La Caracas de 1864

La Caracas de 1864

El comisionado financiero inglés Edward Backhouse Eastwick (1814-1883), autor del libro Venezuela o apuntes sobre la vida en una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864.

El comisionado financiero inglés Edward Backhouse Eastwick (1814-1883), autor del libro Venezuela o apuntes sobre la vida en una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864.

     El comisionado financiero inglés Edward Backhouse Eastwick (1814-1883) fue un especialista en estudios orientales que estuvo en Venezuela a propósito del empréstito a Venezuela de 1864. A raíz de su visita escribió el libro titulado Venezuela o apuntes sobre la vida en una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864 el cual fue editado e impreso en Londres durante el año 1868, momento durante el cual aparecieron dos ediciones.

     Eastwick llegó a Venezuela a mediados de 1864, apenas culminada la Guerra Federal y comienzos de un gobierno defensor del federalismo. Eastwick contaba con el título de Caballero de la Orden del Baño, Fellow of the Royal Society y antiguo Secretario de la Legación Británica en Teherán. Sin embargo, en esta ocasión vino en representación de los banqueros ingleses.

     Arribó como representante del General Credit Company, entidad financiera radicada en la capital inglesa con la cual Antonio Guzmán Blanco había contratado el empréstito por parte de la Federación al alcanzar el poder político. El memorándum que preparó Eastwick ofreció detalles de la negociación y las obligaciones necesarias que debían cumplir el estado venezolano para hacer efectiva la hipoteca solicitada.

     Al cumplir su tarea de contratar la negociación, Eastwick decidió viajar, con el propósito de reunirse con Juan Crisóstomo Falcón, para Valencia y Puerto Cabello. Una porción de su viaje por estas tierras, la estampó en este texto en el que plasmó algunas de las características que observó, a partir de la mirada de un aristócrata inglés, relacionadas con la geografía, el relieve, datos estadísticos, la historia, hábitos de los pobladores las que mezcló con anécdotas y comentarios enmarcados en la mirada del otro.

     Antes de tomar la decisión de publicar sus notas, en un libro impreso, había dado a conocer sus impresiones sobre Venezuela en una revista que editaba Charles Dickens en Londres. Para esta nota tomaré como referencia la edición primera que se hizo en Venezuela durante el año de 1953.

     En el prefacio a la primera edición Eastwick comunicó que el día 7 de junio de 1864 recibió la invitación para viajar a este país suramericano, como Comisionado Financiero de la General Credit Company. En el mismo informó que el encargo se le había ofrecido a Lord Holbart quien no lo aceptó. Según su apreciación las “condiciones eran liberales”. Vendría con todos los gastos cubiertos y recibiría un millar de libras esterlinas por los servicios a cumplir por tres meses. Al recibir la propuesta no dudó en aceptarla, escribió al respecto “el placer de visitar un país nuevo, de aprender otro idioma, y la experiencia financiera que me dejaría el desempeño de semejante cometido, representaban para mí, atractivos todavía mayores que me inducían a no rehusar la designación”.

     En otro párrafo agregó que había regresado a su país el mismo año, en los últimos días de octubre. Para 1865 e inicios de 1866 escribió acerca de su experiencia en territorio venezolano para la revista de Dickens, All the Year Round, algunos de los capítulos que sirvieron para estructurar el libro. Entre los propósitos de llevar a cabo la redacción de su escrito fue la de brindar “una idea general de Venezuela y de su pueblo, de modo que lo allí descrito no debe tomarse al pie de la letra”. Respecto a la parte del libro relacionada con la tarea que vino a cumplir, “ya de mayor seriedad, referente a la misión que me tocó desempeñar”. Advirtió, en este orden, que había intentado suministrar información lo más fiel y exacta que logró acumular, “a fin de que puedan servir de guía a aquellos que – al viajar al extranjero en cumplimiento de misiones similares, con tan escasa experiencia como la mía – podrían correr el riesgo de naufragar en su empresa, al encontrarse con escollos cuya existencia no ha sido nunca señalada con la debida precisión”.

El desembarco en el Puerto de La Guaira La Guaira es a menudo muy peligroso, pues el mar está siempre muy picado.

El desembarco en el Puerto de La Guaira La Guaira es a menudo muy peligroso, pues el mar está siempre muy picado.

     De La Guaira y su llegada al país escribió que anclar en cualquier puerto, luego de un largo viaje, resultaba una experiencia de reposo. “No ocurre tal cosa en La Guaira, que en verdad no es ningún puerto, sino una rada abierta, donde – aunque rara vez el viento muestra demasiada fuerza – el mar está siempre muy picado, de tal forma que en cualquier tiempo el desembarco resulta difícil, y a menudo peligroso”.

     En las primeras líneas de su escrito se interrogó “¿Conque esta es Venezuela, la Pequeña Venecia?” De inmediato agregó que no veía ninguna semejanza entre Venecia y “estas grandes montañas, que parecen amontonadas unas encima de otras por Titanes que quisieran escalar alguna ciudad entre las nubes”. Hizo notar que era un nombre inapropiado y que mejor hubiese sido colocarle un nombre similar a los Pirineos o los Alpes, despojado de su nieve. 

     Al desembarcar, luego de ser auxiliado para pisar tierra por parte de las personas que lo acompañaban, dejó escrito que no existían motivos para entusiasmarse de lo que en el momento observó. “unos edificios oscuros impedían ahora la contemplación de las montañas, y la atmósfera era tan sofocante, y estaba tan impregnada del mefítico aroma del pescado en descomposición y de otros perfumes aún peores, que no había entusiasmo suficientemente poderoso para resistirlo. Sería conveniente que los venezolanos quienes se sienten tan orgullosos de su país y que se muestran tan sensibles ante las observaciones de los extranjeros se preocuparan por acondicionar un desembarcadero más limpio para sus visitantes”.

     Su primera experiencia fue en un hospedaje que no le causó mayor placer, tanto por el calor sofocante como por los olores fétidos que describió al principio. Luego pasó a otro hospedaje que no le disgustó, pero si la comida que servían por estar muy condimentada con ajo. De distracciones en las calles escribió que eran escasas, en especial por las costumbres de los comerciantes alemanes que provenían de Hamburgo y eran los que controlaban la mayor cantidad de negocios.

     En el trayecto hacia Caracas pudo constatar la frescura de la temperatura que variaba a medida que bajaban por la montaña. En medio de su relato describió la impresión que la habían causado algunos nombres utilizados en la comarca, en especial, Trinidad o Dolores. Por el camino se tropezaron con lugares donde vendían aguardiente y en el que los arrieros, carreteros y cocheros se instalaban para  proveerse de un trago. Escribió que los costados de la carretera, de hondos precipicios, causaban en él cierto malestar, en especial, por la forma como el cochero italiano los pasaba.

     Asentó en su texto que la llegada a Caracas le pareció sorpresiva, porque el camino transitado para llegar a ella no permitía visualizarla con claridad. Se hospedó en el hotel San Amande, lugar que describió como una casa cuadrada de dos pisos, cerca de la plaza donde funcionaba el mercado, muy cerca del centro de la capital. La habitación que le correspondió estaba situada frente a un gran salón que servía como comedor. Del lado izquierdo había tres dormitorios que servían para el hostelero y su familia. “El conserje era un negro corpulento que, por haber ocupado anteriormente un puesto en la aduana, conservaba grandes ínfulas de empleado público y se había puesto tan obeso que obstruía completamente la entrada”

El hermoso rostro de las mujeres caraqueñas deslumbra bajo la coquetona mantilla.

El hermoso rostro de las mujeres caraqueñas deslumbra bajo la coquetona mantilla.

     Del hostelero escribió que era una persona muy callada y que había llegado al país en calidad de coleccionista de museo. Había contraído matrimonio con una dama descendiente de ingleses y que había accedido a la instalación del hotel para acumular fortuna. También vivía allí una dama soltera que la mayor parte del tiempo estaba sentada al piano interpretando melodías. En cuanto a la servidumbre estaba compuesta de dos camareras de origen indígena y un mulato. De la cocinera sumó que era una mulata “enormemente gorda”. Describió con palabras halagadoras la habitación y el mobiliario que la acompañaba, además de la pulcritud del lugar.

     Agregó que el primer día fue invitado a cenar en casa de una persona en la que había habitaciones “muy hermosas”. La sala, escribió, contaba con un mobiliario como “el más elegante salón de París”. Observó un patio en la parte central de la casa en cuyo alrededor estaban las habitaciones, con un jardín “con profusión de hermosas flores y una fuente de agua clara”.

     Luego de esta velada, cerca de la medianoche, se había marchado para el hotel que le servía de albergue y donde esperaba descansar sin perturbación alguna. Sin embargo, a las tres de la mañana los ruidos de un campanario alteraron la quietud de la noche. Pensó que los caraqueños anunciaban, de este modo, algún percance como incendios o terremotos, o algún levantamiento armado. Junto con el sonar de las campanas comenzó a escuchar ruidos de cohetes y descargas de mosquetería. Expresó que tuvo la intención de acercarse a la ventana a ver que sucedía, pero el temor a los zancudos y a las niguas le persuadieron a no hacerlo. Espero a que aclarara un poco y ver con sus propios ojos el motivo de tanto ruido y escándalo. Caminó un poco y vio a una multitud que bordeaba una iglesia muy iluminada. 

     De inmediato preguntó de qué se trataba el asunto y le respondieron que era la fiesta de los isleños, “o sea los nativos de las Canarias, quienes forman en Caracas toda una colonia”. Aprovechó esta circunstancia para escribir que, en América del Sur, cada quien tenía un santo patrono, y en homenaje al suyo, los isleños se dieron sus artes para que el sueño huyera de los párpados de todos los que a aquellas horas dormían a pierna suelta en mi barrio”.

     Todavía, a plena luz del día, escribió, los nervios estaban alterados por el tañido de las campanas y los fuegos artificiales, que acompañaban a la jornada de toros coleados y a las procesiones. Sin embargo, esperaba que en algún momento la celebración llegara a su final y la tranquilidad se recuperara. Pero constató que los eventos católicos estaban muy presentes, así que los cohetes y el repicar de campanas fuese frecuente. “Durante semanas enteras, me tocó vivir en medio de semejante bullicio, y nunca logré acostumbrarme, ni disfrutar de aquel sueño gustoso y profundo que Sancho ensalza como la mejor de las mantas”.

     Sin embargo, a pesar de las incomodidades que estas festividades le produjeron agregó que tenían un atractivo para los extranjeros y los visitantes. Esto lo expresó porque, según su versión, el “bello sexo” se mostraba ataviado con indumentaria vistosa, tal como lo constató en la festividad en honor de Nuestra Señora de la Merced. “Para conceder entonces la manzana de oro a la Venus criolla, con preferencia a las demás beldades, tendría uno que poseer la parcialidad de un París, tan hermosos son los rostros que nos deslumbran bajo la coquetona mantilla, y tan graciosas aparecen las figuras que cruzan cimbreantes por las calles”. Ponderó que estos rostros, de mejillas sonrojadas y tez muy blanca, quizá su pudieran apreciar en otros lugares, “pero nunca tan rasgados ojos negros, dientes de tan alucinante blancura, talles tan esbeltos, pies y tobillos de tanta perfección, como los que posee la mujer venezolana”.

     En lo referente a la devoción practicada por estas damas comentó “es cosa que debe descartarse enteramente”. Según su propia convicción, las mujeres salían a la calle “para que las miren”. Mientras los hombres “se reúnen en grupos en las gradas de la iglesia, o forman corro dentro de éstas, para mirar a las mujeres”. De los cuadros que había al interior de las iglesias dijo que no tenían ningún valor. Las imágenes que logró observar dentro de estos recintos le parecieron contrarias al sentido común, “dejando aparte lo que se refiere a la devoción”. En horas del mediodía se realizaban procesiones, encabezadas por eclesiásticos y soldados. “De cuando en cuando, alzan la hostia, y todo el mundo cae de rodillas. Se disparan fusiles y cohetes, y hasta el uso de petardos y buscapiés se considera como señal de devoción en semejantes ocasiones”.

Vida doméstica caraqueña

Vida doméstica caraqueña

Las mujeres caraqueñas realizan el lavado de ropa en las orillas de los ríos.

Las mujeres caraqueñas realizan el lavado de ropa en las orillas de los ríos.

     El periodista estadounidense William Eleroy Curtis (1850-1911), autor del libro Venezuela, país de eterno verano (1896), dejó escrito que una “buena casa”, con todas las comodidades cuya construcción fuese de material consistente podía costar entre veinte o veinticinco mil dólares, “y dura para siempre”. Resaltó que en las casas no había estufa ni calefacción y que el combustible para cocinar era el carbón.

     En cuanto a la cantidad de criados o sirvientes utilizados para atender los quehaceres hogareños, en especial en los hogares de la gente de mayores recursos económicos, en lo referente a este aspecto subrayó que: “En Venezuela se necesitan más criados que en nuestro país o en Europa, y no están bien educados, pero su paga es mucho menor”.

     Indicó que se podía contratar personas para el servicio doméstico por sumas muy bajas. Si eran hombres los que se contrataban para mayordomos, cocineros o criado la paga era de siete u ocho dólares al mes. En cuanto al lavado de la ropa observó que la realizaban las mujeres a orillas de los ríos. “Transportan la ropa en cestas sobre sus cabezas, en camino y de vuelta, la lavan en el agua fría de la corriente, la baten contra las piedras hasta casi acabar con los botones y la extienden sobre la grama a escurrirse”. Constató que en las casas se lavaba utilizando bateas y agua caliente, pero en toda Venezuela no hay nada que se parezca a un tendedero ni a una tabla de lavar”. Agregó que en el patio trasero de algunas casas había un estanque preparado con piedras y cemento. En él se lavaba la ropa y había piedras de gran tamaño similares a las balas de cañón o a una auyama en las que se tendía la ropa para que se secara. En cuanto a este hábito escribió: “Algunos norteamericanos han intentado introducir repetidas veces máquinas de lavar y tendederos, pero es imposible inducir a las mujeres a usarlos, pues prefieren sus propios y embarazosos métodos”.

     Según su particular visión de los trabajadores añadió que, existía un inveterado temor a las innovaciones, “particularmente contra las máquinas y los artefactos que suavizan el trabajo”.

     En este orden de ideas, expresó que no había manera de convencer a un peón que, en vez de llevar muebles pesados y baúles entre dos hombres con una especie de andas, sostenidas sobre sus hombros, utilizaran carretillas. Otro ejemplo que ofreció de lo que denominó miedo a las innovaciones fue el de los instrumentos de trabajo utilizados por quienes araban la tierra. Así, ratificó que los agricultores del lugar trabajaban la tierra con un palo curvo provisto de un mango, “exactamente como lo hacían los egipcios en tiempo de Moisés y nada puede inducirlos a adoptar el moderno asador de acero de dos mangos”.

En la Caracas del siglo XIX se podía contratar personas para el servicio doméstico por sumas de dinero muy bajas.

En la Caracas del siglo XIX se podía contratar personas para el servicio doméstico por sumas de dinero muy bajas.

     Ante esta circunstancia agregó que Antonio Guzmán Blanco había buscado la manera de introducir nuevas y modernas tecnologías que redundaran en una mayor productividad, no sólo en el campo sino en otras áreas de vital interés. Se mostró convencido que ese espíritu temeroso de innovaciones serviría para explicar porque aún el café y el azúcar se transportaban a lomo de mula. Se mostró sorprendido de esta modalidad de transporte y que no se hiciera uso del ferrocarril, además que se pagara con monedas y no con cheques para hacer transacciones comerciales, “y esconden el dinero debajo de troncos viejos o en las hendiduras de los techos, en lugar de depositarlo en los bancos para ganar intereses y aumentar el circulante”.

     En su descripción sumó el que ni obreros ni mecánicos tuvieran idea del trabajo mecanizado. En lo que se refiere al trabajo con la madera y la ebanistería se llevaba a cabo de forma manual.

     No dejó de destacar la inexistencia de un taller de cepillado o una fábrica de marcos o de ventanas, así como que todos los muebles y gabinetes estuviesen elaborados de la misma manera. “Siempre se encontrará uno con que las cerraduras están colocadas en el marco o que la cuenca del pestillo está atornillada a la puerta o que los cerrojos están invariablemente invertidos”. Agregó que cuando se llamaba la atención sobre esta costumbre la respuesta recibida era que hacerlo de tal modo era una costumbre venezolana.

     Observó cómo era el proceso para la construcción de las casas. En este sentido agregó que, cuando se edificaba una casa, lo fuera de un piso o dos, se levantaban primero las paredes de mayor grosor al nivel mayor de altura y luego se perforaban para introducir los extremos de las vigas y de las maderas de los pisos. “A un constructor jamás se le ocurriría pensar que sería mucho más fácil colocar las maderas en los muros a medida que se dispongan los ladrillos”.

     En su reseña, Curtis no parece haber dejado ningún cabo suelto acerca de las dificultades para hablar de Caracas y de Venezuela en términos de un país moderno y con aspiraciones de civilización. Sumó a sus consideraciones lo relacionado con las criadas y el trabajo que debían desarrollar en las casas donde eran contratados sus servicios. “Al emplear una nueva criada, el patrón deberá instruirla en todos sus deberes el primer día”. Sumó a esta consideración que estas instrucciones le servirían para llevar a cabo sus tareas en los días subsiguientes, sin alteración alguna. 

     Para ratificar esta disposición, contó que al llegar al hotel donde se hospedaba desde su llegada a Caracas, pidió un vaso de leche. A los días siguientes, se lo volvían a llevar a pesar de haber advertido que no quería leche, pero continuaban llevándoselo.

     De manera inmediata escribió que el hotel, que le servía de morada, contaba con timbres eléctricos para comunicarse con los criados. Dejó anotado que el primer día hizo un pedido y un muchacho había cumplido con llevárselo. Sin embargo, a la siguiente mañana volvió a utilizar el timbre para ser atendido un requerimiento de su parte. Pero nadie había contestado al llamado. Al ver que no atendían a su llamado, decidió dirigirse al comedor donde encontró a media docena de criados allí reunidos. Ante esto escribió:

– ¿Es que acaso no escucharon mi llamada? -, pregunté.

– Si señor -, fue la respuesta.

– ¿Entonces por qué no acudieron?

– El muchacho que atiende las llamadas de su excelencia fue al mercado con el amo.

– Pero ustedes sabían que no estaba y han debido de venir en su lugar.

– No, señor, ésa es su ocupación. “Yo contesto las llamadas del caballero del cuarto vecino””.

En los alrededores de la Plaza Bolívar se pueden apreciar diversas edificaciones de interés, entre ellas, la Casa Amarilla, la Catedral y el Capitolio.

En los alrededores de la Plaza Bolívar se pueden apreciar diversas edificaciones de interés, entre ellas, la Casa Amarilla, la Catedral y el Capitolio.

     A Curtis le pareció irritante esta actitud. Agregó que mientras permaneció en el hotel tuvo que ser objeto de tal costumbre y que, por más intentos realizados, nunca logró ser atendido por otra persona distinta a la asignada para él. Algo parecido le sucedió con el desayuno que le era llevado a su habitación por parte de una nativa llamada Paula. En este sentido, recordó que un día, cuando se preparaba para ir de excursión, decidió dirigirse al comedor a las seis de la mañana. Aunque estaban algunos criados, ninguno le satisfizo su petición porque no lo tenían asignado como huésped a atender. En esa oportunidad fueron a levantar de la cama a Paula para que le sirviera su desayuno. “Era su oficio llevarme café y ningún otro criado lo habría hecho. Pero, en general, aparte de esta terca adhesión a la costumbre, los criados son honestos, dóciles y obedientes. Paula era especialmente merecedora y solícita, y el aire majestuoso con que se movía, era gracioso”.

     A propósito de edificaciones sacralizadas en Caracas mencionó el caso de un “viejo edificio” que rememoraba el pasado patriota de los venezolanos. Describió que una de sus fachadas daba a la Plaza Bolívar y que desde sus ventanas podía verse la antigua catedral, una estatua ecuestre del Libertador, cincelada con un procedimiento similar a la estructurada en honor a Andrew Jackson al frente de la Casa Blanca en Washington, y la Casa Amarilla en la que habita Antonio Guzmán Blanco. Agregó que opuesto a la portada oeste del edificio, se encontraba el Palacio Federal o Capitolio donde se reunía el congreso y se llevaban a cabo ceremonias oficiales. “Actualmente es el Cabildo de la ciudad, asiento del gobierno municipal, pero solía ser la residencia del gobernador cuando el país era colonia de España”.

     Bajo este contexto pasó a narrar lo acontecido el 5 de julio de 1811 en un capítulo denominado “La cuna de la Independencia suramericana”. Luego de describir la parte interna de esta edificación y lo que en ella se encontraba, relacionado con la historia política del país, pasó a reseñar cómo eran los matrimonios civiles en el país, siendo Guzmán Blanco presidente. Expuso que el rito civil del matrimonio era el único legalmente reconocido por el gobierno venezolano, “aunque casi todo el mundo acude después a la Iglesia para que el sacerdote santifique la boda”.

     Presentó a sus potenciales lectores que el gobernador del distrito, los jueces de las cortes, los jueces de paz y algunos otros magistrados estaban autorizados para celebrar la ceremonia, aunque todos los actos matrimoniales debían hacerse en estas instalaciones y los padres o testigos escogidos deben firmar el acta de matrimonio. 

El presidente Antonio Guzmán Blanco introdujo nuevas y modernas tecnologías que redundaron en una mayor productividad, no sólo en el campo sino en otras áreas de vital interés.

El presidente Antonio Guzmán Blanco introdujo nuevas y modernas tecnologías que redundaron en una mayor productividad, no sólo en el campo sino en otras áreas de vital interés.

     Contó que antes de la realización de la ceremonia, se debía adquirir una licencia en el registro principal de la ciudad y que se colocaba un aviso público por el lapso de diez días. En la parte de afuera del edificio se instalaba una cartelera en la cual se daban a conocer las uniones maritales que se realizarían, “y los que pasan por la calle, invariablemente se detienen a ver cuál de sus amigos espera verse ´amarrado´”.

     De acuerdo con su narración, ya pasados los diez días la pareja casamentera acudía con elegantes atuendos y en compañía de amigos o allegados. “Luego van a la iglesia. La hora preferida para los matrimonios es las nueve de la mañana o temprano al anochecer, y generalmente hay una multitud de curiosos reunidos a las puertas esperando ver el cortejo”.

     Comparó este ceremonial con los realizados y practicados en los Estados Unidos de los que vio gran similitud. El juez, el gobernador, o quien estuviera en el acto leía primero los contenidos de la ley a los contrayentes. De inmediato se pasaba a leer la licencia que ofrecía el aspecto legal del ceremonial. En ella se estampaba la edad, el lugar de nacimiento y el oficio o profesión de los contrayentes. Luego los novios juraban cumplir con lo estipulado en la ley, al igual que los padres o los testigos.

     Luego de terminar con esta formalidad legal el juez o gobernador se llevaba aparte a la novia a quien preguntaba si estaba actuando de manera independiente y no coaccionada por otros. En caso de responder NO procedía a preguntar al novio y le ofrecía la posibilidad de retractarse si así lo deseaba. Luego, con la anuencia de los novios, los declaraba marido y mujer. Según lo que observó, indicó que en algunas ocasiones el juez besaba a la novia. “Esto depende de las circunstancias. Si la conoce bien y si es bonita, entonces le da un saludo, como ellos dicen; y por lo general hay muchos saludos y sollozos y enjugarse las lágrimas entre las mujeres, mientras que los hombres se abrazan y se dicen ¡Amigo! ¡Amigo! Uno al otro, lo que significa lo mismo en inglés”.

La semana mayor en Caracas – Parte 2

La semana mayor en Caracas – Parte 2

Durante la Semana Mayor en Caracas, la primera procesión salía de la Catedral a las cinco de la tarde.

Durante la Semana Mayor en Caracas, la primera procesión salía de la Catedral a las cinco de la tarde.

     Lo primero que señaló en su obra, el escritor alemán Friedrich Gerstaecker (1816-1872) fue que, era la primera vez que presenciaría, en Suramérica, actos festivos relacionados con la Semana Santa. Sólo en una ocasión había estado, en fechas similares, en la Misión Dolores, cercana a San Francisco, y que por motivos de viaje coincidían con su tránsito por Alta Mar. De lo que vio en Caracas van las líneas siguientes.

     Relató que ya para el día lunes, en medio del sonar de las campanas, recordaban que para los días jueves y viernes santo se daría el inicio de las festividades. Anotó haber presenciado por las calles a las damas con sus “mejores galas” quienes se dirigían a las distintas iglesias, en especial a la Catedral. La primera procesión iniciaba a las cinco de la tarde. Sus integrantes pasaban por el frente del Palacio Arzobispal y luego proseguían su fijo itinerario hasta que, en horas de la noche, regresaban al lugar de donde habían iniciado la marcha.

     Confesó que las procesiones observadas por él eran algo nuevo en su vida. Aunque las observó con atención e interés no así con “suficiente devoción”. Justificó su actitud al sumar que cada quien servía al todopoderoso de distinta manera “y yo sería seguramente el último de mirar con desprecio un credo distinto”. Cada quien debía profesar su fe, siempre y cuando lo hiciera con fidelidad y entrega. ¿Pero tienen estas procesiones alguna relación con la verdadera fe, cuando sólo la pompa externa parece ser lo primordial?

     Según su versión, era habitual que en Caracas las señoras estrenasen “todos los días un vestido” y que esta celebración les servía de motivo para mostrar sus mejores ropajes.

     Gerstaecker asentó que en estas festividades se desplegaban las “máximas galas posibles”. Era una fecha cuando en vez de la devoción y la tristeza que todo verdadero creyente debería expresar y demostrar, se exhibían espléndidos trajes y maquillajes, para él, exagerados. “¡Y cómo se pintan estas bellísimas criaturas, qué colas tan espantosamente largas arrastran por el polvo!”.

     Ante esta circunstancia escribió: “Pero de que sirven las reflexiones; ellas nada cambian y por bella que sea la forma, siempre que lo que se diga creer se crea realmente y no sea pura apariencia externa, yo creo que probablemente cada quien ha de arreglárselas después con su Dios y su conciencia”.

     Recordó que en México no se permitían las procesiones fuera de las iglesias, así como que también los sacerdotes transitaran por las calles con sus hábitos y su sotana. “Aquí en Venezuela todavía florecen en toda su magnificencia y la gente de todas las regiones aledañas acude en semana santa a la capital para poder mirar el espectáculo”.

     Contó que, para mirar las procesiones, se había ubicado con unos amigos en una esquina donde el cortejo pasaría. Aunque le pareció que la marcha de la peregrinación iba a un paso muy lento. Circunstancia que aprovecharon para echar una mirada por los alrededores. Le pareció que Caracas estaba diseñada de una manera muy peculiar. Si bien mostraba un viejo estilo español, tenía particularidades propias que respondían al “carácter de los habitantes”. Las casas que exhibían mejores condiciones, en lo atinente a su diseño y construcción, contaban con un pequeño jardín sembrado de flores. Alrededor de estos pequeños espacios se habían diseñado, con ladrillos o mármol, una obertura cuadrada donde estaban las flores, “porque el venezolano ama el verdor”.

Gerstaecker apuntó que en las festividades de Semana Santa las damas caraqueñas desplegaban las “máximas galas posibles”.

Gerstaecker apuntó que en las festividades de Semana Santa las damas caraqueñas desplegaban las “máximas galas posibles”.

     Observó que en las casas había a los lados unas argollas de hierro que servían para amarrar de ellas los caballos, “que son una constante necesidad” por ser el transporte de uso generalizado en la ciudad. Del lado trasero se encontraban los dormitorios, así como los salones de estar y los de recepción. Las estructuras de las casas eran altas, con ventanas forjadas con hierro “elegantemente trabajadas. Había casas de dos pisos, pero no eran frecuentes, de acuerdo con lo que vio.

     Las ventanas de rejas salientes le parecieron muy cómodas para que los moradores de estas casas se posaran para mirar hacia la calle. “Pero para las aceras, ya de suyo estrechas, son de todo menos cómodas, pues cuando dos personas andan una al lado de la otra, el del lado de afuera, al paso de cada ventana tiene que poner un pie en la calle”. Sin embargo, en esta ocasión no le molestaron las rejas porque presenció siluetas de gran valor artístico y estético, lo que lo llevó a decir que detrás de aquellas rejas había presenciado “todas las bellezas venezolanas” que no tuvo remilgos de calificar como extraordinarias.

     Sumó a esta ponderada consideración que “se habían congregado en las ventanas y he visto grupos allí, tan hermosos como la más rica fantasía de un pintor no hubiera podido plasmarlos en el lienzo. Especialmente los grupos de niños en algunas ventanas eran tan lindos – a veces seis o siete de estas encantadoras criaturitas con rizos y ojos negros y el cutis de una blancura espléndida, detrás de una sola reja, y en medio de ellos las madres, a quienes debe hacérseles justicia, en cuanto que eran al menos tan bellas, si no más, que sus niños”.

     No dejó de anotar que de vez en cuando se había tropezado con ventanas enrejadas, tras la cual “unas cuantas viejas arpías” se encontraban sentadas con un cigarro en la boca, “de manera que toda la casa parecía un jardín zoológico en el que se cuidaban y guardaban algunas bestias feroces detrás de rejas”. Aunque prestó poca importancia a esto porque los aspectos bellos de la ciudad eran los que en ella predominaban.

De vuelta a su lugar para ver la procesión, y desde la parte que antes del paseo había ocupado, vio como llegaban cada vez más espectadores entre quienes se encontraban, “por cierto, también las señoras más emperifolladas”. 

     Delante de la peregrinación iba un grupo de músicos. Varios hombres alzaban una especie de mesa protegida por vidrios, entre la cual habían tres representaciones, con vestimenta lujosa y cubiertas con bordados de oro. “Representaban a Cristo, a quien el ángel le tiende el cáliz de la amargura, mientras a su lado había otra figura, probablemente San Juan”.

     Por lo observado añadió que no le parecía edificante la representación que se quería rememorar, pero en “cuestiones de gusto no hay discusión posible”. Su repulsión la argumentó así. Las figuras le parecieron que estaba bien elaboradas, no así la investidura porque “no llevaban los trajes de la época y estaban recargadas de largas vestiduras bordadas en oro”. Para él, la presencia de vasos y floreros era exagerada, así como los ramos y flores de plata y artificiales que bordeaba el grupo, “que todo ello parecía más bien una cristalería ambulante que una representación alegórica destinada a la veneración”. A los lados de la marcha iban unos soldados aislados con la bayoneta calada. No dejó de ponderar esta presencia de soldados y escribió: “no imagino con qué finalidad, porque para servir de adorno los soldados en Venezuela no son lo suficientemente bonitos y para protección de la procesión tampoco eran necesarios porque nadie, con seguridad, se atrevería a pensar siquiera en molestarla”.

     A esta porción de la procesión le seguía una que cargaba otra imagen, un apóstol, que confesó no determinar quién era. Más atrás venía otro grupo con la imagen de Pablo, Pedro y otra figura para él desconocida. Luego traían a la Virgen María, con un traje de terciopelo y orlada con oro. De último, “cerraba la comitiva un pequeño piquete de soldados redoblando ligeramente los tambores, como si llevaran a un compañero a la tumba”.

Mientras esperaba el paso de la procesión, a Gerstaecker le llamó la atención los grandes ventanales de las casas, diseñados para que los moradores se posaran para mirar hacia la calle.

Mientras esperaba el paso de la procesión, a Gerstaecker le llamó la atención los grandes ventanales de las casas, diseñados para que los moradores se posaran para mirar hacia la calle.

     El día martes se había desarrollado otra procesión muy semejante a la descrita con anterioridad, ese día se exhibió la imagen de la Magdalena. Exposición a partir de la cual expresó que se la había imaginado distinta de acuerdo con los oleos y pinturas por el vistas. Las procesiones que presenció, esos días, llevaban a la Virgen María y ante la cual las mujeres se arrodillaban. Le pareció una curiosidad que los hombres no mostraran la misma actitud ante la Virgen, aunque si dejaban de fumar en ese instante. Sin embargo, a lo largo de la procesión fumaban sin inconveniente alguno.

     Trajo a colación un dato curioso que observó en las procesiones. Un grupo de hombres, que iban antes de la comitiva, aparecían disfrazados de monjes y quienes parecían divertirse con su participación. Llevaban una bandera con las siglas S.P.Q.R, de uso entre los antiguos romanos, y que en esta comarca, según el dicho popular, tenía como significado San Pedro Quiere Reales. Los días restantes, señaló, se van preparando para conducir el sepulcro del Salvador por las calles.

     Agregó que los últimos tres días las iglesias se llenaban de fieles, “a pesar de que yo por mi parte no pudiera describir ni la menor huella de devoción en eso”. Señaló que el interior de las iglesias estaba lleno de señoras, con atuendos elegantes y “pintadas exageradamente”. No estaban arrodilladas sino sentadas con las piernas cruzadas, “echan vistazos a los señores que circulan por allí o también cambian saludos con ellos y comentan entre ellas sin cesar las galas de sus vecinas”.

     Indicó que también personas jóvenes visitaban la iglesia. Apreció que todas las “razas” estaban representadas en la iglesia “y la diferencia entre negro y blanco no se hace, desde luego, en la casa del Señor”. Observó como “jóvenes harapientos, de la clase más baja” caminaban dentro de la iglesia y entre las señoras a quienes pisaban los largos vestidos sin que ellas pudieran evitarlo. De las mujeres de “color” dijo: “las señoras negras se vestían más sencillamente que las blancas, cosa que difícilmente pueda atribuirse a devoción o inclinación, sino que ocurre porque sus medios no lo permiten”.

     El día viernes no estuvo en Caracas porque decidió ir a La Guaira para sus preparativos del viaje que quería hacer hacia el oriente de Venezuela. Se le había indicado no hacer la excursión para Barcelona a través del Orinoco. Regresó de nuevo el día sábado. Anotó que en Venezuela no se celebraba el segundo día de pascua, sino que todo terminaba el domingo. Aunque señaló que los eventos alrededor de Semana Santa tenían un día de adelanto a lo que él por hábito conocía como fecha de devoción.

     En unas de las líneas desarrolladas por él, no dejó de recordar cómo un país tan bien dotado por el creador de la naturaleza y de variados recursos naturales estuviese en tan malas condiciones, debido a dirigentes ambiciosos y mezquinos. Aunque señaló que lo que sucedía en Venezuela también se podía ver en México, Nueva Granada, Perú o Bolivia, excepto en Chile.

     “¡Pobre país! Tan rico, tan sobreabundantemente dotado por la naturaleza, y sin embargo, nunca en paz, nunca en calma”. Fueron algunas de sus palabras al hablar de Caracas y lo que llegó a conocer de Venezuela.

Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

     Friedrich Gerstäecker nació en Hamburgo, en 1816. Se le conoce como escritor y buen prosista. En 1837 había viajado a los Estados Unidos donde se dedicó a distintos oficios para mantenerse. Estuvo en el norte de América hasta 1843. La experiencia que acumuló en este período la vertió en escritos de textura literaria. Sus obras más conocidas son Los reguladores en Arkansas y Los piratas en el río Mississipi. Se convertiría así en un escritor reconocido y con lo que consiguió un sustento. Fue hijo de dos cantantes de ópera.

     En 1849, cuatro años después de haber contraído matrimonio, volvió a América, esta vez a la parte sur. Luego pasaría por Australia y regresaría a Europa en 1852. De nuevo regresaría a Suramérica entre 1860 y 1861. Su último viaje a este continente lo llevó a cabo en 1867 y estuvo en Venezuela en 1868. Murió en Braunschweig en 1872, justo cuando se preparaba para un viaje a Asia y la India. Dejó escrita una vasta obra relacionada con diarios de viaje, cuentos y novelas.

     Las primeras líneas que redactó sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto o rada abierta, tal cual lo calificó, “en medio de sus cocoteros y dominado por las poderosas laderas de los cerros cubiertos de verdes bosques, de una belleza encantadora”. Consideró una verdadera lástima que no se aprovecharan las condiciones naturales para construir un buen puerto, así como la extensión de una vía férrea en declive y sin locomotora. “Es más, con el terreno que se ganaría, estaría prácticamente pagado el trabajo. Pero los descendientes de los españoles son indolentes y no explotan ni siquiera lo que ya los españoles dejaron hecho, mucho menos crearían algo nuevo”.

     En referencia a lo observado en La Guaira escribió que el “verdadero puerto” estuvo situado al lado oeste, al igual que las ruinas dejadas por el terremoto de 1812, “que arrasó también Caracas”. Describió haber presenciado los restos de una antigua iglesia y que entre sus escombros crecía la vegetación constituida por árboles y arbustos. “Bien porque a la gente le pareciera demasiado laborioso tumbar la vieja mampostería y volver a fabricar en el mismo lugar, o porque temieran nuevos movimientos sísmicos, el caso es que se mudaron más hacia el este, para construir allá la nueva ciudad, y, sin embargo, en el nuevo sitio están más estrechados por las rocas de lo que lo estaban en el sitio antiguo y ciertamente están expuestos al mismo peligro”.

     Al observar esta situación no desaprovechó la oportunidad para plantear comparaciones de lo que estaba presenciando y lo precisado en los Estados Unidos, así como en su país de nacimiento. Del país del norte señaló el aprovechamiento productivo que se hacía de cada palmo de terreno, consideración a la que sumó “es un espectáculo verdaderamente extraordinario ver aquí un puerto que, en su calidad de portal de un país inmensamente rico, deja amontonada en su inmediata vecindad un cúmulo de ruinas y no sabe siquiera qué hacer del espacio inutilizado – pues ni aun espectros hay allí, con los que nosotros al menos de inmediato hubiéramos poblado una ciudad derruida en nuestro país”.

     Al inicio de su descripción de la ciudad de Caracas lo primero que anotó era que la había imaginado de calles anchas y casas de baja altura y rodeadas de espléndida vegetación. Reconoció que había errado con su figuración, excepto por la vegetación que se presentaba de modo dadivoso. La inicial sorpresa tuvo que ver con la iluminación artificial la cual era a base de gas. En cuanto a las casas si eran chatas, sin azoteas o planas como en las ciudades españolas, pero de techos oblicuos cubiertos de tejas, mientras las calles eran estrechas.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

     Una de las cosas que atrajo su atención, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella como comerciantes. Ya en La Guaira se había topado con algunos oriundos de su país y que, al hacer referencia a sus esposas, señaló que las mujeres eran “realmente hermosas”. Añadió que en esta capital los alemanes habían contraído matrimonio con damas criollas y descendientes de españoles. De los niños que conoció de estas coyundas indicó “Es verdad que no he encontrado en ningún país tantos muchachos bonitos como en Venezuela”.

     Acerca de quienes calificó como “familias cultas” expresó que estaban más cerca de Europa, más “que, en ninguna otra parte del continente sudamericano, como de hecho ya están más próximos por su situación geográfica”. Apreció en ellos el dominio de la lengua francesa, inglesa y alemana. De los descendientes de estas coyundas expresó que se comunicaban en español y que se preocupaban por mantener la lengua de sus progenitores.

     De los alemanes residentes en Caracas, así como en La Guaira y Puerto Cabello, indicó que se dedicaban al comercio. Aunque también se topó con artesanos. 

     Mostró sorpresa al no ver médicos de nacionalidad alemana, contó haber conocido uno en La Guaira pero que no tenía trato con sus paisanos. De los alrededores de Caracas expresó que eran “maravillosos”. Esto lo evidenció al observar la producción de café, caña de azúcar y cambures. Lamentó, en cambio, haber visitado la ciudad en tiempos de sequía por lo que no pudo apreciar el fresco y abundante verdor de la temporada lluviosa. Escribió haber disfrutado los paseos a caballo, acompañado de paisanos alemanes y ver paisajes hermosos. Anotó que al remontar el Guaire era notorio la fertilidad de la tierra.

     Cerca de este lugar se había encontrado al “general negro Colina” quien, según escribió, era el azote del lugar y que la gente lo llamaba “El Cólera”. Éste se encontraba en compañía de sus subalternos, todos integrantes de una tropa gubernamental. A propósito de este fortuito encuentro y de observar las consecuencias de sus acciones para con los pobladores que habían huido de la zona por temor o porque les habían arrancado lo poco que poseían, escribió “hasta a uno mismo había de sangrarle el corazón de ver cómo una administración deplorable e inconsciente maltrataba, chupaba y pisoteaba este bello país… al borde de las carreteras todo era desolación, como si una plaga de langostas hubiera pasado sobre los campos de maíz, y es que estos señores habían procedido a semejanza de estos terribles insectos”.

     En su narración expuso ante los potenciales lectores haber encontrado en el camino grupos integrados por tres o cuatros hombres armados que arreaban pequeños rebaños de ganado, a lo que agregó “robadas, por supuesto”. Según constató las obtenían de algunas familias, “sin importarles un comino si la familia poseía solo aquella vaca y vivía de ella. Había, desde luego, una constitución en el país, pero no había ley: el general negro Colina mandaba en el lugar donde se encontraba de momento con sus pandillas, y donde él estaba no había apelación ante una instancia más alta”.

     Más triste le parecieron los lugares por donde pasaban y al observar cuatro casas edificadas, tres estaban deshabitadas porque sus ocupantes habían tenido que huir a otro lugar. Adjudicó esta situación a la forma como actuaban la soldadesca al estilo de Colina y los suyos. A esta aseveración agregó: “¡Quién hubiera aceptado vivir entre esa chusma pudiendo irse de alguna manera! Pero en las restantes viviendas se habían instalado los propios soldados, que acampaban delante de las puertas con los fusiles recostados a su lado o se entretenían jugando barajas, pero también se nos acercaban pordioseando concienzudamente dondequiera que encontraban la ocasión”.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

     Escribió que en el camino se habían topado con el general Colina y sus acompañantes, un “pardo y otro amarillo”. Se le notaba muy enojado. Venía de la ciudad. “Probablemente había querido conseguir dinero para sus oficiales – porque a los soldados no se les daba nada – y obtenido, en cambio, como de costumbre, un vale para la aduana”.

     De acuerdo con Gerstaecker situaciones como la descrita por él era una de las peculiaridades de las actuaciones del presidente Juan Crisóstomo Falcón. Quien conseguía recursos para mantenerse a sí mismo, porque los soldados, que lo mantenían en el poder, no podían conseguir lo necesario para vivir, y para su sustento se veían constreñidos a robar. “El presidente no robaba sino para sí”.

     Lo que vio en el campo también lo presenció en la ciudad capital, es decir, “un bochinche espantoso”. Según narró, algunas acciones que presenció le parecieron cómicas. Dijo que cuando un gabinete dimitía llegaban otros con un “nuevo enjambre de funcionarios”. 

     Para dar mayor vigor a este argumento expuso ante los lectores que cuando se despedía a los secretarios de un ministerio, “se llevaban no solamente todo el papel, sobres y plumas, comprados después de todo por cuenta y crédito del Estado”. Al llegar los nuevos funcionarios debían, agregó, por cuenta propia, proveerse de los materiales necesarios para el funcionamiento del ministerio. “Esto suena, de hecho, inverosímil, pero es, no obstante, verdad y puede ofrecer una visión del estado de cosas que reina en todas estas repúblicas con sus constantes cambios de gobierno”.

     Sin embargo, el paisaje natural le parecía deslumbrante y exuberante. Los paseos más hermosos, contó, los realizó montado a caballo. Por los linderos de Caracas observó plantaciones de café. De éstas señaló que en esta comarca se cultivaban cobijados por árboles de sombra, “lo que da a tales plantaciones algo de europeo”. Según se había informado por la vía que transitó se había programado una línea de ferrocarril. Esto lo llevó a escribir “Tiempos tranquilos en Venezuela” y con ello ratificar la falta de compromiso para cumplir con lo dispuesto.

     En referencia con este plan ferrocarrilero, que no llegó a cristalizar, escribió que había experimentado gran asombro al ver algunos vagones de pasajeros en un andén abandonado. Se acercaron a él y “descubrí algo que nunca hubiera creído posible: un vagón de pasajeros techado con ladrillos rojos”. En este orden de ideas, narró haber reído al ver en Arkansas vagones cubiertos con tejas, “en verdad, bien divertido de ver y con toda probabilidad este vagón era un ejemplar único en el mundo entero”.

     Del que estaba cubierto con ladrillos fue asociado por él con un establo o un lavadero. Por la información que obtuvo, sólo eran utilizados por algunos serenos para dormir. El ferrocarril había funcionado en algún momento, pero por razones económicas no había continuado en funciones. Quedó para un futuro la culminación del mismo, “reservada a las futuras generaciones para que no les faltara que hacer”.

     Escribió que al pisar La Guaira, sus paisanos le habían recomendado que se quedara en Caracas para presenciar los actos de Semana Santa que en ella se desarrollaban. Así lo hizo, “y no tuve más tarde motivo de arrepentimiento”. Sin embargo, se le había comunicado que justo el año de su visita las celebraciones de la Semana Mayor no estarían tan esplendorosas como las de años anteriores. Esto debido a la situación política reinante, caracterizada por sus acciones opresivas. Para él era una situación única porque nunca había presenciado en América una festividad como esta.

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense que nació en 1850 y falleció en 1911, sirvió en la Exposición Colombina Mundial de 1893 como presidente del Departamento de América Latina y representante del Departamento de Estado para la Exhibición del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Curtis fue corresponsal de los periódicos Chicago Inter-Ocean y Record-Herald y autor de más de 30 libros, muchos de ellos sobre sus viajes e investigaciones acerca de América del Sur.

     Para la Exposición, Curtis fue el encargado de propiciar e integrar el «panamericanismo» en la Feria. Encabezó una misión a América Latina en 1891, para fomentar la participación de otras naciones de las Américas en un avenimiento panamericano. Todos acordaron enviar exhibiciones a Chicago, y seis de ellos (Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Nicaragua) construyeron pabellones nacionales en los en los espacios destinados para ello.

     En Venezuela estuvo en los tiempos del modernismo guzmancista. De su corta estadía en este país escribió Venezuela, la tierra donde siempre es verano, obra publicada en 1896, en Nueva York.

     Como comisionado especial de los Estados Unidos para las repúblicas de Centro y Suramérica, el gobierno le dio como misión un viaje para Venezuela con el propósito de estudiar las relaciones comerciales entre las dos naciones, en especial, los intercambios exonerados de aduana y la inversión de capitales.

     Como resultado de su atenta y preocupada dedicación fue la celebración de la Primera Conferencia Panamericana en Washington, entre los años de 1889 y 1990, dentro de la que Curtis fungió como funcionario ejecutivo. También formó parte de la creación de la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, de la que fue su primer director. Al libro publicado en 1896 le dedicó unos dos años antes de ser entregado a la imprenta. Lo relatado en su texto abarca los períodos de finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     Las dos primeras referencias acerca del país que delineó Curtis, las dedicó a reseñar los orígenes del territorio venezolano. Sus argumentos los desarrolló según versiones dadas a conocer por parte de visitantes y cronistas del siglo XVI, otro tanto lo hizo respecto a La Guaira y aspectos que consideró de relevancia en su relato. De igual manera, dedicó un capítulo al que colocó como título “Un notable ferrocarril”. Al ferrocarril que hizo referencia fue el extendido entre Caracas y La Guaira y al que consideró un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo entero. Lo comparó con el construido en la carretera de Oroya en el Perú y la línea férrea de Arequipa, que iba de la costa peruana al interior del territorio boliviano.

     Observó un camino de mulas que había sido trazado antes de la invasión española y que aún era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril. Si el trayecto se hacía a pie o montado en mulas, desde tempranas horas de la mañana, se podría llegar al mediodía. Anotó que era más fácil ir de Caracas a La Guaira que de La Guaira a Caracas por la inclinación de la montaña. Contó que los señores Boulton tenían un mensajero que cumplía labores de correo quien podía hacer el viaje entre dos y tres horas. En sus líneas hizo referencia a una de las incursiones del filibustero Sir Francis Drake en Caracas y los daños que causó en esta ciudad.

     Señaló que tanto la construcción como el funcionamiento del ferrocarril eran bastante seguras y firmes. Entre las precauciones que observó estaban unos caminadores quienes inspeccionaban las vías antes del paso de trenes todos los días. También que en cada curva había unos guardavías y que los guardagujas se revisaban a cada hora. También los vagones contaban con un sistema de frenado y que, en caso de desprenderse, se paralizarían de modo automático.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

     Escribió no haber tenido noticia de un accidente que lamentar en esta vía férrea. Aunque en algún momento unos conspiradores habían alterado los rieles para provocar un accidente en contra de Guzmán Blanco, pero la vigilancia constante descubrió el atentado que se pretendía consumar. Acerca del costo de la construcción de la vía férrea fue de seis millones de dólares. Según la información que obtuvo Curtis, entre los caraqueños, prevalecía la opinión según la cual esta inversión no se había consumado en su totalidad puesto que se decía que hubo desviación de fondos. Sin embargo, Curtis anotó que no había forma de saberlo a ciencia cierta y que ello formaba parte de chismorreos. También recabó la versión de acuerdo con la cual Guzmán Blanco tenía conexión con la compañía que construyó el ferrocarril, pero también formaba parte de las creencias de los habitantes de esta comarca. Agregó que Guzmán Blanco había utilizado su poder para obligar a comerciantes a que utilizaran el tren y dejaran de pasar mercancías con la utilización de las mulas. Escribió, respecto a este asunto “pero aún hay gente inteligente y acaudalada en Caracas que nunca ha recorrido la vía, ¡y que no la usarían porque no la consideran segura!”.

     En este orden de ideas, indicó que en alguna ocasión una compañía inglesa, a la que se había concedido una concesión, había hecho estudios para la construcción de un túnel a través de la montaña La Silla. Con su construcción el trayecto se reduciría a la mitad del que se transitaba para el momento. Añadió, además que, un sistema ferrocarrilero basado en energía hidráulica permitiría, según sus anotaciones, el traslado de personas varias veces al día y que quienes tenían negocios en La Guaira podían vivir en Caracas donde el clima era muy fresco.

     De acuerdo con su percepción el gobierno estaba en búsqueda de incrementar la inversión de capital proveniente de los Estados Unidos. La mayoría de las concesiones las tenían empresas inglesas y alemanas, pero la mayoría se habían convertido en monopolios. Por otra parte, en lo referente a las inversiones provenientes de los habitantes del país indicó que “Los nativos son notablemente faltos de energía y espíritu emprendedor. No hay nada en ellos del espíritu del pionero. No arriesgarían nada de dinero en una nueva empresa hasta que no se demuestre que sea exitosa y lucrativa desde el punto de vista económico”.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

     De quienes manejaban recursos económicos y dedicados a las actividades comerciales, expresó que mostraban gran interés por movimientos mercantiles, la agricultura, las acciones profesionales y algún oficio liberal. Sin embargo, observó gran entusiasmo y habilidad en los tratos comerciales, “pero cualquier cosa que se haga por el desarrollo del país debe ser emprendida por el gobierno o por los extranjeros. Los nativos se contentan con transitar la misma ruta que sus bisabuelos construyeron hasta que algún yanqui, alemán o inglés introduzca algún adelanto moderno”. De los oriundos del país, señaló que eran rápidos de percepción y que adoptaban con facilidad logros foráneos para su uso, como el caso del teléfono, “que se puede encontrar en cada casa y tienda, y su uso está incluso más extendido en Caracas que en cualquier otra ciudad de igual tamaño de los Estados Unidos”.

     De los tranvías que se utilizaban en Caracas señaló que la población los utilizaba muy poco ya que era un servicio muy pobre. 

     “Los vagones son unos aparatos grotescos, pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo, y están tan plagados de sabandijas que no resulta muy agradable ocuparlos. No hay resortes debajo del puesto del conductor y el resto de los asientos no son más que tablas estrechas emplazadas horizontalmente. Unos buenos carros de tranvía serían bien recibidos y aumentarían los dividendos de la compañía, pero, aparentemente, los directores se muestran satisfechos con el apoyo de los peones, dejando que la melindrosa aristocracia ande en coches alquilados o propios”.

     Señaló que el costo del pasaje alcanzaba los cinco centavos y que el conductor entregaba un boleto que debía romperse de inmediato. La compañía había elaborado un protocolo para obligar a las personas para que se sintieran en la necesidad de comprar los boletos. “Por lo general, una mula grande o dos burros pequeños hacen las veces de la fuerza motriz y cubren la ruta con admirable energía. El conductor lleva una corneta que hace sonar cada vez que se acerca a las esquinas”.

     Según información obtenida, Curtis escribió que hubo una ocasión cuando el sencillo escaseaba. A raíz de esta escasez las personas utilizaban semillas de cacao en vez de las monedas de centavos, pero aún logró observar que, en la venta de víveres, en los mercados del interior del país, era habitual el uso de semillas por monedas.

     Destacó que el cacao tenía un valor determinado de acuerdo con ciertos patrones. Una libra podía alcanzar treinta y cinco centavos en la plantación, pero variaba según la distancia recorrida para su traslado. Adjudicó la variación de precios a la mucha demanda y la poca oferta de la semilla fundamental para la preparación del chocolate. “Pero cuando se necesita una cantidad más grande de menudo, se fraccionaban las viejas monedas españolas y los fragmentos pueden verse aún en las gavetas de cambio de los mercaderes o colgando de las leontinas de algunos que los tienen por una curiosidad”.

     Con los sellos postales pasaba algo muy parecido. Si en el caso de necesitar enviar una carta por el valor de un centavo y no lo tenían, tomaban una estampilla de dos centavos la cortaban diagonalmente y la mitad restante la conservaban en un sobre para otra oportunidad que la requirieran. “La denominación de cada estampilla se demuestra por las cifras en cada esquina y aquellas que estén mutiladas de ese modo se reciben por la mitad de su valor”.

     Estas descripciones le sirvieron para concluir que en Caracas y toda Venezuela eran muchas las concesiones que se podían otorgar, además “porque el gobierno está ansioso por introducir capital extranjero y energía”. Las aprobaciones para nuevas inversiones tenían amplias posibilidades de desarrollo. Se requerían vías de comunicación, carreteras, medios de transporte, hoteles de alto nivel y explotación de recursos indispensables para el progreso del país.

     Llamó la atención sobre la fertilidad de los suelos caraqueños. De ahí que describiera al río Guaire como un lecho lacustre de gran belleza y uno de los más fértiles del mundo.

Características de la población caraqueña

Características de la población caraqueña

En la Caracas de comienzos del siglo XIX, se perdían cosechas de tabaco por la falta de mano de obra.

En la Caracas de comienzos del siglo XIX, se perdían cosechas de tabaco por la falta de mano de obra.

     Sir John Hawkshaw (1811-1891) estuvo en Venezuela entre 1832 y 1834, con el cargo para trabajar en las conocidas minas de cobre que habían pertenecido al Libertador, Simón Bolívar, contratado por la Asociación Minera de Aroa. De su experiencia en Venezuela redactó un texto titulado Reminiscencias de Sudamérica. Dos años y medio de residencia en Venezuela el cual fue publicado en Londres durante 1838 por la imprenta Jackson y Walford. Su breve estadía le permitió visitar algunos lugares de Venezuela en un momento crucial. Llegó a este territorio en pleno desarrollo de la edificación republicana. En esta ocasión haré referencia a sus consideraciones sobre la población del país. Si bien ellas tienen que ver con Caracas no dejó de considerar lo que observó en otros lugares del país.

En lo atinente al número de pobladores de esta comarca señaló que era imposible ofrecer una cifra precisa. Sin embargo, añadió que los habitantes del territorio eran menos de los que había antes de la Revolución de Independencia. Contó haber presenciado la pérdida de cosechas de tabaco por la falta de mano de obra. 

     En las minas era menor el impacto respecto a la carencia de trabajadores porque en ellas los salarios eran más atractivos. Escribió que desde el gobierno nacional se estaban realizando esfuerzos para superar esta situación. Contó que la administración gubernamental había realizado algunas reformas legales para permitir el ingreso de inmigrantes de cultos diferentes al católico.

     Observó que la población “consiste en blancos, que pueden dividirse en dos clases: los que han nacido en Europa y los nacidos en el país; indios, o aborígenes, que, en su forma pura, constituyen una muy pequeña parte de la comunidad; y negros, algunos de los cuales fueron importados por los españoles, y algunos que habían venido de la isla de San Domingo, y escapados de las otras islas vecinas”. No obstante, la mayor proporción de los ocupantes del territorio venezolano eran de “raza mezclada de negro, indio y español”. Escribió que de éstos había una gama de matices “desde el bronce oscuro del zambo, hasta los más claros tonos del mulato y el mestizo”. A su vez, expresó que de estos grupos estaban surgiendo nuevas mezclas “de piel más clara que los aborígenes, de más fuerte contextura, y de mayor actividad mental”.

     De acuerdo con sus observaciones más de la mitad de la población tenía estas características, muy distinta a la “raza pálida amarillenta”. “Raza” que, de acuerdo con sus términos, podría ser la futura de Sudamérica. “Mucho dependerá del número y el origen de los inmigrantes que lleguen a estas playas. Si una gran proporción de éstos fueran blancos, sus razas de color se harían más claras; pero por ahora parecería que estos países no atraen mucho al hombre blanco”. En este sentido, reflexionó acerca del descendiente de africano y sus potencialidades mentales e intelectuales. Dijo al respecto que al cabo de tres años tuvo la oportunidad de estudiar el carácter de “los hombres de color y sus matices, desde el más leve tinte hasta el más oscuro ébano, y sólo pude llegar a la conclusión de que el despreciado africano era tan capaz de elevarse, por medio de la cultura mental, a la cátedra del Profesor”.

     Dicho esto escribió que en Venezuela los más altos cargos estaban dispuestos para “hombres de color”. De esta manera, puso a la vista del lector el caso de José Antonio Páez como uno de sus ejemplos. “En este país, por tanto, el negro no sufre por los prejuicios; y si es libre, toma inmediatamente su sitio tan alto en la escala social como su capacidad e inteligencia se lo permitan”. A esta aseveración agregó otra que no deja de ser atrevida para los tiempos que experimentamos. Así como el negro, según sus propias palabras, “tiene mayor fuerza física, también me pareció que tenía mayor vigor mental que el indio”. No se mostró exagerado ni fuera de tono al hacer estas consideraciones. Agregó que uno de los grandes inconvenientes con los que se tropezaban los negros era el de haber sido sometidos a siglos de esclavitud. Atribuyó a esta circunstancia las debilidades del desarrollo intelectual que mostraban respecto a otros grupos étnicos.

 

Los caraqueños son pocos dados a reunirse en sus propias casas y prefieren encuentros en el teatro, el salón de bailes, el salón de billares o en las corridas de toros.

Los caraqueños son pocos dados a reunirse en sus propias casas y prefieren encuentros en el teatro, el salón de bailes, el salón de billares o en las corridas de toros.

     Hawkshaw gustaba de las generalizaciones. Así como escribía acerca de los sudamericanos lo equivalía con los venezolanos y los caraqueños. De éstos expresó que sus “maneras” guardaban cierto grado de similitud con la de los españoles, “teñidos como están, más o menos, del tipo de orgullo que se llama castellano; hasta los peones están imbuidos de eso”. Sumó que al orgullo heredado de los españoles se había agregado el que surgió en conjunto con la edificación republicana. Según él, los oriundos del país mostraban cortesía en el trato, “hasta los más pobres obreros, y en su porte y andar son más naturales y elegantes que mis propios paisanos”.

     Por lo que experimentó, eran pocos dados a reunirse en sus propias casas y preferían encuentros en el teatro, el salón de bailes, el salón de billares o en las corridas de toros. De los sectores más adinerados dijo que eran poco ostentosos en sus casas y en su forma de llevar la vida, las que vio como sobrias y frugales. “Ni la ciencia ni la literatura tienen muchos cultivadores, ya que hay demasiada indolencia en las costumbres de la comunidad para entusiasmarse por el estudio o por cualquier cosa que exija una atenta aplicación mental”.

     De los extranjeros observó que los nacionales mostraban celos hacia ellos de forma considerable. Atribuyó esta actitud a que los extranjeros, o la mayoría de ellos, controlaban los grandes comercios y eran los más adinerados. La razón de que comerciantes ingleses, alemanes y estadounidenses se ligaran entre sí se debía a los recelos que los venezolanos les mostraban. “Aparte de la falta de cordialidad con otras naciones, los venezolanos no han aprendido aún a disfrutar de las reuniones sociales, y no han adquirido la facultad… de apreciar una buena comida”.

     De las mujeres vio que eran muy caseras y que poco salían de sus casas, “y en cuanto se refiere al cultivo de sus mentes, muy abandonadas”. La mayoría de ellas sabían ejecutar el arpa española y algunas tocaban el piano, “y como los pinzones reales, a quienes se alimenta y se les enseña a cantar, se les considera suficientemente logradas para el tipo de jaulas que ocupan”. Además agrego que bailaban, al igual que todos los venezolanos, con donaire, pero para él eran cosas superficiales porque “en todas las demás virtudes más substanciales son lamentablemente deficientes”. Anotó que las mujeres de estos lares caminaban mejor que las inglesas, “pero esto proviene, en alto grado, de que tienen menos afanes: nunca tienen prisa, y este es un país de poco ajetreo. Nunca se ven personas apresuradas, andando como si en ello les fuera la vida: en efecto no hay ocasión para ello. Su porte, por tanto, es el que pueden adquirir personas que caminan por caminar, no con el propósito de llegar a algún sitio a una hora precisa”.

     En cuanto a la indumentaria anotó que no había exhibición de trajes y que era usual observar el uso de peinetas de carey, “de las más costosas, talladas y trabajadas con primor”, largos velos de color negro, que cubrían la cabeza y casi todo el cuerpo, el uso de “zapatos de satén, y medias que revelan mucha labor”. Los hombres a caballo utilizaban espuelas labradas con plata, “y no es raro ver una espuela de plata colocada en un pie descalzo”. Observó a mujeres de “clase baja” que colgaban en su cuello cuerdas que pendían tres o cuatros pequeñas monedas de oro. De igual manera, constató que prestaban mucho cuidado al cabello y, por lo general, lo trenzaban de diversas formas, “y que es tan largo, que cuando se suelta llega casi al suelo”.

Según John Hawkshaw, las mujeres caraqueñas que eran muy caseras y salían poco de sus casas, “y en cuanto se refiere al cultivo de sus mentes, muy abandonadas”.

Según John Hawkshaw, las mujeres caraqueñas que eran muy caseras y salían poco de sus casas, “y en cuanto se refiere al cultivo de sus mentes, muy abandonadas”.

     Por las calles que recorrió confesó no haber presenciado hombres en estado de embriaguez. Pero si actividades lúdicas, por ello escribió: “lo que yo consideraría el pecado nacional es el juego”. Según observó, era esta una propensión generalizada en todos los sectores sociales. Dijo haber presenciado cómo trabajadores perdían lo ganado en tres meses de trabajo en una partida de dados, sin que mostraran pena por ello. Al día siguiente volvían a la faena, recibían nueva paga y retornaban al juego que practicaban sin cesar.

     Si en los sectores de mayores posibilidades económicas los bailes eran poco frecuentes, no sucedía igual con los grupos de escasos recursos económicos que montaban bailes denominados fandango. El vicio del cigarrillo estaba muy extendido, “hasta las mujeres de las clases bajas lo hacen”. Por otro lado, le sorprendió que los habitantes del territorio se recuperaran de dolencias físicas con extrema rapidez y que mostraran crueldad entre ellos mismos y al sacrificar animales para ser consumidos como alimento. “A veces nuestros sirvientes eran sorprendidos cortando las patas de las gallinas mientras estaban vivas, o comenzaban a desplumarlas antes de estar muertas”. Llegó a escribir que esta manera cruel la practicaban “por puro deporte”.

     De los peones observó que llevaban navajas, las que utilizaban en las peleas entre ellos pero sin llegar a provocar la muerte del contrario. Delineó haber presenciado la decadencia del catolicismo, aunque en el calendario nacional había gran cantidad de fiestas. Según percibió “la religión hace tiempo ha desaparecido”. Sin embargo, lo que precisó como un mal hábito que se mantuvo eran “aquellas partes del ceremonial que tenían afinidad con su indolencia, o que ahogaban sus conciencias, eran mantenidas por muchos”.

Respecto a los matrimonios, bendecidos sacramente, eran escasos, en especial fuera de Caracas por falta de curas, según estampó Hawkshaw. 

     “Pero la causa es también, en alto grado, por lo que los curas cobran por realizar el rito, junto con la baja estima en que la ceremonia del matrimonio se tiene, y la gran inmoralidad que prevalece”.

     Con cierta sorpresa escribió no haber visto personas con “deformidades”. Para dar vigor a esta aseveración citó a Humboldt quien había dicho que las personas de “raza más oscura estaban libres de deformidades”. Aunque se mostró en desacuerdo porque en “épocas más rudas las razas más blancas de la humanidad estarían igualmente libres de deformidades”.

     Agregó que era de gran utilidad reseñar el trato que daban a los niños. Su descripción va como sigue: en primer lugar, escribió, no les colocaban fajas, ni los “fastidiaban” con ropaje de ninguna clase “por los primeros dos o tres años”. A los pequeños se les colocaba en el piso, o en esteras, con lo que se podían mover a placer. Así se les mantenía hasta que pudieran moverse por sí solos y mantenerse de pie. La forma de llevarlos cargados llamó su atención porque se les permitía estar erguidos a diferencia de los ingleses que llevaban los niños “encogidos”.

     Anotó haber presenciado personas que tenían loros que no estaban encerrados en jaulas. En las cercanías del mar presenció niños que se sumergían en la aguas del mar, propio de los climas cálidos, y se convertían en grandes nadadores.

     Finalmente, escribió que su percepción de la moral del pueblo, en general era poco favorable. “Son crueles y licenciosos, aunque esto deja de sorprender cuando consideramos cuán poco se ha hecho por ellos. Han tenido una religión consistente solamente en ritos supersticiosos, administrados por curas sensuales, y sus mentes han sido dejadas casi tan sin cultivar como las selvas de su vasto país. Pocos saben leer; aun menos, escribir: y se les ha dejado, por parte de aquellos que debían haber sido sus maestros, seguir los dictados de sus malas pasiones, ayudados por malos ejemplos”.

     La situación de los iletrados estaba tan presente que muchos de los jueces de paz no sabían leer ni escribir. Aunque contaban con “buenas leyes, imitadas de los estadounidenses” su aplicación no era efectiva.

Loading
Abrir chat
1
¿Necesitas ayuda?
Escanea el código
Hola
¿En qué podemos ayudarte?