La Caracas de comienzos del siglo XIX
Entre 1822 y 1823, Richard Bache (1784-1848), teniente de artillería del ejército de los Estados Unidos de Norteamérica, recorrió Venezuela y Colombia, tras lo cual publicó sus impresiones de viaje en un libro titulado “Notas de Colombia en los años 1822-23”, donde destaca con precisión los acontecimientos observados.
En 1827, el militar norteamericano Richard Bache (1784-1848), publicó un libro con sus impresiones de viaje por Colombia y Venezuela, en los años 1822-23”, donde destaca con precisión los acontecimientos observados en Caracas
Escribió que la extensión de la ciudad era mayor que el ancho que ocupaba de terreno. Los ríos Anauco y Caroata se encontraban del lado este y del lado sur estaba el Guaire, cruzados por “excelentes puentes de piedra”. El agua que consumían sus habitantes provenía del río Catuche que atravesaba a toda la ciudad. “Tiene cinco puentes, pero como sus ribazos se encuentran en la misma forma en que los diseñó la naturaleza – escarpados, irregulares y cubiertos de matorrales – este riachuelo, aunque presta útiles servicios, afea notablemente el aspecto de la ciudad”.
Hizo notar que las calles estaban “bien pavimentadas con lajas”. Aunque por muchas de ellas corría un “agua clara”. Las aceras estaban en el mismo nivel que la calle, lo que las hacía de difícil circulación para las personas en vista del empedrado y varias protuberancias y “del posible encuentro con acémilas (mulas) que pasan rozando con las paredes”. Un mejor empedrado lo pudo constatar frente a edificios públicos y de algunas viviendas.
Puso de relieve la colocación de guijarros blancos y negros que se mostraban de forma tal que servían para la colocación de un nombre, un escudo o un signo patriótico. “En el atrio de algunas iglesias frecuentemente nos da la bienvenida un fúnebre recordatorio, formado por un cráneo y huesos teñidos de sangre”. Puso de relieve que se usaban con frecuencia tibias de animales que se colocaban de forma vertical para que destacaran, “en la cavidad bajo la rótula, las piedras y conchas allí incrustadas, de varias formas y colores”.
Consideró que las calles presentaban un ancho disminuido debido a la proyección de las ventanas lo que obligaba a las personas a lanzarse a la vía para seguir su camino. “En la noche los forasteros deberán proceder con cierta cautela para sacarles el cuerpo, por carecer las calles de alumbrado”. También identificó ocho plazas públicas en Caracas. Describió que la Plaza Mayor servía para el mercado de víveres.
A un costado de ella se encontraba la Catedral de la que describió que el coro ocupaba la mitad de la gran nave, “obstruyéndola en forma bastante incómoda”, además escribió que el aspecto exterior de esta edificación se notaba poco favorable “por enormes estribos de piedra, que refuerzan la fachada, a fin de preservarlo del efecto de los terremotos”.
Respecto al mercado, que funcionaba en la Plaza Mayor, era muy concurrido en horas tempranas de la mañana porque así los concurrentes podían evitar “los calores del día”. El espacio ocupado carecía de casillas, puertos o cobertizos lo que obligaba a los vendedores a colocarse a lo largo de improvisados pasadizos donde ofertaban la mercancía. “En su mayor parte, las ventas están a cargo de mujeres de color, en cuya piel se combinan todos los tintes intermedios de la sangre europea, africana e indígena, y que son sirvientas o esclavas de los dueños de las grandes plantaciones vecinas; o también de pequeños agricultores, que cultivan parcelas por su cuenta”.
De estas vendedoras puso en evidencia que solían esperar a su clientela en cuclillas. De ellas anotó que mostraban gran ingenio, gracia, cortesía y afabilidad de modales en la actividad comercial que practicaban, “muy distinto del rústico descaro que caracteriza a la mayoría de las mujeres de su clase en otros países”. En la comarca caraqueña destacó que no mostraban los sonidos “marimachos” de Billingsgate, “aquí se oye el lánguido, ceceoso y melódico acento de féminas llenas de amabilidad”. Su vestimenta la comparó con aquella propia de los lugares calurosos. El mismo consistía en una blusa que dejaba al descubierto ambos hombros y con faldas, por lo general andaban descalzas y con un sombrero igual al usado por los hombres. Los hombres vestían con pantalones hasta las rodillas, camisa y un sombrero de cogollo. Éstos portaban un machete en uno de sus muslos.
Bache hizo notar que las calles de Caracas estaban “bien pavimentadas con lajas”
Corroboró haber observado algunos artículos que se ofertaban al público como naranjas, limones, plátanos, bananos, guanábanas, aguacates, granadas, chirimoyas, uvas, higos, manzanas, melocotones, ciruelas, albaricoques, melones, tamarindos, guayabas, piñas, papas, remolachas, zanahorias, repollos, coliflores, lechugas, calabazas, ñames, alcachofas, nabos, batatas, “y una raíz amarillenta llamada apio”. De este último agregó que la parte superior se parecía mucho, en olor y sabor, al celery que se consumía en su país.
En cuanto a los derivados alimenticios provenientes de animales describió la carne seca que se ofrecía cortada en lajas ahumada, “resultando muy poco apetecible”. Precisó que se conseguía carne de cordero y pescado, pero no carne de ternera. Se expendía manteca de cerdo envuelta en hojas de plátano que para Bache se utilizaba de manera exagerada en la preparación de los alimentos y que también se la utilizaba para aliviar los dolores de cabeza, untándola sobre un pedazo de seda negra y que las personas se la colocaban en las sienes. Del cazabe expresó que no gustaba a los estadounidenses así como la arepa a los europeos.
De una planta denominada cocuiza, agregó Bache, se podían elaborar sandalias y también cables, cuerdas y tejidos diversos.
El calzado que con ella se elaboraba era muy utilizado, especialmente en zonas fuera de Caracas. Acá la llevaban artesanos, personas del servicio doméstico y arrieros. En los parajes interioranos las alpargatas la utilizaban “desde el alcalde y su esposa (y por lo común sin medias) hasta los individuos de ínfima condición social. Un par cuesta unos veinticinco centavos”. La pulpa de esta planta, redactó, servía para hacer jabones y la madera porosa del tallo, al secarse “es un excelente asentador para instrumentos cortantes, a causa del buen asperón que contiene”.
El circulante general estaba conformado por cuartos, octavos, dieciseisavos y treintaidosavos de peso, eran piezas cortadas de manera irregular, por su forma y tamaño distintos. El nombre era de Macuquinas. Según consignó era aceptada sin inconvenientes en las transacciones que la requerían. Para intercambios de mayores sumas se utilizaban pesos y doblones. Citó a Humboldt para reseñar algunos aspectos de la sociedad caraqueña. Ésta no ofrecía mayores lugares variados, pero la calidez y sentimiento de bienestar se experimentaba con la jovialidad, cordialidad y cortesía de modales de los lugareños, según su experiencia. Escribió que entre los caraqueños existían dos clases de personas o generaciones muy distintas, propias de sociedades en que se estaban gestando cambios en sus ideas. Agregó que las consideraciones del naturalista alemán resultaban muy pertinentes, tal cual el mismo Bache lo había corroborado al conocer a varios caraqueños.
La Plaza Mayor servía para el mercado de víveres. Era muy concurrida en horas tempranas de la mañana, porque así los asistentes podían evitar “los calores del día”
Agregó a estas consideraciones que luego de 1804 habían estallado conflictos en esta comarca y que habían dejado en desolación varios lugares de ella. Pero su fuerza ya había disminuido para el momento cuando Bache conoció la ciudad. “La paz que pronto habrá de sobrevenir será doblemente apreciada al compararla con los horrores acarreados por el conflicto”. En este orden de ideas, se mostró con gran optimismo al subrayar que se estaba labrando un camino hacia la libertad más duradera, valorada y defendida. “No puede negarse, sin embargo – por mucho que lo deploren los partidarios del orden social y de las libertades civiles – que tienen excesiva figuración muchos de aquellos individuos que forman los grupos menos dignos de la clase que Humboldt designa como ‘la segunda generación’”.
A este respecto indicó que esta era una realidad ineludible y que no debía sorprender a nadie. Porque era difícil no tropezar con el daño mientras se buscaba con afán el beneficio. Escribió que el bien estaba representado con el establecimiento de un gobierno libre, fundado en los derechos ciudadanos, y con la posibilidad de extender el pleno desarrollo de las facultades de los gobernados, en su vertiente física y moral.
Las nuevas autoridades se habían constituido frente a las que negaban estas posibilidades y derechos. Por tal motivo, anotó con convencimiento que, el país había sido objeto de un cambio al instituir una forma de gobierno que favorecía la libertad y no la sumisión del individuo al Estado dominante. Convencimiento a partir del cual no temía que se le tildara de fariseo republicano.
Puso a la vista del lector un mal que él percibió frente a lo que denominó el efímero encumbramiento de “ciertos hombres” de quienes no era posible esperar que contribuyeran al ornato y al perfeccionamiento de la vida en común de un país nuevo.
Las monedas que circulaban en la época eran piezas de plata cortadas de manera irregular, llamadas Macuquinas
Muchos eran propensos, de acuerdo con su percepción, a perjudicarla gracias al lugar de poder que habían obtenido. “No obstante, semejante mal – como ya fue apuntado – es sólo pasajero, mientras que los beneficios obtenidos serán permanentes. Los méritos de un soldado intrépido, pronto para ejecutar o morir, no van siempre unidos a los que convienen a un ciudadano ejemplar y pacífico”. Para un soldado, tal como el bien lo conocía puesto que su oficio así le daba licencia para opinar a este respecto, en la batalla y la guerra lo requerido eran individuos valientes de disposición y con brazos bien dispuestos. En la paz, en cambio, los requisitos eran otros.
Su visión plagada de optimismo la mostró con cierto afán apasionado e ingenuo. Pensó que una disposición positiva llevaría a los dirigentes a adecuarse a las nuevas condiciones de libertad y de justicia. “Después que hayan transcurrido algunos años de paz, el mílite rústico e iletrado tendrá que ceder su puesto al ciudadano culto e inteligente. En consecuencia, aquellos novi homines que sólo se recomiendan por su inclinación a contiendas y a situaciones irregulares, perderán prontamente su influjo; y a medida que se vaya apaciguando la tormenta que en otro tiempo desataron, se hundirán en el olvido y la desestimación”.
A pesar de haber presenciado la existencia de admiradores de la monarquía el nuevo orden se desplegaba con los nuevos derechos adquiridos con la república. Escribió que para el momento de su visita no se daba a nadie el título de Don en la República de Colombia. “Lo corriente, para dirigirse a los criados, es utilizar el de ´usted’, abreviatura de su ´merced´”.
Llamó la atención respecto a la vestimenta utilizada por los caballeros en Caracas quienes mostraban una indumentaria muy al estilo europeo, con preferencia el género europeo. “La única modificación consiste en el aditamento casi constante de una capa, sin mangas ni capuchón” cuya finalidad era la de encubrir cualquier falta de limpieza en su ropaje, “si tienen que aparecer repentinamente en público”. Los miembros de las iglesias y congregaciones religiosas lucían un hábito propio de sus congregaciones cuya diferencia estaba en la forma y los colores que usaban. Consistía en una sotana de seda negra, “aunque los Carmelitas la llevan blanca o un tanto amarillenta”, mientras los franciscanos la llevaban de color gris. El sombrero que llevaban consigo lo encontró semejante al utilizado por los cuáqueros anglosajones. En cuanto a las características físicas y fenotípicas de los hombres de Caracas señaló que eran de “estatura menor que la corriente”, de piel cetrina, entre amarillenta y oscura, con cabello y ojos negros, y “bien conformada contextura”.
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