Caracas en 1891

Caracas en 1891

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

     El historiador caraqueño José Antonio de Armas Chitty (1908-1995) se incorporó al Instituto de Antropología e Historia de la Universidad Central de Venezuela (UCV) en 1949. A partir de ese momento, inició un arduo trabajo de investigación sobre personajes, pueblos y ciudades de Venezuela. Entre los numerosos hallazgos que logró, tanto en archivos nacionales como extranjeros, se encuentra una interesante y detallada crónica sobre la Caracas de hace ciento treinta años atrás: 1891.

     El escrito no está firmado, pero tiene gran importancia por la magnitud de datos que proporciona, debido a ello, de Armas Chitty, en su afán de divulgar nuestra historia, lo transcribió y publicó en el diario El Nacional, en su edición del viernes 11 de mayo de 1956. Muchos años después, en mayo de 2020, el trabajo fue reproducido en el acucioso blog de la profesora María Filomena Sigillo, denominado “Caracas en Retrospectiva”.

     He aquí la valiosa crónica:

Caracas en 1891

Por José Antonio de Armas Chitty

Mariano Picón Salas

     “La Caracas de 1891 tenía algo más de setenta mil habitantes y cerca de noventa mil incluyendo las parroquias foráneas. También alrededor de diez mil casas. Las parroquias foráneas eran Antímano y Macarao, La Vega, El Valle, El Recreo y Macuto. Era un pueblo grande cuyos límites urbanos no pasaban de las esquinas de San Roque, Palo Grande y Alcabala.

     Aunque hacía El Paraíso ya se prolongaba el ansia de romper aquella figura irregular que venía desde la Colonia, Caracas vivía entre El Ávila, el Guaire, los pastizales de las Haciendas El Conde y el bosque occidental que llegaba hasta La Quebradita. La visión de esta Caracas nos la ofrece una «Descripción» de autor desconocido que publica el «Boletín de la Riqueza Pública de los Estados Unidos de Venezuela», en su número, 16 correspondiente al 28 de octubre de 1891. Quizás escribiese la «Descripción» algún redactor del «Boletín» o su director Carlos M. Rosales, aunque lo escueto de los datos y lo desaliñado del estilo hace pensar que no fuese Rosales.

     La ciudad, según el ilustre anónimo, tenía un área de 4.272.000 metros cuadrados. Alude a las partes más altas de Caracas, la Alcabala de La Pastora, a 1.043 metros sobre el nivel del mar, y la de Puente Hierro, a 880. Para esta época había pues una alcabala llamada de Puente Hierro y es lógico pensar que estaba ya un puente de hierro.

     La «Descripción», como es natural, dice que la ciudad ha sido cuna de egregios varones y enumera los principales héroes del partido civil y militar; viajeros ilustres que visitaron a Santiago de León durante la Colonia y época posterior; hombres de ciencia que gozaron de la calma de aquellas saudosas y lentas cuando nuestros antepasados iban graves de negro, sombrero alto, ceremoniosos, por las calles angostas y empedradas.

     La narración está acorde a la arquitectura de la ciudad. 

Raimundo Andueza Palacios por Antonio Herrera Toro

     Dice en efecto: «Vista por el lado físico, la ciudad de Caracas presenta hoy un aspecto encantador. A las estrechas calles han sucedido elegantes avenidas y a las sombrías y lisas paredes de los conventos y edificios públicos, las fachadas de arquitectura moderna. El alumbrado de gas ha sustituido al petróleo y el encanutado de hierro a las antiguas cañerías para el reparto de aguas. El sistema de fabricación ha cambiado radicalmente sin que pueda decirse que haya casa de las nuevamente construidas en que la elegancia del frente no corresponda a la belleza y comodidad del interior».

Niños caraqueños

     Sin duda que es admirable el entusiasmo del cronista, pues las flamantes avenidas a que se refiere debieron ser las calles aledañas al Capitolio, obra de Guzmán Blanco, después que el Ilustre echó abajo el convento y el Capitolio alzó sus columnas griegas, quedó en las calles que lo rodean espacio suficiente para avenidas futuras. Este espacio es lo que anima y hasta deslumbra al desconocido cronista.

     Pero viajemos: «Tiene Caracas espaciosas y empedradas calles tiradas a cordel con acera de cimento romano; (así cimento, como se dijo hasta hace más o menos treinta años); doce plazas con preciosas alamedas y jardines y decoradas con estatuas de nuestros libertadores y hombres preeminentes; un viaducto de 141 metros que una el paseo de «El Calvario» con la capilla del mismo nombre y 40 puentes que facilitan el tránsito; entre éstos, sobresalen el de la «Regeneración» y el llamado 9 de febrero que son de hierro y de atrevida construcción.

     Más adelante al referirse a los edificios oficiales habla de «la Casa Amarilla residencia particular del presidente de la República». Para demostrar que el movimiento urde es inmenso, el cronista es injusto con las carretas pues a ellas es a las que debe aludir cuando al final del siguiente párrafo dice: «Sus calles están cruzadas por varias líneas de tranvías y por innumerables coches y otros vehículos».

Hotel Humboldt

     Al indicar las líneas férreas que partían desde Caracas hacia el interior, después de citar que iba a La Guaira «obra de audacia incontenible»; la que llegaba hasta Petare, Antímano, Los Teques, habla de «la última que une con el Pueblo del Valle». Ignorábamos que hasta El Valle hubiese existido ferrocarril.

La Caracas de los techos rojos

     Era pues, nuestra Caracas estrecha «vista por el lado físico de su aspecto verdaderamente encantador». Ofrecía también la ciudad- según el cronista- «todos los elementos de comodidad y distracción que puede tener la vida civilizada; teatros, hoteles, fondas, clubs, cafés, etc. y para alimento del espíritu y estimulo del hombre estudioso una famosa biblioteca de 31.125 volúmenes». Igualmente alude al Museo Nacional donde había colecciones valiosas de «objetos de mérito y documentos».

     Esta Caracas de «tan amplias avenidas» tenía 168 médicos cirujanos, 182 abogados, 165 ingenieros y 70 agrimensores. La «Descripción» promete una parte en la cual estudia y aborda la instrucción pública que no hemos podido localizar. 

     Así era Caracas de 1891, la de Andueza Palacios, capital de un país que vivía del café, del oro, de las reses (entiéndase vacuno); un país que exportaba hasta buches de pescado. Un año después, por octubre, entraba a la misma Caracas bajo un aguacero que hizo desbordar considerablemente El Guaire, a la cabeza de millares de hombres desnudos sobre caballos borrosos de greda y los trabucos en las cañoneras de las sillas, el general Joaquín Crespo, caudillo de carácter bonachón que todavía llaman liberal; caudillo que salvó a Venezuela de los horrores continuistas de Andueza para instalar el paraíso continuista de Crespo”. 

La Caracas de finales de siglo XIX

Caracas en 1957, Parte I

Caracas en 1957, Parte I

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte I

Mariano Picón Salas

La Nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos todavía si amorosa o cruel- de las palas mecánicas. El llamado “movimiento de tierras” no sólo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino parecía operar a fondo entre las colinas cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. Se aplanaban cerros; se le sometía a una especie de peluquería tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches.

En estos años –de 1945 a 1957- los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato; enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de nuestros padres.

Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto –a veces caótico- resumen de las más varias ciudades del mundo; hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johanes Burgo, de Jakarta. Hay casas a lo Le Corbusier, a lo Niemayer, a lo Gino Ponti. Hay una especial, violenta y discutida policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamentos. Se identifica la mano de obra y el estilo peculiar de cada grupo de inmigrantes en ciertos detalles ornamentales: los buenos artesonados de madera de que gustan los constructores vascos; ciertos frisos de ladrillos contrastando con el muro blanco como en las “masías” catalanas y levantinas; los coloreados y casi abusivos mármoles de los genoveses. Hay otros edificios que parecen, con sus bandas verticales pintarrajeadas, enormes acordeones. Nos dan ganas de ejecutar en ellos trozos de ópera o alegres tarantelas.

Vistas de la ciudad universitaria y modernas autopistas
La bola del progreso

Hay dentro de la ciudad, pequeñas ciudades italianas como Los Chaguaramos y el novísimo barrio de La Carlota; hay calles que se “aportuguesaron” con sus pequeños hoteles, fondas y bodegas de lusitanos, y hay trozos muy yanquis con “supermercados” y bombas de gasolina que recuerdan a Houston, Texas; Denver, Colorado; Wichita, Kansas.

El primer símbolo de esa transformación fue una inmensa bola de acero que se mostraba a los caraqueños, allá por 1946, y que en dos o tres enviones convertía en miserable polvo o suelta arcilla arquitecturas entonces tan celebradas como el “Pasaje Junín” o el “Hotel Majestic”. Los caraqueños iban a contemplar el extraño boxeo que libraba con los muros, como verían los romanos las proezas de un gladiador venido del Ponto o de Bitinia.

Nada más semejante a los monstruos de la mitología inicial de América –a los jaguares de enormes colmillos de las pirámides aztecas- que estas máquinas dentadas de la tecnología estadounidense que en pocos segundos devoran un pedazo de cerro y se ahítan de pedruscos y terrones y nos asustan en los caminos como si de pronto resucitara un plesiosaurio.

Han sido nota determinante del paisaje venezolano en los últimos años; quisieron modificar la obra de Dios, sirvieron a los inversionistas para crear nuevas barriadas, cavar las bases de construcciones gigantes, cruzar de blancas autopistas el contorno de la ciudad. Y el viejo monte Ávila, cimera tutelar del valle, antiguo bastión contra los piratas, bosque autóctono que aún recordaba los días de los indios, orquideario natural y productor de fresas, moras y duraznos silvestres, también fue invadido por la tecnología; se le surcó de cables para disparar un teleférico. Se ofrecen allí por cuatro bolívares crepúsculos y panoramas inauditos. Una fiesta comenzada en el valle puede continuarse, pocos minutos después, mil metros más arriba.

Desde la eminencia del monte los ojos de los caraqueños se proyectan sobre los húmedos y floridos abismos de Galipán, sobre las innúmeras quebradas del valle, y por la otra vertiente, hacia los promontorios y el rabioso mar azul de la costa de La Guaira y Macuto. En la cima de la montaña hay una pista de patinaje sobre hielo, y el Hotel Humboldt coronado de nubes, nos elevó desde el trópico caliente a una fresca y ventosa zona alpina.

Hotel Humboldt

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