Entrevista a Laureano Vallenilla Planchart
En su destierro de París, el ex ministro de Relaciones Interiores dijo a nuestro director que el adeco de 1945 “era un dechado de virtudes comparado con el adeco de ahora. Y afirma que Pérez Jiménez es superior a Guzmán Blanco “como realizador y como civilizador”.
Por J. A. Oropeza Cilibertoa
Laureano Vallenilla Planchart, abogado, escritor y político. Hijo de Laureano Vallenilla Lanz e importante figura del gobierno de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958).
“Son casi las ocho de la noche cuando aterrizamos en Orly. Al fin estoy en Francia después de una desesperada carrera desde La Haya hasta el aeropuerto de Ámsterdam para llegar justo a tiempo para tomar el avión para París. En la capital holandesa –jardines multicolores, calles enladrilladas, fina llovizna primaveral– he dejado, en el club de los periodistas de aquel hermoso país nórdico, a mis compañeros de viaje. Yo me he venido sin compañía a Francia con un solo objetivo: entrevistas al doctor Laureano Vallenilla Lanz (Planchard). Formalmente, él no ha concedido ninguna entrevista periodística desde que está en el destierro.
¿Me dará declaraciones el exministro de Relaciones Interiores convertido ahora en famoso escritor? ¡Quién sabe! Nueve días atrás lo he llamado por teléfono desde Londres. Conversamos animadamente, como si fuéramos viejos amigos. De repente le digo:
–Doctor, iré a París la próxima semana a hablar con usted.
–¡Magnífico, Oropeza! –me contesta la voz de Vallenilla al otro lado del hilo telefónico.
Pienso en todo eso mientras el taxi que me conduce al Hotel Bristol rueda veloz por la autopista húmeda. Estas vías modernas son iguales en todas partes: en Londres, en Ámsterdam, aquí. . .
París aparece veinte minutos después: amplias avenidas, protegidas por una arboleda primaveral, verde tierno, viejos edificios de fascinante arquitectura. Es un paisaje que he visto muchas veces en los cines y desfila ahora, a través del vidrio del automóvil, como una película.
Reconozco la Plaza de la Concordia y los imponentes edificios de Gabriel, hoy blancos gracias a una iniciativa de André Malraux, quien dispuso limpiar el rostro de la Ciudad Luz.París aparece veinte minutos después: amplias avenidas, protegidas por una arboleda primaveral, verde tierno, viejos edificios de fascinante arquitectura. Es un paisaje que he visto muchas veces en los cines y desfila ahora, a través del vidrio del automóvil, como una película. Reconozco la Plaza de la Concordia y los imponentes edificios de Gabriel, hoy blancos gracias a una iniciativa de André Malraux, quien dispuso limpiar el rostro de la Ciudad Luz.
El hotel. Me identifico ante un empleado ceremonioso, de paltó levita como cualquier ministro nuestro en los festejos del 5 de julio o del 19 de abril. Apenas subo a mi habitación telefoneo al doctor Laureano Vallenilla Lanz.
–¿Es usted Oropeza? ¡Lo estaba esperando! –me dice. Y añade: –Dentro de media hora estaré allá. ¡Espéreme en el hall, para ganar tiempo!
Bajo unos minutos más tarde. Apenas me he tomado el tiempo estrictamente necesario para reafeitarme, lavarme, ajustarme el nudo de la corbata y recoger el abrigo. Encuentro pocas personas en el amplio y silencioso vestíbulo cubierto por una sobria alfombra. Una dama vestida de la Courréges, falda corta y botines blancos, pasea a un perrito lanudo. No es atractiva la mujer. Su edad es indefinible y lleva en el rostro pintado el tedio. Más allá, arrellanados en cómodos sillones, dos caballeros obesos hablan en italiano. Compro cigarrillos y cuando estoy encendiendo uno aparece el doctor Vallenilla y me tiende la mano con efusión. No ha cambiado mucho desde que nos vimos una vez, hace bastante tiempo, en la isla de Margarita, presentados por el entonces gobernador Heraclio Narváez Alfonzo. El exministro viste traje azul y usa anteojos de montura clara de carey. En la solapa advierto que lleva el distintivo rojo de Gran Oficial de la Legión de Honor.
–¡Nos vamos, Oropeza! Estoy mal parado.
Se refiere al coche deportivo que maneja., Es un “Mercedes Benz 190 S.L.!”, con tres o cuatro años de edad. Rápidamente subimos al auto. Atravesamos, velozmente, calles desconocidas para mí. Vallenilla es un buen conductor. Y un cicerone extraordinario.
–Ese es el Palacio del Elíseo –informa el exministro, señalando con el dedo un edificio de líneas elegantes, a cuyas puertas montan guardia, impasibles, dos soldados de gala.
–Perteneció a la Pompadour y a la Reina Hortensia. Luego se transformó en residencia presidencial. Allí vive el General De Gaulle. . .
Seguimos. De nuevo aparece la Plaza de la Concordia y sus mil faroles que semejan dorados ramos de flores. La avenida de los Campos Elíseos, con sus tiendas y sus cafés llenos de luces, es subyugante. Más allá descubro el Arco de Triunfo, envuelto en una bruma tenue. Pienso en el Generalísimo Miranda. Cruzamos a la izquierda y surge el Bosque de Bolonia. Vallenilla acelera y explica:
–Estamos cerca de casa. Nuestro barrio es tranquilo, sin ruidos. Es ideal para caminar y meditar.
Vallenilla me pide noticias de Heraclio Narváez Alfonzo, de Ciro Sánchez Pacheco, de José Domingo Colmenares Vivas, sus amigos de siempre. También de Nelson Luis Martínez, a quien conoció muy joven en Los Teques. Me informa que entonces Nelson Luis publicaba un periodiquito quincenal, en sociedad con un muchacho de apellido Morejón, con el objeto preciso de atacar al gobierno regional de turno. Su actitud enfurecía a Antonio Mujica, Fiscal del Ministerio Público, que los acusaba de comunistas. Refiero al exministro que José Domingo sufrió un duro golpe con el fallecimiento de su madre. Ahora ha reaccionado un poco.
Sus Amigos íntimos lo llaman “El Samurai” desde la publicación de “Razones de Proscrito”. Reímos.
–Dígame sinceramente cómo fue recibido en Venezuela mi último libro –me exige Vallenilla.
–¡Fue un exitazo ¡–le respondo. Su publicación por entregas en “El Mundo” constituyó un verdadero acontecimiento periodístico. En esos días nadie hablaba de otra cosa. Usted debe sentirse satisfecho y orgulloso de la excepcional acogida que el público ha dado a ésa y a sus obras anteriores.
Él se queda en silencio. Enciende un cigarrillo y me brinda otro.
Sí –expresa–. Ya me lo habían dicho, pero no quería creerlo, Le confieso que me emociona, me conmueve, que la opinión pública de mi país haya recibido tan generosamente a mi último libro.
Vallenilla Planchart aseguró que la obra de Pérez Jiménez fue superior a la de Antonio Guzmán Blanco.
Nos detenemos en una calle estrecha. Detrás de una reja negra se halla la residencia de la familia Vallenilla, reducida a tres personas desde que casaron las sobrinas de doña Elena. Exteriormente, es una casa fea, gris, en medio de un jardincillo. Pertenece a una dama de sus relaciones que convino en arrendarla por un precio módico. Entramos y subimos a un cuarto de la buhardilla. Allí estudia y escribe mi entrevistado. Los estantes están repletos de libros sin empastar. Otros ocupan el suelo, por falta de espacio. Un pequeño escritorio y una máquina de escribir eléctrica. Sobre la alfombra, abierto, un diccionario de la Real Academia Española. Por las ventanas estrechas se asoman las hojas de dos imponentes castaños.
–En la primavera, esos árboles oscurecen la habitación –observa el autor de “Escrito de Memoria”–, pero me ofrecen un hermoso espectáculo. Además, se perecen a los higuerones que adornaban la plaza de Antímano, en mi adolescencia. Recuerdo sus enormes raíces que rompían el pavimento en busca de sol. . .
Vallenilla está nostálgico. Sin duda, añora con fuerza a Caracas. Tengo temor a que el tiempo lo consuma hablándome solo de Caracas. Y resuelvo interrumpirlo. Para ello, conviene retornar al tema de “Razones de Proscrito”.
–Le decía yo, doctor, que su último libro ha tenido mucho éxito. . .
–Sí, y le reitero que me ha sorprendido la buena acogida de mis compatriotas.
No esperaba tanto después de ocho años de ausencia. Además, me consideraba repudiado por unos y olvidado por los demás. Luego de un largo período de persecuciones y de sinsabores, reconozco que es grato recibir centenares de cartas de toda la República, de amigos y desconocidos, con palabras de aliento o solicitando la obra. Me había habituado a la desgracia y a leer calumnias e improperios.
Interiormente, me alegro de haber conseguido llevar a Vallenilla al terreno que to quería. Al terreno de la política. Y lo animo diciéndole:
–Es que usted es un hombre polémico.
Creo que he sido –responde– el más atacado de los venezolanos de todos los tiempos. Sospecho, sin embargo, que se inicia la reivindicación de los servidores de la difamada dictadura, quizás porque la gestión de nuestros detractores ha sido desastrosa, sin precedente histórico. El adeco de 1945 era un dechado de virtudes al lado del adeco de ahora. Nuestros sucesores –cuento desde enero de 1958– apenas han sido capaces de acentuar los aspectos negativos del régimen derrocado en aquellos días. No hubo, en cambio, en ningún momento, preocupación por superar los positivos.
El exministro se ha lanzado a fondo al ataque. Habla pausadamente, pero con firmeza, con énfasis, con calor. Me mira largamente, mientras yo guardo silencio, y añade:
–El prestigio del quinquenio perezjimenista crece cada hora, sin necesidad de defensores.
La obra cumplida escribe la apología del régimen. El Gobierno presidido por el General Marcos Pérez Jiménez fue el más importante, por sus resultados, que ha conocido la República desde 1830. Pérez Jiménez supera a Guzmán Blanco como realizador, como civilizador. No quiero llamarlo progresista –subraya Vallenilla y se sonríe– porque algunos comerciantes e industriales, que colaboran entusiasmados con la actual democracia han desacreditado el término. Progresista significa hoy traficante, aprovechador, monopolizador, farsante. Puede decirse que en los tiempos que corren la ignorancia y el cretinismo oficiales se han puesto al servicio de la codicia y de la falta de escrúpulos. Si determinados representantes de las fuerzas vivas no vuelven por los fueros de la discreción, nadie querrá, en un futuro próximo, que lo denominen industrial. Pasará como con el título de general, después de la Federación.
Vallenilla sirve whisky y prosigue:
–Este trecho de historia venezolana se caracteriza por la preponderancia del sigüí, a quien Rómulo Gallegos bautizó Mujiquita en novela inmortal. Ese tipo humano forma parte del Ejecutivo, del Congreso, desempeña Embajadas, dirige empresas del Estado, nos representa en conferencias internacionales, escribe en la prensa y obtiene y concede premios literarios. Lógicamente, el resultado es triste, lamentable. El país no tardara en reaccionar contra los responsables de una situación que sienten profundo desdén por las jerarquías intelectuales. Personalmente, creo en la superioridad de la inteligencia y de la educación. Nadie puede fundar su orgullo en nacer andino u oriental, capitalino o descendiente de próceres. Me enorgullezco de mi padre porque solía decirme que cada generación debía formar al ancestro. Únicamente los hombres de talento son de sangre azul. Los demás pertenecen a la chusma, por la mediocridad y la incultura, así lleven apellido conocido.
Una pausa. Alguien llama por teléfono a Vallenilla. Es Raymond Cartier, el famoso periodista, muy amigo de mi entrevistado. La conversación es breve. Cuando cuelga el teléfono, Vallenilla continúa:
El ministro de Relaciones Interiores de la dictadura perezjimenista, Laureano Vallenilla Planchart, y el director de la temible Seguridad Nacional, Pedro Estrada.
–Hay que desplazar al sigüí para que la patria sobreviva. En verdad, ya el hombre ha hecho bastante daño. Nos transformó en una nación de empleados públicos, nos dividió, sembró rencores y sangre en lugar de caraotas y arroz, devaluó el bolívar y actualmente lucha con denuedo para que nuestro petróleo pierda mercados. ¡Es inaudito! Por cierto, un periodista francés, especializado en la materia, me dijo ayer que Arabia Saudita y otros productores del mundo árabe preparaban una manifestación de gratitud, un homenaje masivo, a los doctores Pérez Alfonzo y Pérez Guerrero, por sus patrióticos empeños en desmantelar la industria aceitera de Venezuela. Cuenta también que el Foreign Office está muy agradecido de la manega hábil y sútil como nuestra Cancillería defendió los intereses brit´panicos en el caso de la Guayana Esequiba. . .
Río y le pregunto:
–Desde aquí, doctor, sin pasión, ¿cómo ve usted el panorama político venezolano? ¿Cree que los adecos perderán las próximas elecciones?
–¡Claro que lo creo! El pueblo de Venezuela no votará para mantener los privilegios de cuatro o cinco familias de oligarcas que la opinión señala con el dedo, y el peculado y el caos administrativo y social. ¿Qué ventajas ha derivado el trabajador venezolano de la democracia adeca? ¿Es el señor Betancourt un héroe para la juventud? Créame, serán derrotados, porque la capacidad y la fuerza están del lado de la oposición. Cuenta con los hombres mejor preparados del país. Yo no tengo alma de profeta, amigo Oropeza, pero estoy de que el sistema imperante está condenado a muerte. Es imposible gobernar contra el voto unánime de la nación. Los venezolanos quieren paz, seguridad social y justicia, prosperidad y eficiencia administrativa. Urge extinguir los odios y recuperar con trabajo diez años perdidos en el estancamiento y la vociferación. La historia burocrática es un crimen de lesa patria. Trescientos mil burócratas se oponen al desarrollo cabal de la República, a nuestra redención, a liquidar, de una vez por todas, el atraso y la miseria. Se impone gobernar ara los más con el menor número. Un setenta por ciento del Presupuesto debe destinarse a cumplir obra redentora. Ojalá no sea demasiado tarde para enderezar entuertos. Nuestra riqueza petrolera, que permitiría hacer milagros, está siendo destruida por los incapaces y los demagogos. La mentalidad adeca está reñida con el progreso, con el éxito, con la felicidad, con la cultura. Entiende solamente de bahareque, de alpargatas rotas y de bollo de pan en el bolsillo de la chaqueta raída. Pretende condenarnos a ser siempre, mayoritariamente, como el hombrecillo que figura en sus tarjetas electorales; es decir, un pueblo de pobres diablos, sin esperanzas, apenas útil para garantizar el voto rural a la mediocridad ensoberbecida.
–¿Querrá el exministro que yo publique todo esto? Se lo pregunto. Y él contesta:
–Aunque nunca me han gustado las entrevistas para la prensa, porque lo que yo tengo que decir lo digo en mis libros, accedo a que usted anote mis declaraciones y las publique, pero con una condición-
–¿Cuál?
–La de que sean reproducidas sin enmiendas ni raspaduras, como advertía la boleta de los jesuitas, en los lejanos días de mi infancia.
–Se lo prometo, doctor. Haré con usted lo mismo que hice cuando entrevisté al General Pérez Jiménez en la Cárcel Modelo. A propósito, ¿leyó usted esa entrevista?
-Sí, Oropeza, y me gustó mucho. Fue un gran trabajo periodístico. El expresidente dijo la verdad. En mi concepto, no debe inquietarse. Ha sido juzgado favorablemente por sus contemporáneos, caso raro en la historia. En esas condiciones, poco importa la decisión de la Corte Suprema de Justicia. Tengo la seguridad de que mañana mi ilustre amigo paseará tranquilamente por las calles de Caracas, que él transformó en ciudad moderna, Betancourt no podría hacer lo mismo, ni siquiera hoy. Ese señor gobernó mal, pero se defendió bien. Quizás demasiado bien, porque el saldo de muertos y de lágrimas es impresionante. Me han referido que, a su salida para el extranjero, hubo en el país una sensación de alivio, inclusive entre los propios adecos.
Pasamos a otro tema. Hablamos de los periódicos de Caracas.
–Están menos bien escritos que antes –opina Vallenilla–. A fines del siglo pasado y hasta buena parte del actual, los diarios contaban con colaboradores de primera clase, brillantes, eruditos. Atribuye la deficiencia del presente a fallas en la educación primaria y secundaria. Ahora no se estudia ni latín ni griego. Para escribir bien se requiere una formación clásica. Tenemos dos lenguas madres, el latín y el Castellano y lo olvidamos, con gravísimas consecuencias para el estilo y el buen gusto literario. Nuestros padres conocían a Tácito y a Tito Livio. Por ejemplo, pocas personas saben en Venezuela que el Mariscal Falcón era un excelente traductor de Horacio. En cuanto al Libertador, llevaba siempre consigo las obras completas de Virgilio. Por eso fue un gran escritor. ¿No cree usted que el señor Betancourt mejoraría literariamente, si frecuentara a Cicerón? Hoy, entre nosotros, abundan los egresados de la Universidad que cometen errores de ortografía y esto es doloroso.
Sobre el escritorio del exministro está un cuaderno de apuntes. Pregunto si se trata de notas para otro libro.–Efectivamente en días pasados releía las copias de las cartas que en los últimos dos años he dirigido a un consecuente colega de Caracas. De pronto, surgió la idea de publicarlas en un volumen.
–¿Cuál será el título, doctor?
–No sé todavía. Quizás “Cartas a J.F. C.” Ya veremos
–¿Se trata de una obra combativa, polémica, como “Escrito de Memoria” y “Razones de Proscrito”?
Vallenilla sonríe y guarda silencio. Agrego que los venezolanos nos hemos acostumbrado a apreciarlo como panfletista.
–Mañana escribirá usted una magnífica novela, sin la pimienta política habitual, y es probable que pase desapercibida –le comento.
–No lo dudo, Oropeza, pero recuerde que nunca he pretendido ser escritor. Lleno cuartillas para defenderme y distraerme. Carezco de las condiciones que caracterizan al hombre de letras. ¿Seré acaso un polemista? Quizás las circunstancias me han llevado a explotar ese género literario, transitoriamente. Sin embargo, reconozco que me gusta. Tácito porque era un panfletista como Paul-Louis Courier o Henri Rochefort. Pero no olvido, querido amigo, que el final de un panfletista es siempre triste, dramático. Trataré de retirarme a tiempo. . .
–Hábleme de su vida de exiliado, doctor.
-Al comienzo, como todos los desterrados, busca diariamente en los periódicos el cable que anunciara la caída de mis adversarios. En la etapa inicial, los proscritos somos como aquella loca de Saint-Agathe a quien se refiere Alan Fournier: a cada rato miraba del lado de la estación del ferrocarril para presenciar la llegada de su hijo muerto. Luego vinieron la calma y la preocupación por el estudio. Los años de aislamiento en Versalles me fueron muy provechosos, desde todo punto de vista. ¡La compañía de los autores clásicos es invalorable, Oropeza! Tanto, que casi agradezco a mis adversarios el haberme proporcionado la ocasión de mejorar mis conocimientos. Ahora paso horas y horas tecleando en la máquina. Para la redacción de mis libros cuento con la colaboración espontánea del gobierno de Venezuela, de los líderes y de los jerarcas. Sin fuera hombre vanidoso diría que esos señores se empeñaron en cometer errores y disparates para que yo los comente. Llevo aquí una vida disciplinada. Diariamente lucho por el triunfo de la verdad. No es difícil. Ella existe. Un filósofo, cuyo nombre olvidé, observó que solamente la mentira requería ser inventada. En esta materia, los adecos son consumados maestros Gastan millones en propaganda extranjera y mienten con el mayor descaro. Betancourt, por ejemplo, presentaba las obras de Pérez Jiménez como realizadas de su Gobierno. Tengo las pruebas.
Vallenilla me sirve otro whisky y, fumando sin cesar, continúa:
–La reacción contra los servidores de la dictadura no me sorprendió. Los venezolanos son como los griegos de la Antigüedad, que detestaban a todos los gobiernos, principalmente a los buenos. Pero ya se nota un cambio. Supe que nuestro amigo Heraclio fue recibido triunfalmente en Margarita, hace poco. Es justicia. Nuestros procónsules fueron, en su mayoría, como los funcionarios y oficiales británicos de Kipling: letrados, correctos, trabajadores. Créame, Oropeza, deseo para mi patria un régimen en el que el Derecho sea más fuerte que la pasión. En 1958, los venezolanos cambiaron unas garantías por otras menos efectivas, menos útiles. Siguiendo el razonamiento de William James, debemos preguntarnos si la democracia representativa, como se practica en Venezuela, constituye un beneficio para el país. En caso afirmativo, es indispensable protegerla por todos los medios a nuestro alcance y considerarla verídica. La verdad está del lado del éxito.
–Deme una impresión de sus últimas lecturas venezolanas.
–Recibo pocos libros. He leído con placer los tomos de “Candideces”, de Luis Beltrán Guerrero, unas impresiones de viaje de César Lizardo y un magnífico y bien documentado trabajo de Armando Tamayo Suárez sobre la educación como factor de productividad. Leí también con provecho el “Bolívar” de Augusto Mijares.
Son más de las dos de la madrugada. Me incorporo. Muy temprano debo tomar un avión para Madrid. El Exministro me conduce al hotel en su auto deportivo. Hace frío. A la derecha, corren tranquilas, serenas, las aguas del Sena, bajo el puente Alejandro III, iluminado, majestuoso.
–El aire es fresco, como el de una madrugada de enero en Caracas –suspira Vallenilla.
Los proscritos tienen sus razones, sus secretos, sus anhelos. . .
El coche frena frente al Bristol. Nos despedimos. Mi entrevistado me toma por el brazo:
–Ruégole declarar de mi parte, amigo Oropeza, que poco a poco he renunciado a muchas cosas, entre ellas, al odio y a los propósitos revanchistas. Soy, pues, totalmente anti adeco.
Y el coche se pierde veloz, en las calles habitadas por la bruma”.
FUENTES CONSULTADAS
Élite. Caracas, 18 de junio de 1966
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