Antímano y la política en Venezuela

Antímano y la política en Venezuela

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Cuando el cadáver del presidente Francisco Linares Alcántara era conducido al Panteón Nacional, se escucharon unos disparos y la gente corrió, el ataúd del difunto quedó abandonado en la calle

     Antes de hacer referencia a la excursión que había realizado a Antímano, la joven francesa Jenny Tallenay consideró de obligatoria recordación un episodio de la historia política de Venezuela, la cual guarda relación con dos figuras públicas como lo eran Francisco Linares Alcántara y Antonio Guzmán Blanco. Cuando Tallenay llegó a Venezuela, la silla presidencial la ocupaba el primero de los mencionados. De acuerdo con su percepción de las cosas, expresó que entre una cantidad de venezolanos esperaban que diera continuidad a lo que Guzmán Blanco venía ejecutando. No fue así. Hubo descontento por esta situación al que se sumó las dificultades financieras y económicas que comenzó a experimentar el país.

     Sin embargo, un evento inesperado llevó a Linares Alcántara al lecho de muerte. El cadáver fue trasladado para el Panteón Nacional. La visitante ofreció algunos pormenores de las exequias llevadas a cabo con mucha pompa. El féretro fue conducido en hombros, acompañado de una comitiva de personajes públicos y ocupantes de cargos relevantes, así como personas unidas por motivos diferentes se habían sumado a la procesión. De repente se escuchó un disparo a la altura de la esquina de la Trinidad. Los soldados al creer en un complot dispararon contra la comitiva, de inmediato la gente se dispersó “y el ataúd del difunto presidente fue colocado en la calle abandonado por sus cargadores. Después de unos momentos de desorden inenarrable varias personas levantaron el féretro y lo transportaron rápidamente al Panteón”.

     Escribió que nunca se llegó a saber el o los autores del indescriptible acto, aunque se suponía que había sido preparado por una facción política y anuncio de conflicto, puesto que desde ese momento so formaron guerrillas en el país. Sin embargo, Guzmán Blanco volvió a la presidencia en el año de 1879. Antes de este nombramiento, reseñó que en la ciudad de Caracas corrían las noticias más inverosímiles como las de la toma del poder por algún general o el levantamiento de un coronel descontento. “Este estado de crisis no nos causaba impresiones tan vivas como a los venezolanos, y no habíamos renunciado a nuestros paseos por la ciudad”.

     Por el estado de conmoción generalizada en la ciudad de Caracas se prohibió la salida del lugar. Sólo se podía lograr por medio de un salvoconducto. Éste les fue otorgado a ella y los suyos por el presidente encargado, general José Gregorio Valera. Contó que una mañana habían emprendido la marcha por el camino que conducía a Petare, pero fueron detenidos por “cuatro negros desharrapados, quienes, sentados en una acera, velaban por la seguridad pública”. Uno de ellos les exigió el salvoconducto e inmediatamente le fue entregado por ellos el papel que servía para salir de los suburbios caraqueños. Según narró a quien se lo entregaron lo había tomado al revés y luego de un rato les fue devuelto el documento. Comentó al respecto: “¡Es evidente que, si le hubiéramos dado, en vez de un documento oficial, la copia de una oda de Víctor Hugo, el resultado hubiera sido por completo el mismo!”.

     En su marcha, ya cerca de la plantación Mosquera, allí escucharon muy cercano a ellos un disparo. De inmediato, suspendieron la caminata y volvieron atrás. Al otro día se escucharon de nuevo detonaciones cerca del puente de hierro. El combate se había prolongado por varias horas, según contó. No obstante, solo un perro había sido víctima de una bala que le arrancó un pedazo de oreja. “Se había quemado mucha pólvora, lo cual, para la gente de color, es uno de los grandes atractivos de la guerra”.

     Los actos más serios, siguió narrando, se presentaron en el Calvario, así como en el campo donde se saqueaban haciendas, se robaban los animales y se llevaban a peones y negros para incorporarlos a las filas de cada uno de los bandos en pugna. En la trifulca que se generalizaba se derribaron estatuas erigidas a favor de Guzmán Blanco y la de la Universidad la lanzaron al piso frente a una banda militar. A propósito de lo que denominó una guerra al bronce y a la piedra comentó: “no se acostumbra en Europa a glorificar a ilustres personajes en vida, levantándoles así varias estatuas en su país natal; pero el lector no debe olvidar que estamos en la América del Sur, donde estas manifestaciones exageradas forman parte de los usos”. Aunque ellas serían de nuevo erigidas a la vuelta al poder, en 1879, de Guzmán Blanco.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
En el pueblo de Antímano, el general Antonio Guzmán Blanco construyó una casa de campo para su disfrute

     En este beligerante ambiente relató que una noche un centinela había preguntado la contraseña a quien consideró un enemigo, al no responder “¡Patria Federal! el guardia disparó. Al acercarse descubrieron “un pobre burro errante que había pagado con su vida su descuido y su mutismo”. Relató que, en vísperas de una nueva toma de posesión, ella y sus acompañantes decidieron marchar a Antímano a entrevistarse con el general Cedeño. Contó que al pasar Palo Grande y el Empedrado “la escena se animó”. A ambos lados del camino los negros seguidores de Guzmán habían instalado chozas provisionales. El tránsito se tornaba tortuoso porque individuos “desharrapados” obstaculizaban el paso, a los lados se podían ver fogatas instaladas para asar pedazos de carne que habían tomado de las haciendas cercanas.

     En su narración anotó que al aparecer el coche que los llevaba muchos de los presentes se agolparon a su alrededor para pedirles tabaco. “Oficiales y soldados se precipitaban afanosamente. Habíamos previsto este episodio, de modo que nos habíamos provisto, antes de salir de Caracas, de tabacos y centavos”. Superado este escollo se toparon con una escena protagonizada por un toro y un grupo de negros que le perseguían y agregó que no quisieron ver el desenlace de “esta escena cruel” y mandaron al cochero que acelerara la marcha. 

     Pronto llegaron a un “bonito pueblo” denominado La Vega. Según su descripción estaba compuesto de algunas calles en declive, de una plaza pública sembrada de hierbas, de una pequeña iglesia, “blanca y limpia”. Reseñó que al pie de ésta se encontraba un amplio ingenio azucarero cuyos propietarios eran la familia Francia, “una de las más opulentas del país”.

     Respecto a los tres kilómetros que separaban el Valle de Antímano afirmó que los habían recorrido de manera muy lenta, “siendo detenidos a cada instante por patrullas de gente de color precedidas de sus oficiales montados sobre burros muy flacos”. De Antímano expresó que fueron recibidos luego de largas conversaciones y por ser extranjeros. De esta localidad recordó que era un pueblo bastante grande “sin carácter muy definido, pero de situación encantadora”. Refirió que Guzmán Blanco había mandado a construir una casa de campo para su disfrute. Lo describió como un lugar rodeado de montañas, excepto el camino que conducía a Caracas. El paisaje se veía ornamentado gracias al cauce del río Guaire, la presencia de bambúes y sauces de follaje ligero. “La iglesia de Antímano es bastante hermosa, y recuerda por su arquitectura, aunque en proporciones mucho más modestas, la Magdalena de París”.       

     Contó que debieron salir del lugar que “estaba muy congestionado” para descansar en otro sitio. Según reseñó, al estar cerca de la localidad Palo Grande, le había sucedido algo divertido. En el camino encontraron un negro que montaba un burro. Precedía un grupo de ocho o diez negros armados con fusiles. Contó que su cochero le informó que era “Pantaleón”, un coronel a quien le gustaba que le llamaran general. Según relató, era un hombre muy animado y conversador. Uno de sus acompañantes clamó por agua a lo que Pantaleón accedió a compartir su cantimplora con sus sedientos acompañantes, en ella tenía agua mezclada con aguardiente. Les exigió a sus subalternos que no bebieran más de dos sorbos. Al terminar cada uno de sus hombres, que obedecieron a su coronel, este último consumió el resto de lo que quedaba en el recipiente. 

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
En 1879 comenzó un período presidencial denominado El Quinquenio, bajo el mando del general Antonio Guzmán Blanco

     Escribió más adelante: “Eran las siete de la noche cuando volvimos a Caracas donde hacían grandes preparativos para recibir dignamente las tropas victoriosas. Las casas estaban adornadas con flores; arcos de triunfo cubiertos de banderolas y divisas, se levantaban a la entrada de las calles; todo anunciaba una fiesta alegre”. Con esto hacía referencia al éxito de la Revolución Reivindicadora que restauró el culto a Guzmán Blanco, quien se presentaría en las elecciones de diciembre de 1878 de las que salió airoso por mayoría. En 1879 comenzó un período presidencial denominado El Quinquenio.

     Lo que vio en aquella oportunidad lo relató como sigue. Contó que, a las ocho de la mañana, bajo un cielo azul y un sol radiante, una gran cantidad de personas se dio a la tarea de aglomerarse en plazas, parques y vías públicas. “Señoras vestidas de blanco se habían engalanado con cintas amarillas en honor de los guzmancistas, quienes habían adoptado este color; los hombres llevaban colgadas al cuello cintas parecidas, pero más anchas con la divisa: ¡Viva Guzmán Blanco!, impresa en letras negras sobre la tela. 

Se exhibían por todas partes retratos litografiados del expresidente acompañados con palabras de alabanza, en el gusto hiperbólico español. Se esperaban con impaciencia los vencedores”.

     Agregó de seguidas que, a las nueve de la mañana una salva de artillería disparada desde el Calvario dio el aviso del arribo del “ejército libertador”. Según su parecer, todo se había realizado con el mayor orden. Más adelante indicó: “El general Cedeño, con mucha modestia y tacto, se negó a pasar por debajo de los arcos del triunfo, diciendo que no era más que un soldado, y que Guzmán Blanco solo, para quien había combatido, tenía derecho a este honor”. La marcha estuvo encabezada por cañones con guirnaldas de flores, colocadas sobre carretas y arrastradas por bueyes. Luego, venía “el general en jefe rodeado por sus principales oficiales a caballo, mula o asno, vestidos con trajes de toda clase”. Más atrás, identificó a soldados, “descalzos, bajo sus harapos, en una confusión muy pintoresca”. Observó que algunos llevaban bajo sus brazos gallinas y gallos, “otros llevaban racimos de plátanos, vimos a uno que había colgado chuletas crudas alrededor de su gorra, y todos, cubiertos de polvo, extenuados de cansancio, aclamaban a Guzmán y Cedeño”.

     Esta marcha cuando alcanzó el Capitolio paró y “negras caritativas acudieron con calabazas llenas de agua, ofreciendo de beber a los soldados”. De inmediato, se llevó a cabo un Tedeum de acción de gracia, en el que estuvieron presentes Cedeño y su estado mayor. El arzobispo fue el encargado del Tedeum desde la catedral. “Se reía, se circulaba alegremente en la ciudad, la animación era general”.

     Terminó este aparte rememorando que con la llegada de Guzmán Blanco obtuvo la toma de posesión de la “presidencia de la República y todo volvió al orden”. De acuerdo con su visión de las cosas, el ejército bajo su mando, aunque poco numeroso, “fue instruido y disciplinado. Los soldados que se ven hoy en Caracas llevan el uniforme, están provistos de buenas armas y ejercitados convenientemente”. Como lo expresé en líneas más arriba, Tallenay tuvo palabras de alabanza hacia la figura de Guzmán Blanco como presidente. Ella terminó este capítulo con las siguientes consideraciones. “Después de describir los cuadros extraños que anteceden, es justo señalar las reformas que siguieron a la guerra civil y los progresos cumplidos durante el período actual, de absoluto apaciguamiento y completa renovación”. Luego de permanecer en Caracas entre 1878 y 1880 se dedicó a visitar otras localidades de Venezuela hasta 1881 año de su partida para Europa.

Impresiones de un escocés en Caracas

Impresiones de un escocés en Caracas

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Una de las cosas que más sorprendió a Robert Semple de su visita a Caracas, fue la limpieza de las calles, construidas con “buen piso y en condiciones muy superiores a todo lo que había visto hasta entonces en las Antillas”.

     Robert Semple fue un agente de negocios inglés quien visitó Caracas entre los años 1810 y 1811, período durante el cual pudo constatar que, ante la ausencia de la metrópoli ocupada por Napoleón Bonaparte en 1808, los españoles americanos iniciaron el paso secesionista a imitación de los angloamericanos en el norte. Así como que no era mera casualidad que la Independencia se proclamara en Caracas el 5 de julio de 1811, un día después de la de las Trece Colonias y de la misma forma que lo hicieron los estadounidenses el 4 de julio de 1776. Las connotaciones “simbólicas o cabalísticas” estuvieron presentes entre los firmantes, según lo dejó escrito Semple.

     De su desembarco en La Guaira contó que, al estar ausente el comandante, fueron llevados a uno de los delegados, “un hombre ignorante e ineficaz, a primera vista, que no se acreditó bien en sus posteriores actuaciones. Su tonta auto importancia, al examinarnos resultaba risible, desplegando rodas las incapacidades de un presuntuoso recién encumbrado”. Esto lo había señalado a propósito de un impasse por la exigencia del pasaporte inglés para poder continuar su camino hacia Caracas. 

     Según relató ni en Inglaterra tal requisito era indispensable y que él no solía llevar el original de este documento en sus viajes. De La Guaira expresó que su población ascendía a unas ocho mil personas de “todos los colores”. Agregó que la mayor cantidad de sus habitantes eran gentes “de color” y que había pocos europeos y aun blancos criollos. De la ciudad observó que estaba construida al pie de una montaña y que sus calles eran bastante estrechas las que, cuando llovía, resultaban infranqueables. Contaba con un solo edificio importante, el de la Aduana. “Las autoridades no confían en el juramento de los comerciantes, como en Inglaterra y Norteamérica, sino que abren cada bulto para apreciar su valor y de acuerdo con éste cobran los derechos”. No obstante, señaló que los funcionarios cumplían su labor con “tolerancia y cortesía en la generalidad de los casos”.

      De acuerdo con su percepción, la iglesia de La Guaira “no es muy interesante”, al no contar con ningún objeto que atrajera a sus visitantes. El puerto fue comparado por él con un fondeadero y que por efecto de las olas debe ser constantemente reparada su estructura de madera. Del transporte, tanto de mercancías como de personas, se solía hacer a lomo de mula. “Cuando el viajero llega es tratado más o menos como un bulto de mercancías. Le dan una mula con una silla burda de tipo moro que tiene estribos por el estilo de los que se usan en España, y en todo el camino son de gran utilidad para él sus espuelas, su látigo y su paciencia para llegar a Caracas”.

     Según relató en su descripción, el camino de La Guaira a Caracas era “malo”. Decidió, en vez de montar una mula, transitarlo a pie. A lo que añadió: “Supongo que por lo extraño de esta determinación fue que me detuvieron a la salida”. A este respecto contó: el mulato que le servía de guía llevaba un portafolio donde había colocado unos dibujos de Morland y que un oficial “de color” revisó. De Macuto expresó que era una “limpia y placentera aldea situada a la orilla del mar, donde tienen residencias casi todos los habitantes ricos de La Guaira … con el tiempo, excederá a La Guaira en tamaño, como ya la supera en limpieza y regularidad”.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Según el agente de negocios inglés, Robert Semple, para 1810-1811, la población de La Guaira ascendía a unas ocho mil personas de “todos los colores”

     En su descenso hacia Caracas pudo mirar la ciudad a la que describió como un valle en declive rodeado de altos montes y al fondo se podía observar un río que lo bordeaba. Tenía al frente la ciudad capital, “de la que solo se distinguían las torres de las iglesias emergiendo entre las nieblas matutinas”.  Al alcanzar el pie de la colina estaba colocada una puerta donde se encontraban guardianes, quienes estaban allí para revisar los documentos de los que pretendían llegar al valle caraqueño. Su inicial impresión la narró como sigue: “Luego que pasé las primeras casas me sorprendió la limpieza y la regularidad de casi todas las calles, de buen piso y en condiciones muy superiores a todo lo que había visto hasta entonces en las Antillas”.

     Del valle de Santiago de León de Caracas indicó que se extendía en un terreno como de unas veinte millas, con variaciones de ancho entre seis y siete millas. De igual manera, agregó que se encontraba ubicada hacia el lado norte y que era un espacio territorial que se explayaba en una pendiente hacia el sur donde se encontraba con el río Guaire. “Aunque se le da el nombre de río, en Norte América no se le consideraría sino un arroyo, pues es vadeable en todas las cercanías de la ciudad, excepto después de aguaceros torrenciales, cuando su volumen aumenta y corre con gran velocidad”.

     De los tres afluentes del Guaire, el de mayores ventajas anotó que era el río Catuche. De él sus afluentes se aprovechaban al suministrar agua para “las fuentes públicas, de las cuales hay varias, y también para las casas particulares, de las que algunas tienen tubería o aljibes”. Según escribió, las calles se encontraban separadas unas de otras por espacios de cien yardas o más, “y como se interceptan entre sí forman los lados de las manzanas a lo que aquí llaman cuadras”. De acuerdo con su conocimiento, cuando una de estas cuadras no estaba ocupada por casas, se le denominaba plaza y que en realidad era un espacio baldío que ocuparía una manzana o cuadra. Para Semple, la ciudad así estructurada resultaba sencilla para una ciudad de un tamaño importante, siempre y cuando lo permitiera el terreno donde se asentaba. “De una manera semejante está construida Filadelfia, pero la falta de lugares abiertos hace que esta ciudad norteamericana, en otros aspectos hermosa, resulte monótona y uniforme”.

     En Caracas prestó atención a algunas plazas, “pero ninguna de mucha importancia”, a no ser la Plaza Mayor o plaza grande, “donde está el mercado”. En el interior de ella observó pequeñas tiendas, “muy convenientes desde el punto de vista comercial”, aunque para él desfiguraban la que pudo haber sido la armonía del conjunto. Reseñó que el lugar donde el mercado funcionaba se podían conseguir frutos disímiles como plátanos, bananos, piñas, manzanas, peras, papas, castañas y variedad de legumbres que parecieran provenir de lugares templados y que acá se conseguían con facilidad. De ahí que anotó: “En los Estados Unidos de Norte América se observa que los cambios de clima obedecen a las diferentes estaciones que se suceden en el año, mientras que aquí, al ascender de la costa a estas elevadas y templadas regiones se experimenta, en trayecto relativamente corto, un cambio que pareciera ser posible sólo en largos intervalos de espacio y tiempo. Y en pocas horas se pasa del clima tórrido a las más suaves temperaturas de las zonas templadas”.

     De la Catedral expresó que era una edificación sin mayor lumbre, con una distribución interior irregular, “pues durante la celebración de la misa gran parte de la concurrencia no puede ver al sacerdote, y esto es importante, puesto que la ceremonia es parte esencial de la devoción”. Indicó que lo que daba prestancia a la catedral era el único reloj con el que contaba la ciudad. La iglesia más espléndida de Caracas, según lo relatado por Semple, era la que se había construido a expensas “de las gentes de color, y a la que parece que contribuyeron por espíritu de emulación”.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Según relató Robert Semple en su descripción, el camino de La Guaira a Caracas era “malo”, por lo que decidió, en vez de montar una mula, transitarlo a pie

     De acuerdo con su conocimiento la población de la ciudad superaba los cuarenta mil habitantes, “una tercera parte de los cuales es de blancos”. Puso en la mira que existían muy pocos indios, pero las personas mezcladas con la “sangre india es general”. Destacó, además, que “todos los oficios son realizados por libertos de color, quienes son generalmente ingeniosos, pero indolentes e indiferentes en alto grado”. Sumó a esta consideración que éstos prometían llevar a cabo alguna tarea, sin intención de cumplir y cuando se les reprochaba por ello se “quedan perfectamente inconmovibles”.

     La única institución pública educativa, por lo que percibió, era la Universidad. Del sistema educativo expresó que era rutinario al igual que en la España de hacía doscientos años: “un corto número de autores latinos, el catecismo y la vida de los santos son los principales estudios”. Sin embargo, consideró que el “libre pensamiento” se estaba propagando con rapidez entre los jóvenes.

     De acuerdo con sus cálculos, ningún otro territorio de América del sur había sido tan disputado como el que ocupaba el valle de Caracas, puesto que la cantidad de grupos aborígenes y “su alta reputación de valerosos e inteligentes parece que detuvieron por algún tiempo la acción conquistadora de los españoles en una región cuya fertilidad, sin embargo, había excitado su codicia”. Escribió que el primer intento se hizo desde Margarita, luego desde Valencia se reclutaron elementos que pudieron someter a los habitantes originarios y fundar la ciudad. Relató que esta historia revestía gran interés. Además, contó haber escuchado a indios pronunciar el nombre de Guaicaipuro con entusiasmo. “Cuando en su lucha le faltaron otros medios, mandó prender fuego al bosque donde se encontraba, desplegando así una desesperada y sublime, aunque inútil, resistencia”.

     Luego de haber sido Coro la sede principal del Arzobispado de Venezuela, para finales del 1600, fue Caracas la principal provincia administrativa del reino. Semple añadió que, la elevada situación del valle de Caracas contaba con un aire puro y fresco, los cuales “ejercen un efecto directo sobre el carácter físico y moral de sus habitantes y los distingue con ventaja de los de la costa. El mismo concepto de distinción que las tribus vecinas tenían de los primeros pobladores de Caracas, puede tenerse de los habitantes del presente, ya que estos superan en rapidez de percepción, en actividad e inteligencia a los habitantes de la mayor parte de las otras ciudades de la Provincia”.

     No obstante, agregó que la carencia de una sólida educación y la ciega sujeción a un clero ignorante no permitían el desarrollo de tales cualidades naturales. “Aquel alto sentido español del honor que reina en algunos pechos, es en muchos otros suplantado por una mera apariencia jactanciosa, que finaliza en falsedad y engaño. Pero esta falsía no está siempre acompañada por suaves maneras o un exterior apacible, y altos ejemplos de rudeza unida a gran insinceridad pueden observarse. No podría hablar aquí de lo político o de los sentimientos generales del pueblo de Venezuela. Es un tema que merece ser tratado separadamente…”

     Esta aseveración le relacionó con lo heredado del colonialismo español y con situaciones similares en otros países latinoamericanos. De las mujeres expresó: “Quizás el carácter hispano subsiste en ellas más que en los hombres; y sus vestidos y maneras son una copia exacta de lo que he visto antes en la vieja España”. Indicó que tanto en España como en Caracas la ocupación durante las mañanas entre las mujeres era la asistencia a misa, trajeadas de negro, lucían medias de seda y batiendo un abanico que no cesaban de mover. “En estos casos una esclava, muchas veces más hermosa que la señora, la sigue, portando una pequeña alfombra sobre la cual habrá de arrodillarse aquélla”. (P. 30). Agregó que era un símbolo de distinción y que el sólo hecho de ser seguidas de una esclava con dicho objeto era señal de diferenciación. Anotó, luego, que se estaba debatiendo la eliminación de tal costumbre, aunque el legislador que reformara tal hábito “tiene que hacerlo con mano temblorosa”.

Funcionarios Públicos, Celebraciones y encuentros religiosos

Funcionarios Públicos, Celebraciones y encuentros religiosos

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El militar estadounidense Richard Bache dejó sus impresiones de un viaje por Colombia y Venezuela entre 1822 y 1823, en un curioso libro traducido al español y reditado por el Instituto Nacional de Hipódromos, en 1982

     En una anterior oportunidad, desde este espacio, he hecho referencia al militar estadounidense Richard Bache (1784-1848) quien visitó la República de Colombia y quien estuvo en Venezuela durante 1822 y 1823. Sus impresiones de viaje en el libro La República de Colombia en los años 1822-23. Notas de viaje. Con el itinerario de la ruta entre Caracas y Bogotá y un apéndice por un oficial del ejército de los Estados Unidos, el que fue publicado por el Instituto Nacional de Hipódromos en el año de 1982, mientras en Filadelfia vio la luz en 1826. En el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar se hace referencia a Bache en los siguientes términos: las impresiones de Bache y sus descripciones constituyen un valioso documento para el estudio de la época, donde destacan su minuciosidad y precisión en los acontecimientos observados.

     En esta oportunidad destacaré lo que redactó en el capítulo III en que hizo referencia a sus primeras visitas en la ciudad, lo que observó en el día de San Simón, los bailes que presenció, sus impresiones acerca del señor Blandín y lo que vio en una plantación de café. Por otra parte, un importante detalle resulta de su escrito el cual redactó como si fuese un diario.

     Escribió que el día 22 de octubre había sido presentado al Intendente General, Carlos Soublette a quien describió como un hombre imponente, atractivo y agraciado. Contó que, al pasar frente al Santísimo Sacramento y no haber hecho la reverencia debida, un centinela armado con su bayoneta le había llamado la atención, situación a partir de la cual escribió que su actitud fue por desconocimiento del sentido que tenía el acto litúrgico y la actitud que debía asumir de acuerdo con las costumbres locales. “Las circunstancias se presentaban para perder un tanto los estribos; y en este estado de ánimo llegué a la conclusión de que uno está en el deber de desaprobar estas ceremonias humillantes para un ser racional, absolutamente extemporáneas”. Agregó que obligar a reverencias con la bayoneta no tenía nada que ver con veneración. Por tanto, en lo sucesivo “siempre me hice el indiferente ante tales ceremonias, o procuré evitar el encuentro con la Custodia, cada vez que podía hacerlo discretamente”.

     La preocupación e incomodidad de Bache tuvo que ver con su adhesión protestante. Escribió, respecto a la situación descrita, que su actitud no sería la más correcta por encontrarse en un país extranjero y que requería de colaboración de sus naturales. “Sin embargo, continúo sosteniendo la opinión de que aquellos funcionarios públicos nuestros que residan en países católicos, si deben oponerse vigorosamente a cualquier arbitrariedad que pretenda imponérseles a sus derechos en materia de opinión religiosa, tanto por la degradación que ello implica, como con la finalidad de ir acostumbrando al público a una mayor tolerancia”. Según su apreciación, se mostró convencido que por medio del ejemplo de personas apreciadas y distinguidas se pudiera alcanzar la tolerancia frente a creencias religiosas distintas. Terminó expresando que el influjo clerical en Caracas se ha “reducido apenas en grado muy insignificante”.

     Su escrito fue redactado en forma de memoria de viaje con rasgos de un diario de vivencias. En un aparte con fecha octubre 23 relató haber ido de visita a casa de un general. En casa de éste llamó su atención su joven hija de nombre Conchita. Contó que ella había residido un tiempo en Filadelfia, cuando su padre debió exiliarse debido a problemas políticos. Según narró, Conchita había expresado su impresión al ver que en aquella ciudad estadounidense observó que edificaban una casa de ladrillos de tres pisos en pocas semanas, mientras en Caracas, aunque fuesen de un solo piso, tardaban años.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Bache describió al entonces Intendente General, Carlos Soublette, como un hombre imponente, atractivo y agraciado

     Refirió, para la misma fecha, haber conocido a oficiales ingleses que integraban el Estado Mayor del general Soublette y Páez y corroboró “en todos ellos cierta decepción” por la situación que habían experimentado en el país por no haber alcanzado lo que esperaban como legión extranjera. Por otro lado, indicó que había encontrado una distracción con una ceremonia denominada el Rosario. A la que describió como sigue. Al frente de la procesión marchaban jóvenes negros harapientos con faroles, colocados en la punta de una vara, luego venía un hombre con una gran cruz y otro con un pabellón que representaba a la Virgen. A ellos les seguían sacerdotes, una banda musical con violines y cantantes varones con instrumentos variados. A su vez, estaban acompañados con una música que, a intervalos, se vocalizaba con cánticos en latín. Son oportunidades, anotó, para que algunas personas hicieran una cuestación o colecta. Indicó que la música entonada le pareció agradable y la ceremonia la juzgó como llena de solemnidad.

     En otro párrafo con fecha 24 de octubre describió que había visitado una casa, situada al frente de la plaza, donde escuchaban a unas damas ejecutando melodías con el piano. De inmediato, fueron invitados para presenciar la ejecución de un indio acusado de haber cometido un asesinato. Tal ejecución del reo lo indujo a redactar algunas líneas en las que no dejó de mostrar repulsión. Refirió que el reo había sido amarrado a un poste y fusilado por un pelotón de soldados. 

     “Aquel fúnebre espectáculo parecía despertar muy poca curiosidad, pues no habría más de trescientas personas entre el público, principalmente mujeres, circunstancia que puede explicarse por la gran desproporción de sexos existentes en Caracas”.

     Esta última apreciación le sirvió a Bache para hacer una consideración acerca de la población caraqueña. Expresó que la presencia de mujeres en actos y aglomeraciones era mayor que la de hombres y, que se estimaba, que por cada cuatro o cinco mujeres había un hombre. “Esta desproporción se atribuye a los efectos de la guerra a muerte”. Para el mismo día había ido de visita a casa de una persona de nombre Francisco, de quien hizo referencia de manera condescendiente y al que adjudicó tener un gran afecto por la persona que acompañaba a Bache por la ciudad. Ya en la despedida le ofrecieron como hospedaje la casa del señor Francisco y lo trataron con gran cordialidad. “Al despedirme, hizo un expresivo gesto hasta entonces desconocido para mí: me apretó la mano contra su corazón, como en testimonio de la sinceridad de sus expresiones”.

     Para octubre 26 dejó escrito que había sido presentado a varios ciudadanos del país. Entre las personas que conoció, en medio de un almuerzo, estaban un doctor y un coronel quienes viajarían a Bogotá, en unos días, y le ofrecieron detalles que le servirían para el trayecto que él tenía como propósito visitar. Sumó, haber notado a un grupo de infantería, frente a la casa donde había almorzado, entre quienes vio a los oficiales montados en caballos, seguidos, a su vez, por unos soldados que iban descalzos, a excepción de unos pocos que llevaban una “especie de sandalias”.

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El militar estadounidense Richard Bache expresó en su libro que la presencia de mujeres en actos y aglomeraciones era mayor que la de hombres

     A esto incorporó la impresión que le causaba “constantemente la conducta amable y cortés de todos los eclesiásticos, quienes nunca dejaban de saludar, quitándose el sombrero, a todos los que pasaban a su lado”. Lamentó no haber podido determinar si se trataba de una actitud habitual o sólo lo era por las circunstancias de conciliarse con la opinión pública luego de los conflictos con España. Se quejó de no haberse adelantado en el saludo y con ello demostrar una actitud de urbanidad frente a los miembros del clero.

     Con fecha 27 de octubre anotó que después de un almuerzo recorrió a caballo una hacienda de un general, junto con otras personas que se unieron al paseo. Alabó las monturas y a quienes fungían de jinetes que llevaban “los caballos más gallardos y briosos que había contemplado en mi vida”. Describió que el camino que transitaron estaba muy bien empedrado y que, ante su vista, apreció “los paisajes más seductores, que variaban constantemente”. La esposa del general, contó Bache, fue la encargada de mostrar la gran extensión territorial que atendía en los momentos cuando su esposo se ausentaba por asuntos militares.

     Luego de este, según su percepción, reconfortante encuentro se dirigió al centro de Caracas, la cual lucía orlada e iluminada en honor al onomástico de Simón Bolívar, “el día de San Simón”. Con fecha 28 de octubre, “día de San Simón”, reseñó que las ceremonias habían iniciado con un desfile de funcionarios civiles y militares quienes se dirigían hacia la Catedral para la misa mayor. También observó cuerpos de infantería a los que comparó con algunos existentes en su país, “marchaban con muy buen compás, al son de una excelente banda”.

     Expresó que había ido de visita al despacho del general Soublette porque la misma era “ley en días santos” y que cualquier omisión en este orden era expresión de ruptura social. Contó que a las cuatro de la tarde fueron para una corrida de toros que le decepcionó, aunque “asistían alrededor de diez mil personas”. Según relato, los animales eran muy mansos y debían ser estimulados con pinchazos de garrocha. Añadió que las calles estaban “hermosamente ornamentadas con colgaduras de damasco, en las que se advertían los colores de la bandera”.  

José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
El 28 de octubre de 1822, los alredeores de la Catedral lucían adornados e iluminados en honor al onomástico de Simón Bolívar (Día de San Simón)

     Expresó que en horas de la noche se había presentado un “espléndido sarao conmemorativo”. La cena a la que fue invitado, a la luz de este acto, había sido “suntuosa” y la “música me cautivó no sólo por lo peculiar de su ritmo, sino también por el estilo del baile”. En comparación con algunos bailes franceses y estadounidenses, estimó que la danza que observó era “suave y gentil”. En general le pareció un baile representativo de cadencia y equilibrio. Sin embargo, en un momento del desarrollo de la fiesta hubo una interrupción. Una dama lloraba con gran desconsuelo porque “su esposo se había excedido en atenciones con otra beldad”. Consideró que tal forma de manifestar un descontento en una reunión festiva debió haber sido “irrefrenable”. “La compadecía muy sinceramente, sobre todo a su hija, quien llena de confusión salió en compañía de la madre”.

     Del general Soublette indicó: “ocupaba un asiento privilegiado en el testero del salón, repantigado con graciosa indiferencia, y parecía contemplar el regocijo de sus gobernados con indulgente satisfacción”. 

     También observó a las espaldas del general, a un par de graciosas hermanas, “cuyas rollizas mejillas e irreprochable frente delataban que jamás habían sido afectadas por las fatigas del pensamiento”. Dijo al respecto que divertían a los presentes por dormir plácidamente, “mientras en su torno resonaban la algazara y el ajetreo de la numerosa concurrencia”. Las que denominó “bellas durmientes” eran objeto de “admiración general”. Luego de describir esta situación, inusual para él, afirmó que con seguridad nunca el par de jóvenes había sido objeto de tan prolongada atención. Terminó este aparte de su relato con un comentario acerca del gobernador de la ciudad, “de quien se decía que había tenido que vivir oculto en un sótano durante cuatro años para escapar de las persecuciones de sus enemigos”.

De una corrida de toros a una corrida de cintas y algo más

De una corrida de toros a una corrida de cintas y algo más

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De una corrida de toros a una corrida de cintas y algo más

Durante el gobierno del general Guzmán Blanco, las corridas de toros en Caracas se realizaban en terrenos pertenecientes al hipódromo, en Sarría
Durante el gobierno del general Guzmán Blanco, las corridas de toros en Caracas se realizaban en terrenos pertenecientes al hipódromo, en Sarría

     Después de haber presenciado la corrida de toros a la que había sido invitada, Jenny de Tallenay, escribió que era más interesante que el “tumulto de la corrida” un acto llamado corrida de cintas que se presentó en el ambiente festivo parroquial. Describió la corrida de cintas de la siguiente manera. “La calle mostraba un decorado muy parecido al utilizado para la corrida de toros, con la diferencia que, de trecho en trecho, se extendían cuerdas a determinada altura, de una casa a otra. De estas cuerdas colgaban cintas de distintos colores y en cuya parte final llevaba un anillo de cobre”.

     El acto consistía, de acuerdo con su descripción, en que a la señal que se daba al extremo de la calle, algunos caballeros, portadores de una espada cada uno, partían a galope en sus caballos “cubiertos con elegantes caparazones”. A una velocidad constante la actividad consistía en atravesar con la espada uno de los anillos y tomarlo con la punta del arma. Para ella era un juego “muy animado” que mostraba un lado galante y amable. 

     Cuando un joven jinete cumplía con la tarea de tomar el anillo colgado en una cinta, se acercaba a una de las ventanas de las casas vecinas, “llenas de preciosas señoritas de ojos negros”, y hacía entrega de su trofeo a la más hermosa de ellas. Quien recibía la ofrenda entregaba al galante caballero unas flores que iban atados al extremo de la silla de montar y con las que adornaba a su valioso corcel.

     El más hábil de la justa, aquel que lograba ensartar la mayor cantidad de anillos, era paseado en hombros, al son de las charangas y el ruido de los fuegos artificiales. Agregó que el ruido de los cohetes era un “elemento indispensable de toda fiesta venezolana”. A cualquier hora se podían escuchar sus detonaciones porque hacía falta que la alegría se escuchara a lo lejos para “ser popular”. Más adelante agregó que fiestas como estas, que se desarrollaban en las calles, tendían a decaer. Desde 1881 se había instalado un hipódromo, “en el cual se dan corridas de toros”.

     Contó que en el nuevo establecimiento se apreciaban “tres o cuatro banderilleros atormentando sin mucho peligro unos bueyes flacos que parecen no tener otro cuidado sino volver a su establo lo más pronto posible”. Según su versión, para los días de corridas una gran cantidad de personas se aglomeraban en las taquillas para adquirir las entradas. Por lo que había observado, indicó: “una sociedad protectora de animales tendría mucho que hacer en Venezuela”.

     Muy cerca del hipódromo se encontraba una gallera. Describió que para preparar los gallos para una pelea se les cortaba la cresta, se les arrancaban las plumas del pecho y se les ataba por una pata durante semanas al pie de un poste y a alguna distancia de otro gallo, sin que pudieran acercarse para atacarse. “Cuando están bastante excitados por ese tratamiento bárbaro, se les hace entrar en el ruedo donde no tardan en encontrar la muerte”. Según constató los gallos negros y rojos eran los más ardientes y belicosos.

Las corridas de cintas se realizan en un ambiente festivo. Las calles son decoradas con cintas de colores
Las corridas de cintas se realizan en un ambiente festivo. Las calles son decoradas con cintas de colores
Tallenay describió el Palacio Legislativo de la República o Capitolio caraqueño, como un “monumento bastante satisfactorio”
Tallenay describió el Palacio Legislativo de la República o Capitolio caraqueño, como un “monumento bastante satisfactorio”

     Luego de haber presenciado este “bárbaro” acto volvió al lugar donde había sido invitada para presenciar la corrida de toros y la de cintas. Narró haber degustado un refresco preparado con guanábana, “fruta deliciosa y bastante rara, aún en Caracas”. Agregó que con esta fruta se preparaban bombones, confituras y helados. Otra fruta que llamó su atención fue la parchita o parcha. “Se cultivan dos especies, la mayor de las cuales proporciona una baya del tamaño de una piña, muy buena para comer aderezada con vino blanco, y la otra del tamaño de una manzana es apenas menos apreciada”.

      Narró que mientras conversaban en casa de su huésped con algunos lugareños, “tuvimos la oportunidad de constatar hasta qué punto les gustan los elogios y son sensibles a la crítica”, incluso si era benévola mostraban incomodidad y enojo. Agregó que entre si se prodigaban lisonjas con “las dosis más fuertes”. Afirmó que desde los periódicos más conocidos no se dejaba de comparar a Caracas con París, además de ponderarla como una capital refinada que mostraba ser muy civilizada. “Su tono es tal que pasarían en Europa, a pesar de su seriedad, por hojas satíricas untadas de miel”. Por eso añadió que quien había logrado cultivar amistades en Venezuela se tenía que cuidar de no expresar algo que pudiera herir el sentimiento patrio. “Casi había miedo de contradecirles”.

     Narró que continuaron sus paseos por la ciudad. En su tránsito se toparon, en una esquina de la Plaza Bolívar, con el Ayuntamiento “que no presenta nada notable”. Más adelante encontraron el Palacio Legislativo de la República, el Capitolio. De él expresó: “El conjunto del monumento es bastante satisfactorio”. Dijo en su descripción que del lado norte se encontraba un peristilo adornado con estatuas encargadas a un artista del país, “cuyas concepciones, hace falta decirlo, no tienen nada de ideal”. El salón destinado para las recepciones oficiales lo calificó de hermoso. De los cuadros expresó que como obras de arte eran de una calidad cuestionable, pero si tenían valor histórico por mostrar celebridades venezolanas.

     En otro lado observó unos muebles pintados con los colores de la bandera. de las salas dedicadas a las sesiones del Congreso las calificó de sencillas y donde había un espacio con rejas, destinado para el cuerpo diplomático. Sumó a su descripción que las mujeres no asistían a las sesiones, “como en Europa”, y tampoco existían tribunas públicas. Enfrente del Capitolio identificó una larga fachada, traspasada con ventanas ojivales o de estilo medieval, con un campanario pequeño que servía de adorno. Detrás de este espacio hubo un convento de franciscanos que fue transformado en Universidad Nacional. Hizo referencia acerca de la fachada que abarcaba este edificio y agregó que era mucho más grande que la edificación. Su visita a la construcción universitaria la condujo a un museo que funcionaba en la misma estructura. Allí apreció un museo y una biblioteca que estaban bajo la responsabilidad de Adolfo Ernst. 

     Para el museo agregó que se le había otorgado un amplio espacio y que albergaba una “reunión confusa de objetos curiosos más que una serie de colecciones serias”. Según su apreciación, Ernst no tenía tiempo ni presupuesto para mejorar la colección y darle una organización adecuada.

     A propósito de algunos objetos curiosos que encontró en el lugar, reseñó el caso de una “cabeza humana del tamaño de un puño”, al que calificó como un objeto “casi fantástico”. De acuerdo con su narración era obra de tribus indígenas del Orinoco, así como de algunos grupos de indios de Colombia, que practicaban “un modo particular de embalsamiento”. Agregó que eran piezas únicas desde que el gobierno de Colombia prohibió su venta pública, algunas de estas piezas podían llegar a los quinientos francos y por ello muchos indios “no tenían ningún escrúpulo en cometer para satisfacer su codicia”. Luego destacó la presencia en el museo de una bandera que había traído consigo Francisco Pizarro, que la había obtenido Antonio José de Sucre, en 1824, y que obsequió al Libertador.

     Al referir la presencia del ataúd donde reposaban los restos mortales de Simón Bolívar, “olvidados y desconocidos por tan largo tiempo en un cementerio pueblerino”, escribió: “triste mudanza de las cosas humanas”. En su opinión estos restos del pasado, “que deberían tener un sitio con los retratos reunidos en el Palacio Federal”, deberían estar en una galería especial que sería un museo histórico, por tal razón le pareció extraño encontrar colecciones zoológicas, botánicas y mineralógicas en el mismo lugar.

En la misma edificación donde se encuentra la Universidad de Caracas, se aloja el Museo Natural, que reúne objetos curiosos. Su director es el Dr. Adolfo Ernst
En la misma edificación donde se encuentra la Universidad de Caracas, se aloja el Museo Natural, que reúne objetos curiosos. Su director es el Dr. Adolfo Ernst

     Refirió que en este espacio había vitrinas cerradas con especies animales disecadas. Entre ellos colibríes, el querre – querre o gálgulo, “así nombrado a imitación de su ruido” el cardenal, de plumaje rojo; el garrapatero, “que presta tantos servicios al ganado de los llanos; el tucán, “cuyas plumas brillantes proporcionan a los indios un elegante tocado, así como adornos para su hamaca y el “ya acabó”, “de matices variados como el arco iris. Entre las grandes especies disecadas y que se mostraban en el mismo recinto observó el águila de los Andes, gavilanes, un aguilucho, el alcaraván, “pájaro de las playas, a medias acuático y a medias terrestre, cuyo grito se parece a un ladrido de perro”, el “tarotaro”, especie de ibis, “cuyo canto recuerda el tañido de una campana”, la guacharaca, “especie de faisán muy abundante en las tierras calientes de Venezuela y muy apreciado por los gastrónomos delicados”, la grulla, el guácharo, “especie de chotacabras que caza por la noche”.

     De la entomología y exhibición de insectos, en el museo de Caracas, le pareció muy escueta y poco representativa. En cuanto a los arácnidos ocupaban un lugar relevante. De esta especie describió la araña grande, muy común en Guayana, tarántulas amarillas, azules y rojas, también venenosas y que podían atacar al ganado.

     De acuerdo con versiones recogidas por ella, la más venosa era la arañita de playa, de pequeño tamaño, muy difícil de ver, “cuya mordedura tiene consecuencias graves, a no ser que la persona mordida sea sangrada inmediatamente”. A pesar de ser muy comunes en Venezuela, recalcó, los alacranes, que los había de dos tipos, de acuerdo con la información por ella recabada, el negro y el amarillo, este último de gran poder venenoso, lo expuesto acerca de ellos no era muy excelso.

     De la biblioteca añadió que había sido conformada por los libros tomados de los conventos luego de haber sido suprimidos por ley. Según relató reposaban en ella unos 23000 volúmenes, de los cuales la gran mayoría era de carácter teológico. En otro ambiente se instaló una habitación denominada Salón Académico, el que estaba dedicado a las sesiones del consejo de administración de la universidad y de los concursos literarios que parecían muy comunes. Del mobiliario destacó su talante gótico y elaborado de damasco rojo. Observó vidrieras pintadas que adornaban las ventanas y que tres retratos, el de Simón Bolívar, José María Vargas y Antonio Guzmán Blanco daban vida a las paredes. Añadió que con lo expuesto en este espacio se tenía el propósito de instalar una galería de bellas artes, pero para ella era “muy pobre aún” porque apenas albergaba pocos cuadros, siendo las principales obras de dos pintores venezolanos, Martín Tovar y Tovar y Ramón Bolet Peraza, quien había fallecido a temprana edad. Tallenay afirmó que muchos de sus bocetos y cuadros se los había llevado un coleccionista inglés de nombre Spence.

     Una de las consideraciones que plasmó en su Recuerdos… se relaciona con la estructura urbana y los monumentos públicos que se podían apreciar en la ciudad. Para Tallenay el carácter general de una ciudad, la organización de sus localidades o barrios, la trayectoria de sus principales edificaciones resumía su historia. Subrayó que los monumentos públicos de Caracas habían sido conformados durante la época colonial o en “la administración del general Guzmán Blanco”.

A lo largo de sus reflexiones, la francesa Jenny Tallenay no tuvo palabras adversas hacia el presidente de la República, general Antonio Guzmán Blanco y sus realizaciones
A lo largo de sus reflexiones, la francesa Jenny Tallenay no tuvo palabras adversas hacia el presidente de la República, general Antonio Guzmán Blanco y sus realizaciones

     A lo largo de sus reflexiones Tallenay no tuvo palabras adversas hacia Guzmán Blanco y sus realizaciones. En lo que respecta a una ciudad que poco había cambiado en su estructura urbana, después de declarada la Independencia, la ponderó como un tiempo que había transcurrido “sin dejar nada tras de sí”.

Impresiones de la Caracas de 1878-1881

Impresiones de la Caracas de 1878-1881

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Impresiones de la Caracas de 1878-1881

Las mujeres caraqueñas son muy hermosas y los hombres lucen muy elegantes con esos sombreros de copa alta
Las mujeres caraqueñas son muy hermosas y los hombres lucen muy elegantes con esos sombreros de copa alta

     En anteriores oportunidades, desde este mismo espacio, se ha hecho referencia a la obra Recuerdos de Venezuela dado a conocer en París para el año de 1884 y a su autora Jenny de Tallenay. En esta ocasión el énfasis se centrará en sus descripciones de los lugares y aspectos generales de la población y la ciudad de Caracas, durante el itinerario que llevó a cabo entre 1878 y 1881. En esta oportunidad, haremos mención de sus primeras impresiones acerca de la ciudad que visitó entre estos años. Resulta de gran interés llevar el hilo de sus descripciones plagadas de consideraciones éticas y estéticas. Descripciones que pudieran resultar al lector de hoy chocantes. Sin embargo, no deja de ser importante rememorar la visión de un otro relacionada con formas de ser, hábitos o costumbres que para ella resultaban extraños y, por momentos, repulsivos, porque indican algunos atributos que para la historia y el historiador son representaciones retadoras en su verificación y verosimilitud. De ahí la importancia de las páginas escritas por viajeros que pernoctaron en tierra venezolana durante un período de tiempo, como lo es el caso que compete en las siguientes líneas.

     Refirió que a su llegada a Caracas fue alojada en el Gran Hotel y donde le fue servida “una gran variedad de manjares”, de los cuales expresó ya eran conocidos para ella y sus acompañantes. De quienes cumplían labores de atención para los que se alojaban en sus habitaciones expresó que eran cuatro o cinco negros, cuyas vestimentas eran vistosas y limpias. Del jefe de ellos expresó que había sido el encargado de atenderles, de nombre Sánchez quien conocía algunas palabras del idioma francés. 

     “No nos perdía de vista, riendo a carcajadas y enseñando sus dientes blancos al alargarnos los platos”. Escribió que mientras degustaban un café algunos venezolanos, “todos generales o doctores”, les habían sido presentados. De ellos afirmó que sólo hablaban español y que era un idioma de poco dominio para ella y sus acompañantes. Para su primera incursión a algunos lugares de Caracas se había ofrecido para acompañarles, en su travesía, el general Joaquín Díaz, ministro de hacienda, quien vivía en el Gran Hotel.

     Dejó escrito que, desde este hospedaje se divisaban las casas que eran de un solo piso y que el paisaje que se divisaba era bastante pintoresco. Hacia el norte describió la Sierra del Ávila que, según sus palabras, formaba una magnífica línea de barrancos, masas de árboles, torrentes, declives herbosos, rocas desnudas, “todo de un color de oro viejo” y que se teñía de púrpura a ciertas horas. Hacia el sur precisó otra cadena de montañas menos imponente que la del norte, con montículos, y al pie de la cual corría un impetuoso río, el Guaire, rodeado de cultivos y pastos.

     Entre estos dos cortes naturales y de este a oeste, se extendía el valle de Chacao. Éste mostraba varios declives que estaban surcados por tres ríos tributarios del Guaire. En los declives observó el levantamiento de casas blancas y en las que se veían grandes penachos de algunas palmeras o las formas espléndidas de grandes sauces, muy comunes en el valle, cuyo aspecto le pareció de rara elegancia.

La francesa Jenny Tallenay llegó a Venezuela en 1881 y se alojó en el Gran Hotel, donde le servían “una gran variedad de manjares”
La francesa Jenny Tallenay llegó a Venezuela en 1881 y se alojó en el Gran Hotel, donde le servían “una gran variedad de manjares”
Caracas, desde inicios de la ocupación ibérica, fue extendiéndose de norte a sur. Para 1881, contaba con 8.194 casas y 55.638 habitantes
Caracas, desde inicios de la ocupación ibérica, fue extendiéndose de norte a sur. Para 1881, contaba con 8.194 casas y 55.638 habitantes

     Agregó que la ciudad, desde inicios de la ocupación ibérica, fue extendiéndose de norte a sur. Para el momento de su visita la ciudad ocupaba tres millones seiscientos mil metros cuadrados, con 8194 casas y 55.638 ocupantes. Añadió que las lluvias eran frecuentes, en especial de mayo a noviembre. Indicó, en vísperas del inicio del paseo que había tomado una taza de cacao, acompañada de una rebanada de pan y untada con mantequilla de coco.

     Al salir, en horas de la mañana, destacó haber experimentado una fresca brisa proveniente del cercano litoral. Al ser domingo, la ciudad se mostraba alegre y con ánimo. Al transitar por algunos lugares de la ciudad se topó con unas negras trajeadas con ropas de algodón y señoritas en mantilla que se dirigían a la iglesia de la que se escuchaba el repique de las campanas. A quienes identificó como europeos llevaban sombrero de copa alta y levita. El indio, “con color de bronce”, vestía con pantalón de cutí y camisa de color. Observó a mulatas que conversaban y llevaban sobre sus hombros mantones negros.

     Al llegar al “corazón de la ciudad”, es decir a La Plaza Bolívar, la describió como un lugar dedicado a los héroes de la Independencia. Según sus palabras, estaba rodeada por hermosos caobos cuyos troncos florecían en mayo espléndidas orquídeas, una de ellas denominada Flor de Mayo. Observó que la plaza tenía una forma cuadrada. Estaba acompañada de fuentes en las cuatro esquinas y que en el centro de la plaza se había levantado la estatua ecuestre de Bolívar. La calificó de ser una hermosa obra, elaborada en Múnich y encargada por Antonio Guzmán Blanco, que había sido inaugurada en 1874. Según anotó, era de bronce y “aunque un poco exagerada en algunos de sus detalles”, mostraba un conjunto imponente.

     En su relato expresó que de la plaza Bolívar partían cuatro calles principales o avenidas, identificadas de acuerdo con los cuatro puntos cardinales y “formando una cruz perfecta”. Las calles intermedias eran indicadas con números precedidos de las palabras norte, sur, este y oeste. Mientras todas las calles situadas hacia el norte estaban identificadas con números impares comenzando por el 1, las del sur lo estaban con números impares y comenzaban con el número 2. Según su relato, esta forma de organización urbana era muy usual en la América española, aunque para los extranjeros era complicada. 

     Los lugares ocupados por las casas formaban espacios cuadrados o cuadras. Sin embargo, no dejó de hacer notar que para ubicarse en una dirección específica hacía falta estar familiarizado con Caracas. Esto lo corroboró al decir que, el lugar en que cuatro cuadras constituían los ángulos de dos calles que se cruzaban en una esquina, tenían un nombre específico, para ella completamente arbitrario porque no tenía ninguna relación con el sistema urbano establecido.

     Observó que las casas eran solo de una planta baja. El interior de ellas era muy parecido a las de España con un corredor que daba acceso a dos patios rodeados de una galería con columnas, a los cuales daban las puertas de los cuartos, luego otro corredor en dirección hacia donde estaban la cocina, la despensa y los cuartos de los sirvientes. Los patios lucían plantas, poblados de pájaros y “engalanados a menudo con un surtidor de estilo morisco”.

     Contó que, luego de la cena volvió a la plaza para escuchar algo de música ejecutada por una orquesta. Sin embargo, se encontró que quienes amenizaban el acto musical eran “pobres negros, sin uniforme, apenas vestidos, que llevaban lastimosamente sus instrumentos en los cuales soplaban con aire atontado”. Vio a lo lejos a Francisco Linares Alcántara, sentado en su balcón junto con su esposa, quienes desde allí observaban el concierto. Aunque, expresó que no lo divisiva claramente debido a la “luz vacilante” proporcionada por las lámparas de petróleo que iluminaban de modo tenue la calle.

La Plaza Bolívar es el “corazón de la ciudad” y está rodeada por hermosos caobos en cuyos troncos floren en mayo espléndidas orquídeas, una de ellas denominada Flor de Mayo
La Plaza Bolívar es el “corazón de la ciudad” y está rodeada por hermosos caobos en cuyos troncos floren en mayo espléndidas orquídeas, una de ellas denominada Flor de Mayo

     No obstante, ponderó la magnificencia de las noches caraqueñas, al contemplar “millares de estrellas que centellaban en el cielo, y un viento suave y tibio nos traía de paso el perfume de las flores”. Describió una plaza Bolívar, colmada de personas, cuya característica era una mezcla de “razas”, tipos y vestidos “muy extraños”. Observó a las señoritas llevar trajes vistosos, con la cara enmarcada en una bonita mantilla “graciosamente levantada sobre la nuca”, caminaban en grupos de tres o cuatro charlando entre sí y juntas con los brazos. “Casi todas eran de estatura media y tenían los rasgos delicados y regulares animados por bellos ojos negros llenos de viveza y dulzura”. No obstante, le causó le produjo una sensación de extrañeza y repulsión la cantidad de maquillaje con el que cubrían sus rostros.

     En su descripción hizo notar que, los bancos de piedra, colocados debajo de los árboles, los ocupaban negros desharrapados. Sumó a su descripción que jóvenes de pie e inmóviles se formaban en hilera para ver pasar a las señoritas y, en ocasiones, les lanzaban palabras de admiración. 

     “Algunos políticos graves y reservados platicaban misteriosamente en la sombra, y por encima de los ruidos de pasos y voces se oían por momentos las notas jadeantes de la banda que tocaba por deber y con toda conciencia de la disciplina”. Apreció que entre la multitud de los “elegantes” se veían, de vez en cuando, entre los sombreros de fieltro y panamá, algunos sombreros europeos de copa alta. De acuerdo con sus palabras y conocimiento, en Venezuela estos sombreros de estilo europeo se habían extendido desde hacía veinte años y que habían causado buena impresión desde un inicio. Recordó que se había introducido el sombrero de resortes. “De modo que los negritos persiguieron en las calles a los que se atrevieron primero a llevarlos, gritando a voz en cuello: ¡Pum – Pá! ¡Pum – Pá!, por alusión al ruido que resulta de la tensión repentina de la tela del sombrero desplazada por los resortes”. De acuerdo con ella, el nombre se habría popularizado y generalizado y para el momento de su visita una de las grandes tiendas de sombreros de Caracas llevaba por nombre: “La Rosa y el Pum – Pá”.

     Otro de los aspectos que reseñó fue luego de su visita a la Casa Amarilla ocupada, para el momento, por el presidente Francisco Linares Alcántara. 

La Casa Amarilla es la residencia presidencial. Tiene un solo piso, con una estructura regular y sus doce ventanas que dan hacia la plaza Bolívar
La Casa Amarilla es la residencia presidencial. Tiene un solo piso, con una estructura regular y sus doce ventanas que dan hacia la plaza Bolívar

     Como contexto de su narración reflexionó que en Suramérica los cambios “repentinos de fortuna” que permitían a personas de condición muy humilde alcanzar rangos de alta investidura, eran muy usuales. Del presidente expresó que era uno de los cazadores más atrevidos del país, insensible a la fatiga y las privaciones. Había sido cestero en su vida juvenil y su madre era de origen africano, aunque se equivoca al determinar su supuesto origen humilde. Destacó la autora que, gracias a su participación en guerras civiles había alcanzado notoriedad como el de asumir la presidencia de la República.

     Señaló que lo había conocido dos días después de llegar a Caracas. De la residencia presidencial expresó que era una hermosa casa de un solo piso, con una estructura regular y que sus doce ventanas daban hacia la plaza Bolívar. Las seis ventanas superiores estaban adornadas de balcones de hierro y coronadas por una cornisa sobre la cual, en la parte del centro, se levantaba un medio punto en forma de concha que portaba las armas de Venezuela. Al igual que otras casas de la ciudad, tenía el patio orlado con un surtidor, sombreado de plátanos espléndidos, según su opinión. “Nada hay más gracioso, más fresco y más verde”. Refirió que fueron recibidos, ella y sus acompañantes, en un pequeño salón del primer piso, “amueblado con bastante lujo, pero sin demasiado buen gusto”. Del presidente Linares Alcántara comentó: que estaba en uniforme y que le acompañaban dos edecanes, quienes se ubicaron uno en cada lado del presidente. “Era un hombre joven aún, de estatura elevada; aunque mulato, tenía las facciones finas y regulares”. Indicó, además, que el pelo “un poco crespo” revelaba sus raíces africanas, de lo contrario se le pudiera atribuir un origen indio, subrayó. De su esposa expresó que era una mujer joven y encantadora, cuyo origen se remontaba a las antiguas familias españolas que se habían asentado en el país. Por sus bellezas y encantos se distinguía entre otras de su género. 

     Como queda dicho, en las palabras esbozadas a partir de sus iniciales apreciaciones, es posible corroborar una percepción particular y no ajena de valoraciones éticas y estéticas frente a otro, distinto, pero atractivo en la medida que permite esbozar una realidad llena de exotismo, extrañeza y encanto.

Un paseo por el norte de Caracas

Un paseo por el norte de Caracas

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Un paseo por el norte de Caracas

Jenny de Tallenay dejó sus impresiones de viaje por el país (1878-1881) en su libro “Souvenirs du Venezuela”

     Al igual que otros viajeros provenientes del continente europeo, Jenny de Tallenay mostró asombro y emoción ante el espectáculo de la naturaleza en las tierras que ocupa Venezuela. No perdió tiempo para hacer comentarios de plantas, flores, frutas, animales e insectos que encontró en sus excursiones a zonas más verdes a las afueras de la ciudad. Y esto se debe a que ella no limitó su tiempo en Venezuela a estar solo en la capital, por el contrario, como ya habían hecho otros visitantes europeos, se trasladó fuera de ella para el encuentro de otros paisajes y nuevas experiencias. En su recorrido anduvo por el litoral, conoció Puerto Cabello y su Cumbre, hasta llegar a las minas de Aroa en el actual estado Yaracuy, para retornar a la capital del país por la vía de Valencia y Maracay. Se debe agregar que, a sus consideraciones acerca de una naturaleza pródiga y exótica, sumó observaciones sobre hábitos y costumbres de los caraqueños, así como de otros habitantes de los lugares que visitó. Asunto, este último que, por lo general, se suele soslayar por parte de quienes reseñan su texto.

     En continuidad con lo expresado por parte de Jenny de Tallenay en su diario de viaje cuyo título fue Recuerdos de Venezuela que, como lo hemos expresado en anteriores oportunidades, ofrece una valiosa información acerca de la Caracas de finales del 1800. 

     Sin embargo, se debe recordar que no todo lo anotado por esta dama de origen francés puede ser asumido al pie de la letra, no sólo por evidentes yerros históricos y geográficos, así como por la cantidad de juicios de valor emitidos, los que son importantes a tomar en consideración al momento de utilizar el texto como un testimonio valido en toda la extensión de la palabra.

     Junto con el secretario de la Legación de España en Caracas, Tallenay y sus acompañantes, comenzaron una excursión hacia los lados de Catuche y el río del mismo nombre que cruzaba el lugar. La dirección que tomaron fue hacia lo alto de la ciudad para presenciar la naturaleza que se ofrecía espléndida. De acuerdo con su narración mientras se adentraban al lugar de destino se toparon con una pared de adobe de un metro de ancho por dos de largo e indicó “aquí, la ciudad; más allá, el campo”, según su valoración, era el traslado sin transición de la animación a la soledad. En un lugar “edificios apretados”, en el otro una “llanura inculta” cubierta de matorrales, de plantas entremezcladas de espinos y manojos de flores.

     Anotó que los alrededores de Caracas estaban henchidos de barrancos y que los terremotos habían agrietado el suelo arcilloso del valle, así como que las aguas habían contribuido a ensancharlo más. El mismo proceso natural había formado grandes precipicios, anchos en proporción y que se extendían en grandes surcos o quebradas, a grandes distancias. Ella los llamó “vallecitos” que se desplegaban hasta la ciudad capital, adonde se podían apreciar, al lado de calles concurridas, hundimientos repentinos, llenos de una vegetación exuberante.

     El camino que siguieron los llevó a la cima de uno de los precipicios. Observaron en su caminata un amplio terreno cercado y rodeado de murallas. La primera impresión que tuvieron del mismo, cuenta Tallenay, era la de un cementerio, pero al cabo de un momento apareció una persona que les abrió la puerta. Al traspasarla observaron una “bella sabana de agua cuya superficie, brillante de luz, estaba levemente rizada por la brisa matinal”. De este modo constataron que se trataba de un depósito de agua o toma de agua, cuyo propósito era abastecer del importante líquido a uno de los lugares cercanos a la ciudad. Según sus palabras se trataba de un “trabajo hermoso” encargado por el general Antonio Guzmán Blanco. Sus aguas provenían del río Catuche, eran muy claras y transparentes. Eran aguas que se tenían como de efecto muy higiénico. Efecto atribuido a que en su recorrido lo hacían sobre raíces de zarzaparrilla y por ello eran las preferidas de los caraqueños.

El agua que se consume en Caracas, en gran proporción proviene del río Catuche; “son aguas muy claras y transparentes”

     En su incursión atravesaron el río Catuche para incorporarse al bosque. Contó que el contraste del paisaje era “violento”, porque una suerte de oscuridad sucedía a los vivos resplandores de la llanura, una humedad fría y penetrante se experimentaba con los ardores del sol. Advirtió sobre la presencia de grandes árboles con gruesas ramas cargadas de orquídeas y flores de gran variedad que, a su vez, estaban acompañadas de floridas lianas y rodeados de extensos matorrales. Su sorpresa ante el impresionante bosque la expresó de esta manera: “! Cómo describir este mundo de vegetales, este asalto al espacio por estas masas de vegetación, estos insectos zumbantes, estos pájaros de alegre plumaje, esta maraña de cosas vivas siempre en acción subiendo del suelo hacia el cielo azul ¡”

     No dejó de mostrar su admiración y rememorar tiempos de encanto infantil y juvenil cuando comenzó a experimentar los prodigios de la naturaleza. A medida que avanzaban en su expedición, observaba gruesas matas floridas, rocas, troncos que interrumpían el paso hacia el bosque. 

     Al cabo de un rato se encontraron de nuevo con el río Catuche, pero en las alturas lucía un torrente impetuoso. Anotó que entre las raras plantas que consiguieron estaba el Guaco, utilizado como antídoto entre los pobladores que hacen vida en los alrededores del Orinoco y del Cauca contra el veneno de cierto tipo de serpientes. Indicó que entre algunos pobladores del país era utilizado de manera preventiva, al recordar que los “indios llegan a inocularse en la muñeca algunas gotas y se pretende que pueden arrostrar por lo menos durante un tiempo, a consecuencia de esta operación, los colmillos acerados del más terrible crótalo”.

     En su travesía observaron árboles de dimensiones medias de Onoto “que da un hermoso color de grana”. Narró que la tintura se obtenía de una especie de bayas del tamaño de un hueso de cereza. Su recolección era por temporadas y que para obtener la tintura se les debía pasar por agua hirviente. Al pasar por agua hirviente se abrían y se espesaban poco a poco y de ahí resultaba un hermoso matiz rojizo y listo para utilizar. Según su opinión, se utilizaban para teñir cobijas y mantos. “Los indios del interior tiñen con onoto las plumas de su tocado y lo emplean para tatuarse el cuerpo. Las mujeres caribes fabrican con él brazaletes para adornar sus brazos y tobillos”.

     En su recorrido pararon para almorzar en un lugar llamado los Mecedores, cuyo nombre se debió a que los árboles estaban entrelazados unos con otros por grandes lianas, “algunas de las cuales forman columpios naturales, lo cual valió a esta localidad la denominación que le fue dada”. Mientras degustaban su almuerzo se apareció una culebra de un metro y medio de tamaño. Sus acompañantes hombres le aplastaron la cabeza y luego la expusieron ante sus ojos. Tallenay puso en evidencia que era un crótalo “adolescente aún porque no tenía sino tres cascabeles al extremo de la cola”.

     A propósito de este inoportuno encuentro rememoró que en algunos lugares se rezaban oraciones a San Pablo luego de la mordedura de una serpiente, con lo que aseguró, llena de ingenuidad, “que basta llevar con uno para estar asegurado de una protección eficaz contra todo peligro”. Argumentó que existían algunos individuos que tenían el privilegio de curar por medio de rezos y con ello neutralizar los efectos del veneno. “Estos curanderos son muy venerados entre sus compatriotas y pronto su fama se extiende de un pueblo a otro”. En este orden, narró que, si a algún peón lo mordía una serpiente, enviaba de inmediato a un mensajero para traer al curandero más cercano y recitar la “Oración mágica”. Agregó que parecían haber casos de curación, aunque se usaban cataplasmas no se sabía que era lo más efectivo, si esta aplicación o la oración mágica.

Hermoso grabado tomado del libro de Tallenay

     Gracias a la sorpresiva presencia del inoportuno reptil habían descubierto una flor denominada Rosa de la Montaña, cuya forma y tamaño era similar a tres alcachofas juntas. La describió como una planta de una gran belleza, contaba con matices que iban desde el color rosado pálido a la púrpura más intensa y con una exquisita armonía. De acuerdo con su conocimiento, parecía ser una planta muy rara de encontrar en el país porque no volvió a ver otras de la misma especie en los lugares que visitó. Sería en las cercanías de Puerto Cabello en donde un cazador se la había mostrado como una planta curiosa e interesante.

      Contó que, a las cinco de la tarde decidieron volver al lugar donde se hospedaban y que había sido la repentina aparición en el firmamento de nubarrones negruzcos, los que estimularon el afán de regresar. Al tomar el camino de regreso se volvieron a topar con el guardián de la toma de agua. Se mostró sorprendida al ver que en una de sus manos sostenía un gran insecto bastante largo, delgado y que movía las patas de forma desesperada. Lo llamaban Caballito del Diablo, muy común en América de acuerdo con su percepción, “cuyas formas tan extrañas parecen casi incompatibles con una organización vital regular”.
     Al entrar a Caracas indicó que caía una fuerte lluvia. “Es necesario haberse encontrado bajo un chaparrón tropical para formarse una idea de él”. Comparó este gran chaparrón con un diluvio y que a medida que caía el agua se formaban a su paso torrentes y cataratas, la comparó con una tromba acuosa que barría todo a su paso. Contó que, mojados hasta los huesos, en medio de las calles transformadas en ríos, no les quedó otra posibilidad que refugiarse en la primera casa que encontraron. 

     Según indicó, la casualidad los condujo a la morada de una “honrada familia” inglesa que se había radicado en estas tierras desde hacía bastante tiempo. Según escribió, fueron atendidos con gran amabilidad y cordialidad por parte de esta familia asentada en Venezuela.

      Al día siguiente, fueron invitados a una corrida de toros que se celebraría al domingo siguiente. La invitación fue por parte de los miembros del cuerpo diplomático acreditado en el país. Estableció que en Venezuela era muy común que las esposas y señoras ocuparan las ventanas, para apreciar actos como el mencionado, mientras los hombres ocupaban el centro del salón y conversando entre ellos. Agregó, además, que las damas se colocaban en dos círculos, uno correspondiente a las mujeres casadas, otro con las jóvenes solteras. Los hombres se situaban en distintas partes ya lo fuera en el patio, o en un reducido salón anejo a la sala de recepción o de pie en las puertas. Para ella esta costumbre no posibilitaba un verdadero diálogo entre los integrantes de la sociedad. Lo que para ella mostraba la poca atención que se prestaban los unos a los otros.

      En la “fiesta”, tal como la denominó, se presentaron algunos hombres a caballo, en mangas de camisa, quienes perseguían con voces altisonantes a unos “apacibles rumiantes” que eran estimulados por otros hombres y que a poco lanzaban cornadas y perseguían a sus incitadores. Para los caballeros la actividad consistía en tomar por la cola a uno de los toros y con un rápido movimiento y torsión derribar al animal. “Una pandilla de negritos que chillaban, silbaban, sacudían sus harapos, seguía el grupo ecuestre, blandiendo largas hojas de plátanos a manera de estandartes”. Para ella, el espectáculo se mostraba con alegría, con la calle orlada con las banderas de Venezuela y de otros países, combinadas con guirnaldas. Era una fiesta de gran colorido que, “bajo este cielo azul, deslumbraba la vista”. 

La joven Jenny de Tallenay, hija de Henry de Tallenay, encargado de negocios y Cónsul general de Francia en Venezuela, llegó al país en 1878 y desde entonces se dedicó a recorrer algunas partes del país. Sus impresiones de esas incursiones que les dejaría su estancia de tres años por estas tierras, las publicaría en un libro titulado “Souvenirs du Venezuela”, acompañado de ilustraciones de Saint-Elme Gautier y editado en París por la editorial Plon en 1884.

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