El reloj de la catedral de Caracas
En 1944, casi todos los habitantes de Caracas escuchaban diariamente la voz sonora del reloj de la Santa Iglesia Catedral, pero son muy contados los que han oído palpitar su corazón. Es el mismo caso del amigo que vemos y con el cual hablamos a menudo y cuya intimidad, sin embargo, desconocemos. Este reportaje fue escrito desde las entrañas de la torre guiados por uno de los mejores relojeros de Caracas, encargado desde 1937 de velar por el buen funcionamiento de los relojes públicos.
“Nosotros hemos oído y hemos visto de cerca el corazón metálico del viejo reloj. Tiene el sonido seco de la gota de agua que horada la piedra: tac. . . tac. . . tac. . . Son los pases del tiempo avanzando implacable y silencioso de una eternidad a otra eternidad, por encima de los hombres y de las cosas.
Encerrado en una gran caja de madera barnizada, suspendido a unos treinta metros dentro de la vetusta torre, sobre un polvoriento entarimado, se mueve incesantemente desde hace 56 años [1888], dando vida a las agujas y a las campanas que anuncian a los caraqueños la marcha de las horas.
Ascender hasta el corazón del reloj catedralicio es una “excursión” por demás interesante. A nosotros nos sirvió de guía un hombre familiarizado con la vida íntima del viejo reloj. Un hombre que lo admira y lo cuida con cariño. Este es Simeón Pérez Yanes, uno de los mejores relojeros de Caracas, encargado desde 1937 de velar por el buen funcionamiento de los relojes públicos. Se entra en la torre por una pequeña puerta. Una rampa de madera y ladrillo se eleva en torno a una enorme mole maciza de ladrillo y argamasa, cuya altura aproximada es de treinta metros. Estamos en todo el centro de la Caracas bullanguera y, sin embargo, al subir por aquel oscuro túnel en espiral construido hace cientos de años, creemos hallarnos alejados de todo ser viviente, y por extraña sensación nos parece que en vez de subir bajamos a las entrañas de la tierra. Las angostas ventanillas que se abren en los gruesos muros de la torre, nos vuelven a la realidad al mirar a través de ellos retazos del abigarrado tráfico urbano y las verdes copas de los árboles de la Plaza Bolívar.
Pérez Yanes se detiene repentinamente y nos muestra a la luz de una ventanilla varios pequeños agujeros en la robusta mole central.
–Son tiros –nos dice. –Aquí se hicieron fuertes unos piratas ingleses que saquearon a Caracas allá por el 1500 y pico.
Pero dudamos de la exactitud del dato. Cierto que cuando la Catedral no había sido elevada a tal categoría y era todavía la Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol, unos corsarios ingleses se atrincheraron en ella. Esto sucedía en la última década el siglo XVI. Se cuenta también que cuando la guerra de los “Azules”, algunas fuerzas se encerraron en la torre y desde allí disparaban. ¿Cuál, pues, fue el origen de aquellos pequeños agujeros? ¿Habrán sido abiertos por los arcabuces de S. M. el Rey de España o por los viejos fusiles de los soldados de una de nuestras tantas guerras civiles?
A medida que vamos ascendiendo nos asaltan multitud de recuerdos históricos relativos a la S. I. Metropolitana de Caracas que en sus 300 años de ida ha sido sacudida por cuatro terremotos. La Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol fue elevada a la categoría catedralicia en 1637. Apenas terminada de reconstruir en 1641, un terremoto la destruyó casi por completo. Refiérese que, al producirse el sismo, el Obispo Tovar, quien se encontraba en su habitación, pudo escapar a través de una grieta, entró en la Catedral y fuese hasta el Sagrario, lo abrió y tomó en sus manos a la Divina Majestad y salió a la calle pidiendo misericordia. Cuentan las crónicas que una anciana llamada María Pérez (dueña de los terrenos situados al Este de Caracas que han conservado su nombre en la contracción “Maripérez”), mujer rica y muy religiosa se hallaba en la Iglesia al ocurrir el terremoto y al ver al Obispo Tovar sacar el Santísimo Sacramento lo acompañó por las calles con una vela encendida.
El reloj cuyos secos latidos estamos oyendo ahora fue colocado en la torre en el año de 1889 durante la Administración de Juan Pablo Rojas Paúl.
En 1665 se comenzó la construcción de una nueva iglesia y en 1674 otro terremoto le causó daños de consideración. Ampliada en 1709, vuelve a ser conmovida por un sismo en 1766. Reparada una vez más llegó el año 1812 en el cual se produjo el histórico terremoto que los curas realistas trataron de aprovechar políticamente atribuyéndolo a un castigo de Dios por la declaración de la Independencia, provocando la célebre respuesta de Bolívar: “Si la naturaleza se opone lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. El terremoto del año 12 causó tales estragos en la Catedral que hubo necesidad de hacerla de nuevo en su mayor parte. Después de esa última reconstrucción su fachada se ha conservado hasta la fecha actual sin grandes alteraciones.
La Iglesia Catedral de Caracas carece por completo de valor arquitectónico. Y en nuestro concepto no valdría la pena conservarla. Ya en 1762 se la consideraba inapropiada para su categoría. Y en 1804, Francisco Depons se expresaba de esta guisa: “Causa asombro no hallar en una ciudad tan popular como Caracas y donde se venera tanto la religión cristiana, una Catedral que corresponda en realidad a la importancia del Arzobispado y de la ciudad misma”, añadiendo que la arquitectura y la construcción no tenía nada de majestuosa ni imponente. Después de las reparaciones que en su interior hizo el arzobispo Silvestre Guevara y Lira, en el año 1868, últimamente hicieronse en ella trabajos con el objeto de mejorar la construcción. Pero se ha seguido pensando en levantar una nueva y moderna catedral
Los relojes de la Catedral
Ya estamos al fin de la rampa que trepa hasta un poco más arriba de la mitad de la torre. Ahora hay que subir por unas estrechas escaleras. Pasamos junto a las grandes campanas que llaman a misa y repican alegremente en las festividades religiosas. También doblan a muertos. Otra escalerilla más; Pérez Yanes levanta una tapa de madera encima de nuestras cabezas. Ascendemos a través del negro boquete. En la oscuridad llega hasta nosotros el seco palpitar del viejo reloj tac. . . tac. . . tac. . .
El primer reloj que tuvo la Catedral fue colocado en 1732. Lo trajo de España el Obispo José Félix Valverde al venir a encargarse de la diócesis. Por esa fecha se creó la plaza de relojero con un sueldo de 50 pesos anuales y se nombró para desempeñarla a Juan Sánchez, clérigo tonsurado. Inutilizado este reloj, en 1778 se instaló el que debía marcar las horas históricas del nacimiento del Libertador, la Revolución de Abril y la declaración de Independencia.
En 1856 el reloj que vio nacer la República fue sustituido por otro cuyo costo fue de 3.000 pesos. Este es el que actualmente se halla en la Iglesia de San José.
El reloj cuyos secos latidos estamos oyendo ahora fue colocado en la torre en el año de 1889 durante la Administración de Juan Pablo Rojas Paúl. Lo construyó en Londres un famoso relojero español, J. R. Lossada, por encargo de Antonio Guzmán Blanco, a la sazón ministro de Venezuela en París, quien en su último gobierno había pensado en adquirir en Europa un buen reloj para la Iglesia Metropolitana de Caracas. Lossada fue también el constructor del actual reloj de la Abadía de Westminster. El precio de la obra se ajustó en 1.881 libras esterlinas. En setiembre de 1888 comenzó los trabajos el operario James Gossling, bajo la dirección de Lossada y en diciembre del mismo año el reloj estaba listo. Su peso es de 7.217 kilos. Tiene 11 magníficas campanas y un cilindro que adaptado a un mecanismo especial deja oír los acordes del Himno Nacional. Según parece, este cilindro funcionó hasta los años 1902 y 3.
Da lástima que, por abandono de los anteriores Gobiernos, el mecanismo que hacía funcionar el cilindro no se hubiera reparado a tiempo. En la actualidad tiene varias piezas rotas y está cubierto de orín, pero es posible arreglarlo. Hay otro cilindro para siete piezas musicales religiosas cuyos nombres que aparecen grabados en una placa de cobre adherida a una de las paredes de la caja que encierra la maquinaria del reloj, son las siguientes: “Repique de Campanas, El Corazón del Niño Jesús, El Misericordioso Jesucristo, Canción de la Virgen, letanía de Santa Brígida, Adeste Fidelis y O Santísima”.
El reloj se mueve por un mecanismo de escape de áncora o péndola, mediante una pesa de gravedad de cien kilos atada a una guaya que se va desarrollando lentamente.
Este cilindro parece que nunca fue tocado. Cubierto de polvo y oxidado, hallase dentro de una caja de madera.
Nos acercamos al corazón del viejo reloj a la luz de una vela que sostiene en sus manos Pérez Yanes. Ruedas dentadas, volantes, cadenas, se mueven pausadamente. La maquinaria mide aproximadamente un metro 50 de longitud, por uno de alto y uno de ancho. En la base hay una inscripción: “J.R. Lossada, Londres 1888. –A.D.”
–El material es finísimo – dice Pérez Yanes. – fíjate en los “levees” del áncora–añade empleando frases técnicas, –están en perfecto estado, no se nota ningún desgaste, pese a que tienen más de 50 años.
–¿Cuánto crees tú que durara este reloj?
–Bien cuidado puede durar cien años más
–¿Qué clase de mecanismo mueve la maquinaria?
–Este reloj se mueve por un mecanismo de escape de áncora o péndola, mediante una pesa de gravedad de cien kilos atada a una guaya que se va desarrollando lentamente. Darle cuerda a este reloj consiste sencillamente en enrollar de nuevo la guaya con esa manilla que está ahí –nos dice– señalándonos una manilla más grande que las que se usan algunas veces para poner en marcha motores de explosión.
–¿Cada cuánto tiempo hay que “darle cuerda”?
–Cada tres días y tardo media hora en el trabajito. Es un poco pesado.
–¿Y el mecanismo de sonido?
–También funciona por el sistema de pesas. El mecanismo de los cuartos tiene una pesa de 300 kilos y el mecanismo de la hora una de 150 kilos. Las campanas de este reloj –agrega– suenan exactamente como las de Westminster, por eso a esta combinación de notas musicales se llama “Sonido de Westminster”, que aquí conocemos por “Catedral”.
En la parte superior de la maquinaria observamos dos hélices de más o menos 50 centímetros de longitud. Le preguntamos a Pérez Yanes, ¿qué papel desempeñan?
–Son frenos de aire –responde– para regular el mecanismo del sonido. Si no existieran, al desprenderse la pesa se oiría un ruido loco de campanas. Gracias a esas “mariposas” se distancia una nota de otra, según la inclinación que se les dé.
–¿Nunca se ha detenido este reloj?
–En el tiempo que ha estado a mi cuidado, jamás ha dejado de marcar las horas. El mecanismo de sonido sí estuvo detenido por una semana, pues tuve que reparar algunas piezas. Posiblemente en 1945 tendré que limpiarlo y entonces estará parado por varios días.
El corazón del viejo reloj no se altera porque algunos intrusos nos hallamos inmiscuidos en su vida privada. Sigue golpeando quedamente: tac. . . tac. . . tac. . . mientras hablamos. De repente oímos un sonido extraño en la maquinaria, se mueven más velozmente que se costumbre algunas ruedas.
–Ya van a sonar las campanas –exclama Pérez Yanes.
En efecto. Encima de nuestra cabeza recias campanadas anuncian las cuatro y tres cuartos de la tarde. Una de las hélices da vuelta con rapidez, gira el cilindro donde se arrolla la guaya que sostiene la pesa de los “cuartos” y ésta desciende unos metros. De nuevo, silencio. Solo escucha el golpe seco de la maquinaria.
Unos metros más arriba, directamente bajo la cúpula que corona la torre, están las 11 lenguas sonoras del reloj. Son unas campanas finísimas sobre la cual golpean 27 martillos, de los cuales solo cinco funcionan en la actualidad. Un ligero toque de la yema de los dedos sobre las enormes campanas, arranca un suavísimo sonido de cristal, tal es la calidad del material con el cual están construidas.
Desde esta parte de la torre, a unos 30 metros de altura –debe tener 35 en total– se divisa íntegra la ciudad de Caracas, a excepción de la barriada de Catia. Por el Este se alcanza a ver casi hasta Petare. El viejo Ávila aparece imponente ante nuestros ojos, cual un gigantesco monstruo de piel verdiazul que se hubiese tendido a descansar. La ciudad nos parece ahora más pequeña. Casi en nuestras manos tenemos las cúpulas amarillentas de la Iglesia de La Pastora. El Nuevo Circo está ahí mismo, detrás de las lomas de zinc del mercado público; ´podríamos tocar si quisiéramos la fachada desteñida del Hotel Ávila; ¿y ese anillo dorado al suroeste? Es el Hipódromo Nacional. A nuestros pies la gente se aplasta contra el asfalto y en la brisa fresca de la tarde asciende hacia nosotros el bullicio callejero. Por entre los matices verdes de la arboleda emerge la cabeza de bronce del Libertador. Avilán Jr. se harta de abrir y cerrar el obturador de su maquinilla.
Al golpe de las cinco de la tarde comenzamos a descender por las escalerillas. De nuevo oímos el seco palpitar del corazón del reloj. Pasamos cerca de las esferas de vidrio lechoso, 150 centímetros de diámetro tienen cada una. En los gruesos muros de la torre hay varias firmas de personas que han subido hasta allí y han querido dejar constancia de su presencia, en la seguridad de que serán muy pocos los que ascenderán por la vieja torre catedralicia. Leemos: Tito Salas, 1919; Luis Correa, 1919, Francisco José Simonpietri, 1912. No resistimos la tentación de estampar también la nuestra.
Dando vuelta en torno a la mole de ladrillo y argamasa llegamos de nuevo a tierra firme. Ha terminado nuestra “excursión” por la histórica torre. Arriba queda palpitando el corazón del viejo reloj”.
FUENTES CONSULTADAS
Élite. Caracas, núm. 957, 5 de febrero de 1944.
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