la cabeza inteligente la amarilla mancha de pelo. Trae en las manos un sombrero de panamá y en los labios delgados una palabra de excusa por la espera.

     Emil Friedman, con este traje liviano, fresco y este cuerpo fuerte y sano más bien parece un deportista. Tiene, además, la palabra amena y dicharachera, y el gesto sobrio, enérgico, del deportista. Le hacemos sitio en el mullido butacón de rojos colores desvaídos. Y hablamos. Bajo la tarde de lluvia. El hoy reputado famoso artista nació en Praga, en 1908, y en correcto castellano ha empezado a decirnos:

–¡Caramba! Esta lluvia. A las cuatro debía ir a la Academia de Música. . . Me espera una niña artista…

–¿Una niña prodigio?, preguntamos.

–Oh, no. No creo en niños prodigios.

     Y esto es motivo para que Emil Friedman converse largamente sobre el tema, cite a diversos artistas del violín y concluye afirmando:

–El artista no nace hecho, con el instrumento bajo el brazo. Nadie nace con una profesión determinada. Los grandes genios han tenido maestros geniales. Mi caso, sin ser un genio, es, un ejemplo extraordinario. Mis padres eran médicos y no violinistas; fueron opuestos siempre a mi deseo. Fue a los doce años, cuando el contacto con la gente de la orquesta Sinfónica de Praga me hizo violinista. Y eso estudiando mucho, por muchos años.

     Friedman cuenta así la historia. Él era un muchacho, y un día fue a la claque, esto es con la gente pagada para aplaudir los espectáculos. Los profesionales del aplauso ocupaban en el teatro la parte más alta, la llamada galería del teatro. Pero la mirada del adolescente íbase con frecuencia hacia abajo, hacia el sitio destinado a los músicos de la orquesta. Y un día, cansado de prodigar aplausos, se dejó llegar hasta el sitio objeto de su curiosidad, y allí, escondido tras la persona del contrabajo, seguía con atención desvelada, el manejo del instrumento tan grande, del tamaño del niño. Y un día le dijo de aprender él. Se rió el músico:

–No. Esto es muy grande para ti. Te voy a regalar uno más chico.

–Y me regaló un violín.

En 1949, animado por el talento musical natural del venezolano, el músico húngaro fundó el “Kindergarten Musical Emil Friedman”, institución que años más tarde, se convirtió en el Colegio Emil Friedman.

En 1949, animado por el talento musical natural del venezolano, el músico húngaro fundó el “Kindergarten Musical Emil Friedman”, institución que años más tarde, se convirtió en el Colegio Emil Friedman.

     Su primer maestro en Praga, después del músico del contrabasso, fue Otto Sévcik, el “Ingeniero del violín”, famoso músico checo, creador de un método tan fácil que solamente un idiota podía dejar de aprenderlo técnicamente a la perfección. A los 17 años estaba en la Orquesta Sinfónica. Y a los 19 años salió a París, acompañado allí por Henry Marteau, también famoso como Sévcik. De la Ciudad Luz, siempre actuando en las principales salas, Friedman volvió a Praga como asistente del director de la Sinfónica. Allí estuvo del 38 al 39, como concertino.

     Su arte maravilloso paseó en triunfo Inglaterra, Nueva Zelanda, el cercano Oriente –Damasco, Stambul, Ankara, Beirut, Smirna–, Palestina, Egipto, todo el mundo.

     En Inglaterra lo sorprendió la guerra; en Miami el final era esperado. En marzo del 39, estando en Praga, vinieron las hordas nazistas. El 17 de ese mes abandonó el maestro a la gran ciudad checa, dos días después que Adolfo Hitler profanara el suelo de la República. Finlandia, Suecia, Noruega, vieron pasar al músico, el violín callado y triste, rumbo a Inglaterra.

     Y siguieron los caminos invitándolo. El año 40 estaba en Panamá, de donde lo llaman, ofreciéndole contratos ventajosos, según cables que nos muestra. El 42 volvió de nuevo a Inglaterra. Aquí vivió la trágica angustia de los bombardeos despiadados, y vio como se venía al suelo la vieja ciudad de los Lores.

     Y América. Toda la América, desde la Argentina hasta Cuba, por todos los pueblos del nuevo continente excepto Bolivia, Paraguay, Nicaragua y Honduras.

     La palabra correcta de Friedman nos lleva y trae por todos los cielos del mundo. Habla así de la riqueza del Brasil, de nuestro potencial agrícola, de la fecundidad del medio artístico venezolano, de la cual es exponente la continuada visita de artistas y conjuntos de ballet y teatro.

     Luego conversamos de otras cosas. De la mujer venezolana, en primer término. Emil Friedman no es casado y le encanta la mujer criolla. Bueno, Friedman quería casarse con una venezolana. Un tipo como ése, primorosa morena que atiende la Caja en el Copacabana Club del Majestic.

     Nosotros le hemos dicho riendo, que la tarea es fácil y hasta le prometemos ayudarlo, publicando aquí tal deseo y hablando de la ventaja que el matrimonio con el afamado violinista reportaría a la feliz mujer que le toque en suerte.

     Aún más. Friedman emprenderá dentro de poco una gira por el occidente venezolano. ¿Será tras ese propósito? A nuestro entrevistado le gustaría radicarse en Venezuela: una magnífica oportunidad para contar con un agricultor de promesas artísticas. El genio maestro que impulsaría los pequeños genios criollos. Que aquí los hay hasta en la sopa. Tan impertinente como la lluvia, que cae mansa en la calle”.

 

Petare

Petare

Por Rhazes Hernández López

Petare se estableció entre el majestuoso Guaire, el cristalino Caurimare y la apacible y vieja quebrada El Loro.

Petare se estableció entre el majestuoso Guaire, el cristalino Caurimare y la apacible y vieja quebrada El Loro.

     “En los Valles de los Caracas, hacia el extremo Este de la ciudad de Santiago de León, existe un viejo pueblecito histórico. En él, a través de casi tres centurias, se han sucedido hechos por demás interesantes. El pequeño burgo está rodeado de estratégicas colinas, en las cuales se libraron batallas hasta no hace muchos lustros, y pertenece hoy día al extenso Estado Miranda. Este pequeño terruño de la nombrada Entidad Federal, tuvo hasta la honra de ser por varios años, en la segunda mitad del siglo XIX, capital del entonces llamado Estado Bolívar.

     Este pueblecito de calles tortuosas y angostas, guarda la imperecedera huella de la arquitectura colonial española. Cuando nos adentramos en el corazón de él, y nos perdemos por las todavía calles empedradas, nos vienen a la mente las serpenteadas y empinadas callejas de la más española de las ciudades de España: Sevilla. Aquí sólo faltan los geranios florecidos sobre los barandales labrados y torneados de los balcones de madera, así como la guitarra andaluza, tejiendo sus arabescos tras el “cante jondo” y la copla del “cantaór” trasnochado. . . En la arquitectura simple y de pequeñas proporciones, vemos las estampas de Extremadura. El alarife de hace diez siglos atrás, nos ha dejado el eterno recuerdo de la Madre Patria.

     Hay en el pueblo una vieja reliquia arquitectónica: la Iglesia de El Calvario, construida en los primeros días en que se formó la feligresía. Posee imágenes valiosas que recuerdan a “Los Primitivos”, muchas de las cuales se conservan intactas, muy especialmente unas esculturas en las que se ven representados al Arcángel San Miguel en lid con el demonio. Algo muy curioso en estas esculturas, es la pintura que las cubre: el Arcángel está pintado de blanco, mientras que el diablo de negro “achocolatado”, valga el vocablo para determinar el color impreciso. En esta misma iglesia, que fuera hace por lo menos 200 años el templo parroquial, hay una cruz grande, de madera, la cual se cree fue traída de España en el siglo XVII. Esta reliquia histórica se conserva en muy buen estado, y numerosos fieles concurren a ella, devotamente, por cuanto se dice “que es muy milagrosa”. El pavimento de este humilde templo, es de ladrillos rojos, es el mismo que le fue colocado cuando fue construida la iglesia. Y a pesar del largo derrotero de años, este enlozado se conserva intacto.

     Siguiendo la costumbre de aquella época de inhumar en los recintos de los templos, podemos apreciar las lápidas de varias tumbas, en las cuales se encuentran enterrados distinguidas damas y nobles caballeros, tal vez fundadores del pequeño pueblecito y dueños y señores de las fértiles campiñas de este extremo de los Valles de Caracas. En los epitafios se ven claramente las fechas que señalan el día en que fueron llevados a la última morada estas connotadas personas. . . 1700. . . 1764. . . 1800. . . Los mausoleos permanecen tal como fueron construidos; el mármol conserva la brillantez del pulimento. Su aspecto nos infunde el respeto que se le tiene a lo hierático y divino. Y ante su presencia, nos hacemos una larga serie de cavilaciones, reconstruyendo en nuestra imaginación aquel pasado oscurantista, cuando se acostumbraba colocar sobre los caballetes de las casas una crucecita de hierro, salvaguarda sobre el enemigo malo, según el decir de las personas versadas en cuestiones religiosas. . . Asimismo, cuando el párroco acudía con el Santo Viático, acompañado de un escuálido cortejo de feligreses y devotos, y los monacillos tocando el lúgubre esquillón, que anunciaba que se le iban a prestar los últimos auxilios a la Santa Madre Iglesia, al moribundo que habitaba en una callejuela húmeda y solitaria, gris-oscura, como un atardecer de invierno.

     Así era el pueblecito de entonces. Así era Petare de los siglos XVIII y XIX, establecido, como siempre, como una isla dentro de un triángulo de agua formado por el majestuoso Guaire, el cristalino Caurimare y la apacible y vieja Quebrada de la Mina de Oro, la que más tarde la voz popular tal vez para abreviar su nombre la llamó El Loro; hoy día continúa llamándose así.

     En algunas casas de esta población se conservan todavía los cuartos, formas de calabozos donde se alojaban a los esclavos después de haber trabajado todo un día bajo el bravo sol tropical en las faenas del campo, en las propiedades agrícolas de sus señores. En estos “cuartos” pueden apreciarse los barrotes de las puertas, así como las grandes aldabas y pesados picaportes hechos de hierro forjado, igualmente las argollas a las cuales eran encadenados durante la noche los esclavos más rebeldes, cansados de sufrir el látigo infamante y las más duras tareas en el largo ciclo de 12 ó 14 horas consecutivas.

Algunas casas de Petare conservan todavía los cuartos donde se alojaban a los esclavos después de haber trabajado todo un día bajo el bravo sol tropical.

Algunas casas de Petare conservan todavía los cuartos donde se alojaban a los esclavos después de haber trabajado todo un día bajo el bravo sol tropical.

En los aledaños del pueblo

     Al salir del pueblecito hacia el Norte, por el viejo camino carretero de Guarenas, nos dirigimos hacia los frescos cañamelares de las haciendas circunvecinas. Tomamos el sendero del fundo de “La Urbina”, sendero éste que va casi por la orilla del que fuera el rumoroso Caurimare, cantado por los aedas de la “era parnasiana”, tales como Domingo Ramón Hernández, Gabriel Muñoz y otros que se nos olvidan. En este agradable sitio se encuentra el célebre “Pozo de la Batea”, donde según cuenta la leyenda, tomó un baño El Libertador y otras eminentes personalidades de linaje, pertenecientes a las familias patriotas de Caracas, cuando el famoso éxodo a Oriente en el año 14.

     En esta hacienda existen dos grandes trapiches los que se conservan, aunque algo derruidos por la acción del tiempo – ¡casi dos siglos de existencia! – Sus torreones se yerguen imponentes apuntando hacia el cielo límpido y azul como dos gigantes de piedra. Arrumbados contra los viejos muros se hallan las primitivas maquinarias para la molienda; las enormes y pesadas mazas de piedra que trituraban la caña de azúcar para extraerle el dulce zumo; las ruedas dentadas cubiertas por el moho de varios lustros. 

     La Gran Rueda de casi diez metros de diámetro, por medio de la cual se ponía en movimiento todo el sistema de molienda, era accionada por el agua; las grandes pailas de cobre martillado, donde se cocinaba la zafra de todos los años para hacer el papelón que consumían todos los pueblos de este feraz valle. Hoy emplean estos grandes envases para los bebederos de las bestias de la hacienda. Uno de estos fundos fue propiedad del general José Antonio Páez, y cuenta la tradición que el Héroe de las Queseras. Acostumbraba pasear todas las tardes en una briosa cabalgadura árabe por su finca, llegando a veces hasta el pueblo, donde era recibido con júbilo por los pobladores, quienes sentían admiración y respeto por el bravo paladín de la Emancipación.

Petare, tierra de valientes soldados

     Durante el pasado siglo, Petare era considerado como una tierra de hombres valientes. Allí nacieron el general Luciano Mendoza, adversario del general José Antonio Páez, y a quien derrotara en una batalla librada en los llamados “Cerros de Chupulún”, cercanos a esta misma población; el general Natividad Mendoza, hermano de anterior, y también incansable guerrillero, que cuando se “alzaba”, sembraba el pánico en toda la comarca; el general Fermín Soto, destacado miembro del Partido Liberal Amarillo, y quien se distinguió en varias acciones con valentía y serenidad. En la actualidad vive en Petare su hijo, Jesús María Soto, persona muy apreciada en esa población. Igualmente nació en Petare, el general José María Capote, uno de los mílites de quien se dice ayudó a dar el triunfo a Juan Vicente Gómez en la batalla de Ciudad Bolívar. Este pequeño pueblo era considerado como un nido de “revolucionarios”, quienes a cada momento ponían en consternación al gobierno constituido. Para entonces ir de Caracas a Petare era algo difícil, pues parte del camino –hoy Vía del Este– siempre estaba lleno de grandes lodazales. Todavía se comenta en la nombrada población “el gran pantano que se formaba entre Los Dos Caminos y Petare”; las carretas –transporte exclusivo de carga para la época– se hundían en el lodo, y muchas veces llegaron a perecer las bestias que las tiraban, ante el desespero de quienes las conducían.

Las calles de Petare son, generalmente, empinadísimas.

Las calles de Petare son, generalmente, empinadísimas.

Un artista que no se dio a conocer

     En la segunda mitad del siglo pasado, vio la luz en esta población un niño que con el tiempo dio notaciones de tener una gran intuición para el arte de la pintura. Este artista se llamó Jesús María Arvelo. Dicen los que lo conocieron en el pueblo “que tenía una facilidad asombrosa para pintar retratos, así como paisajes y naturalezas muertas”. El gobierno de entonces se interesó por el joven pintor, con el loable propósito de enviarlo a Italia para que estudiara la carrera artística bajo la dirección de buenos maestros; mas, al joven Arvelo, se le presentó la dificultad de separarse de su señora madre, quien desesperadamente le rogaba que no se fuera porque no podía estar sin él. Ante esta calamidad de orden familiar, fue perdiendo el entusiasmo de su viaje a Europa, y el tiempo se encargó de ir apagando sus vehementes deseos de seguir los estudios en una academia. Sin embargo, Arvelo continuó pintando en su pequeño pueblo natal, ya que no vivía sino para su arte, al cual le dedicó la mayor parte de su vida. En Petare se conservan varios óleos de propiedad particular, así como también en la Iglesia Parroquial de esa localidad, sobre hechos de la Biblia y sobre la vida de los santos, e igualmente varias decoraciones en algunas casas. A través de la pequeña obra del artista y de sus escasos recursos técnicos, se observa la disposición y el talento que tenía para tan difícil carrera. Es una verdadera lástima que Venezuela no haya podido contar entre sus hijos a este artista olvidado quien ha podido ser un destacado representante del arte pictórico nacional.

Una reacción contra el Libertador

     En los emocionantes días de la Independencia, cuando el pueblo venezolano se preparaba a sacudir de una vez por todas el yugo de la España oscurantista y ultramontana, en este pueblecito tuvo lugar un triste hecho que ha permanecido perdido en los tantos y olvidados capítulos de la historia patria. Dice la tradición que un grupo de burgueses de la localidad ante el ritmo vertiginoso que estaban tomando los acontecimientos por la Independencia de la patria, agitaron al pueblo contra el Libertador “por su herejía y alta traición contra su católica majestad Don Fernando VII”. Este grupo de reaccionarios señores, obligaron hasta por medio de la fuerza a los esclavos para que se unieran a la protesta por una tan noble causa. El condenable hecho no tuvo una gran trascendencia por fortuna, pero la historia registra este acto como que fue una cosa del pueblo y de los esclavos contra las ideas de emancipación, cuando todo ello fue el producto de los eternos individuos que se han opuesto siempre al progreso de la humanidad. En Petare existe la casa donde se reunieron estos señores. Está situada en la Calle Miranda y en la actualidad hay en ella un negocio de cine y botiquín. Bajo el piso de ella hay unos sótanos profundos que sería curioso visitarlos; se ha llegado a decir que en ellos hay enterrado un gran tesoro. Este rumor popular ha corrido por espacio de muchos años; parece que nadie se ha atrevido a bajar a ellos. Asimismo, se cree que se comunican con una hacienda vecina por medio de un túnel.

 

La hacienda del conde Mestiatti

     En el cerro del Ávila, justamente frente a Petare, existió en un tiempo una gran hacienda. Tres horas se gastaban a pie desde esta población al gran patio de café de la finca. Para subir al patio había que tomar una escalera construida de hormigón, la cual siempre estaba cubierta de musgos y enredaderas y a veces producía cierta grima por la humedad y por haberse encontrado al pie de ella algunas “macaguas” y “cascabeles” que habían ocasionado la muerte a varios campesinos. El propietario de este fundo cafetero era un Conde que se apellidaba Mestiatti, oriundo de Italia, y de quien se decía que había inmigrado a este país por causas políticas en su patria nativa. El Conde era alto, blanco y con una barba gris, tenía los ojos verdi-azules. Caminaba un poco doblado hacia adelante. En fin, su porte era el de un gran caballero.

     El nombrado señor se esmeró porque su hacienda floreciera y aumentara su producción agrícola; pero pasaron largos años y el Gobierno con el fin de evitar los grandes incendios adquirió la propiedad para patrimonio de la Nación. Hoy aquellas feraces tierras están cubiertas de exuberante vegetación tropical. El ramaje de los árboles cobija bajo su sombra los sólidos muros tejidos por las tupidas enredaderas. Las yerbas han ido tragándose el extenso patio, en el cual se ponía todos los años a secar la cosecha del aromoso fruto. Los canales por donde corría el agua para mover el molino han resistido el peso de los años. En ellos florecen las pascuas y algunas plantas de la familia de las orquídeas, así como también las fresas adheridas a la humedad del hormigón. En la parte baja de la hacienda existe una “caída” de agua con una altura aproximada de setenta y tantos metros. Al pie de ella hay un cristalino pozo que parece un espejo verde de nubes y de ramas largas. El agua es completamente helada, y una persona no es capaz de permanecer dentro de ella más de un minuto; de quedarse un tiempo mayor, saldría entumecida y calambreada. Las orillas de esta piscina natural están cubiertas de berros, juncos y musgos acuáticos. Casi no hay peces; pero sería un sitio ideal para la procreación de truchas y otros peces de zonas templadas. Esta cascada merece verse pues a algunos metros antes de caer casi se pulveriza formando un eterno arcoíris que se esfuma bajo la verde vegetación de la montaña. El agua es purísima, y el fondo del pozo es de una arena limpia, llena de piedrecitas blancas. Las algas acuáticas forman arabescos caprichosos y se mueven con una lasitud de anguila adormecida. El camino para llegar a la hacienda serpentea por entre los pastos. Hoy los excursionistas ascienden por “picas”, por hallarse este sendero casi cubierto de malezas y los derrumbes producidos por las lluvias. De la población de Petare puede verse la línea amarilla del camino en zigzag, hasta perderse en el corazón de la montaña. En algunas horas del día, toda la extensión de la finca se cubre de nieblas, y a lo lejos se ve tenuemente el Valle de los Caracas, perdiéndose la vista hasta el Abra de Catia, hacia el Oeste marino. Regresamos a Petare pasando por la antigua “Hacienda Arvelo”, otro recuerdo colonial con su casona señorial y el viejo trapiche ennegrecido, con su vetusto torreón de adobes rojos, como un centinela firme vigilando el silencio de los labradíos. Tomamos la carretera caminando hacia el viejo pueblecito del Indio Tare, perdiéndonos entre sus callejuelas sevillanas, con la mirada puesta en los balcones florecidos”

FUENTE CONSULTADA

  • Elite. Caracas, núm. 985, 13 de agosto de 1944.

Caracas vista por un hijo de Páez

Caracas vista por un hijo de Páez

Ramón Páez (1810-1894), hijo del general José Antonio Páez, escribió una obra titulada Escenas rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela. Publicada originalmente en inglés, en 1862.

Ramón Páez (1810-1894), hijo del general José Antonio Páez, escribió una obra titulada Escenas rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela. Publicada originalmente en inglés, en 1862.

     Ramón Páez (1810-1894), hijo del general José Antonio Páez, escribió una obra titulada Escenas rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela. Texto publicado originalmente en inglés, en Nueva York, en agosto de 1862. Posteriormente, la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, lo editó en español, en 1973.

     En su obra, Ramón Páez describió la vida en los llanos venezolanos y colombianos, así como algunos de los hábitos y costumbres de los lugareños. Se trata de una colección de anécdotas y relatos. Su obra está considerada como una de las primeras que se escribió en el ámbito de la literatura venezolana y que describe la vida rural y paisajes llaneros.

     Entre las actividades que ejerció en su vida se encuentran las de diplomático, pintor y escritor. Nació en Achaguas, estado Apure, en 1810, y falleció en Calabozo, estado Guárico, en 1894. Sus primeros estudios los realizó en Caracas, en el Colegio de la Parroquia de la Merced. Siendo aún muy joven fue enviado a España, donde mostró su interés por la botánica y la lengua inglesa. Luego se marcharía a Londres adonde culminaron sus estudios.

     Regresó a Venezuela por poco tiempo, retornando a Londres en 1839 junto a una delegación que acompañó al ministro plenipotenciario de Venezuela en Inglaterra. Años después, en 1846, recorrió con su padre los llanos de Venezuela. De esta visita escribió su primera obra, Escenas Rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela.

     Acompañó a su progenitor en la incursión que llevó a cabo en Curazao, durante 1848, y en la batalla de Taratara el mismo año. Luego de la capitulación de su padre, en 1849, Ramón Páez vivió en calidad de exilado en Curazao hasta 1850. Este mismo año se reunió con su padre en Nueva York donde le acompañó hasta el día de su fallecimiento en el año de 1873.

     Entre 1882 a 1887, entabló una querella frente al gobierno venezolano de entonces, debido al traslado de los restos del general Páez. Sin embargo, en 1888 formó parte de la comitiva que trasladó los despojos del “Taita” al territorio que le vio nacer.

     Aunque el libro mencionado está centrado en los llanos venezolanos, el último apartado lo tituló “Caracas”, donde relata que viajaron desde la localidad de Calabozo con rumbo a los Valles de Aragua. En un punto del camino se despidieron de la comitiva que los acompañaba a él y a su padre. Al llegar a su destino, les atacó un estado febril, que lo afectó más a él que al gran caudillo.

     Antes de alcanzar la ciudad capital fueron objeto de un ataque por parte de tropas forajidas en las cercanías de Villa de Cura. Al arribar a Caracas, cuenta Ramón Páez que fueron recibidos con “las mayores demostraciones del fervor popular y de respeto por el General en Jefe. Las calles estaban repletas de gentes de todos los partidos y condiciones; hermosas damas fueron las encargadas de presentar a nuestro Caudillo coronas de laurel”. Redactó que todas las esquinas estaban ornadas de arcos triunfales, adornados con banderas y pinturas alegóricas, “entre las que sobresalían los retratos de Bolívar y Páez”. En este orden no dejó pasar la oportunidad para escribir que quienes en ese momento lanzaban sus vivas “al desinteresado patriota, un año después pedía su cabeza al tirano Monagas”.

     Agregó a su descripción que a su llegada habían sido agasajados con una espléndida merienda preparada “por las personalidades de Caracas en los espaciosos corredores de la casa del General, cuyos sótanos se habían surtido con los vinos y las conservas más exquisitas”. Luego narró que por toda la ciudad de Caracas se sabía que Monagas y “sus semisalvajes tropas – que aún estaban en Barcelona fraguando la ruina de la República iban a ser los huéspedes del general Páez, hasta tanto que les fuera preparada una conveniente residencia”.

El general José Antonio Páez recorrió gran parte de los llanos en compañía de su hijo Ramón, quien luego plasmaría en un libro sus impresiones de lo vivido en ese viaje.

El general José Antonio Páez recorrió gran parte de los llanos en compañía de su hijo Ramón, quien luego plasmaría en un libro sus impresiones de lo vivido en ese viaje.

     En este orden de ideas, indicó que el nuevo presidente había retardado su llegada, “y esta demora fue aún más odiosa debido a que el país no gozaba entonces de una firme condición”. A esta opinión sumó que muchos de los dirigentes de la anterior rebelión andaban a sus anchas, “y la pandilla de la Sierra se había dejado ver de nuevo muy numerosa bajo el mando de Rangel, un audaz mestizo, antiguo partidario de Cisneros, otro bandido indio, que bajo el pretexto de combatir por España había sembrado el terror durante once años en los alrededores de Caracas”.

     De acuerdo con su percepción en países envueltos en revueltas militares y civiles, “se habían trocado los papeles, y este antiguo terror de las montañas, se tornó en el instrumento más eficaz para la supresión de las cuadrillas de malhechores que erraban por los inaccesibles vericuetos de la Sierra”. Sin embargo, agregó que todavía mostraba inclinación por obedecer a su antiguo socio Rangel.

     En las líneas trazadas acerca de Cisneros agregó que éste “fue convertido de un implacable bandido, en un sumiso esclavo del general Páez, es extremadamente singular y se me permitirá que le de cabida en estas Rudas Escenas”. Del mismo personaje subrayó que utilizó la imagen de la monarquía española para poner en jaque a las mejores tropas de la ciudad de Caracas.

     Contó que un pequeño hijo del indio alzado había sido capturado por las autoridades militares y que “había sido enviado como trofeo al General”. Pero el trato con el pequeño joven era muy difícil y Páez decidió ser su padrino. “Ya cristianizado el pequeño salvaje, fue puesto en una escuela junto con los hijos de su padrino, y tratado con la misma consideración que a cualquiera de ellos”. En su narración refirió que al Cisneros enterarse del destino de su hijo, había enviado una carta de agradecimiento a Páez con una de sus concubinas.

Uno de los grabados aparecidos en la edición original de la obra de Ramón Páez, en 1862.

Uno de los grabados aparecidos en la edición original de la obra de Ramón Páez, en 1862.

     Pero en ella agregó que continuaría su lucha a favor de la corona española. Páez aprovecho la oportunidad para invitar a un encuentro al indio alzado en armas. No obstante, Cisneros se negó. En otra oportunidad cedió a la invitación de su ahora compadre y puso como condición que el general fuese solo al encuentro en un lugar específico en la parte sur de Caracas, muy cerca del Tuy.

     “Siguiendo el camino marcado en la carta de instrucciones que se la había enviado, cabalgó el General dentro del monte hasta que fue detenido por un espantable ¿Quién Vive? De uno de los centinelas; contestando satisfactoriamente el reto, él siguió y otro ¿Quién Vive? Le hizo ver una larga fila de soldados salvajes que le apuntaban a la cabeza con sus fusiles, no escuchó ni una palabra más hasta que llegó al Cuartel del Jefe bajo una gran Ceiba. Por la fama y las hazañas de Cisneros, el General pensaba encontrarse con un poderoso guerrero indio rodeado por un estado mayor de igualmente atléticos hombres”. Destacó que fue grande la sorpresa de Páez al ver a “una mezquina criatura, con el rostro medio oculto por una masa de cabellos caído que avanzaba hacia él”.

En 1888, Ramón Páez estuvo presente en el traslado de los restos de su padre, el general José Antonio Páez, a Caracas.

En 1888, Ramón Páez estuvo presente en el traslado de los restos de su padre, el general José Antonio Páez, a Caracas.

     En su narración recordó que el General trató de convencer al forajido para que abandonara sus ilícitas actividades, al tiempo que le ofreció una buena paga dentro de las filas castrenses venezolanas, pero insistió en seguir en el servicio del Rey de España. Luego Cisneros devolvió la amable visita al General, pero sin traspasar los límites del Valle. Reunión a partir de la cual se mostró ecuánime con el general Páez. “Disolvió entonces su guardia de cuatrocientos soldados, indios todos los cuales quedaron al servicio del gobierno, y se dedicó a la cría del ganado siguiendo el ejemplo de su compadre, quien le avanzó el necesario número de cabezas para establecer una fundación en el caserío indio de Camatagua”.

     A pesar de su colaboración para la erradicación de malhechores enemigos de la República, Cisneros cayó en desgracia, luego de haber sido procesado como colaborador de su antiguo compinche Rangel.

     De tal modo que Páez se vio en la obligación de retirarlo de todo mando y citarlo al Cuartel General de Villa de Cura, para que respondiera de los actos que se le atribuían. Ramón Páez escribió al respecto:

“Una noche, mientras conversaba el general con dos de sus oficiales, en el corredor de una solitaria casa, en la que se había detenido poco antes de llegar al pueblo, Cisneros, trabuco y espada en mano, surgió repentinamente ante él. Sospechando alguna traición, el General avanzó en el acto sobre él y le preguntó: ¿Por qué está usted aquí? Vengo – respondió fríamente Cisneros – a preguntar la causa de mi destitución”. En su relato Ramón Páez comentó que en un descuido de Cisneros el General le había despojado del trabuco y la espada. El caudillo llanero “ordenó a uno de sus oficiales que le pusieran grillos. Ulteriores investigaciones probaron que Cisneros, disgustado por verse destituido en el mando por un Teniente – Coronel, invitó a sus hombres a que le siguieran, invitación que por lo menos, fue inmediatamente aceptada por la tercera parte”.

     En su narración dejó escrito que al siguiente día de la captura de Cisneros fue procesado por un consejo de guerra del que se emitió la sentencia de fusilamiento. Sin embargo, el procesado no parecía dar crédito a la sentencia hasta que estuvo frente al paredón de fusilamiento, “tornóse muy sumiso, y pidió licencia para hablar. Dirigióse a la turba reunida en la plaza protestando de su inocencia contra el cargo de traición que se le imputaba, aunque reconocía que aquello era el justo pago de sus antiguos crímenes”.

     Terminó este acápite reseñando que, a los pocos días de la ejecución había llegado a Caracas el cadáver de Rangel, “agujereado de balas y atravesado sobre el lomo de un burro”. Luego de reseñar estos incidentes escribió que por fin llegaron para cumplir con el deseo de Monagas, “de que fuera el general Páez el primero que lo saludara en la rada de La Guaira”.

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