Sociedad caraqueña
Para el periodista estadounidense William Eleroy Curtis, el presidente de la República, Joaquín Crespo, y su señora esposa, Jacinta Parejo de Crespo, son una clara muestra del venezolano mestizo, descendientes de la mezcolanza entre españoles e indios.
En su libro titulado “Venezuela la tierra donde siempre es verano”, el periodista estadounidense William Eleroy Curtis resaltó que las por él denominadas barreras de color, entre los pobladores del territorio venezolano, no habían sido superadas, pero “no están tan estrictamente delimitadas como en los Estados Unidos”. Situación que corroboró al ver que descendientes de africanos, u hombres de color tal como él los denominó, no estaban privados de honores sociales, profesionales ni políticos. Expuso ante sus potenciales lectores el ejemplo de Joaquín Crespo (1841-1898), presidente de la República (1884-1886 y 1892-1898) y el de su cónyuge, Jacinta Parejo de Crespo al destacar su tipo mestizo o descendientes de grupos españoles e indios.
En este orden de ideas sumó a sus consideraciones que, la mezcla entre los diversos grupos sociales se mostraba con mayor prominencia entre los conjuntos sociales menos favorecidos económica y socialmente.
“Es muy corriente ver que una mujer blanca tenga por esposo a un tercerón o, incluso un mulato, y hasta más corriente todavía resulta ver a un hombre blanco con una Venus de media tinta por esposa”. Presenció que, en reuniones, ágapes, bailes públicos, hoteles, lugares de diversión y encuentros públicos las “tres razas, española, negra e india” se apreciaban y mezclaban sin mayores distinciones.
Según lo redactado por Curtis, era un verdadero y común espectáculo observar rostros negros y blancos lado a lado en las mesas de los hoteles, restaurantes, escuelas y colegios, lo que “no supone ninguna diferencia en su posición o en su trato”. No conforme con estas consideraciones sumó haber presenciado que abogados eminentes, juristas destacados y publicistas reconocidos “son de sangre negra”. De igual manera, apreció que entre los integrantes del clero tampoco la distinción basada en el color de la piel tenía mayor peso en lo que respecta a las exclusiones.
Precisó haber visto por las calles a algunos estudiantes de teología negros caminar de brazos con un condiscípulo blanco, “y para el nombramiento de sacerdote para cada parroquia, el Obispo nunca piensa en prejuicio racial alguno”. Por momentos Curtis no deja de mostrar cierta ingenuidad y confianza en los comentarios que al respecto escuchaba, por eso es frecuente leer en su escrito aseveraciones como la siguiente: “Se dice que el actual Obispo tiene sangre india y negra en sus venas. Un domingo por la mañana me reuní con una congregación de fieles en una de las iglesias más elegantes y descubrí que un sacerdote negro oficiaba la misa. No pude distinguir a una sola persona de color entre los fieles, y todos los acólitos asistentes eran blancos”.
Ratificó estas consideraciones con aseveraciones relacionadas con lo que había observado e información de testigos presenciales que habitaban en la comarca. Asentó que varios de los acaudalados hacendados en Venezuela eran de origen negro, aunque muy pocos de ellos se dedicaban a las actividades comerciales. Éstas más bien estaban en manos de extranjeros, en especial el comercio al por mayor, de lo que se puede colegir que el comercio al detal o de menudeo si contaba con presencia de nativos.
Un aspecto de la sociedad venezolana que llamó la atención de viajeros, como el caso de Curtis, era que muchos de los habitantes caraqueños de posición social desahogada prefirieran las llamadas actividades liberales o, en su defecto, cargos dentro del Estado. También, que prefirieran dejar en manos de extranjeros el comercio de grandes proporciones entre el país y el extranjero.
En lo que se refiere a la abolición de la esclavitud, señaló que las autoridades políticas venezolanas se habían adelantado a las de los Estados Unidos, “y si a Simón Bolívar se le hubiese permitido gobernar el país, la esclavitud habría sido abolida poco después de la guerra de independencia”. Para dar fuerza a esta aseveración recordó que a Bolívar se le había otorgado un obsequio de un millón de dólares en honor a su desprendimiento, lo utilizó para comprar la libertad de mil esclavos. De inmediato pasó a reseñar el decreto de abolición de la esclavitud del año de 1854, durante el mandato de los Monagas, y recordó que quien había firmado el decreto había pasado los últimos años de su vida en una cárcel.
Entre sus elucubraciones no dejó de reseñar algunas características de Antonio Guzmán Blanco (1829-1899) y lo que denominó el embellecimiento de la ciudad ejecutado por este último.
Uno de los aspectos de su gobierno que destacó tuvo que ver con las distintas estatuas edificadas, durante su gestión gubernamental, de “todos los hombres famosos en la historia de la República – con la sola excepción del general José Antonio Páez, a quien nunca le perdonó haber sentenciado a muerte a su padre, Antonio Leocadio Guzmán”.
Una de las efigies que destacó fue la esculpida en honor al Libertador en la plaza central de Caracas. Según sus apreciaciones este tipo de acciones eran propias de la personalidad de Guzmán Blanco quien, al honrar a otros, “se honraba a él mismo, literalmente”. De igual manera expuso ante los lectores que Guzmán no mostraba disposición ni tolerancia frente a quienes preguntaban por el que había mostrado la iniciativa de disponer las estatuas, con la justificación de homenajes. Expuso que Guzmán siempre que llevaba a cabo el desarrollo de una obra, lo fuera un puente, un poste de luz o reja de hierro, le colocaban un anuncio que indicaba cuándo y por quien había sido edificado, “y el nombre del Ilustre Americano aparece en letras de grandes tamaños en la inscripción de todos los numerosos monumentos que erigió en la ciudad para conmemorar los acontecimientos notables o perpetuar la memoria de los hombres igualmente notables”.
Luego de esta digresión volvió a hacer referencia a los descendientes de africanos en el territorio de Venezuela. Pero esta vez para establecer diferenciaciones con otros grupos de la sociedad caraqueña y, por extensión, de la venezolana. De este grupo étnico ponderó que poseían una mayor inteligencia o preparación intelectual frente a los indios, así como que mostraban voluntad y ambición, un mayor grado de instrucción y una posición social y económica distinto al grupo étnico integrado por el indio. “Estos parecen predestinados al peonaje perpetuo” fueron las palabras que delineó en su escrito.
De inmediato pasó a plantear un conjunto de consideraciones relacionadas con la vida social y económica de los habitantes de la comarca. Indicó que, aunque los gobernantes venezolanos nunca habían elaborado una legislación sobre el peonaje, la relación entre los hacendados y los jornaleros, en especial fuera de la ciudad capital, era equivalente a relaciones de trabajo esclavo, aceptadas como algo natural entre patrono y empleado debido a las precarias condiciones socio económico de unos y la riqueza de otros.
En lo que se refiere a los distintos estratos sociales existentes, o clases, o castas exhibían una gran variedad al interior del territorio nacional. Pasó a reseñar el mestizaje proveniente de español con indígena y de español con africano o mulato y los zambos de origen africano con los pueblos originarios. “El negro de sangre pura, así como el indio de sangre pura, raras veces tiene más suerte que la de ser peón, y el zambo es la extracción más baja de todos ellos; pero los blancos segundones poseen la inteligencia y la ambición de sus antepasados españoles, llegan a hacer fortuna, a conquistar posiciones sociales e influencia política”.
Curtis ofreció ejemplos de estas combinaciones originadas de coyundas diversas. Puso a la vista de sus potenciales lectores el caso del ejército venezolano de la época. La tropa o los soldados estaban constituido por negros, indios y zambos, “mientras que los oficiales son, o bien blancos o, al menos, tienen sangre blanca en sus venas”.
Para Curtis, los africanos en el territorio de Venezuela poseían mayor inteligencia o preparación intelectual frente a los indios.
Como parte inherente a su estilo de narración agregaba indicaciones de talante moralista y convencimiento personal. Una de ellas está referida a su consideración según la cual no era una desgracia tener sangre mezclada en “las venas”. Tampoco ser fruto de una unión ilegítima. Esto lo expresó al enterarse de la cantidad de hijos ilegítimos que apreció en la comarca. Las ¿razones? De acuerdo con su conocimiento esto tenía su razón de ser en dos situaciones. Una, se podría explicar por los honorarios que hasta hacía poco cobraban los sacerdotes para celebrar y bendecir el matrimonio. Otra, la imposibilidad para los campesinos o cualquier persona de escasos recursos económicos reunir la cifra monetaria exigida para celebrar el acto matrimonial.
A pesar de haberse promulgado leyes para disminuir relaciones ilegales y el nacimiento de hijo ilegítimos el problema persistía.
Otro factor que contribuía con esta situación era que, “entre las clases media y alta la costumbre de mantener queridas de una extracción inferior es bastante generalizada y no es siquiera motivo de chisme. Es una cosa natural y esperada que no sólo un soltero tenga una querida y una familia de hijos, sino que los hombres casados que puedan costearlo, generalmente mantengan dos hogares en los que sus ocupantes parecen tener conocimiento de la existencia del otro”.
De los trabajadores y clases populares (negros, zambos, indios) en general dejó asentado que eran honestos. Además, mostraban ser obedientes, trabajadores que no rehuían al esfuerzo y que eran joviales. Aunque advirtió que no mostraban la misma energía de los individuos de similar fuerza de las zonas templadas y que no rendían más de un tercio de lo que estos rendían en la misma cantidad de tiempo. A lo largo de su narración señaló, de manera reiterada, que los trabajadores de este territorio preferían depender de la fuerza de sus brazos y piernas antes que utilizar técnicas o instrumentos que aliviaran su faena diaria. Tampoco este uso de la fuerza humana dejaba de ser reiterativo, ya que no vio entre los trabajadores disposición alguna de simplificar sus precarios métodos con el uso de instrumentos o herramientas modernas. Para Curtis, preferían hacer las cosas de manera más difícil y, en cierto modo, con torpeza.
Respecto a esta aserción, tal cual lo muestra a lo largo del texto, ilustraba al lector con ejemplos que había presenciado durante su estadía. Escribió: “Una mañana me detuve a ver cómo una cuadrilla de peones movía un tubo de agua o de cañería. La habían traído desde algún almacén hasta este punto de la calle a lomo de burro, pero tan inseguramente atado al animal, que se cayó a menos de dos tercios de la cuadra de su destino. Un irlandés o un yanqui lo habría rodado por la calle, pero se necesitó que acudiera media docena de hombres que estaban cavando una cuneta para ayudar a asegurarlo de nuevo al lomo del animal”. Lo que le sorprendió a Curtis fue el número de personas que se utilizaron para el traslado y, mayor aún, que otros individuos, que estaban trabajando en una actividad diferente, a los que trasladaban la tubería, tuviesen que interrumpir su tarea para auxiliarlos.
Lo cierto del caso, a pesar de lo odioso que pueda parecer al lector de hoy la comparación con irlandeses o estadounidenses, la lectura debe transitar por la diferencia frente a un otro. En este orden no se debe decir de Curtis que sus elucubraciones estaban plagadas de discriminación, sino de una diferencia marcada por la experiencia cultural. Experiencia que, para este caso en concreto, se concentraba en el uso de tecnologías que para el estadounidense promedio eran naturales y lógicas, y no de una forma de asumir labores diarias enmarcadas en una superioridad proveniente de herencias étnicas. En todo caso, es necesaria e imprescindible una lectura desde la esfera cultural.
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