La casa de Humboldt en Caracas

La casa de Humboldt en Caracas

Ubicada frente al Panteón Nacional, en la calle oeste 9, avenida Norte, número 91, en ella vivió durante su estadía en Caracas, el conocido naturalista alemán Alexander Humboldt, entre noviembre de 1799 y febrero de 1800. El historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño, Arístides Rojas (1826-1894), publicó a finales del siglo XIX un interesante trabajo sobre esta histórica casa, el cual transcribimos a continuación.

En esta casa, ubicada frente al Panteón Nacional, vivió durante su estadía en Caracas, el conocido naturalista alemán Alexander Humboldt, entre noviembre de 1799 y febrero de 1800.

En esta casa, ubicada frente al Panteón Nacional, vivió durante su estadía en Caracas, el conocido naturalista alemán Alexander Humboldt, entre noviembre de 1799 y febrero de 1800.

     “¡HUMBOLDT, siempre Humboldt! . . . He aquí el tema espontáneo, fecundo, inagotable que inspira nuestra pluma por una vez más. ¿Qué tiene este nombre siempre propicio, siempre elocuente en toda ocasión en que la memoria lo evoca para dedicarle algunas líneas? Para nosotros, venezolanos, Humboldt, es, no solo la gran figura científica del siglo XIX, sino también, el amigo, el maestro, el pintor de nuestra naturaleza, el corazón generoso que supo compadecerse de nuestras desgracias, compartir nuestras glorias y elogiar nuestros triunfos.

     Hay algo más todavía que os hace fraternal su memoria: es la historia de la familia, porque cuando ésta ha vivido aislada, sin contacto con el mundo social, con el arte, con la ciencia; cuando ella no ha tenido por compañeros sino su cielo, sus montañas y sus ríos, su naturaleza virgen, ansiosa de encontrar el hombre que descifrara sus grandes enigmas o del artista que interpretara sus variados panoramas, entonces es cuando la visita del primer huésped ilustre deja en la atmósfera del hogar un recuerdo inefable que se transmite de padres a hijos.

     Un día, en aquellos en que el comercio del mundo estaba cerrado a nuestras costas, en que la presencia del hombre europeo era un acontecimiento para nuestros pueblos, en aquellos en que vivíamos sin prensa, sin comunicaciones que nos enseñaran el progreso del mundo, aislados, silenciosos, viviendo como una caravana del desierto, sin más testigos que la naturaleza, pisó Humboldt nuestras playas. Llegaba vestido de pasaportes reales y armado, no con la espada del mandarín, espíritu pasivo, en cuya conciencia obraban, en aquella época, más las órdenes escritas que las necesidades de los pueblos, sino con los instrumentos de la ciencia, de la benevolencia del sabio, de la justicia del espíritu cultivado, del amor a la humanidad. Llegaba como el legítimo intérprete de una naturaleza fecunda que hasta entonces ningún viajero había explorado.

     A su encuentro le salió el rústico labriego y presentóle, bajo la techumbre de sus cocales de oriente, leche de su rebaños, que el viajero bebió en jícaras indianas; y el misionero, patriarca de las selvas, les ofreció, en seguida, bajo las verdes enramadas del monasterio, la fruta sabrosa de la fértil zona; en tanto que el viejo hidalgo, con la caballerosidad de sus progenitores, espontánea, franca, dadivosa, sin desmentir la nobleza de su raza, descubierta la cabeza, tendióle la mano amiga y le introdujo en el salón de la familia venezolana, en la cual la gracia sobrepuja la cultura del espíritu, e impera el corazón sobre la inteligencia. Humboldt quedó, desde entonces, instalado. Todo le pertenecía; el cariño de la familia, la admiración de los pueblos, el agasajo de las autoridades españolas: le pertenecían también la naturaleza, cielo y tierra que le habían aguardado durante siglos. Desde entonces, data la veneración que se conserva como un talismán en la historia de nuestro hogar. Fue su voz, voz de aliento; en sus obras nos dejó enseñanza provechosa; con su amistad, honra; gratitud en sus recuerdos, siempre rejuvenecidos, aun en sus días de ocaso. Ni la infidelidad ni la inconstancia, ni el olvido en toda ocasión en que se ocupó de Venezuela, porque al estampar en sus inmortales cuadros el nombre de ésta, fue siempre para honrarla, pagando así tributo de justicia y de admiración al primer pueblo que visitó y cuya imagen fue inseparable de su memoria. He aquí porqué le amamos.

     Hace ya setenta y siete años que Humboldt visitó a Caracas. Esta ciudad era la segunda del continente que conocía, pues antes había estado en la de Cumaná. En otro escrito (Recuerdos de Humboldt) hemos dicho que el corazón del joven explorador se llenó de sombría tristeza al atravesar las calles silenciosas de la Caracas de 1800; pero que aquella impresión se desvaneció cuando dejando la casa del conde de Tovar, donde estuvo por algunos instantes, se instaló en la que le había conseguido el capitán general Vasconcelos, en la plaza de la Trinidad.

     En el ángulo donde la calle Oeste 9 corta la avenida Norte, frente al Panteón Nacional, hay unos escombros que sirven de azotea a la vecina casa número 91 de la avenida Norte. La antigua puerta, que hoy es el número 1 de la calle Oeste 9, está tapiada hasta la mitad, pero se conserva el friso de vetusta arquitectura. Las ventanas han desaparecido en ambos lados de las ruinas, y solo muros de piedras, ennegrecidos por el tiempo y cubiertos de paja, indican las antiguas paredes de un edificio. Las salas están al aire libre, y en el suelo de ellas se levantan bosquecillos libres de arbustos conocidos que se han desarrollado al acaso, o sembrados quizá por mano amiga. Algodoneros cubiertos de rosas de oro, granados con flores color de escarlata, papayos y cañas de bello porte levantan sus copas y se mezclan con otros arbustos, mientras que, en la parte terrosa de los muros, gramíneas y tillandsias crecen entre las grietas abiertas por la acción del tiempo. Todo ese conjunto forma un gracioso paisaje cuyos únicos habitantes son, el pájaro viajero, que todas las mañanas desciende de la vecina montaña, el insecto nómade que liba la miel de las flores, el lagarto que fabrica su cueva al pie de los muros. ¡Sabia naturaleza! se desarrolla, espontánea, sobre las ruinas de las ciudades, sobre los despojos humanos, sin cuidarse de la historia, que es obra de un día; pero que le deja osarios, abono preparado por el arte para nutrición de los nuevos seres que aquella tiene en ciernes.

Humboldt, es, no solo la gran figura científica del siglo XIX, sino también, el amigo, el maestro, el pintor de nuestra naturaleza, el corazón generoso que supo compadecerse de nuestras desgracias, compartir nuestras glorias y elogiar nuestros triunfos.

Humboldt, es, no solo la gran figura científica del siglo XIX, sino también, el amigo, el maestro, el pintor de nuestra naturaleza, el corazón generoso que supo compadecerse de nuestras desgracias, compartir nuestras glorias y elogiar nuestros triunfos.

     Lo que ella necesita es un terrón de tierra donde depositar el germen fructífero, una rama donde pueda el ave fabricar su nido, una grieta segura donde el ofidiano guarde sus huevos, una hoja donde pueda la crisálida aguardar la hora de la emancipación.

     Para el viandante que pasa todos los días por estos escombros ellos no tienen significación alguna: son una de las tantas casas en ruinas, recuerdos de la catástrofe de 1812. Pero para el hombre que conoce los pormenores de la estadía de Humboldt en Caracas, aquellos representan una época, un nombre preclaro, porque hace setenta y siete años que en esta casa hubo una constante recepción, porque en ella moró durante dos meses, el hombre más extraordinario del siglo, Alejandro de Humboldt.

     ¡Cuántos sucesos verificados en Caracas, después que la visitó Humboldt en 1800! A los seis años bajó al sepulcro Vasconcelos, el amigo oficial del sabio, el cual honró a España honrando al recomendado por el monarca castellano. Dos años más tarde, comienza a prender la chispa revolucionaria que produjo el incendio de 1810. En 1812, viene al suelo la ciudad de Losada, y un montón de ruinas la convierte en osario. Cayeron los principales templos, entre estos, el que estaba frente a la casa de Humboldt, no quedando sino las paredes, la columna que sostebía las armas de España y también la horca que estaba en la plaza. Todo fue desolación en torno a la casa del sabio: sepultadas quedaropn las tropas en el cuartel de San Carlos, en la calle Oeste 9, y las que estaban al sur de la misma casa en el parque de artillería. La ciudad de 1800 había desaparecido casi en su totalidad.

     Sesenta y cinco años han corrido, y ya Caracas esta otra vez en pie; pero la casa de Humboldt permanece aun en ruinas. Estas recuerdan no solo días de llanto y de tribulación, sino también la historia de nuestras guerras, la acción del tiempo sobre la naturaleza, el cambio de nuestra civilización, el renacimiento de la antigua ciudad, la mano benefactora del hombre. No es la Caracas de 1877 la Caracas de 1800. Todo ha cambiado. 

     El Ávila ha visto desaparecer sus bosques y agotar sus aguas. Talado fue el bosquecillo que a espaldas de la casa de Humboldt , sirvió a éste en sus horas de meditación, y de los viejos árboles del Catuche, solo se conserva el Samán del Buen Pastor. La famosa calle de cinco leguas que, desde la casa de Humboldt, unía a Caracas con el mar, según el parte del gobernador Osorio al monarca de España en 1595, esta destruída, conservando aun sus desagües y algunos pedazos. Obra admirable fue esta calle sólidamente empedrada, que conducida al través de una cordillera, ha resistido a la acción del tiempo. El Castillejo de la Cruz, al comenzar la subida a La Guaira, está aun en ruinas y en ruinas las fortalezas del camino que dejaron pasar, en su retirada, a los filibusteros de Preston en 1595. La antigua torre de 1800, fue rebajada en 1812. El Convento de San Francisco, donde reposan los restos de Vasconcelos fue convertido en universidad y museo, y en mercado público, el de San Jacinto.

     Desaparecieron los antiguos monasterios de monjas y fueron substituidos por edificios modernos, ornato de la ciudad. El Templo de la Trinidad se ha transformado en Panteón Nacional, y al osario de 1812, descubierto durante muchos años, sucedió el osario histórico, oculto bajo el pavimento.

     Allá, al noreste están las ruinas de San Lázaro, donde Humboldt fue obsequiado en repetidas ocasiones. Con el pretexto de fundar un lazareto, levantaron los españoles un palacio, que a veces fue lugar de orgías; pero el tiempo que es el reparador de todas las faltas, ha dejado en escombros al Lazareto del deleite, mientras Antonio Guzmán Blanco ha levantado al pie de las ennegrecidas ruinas el Lazareto de los desamparados. La escabrosa colina del Calvario, lugar histórico donde defendieron con heroico valor su nacionalidad Terepaima, Caricuao, Conocoima y demás tenientes de Guaicaipuro, contra el invasor castellano, se ha convertido en jardines, con juegos de agua surtidos por el río Macarao, nombre de aquel cacique que en este mismo lugar detuvo las huestes de Losada; y sobre la roca solitaria donde Paramaconi desafió al jefe de sus contrarios a un combate personal, se levanta hoy la estatua de Guzmán Blanco. Ya todos los templos derribados por el terremoto de 1812 están reconstruidos, salvadas las antiguas zanjas de la ciudad por nuevos puentes, reedificadas las casas, abiertos los caminos. Talado fue el cedro de Fajardo, a orilla del Guaire, visitado por Humboldt; pero aun existen los cipreses seculares de la vecina Basilica de Santa Teresa. Refieren que cuando Humboldt salía de Caracas, le preguntaron sus amigos, cuándo regresaría: y que el gran sabio contestó, con calma: “Cuando esté cocluido el templo de San Felipe”. Hace pocos meses que fue concluida esta obra y ya Humboldt tiene diez y siete años en el sepulcro. Así pasa el tiempo, que resuelve todos los enigmas.

     Al pie del Pavila yacen los huesos de dos generaciones, y donde sucumbieron los patriotas al hacha sanguinaria en las noches pavorosas de 1814 a 1817, se levantan cruces y obeliscos circundados de árboles. De los amigos de Humboldt, todos desaparecieon unos en el campo de batalla, otros en el ostracismo, otros en la miseria, y solo uno se ha conservado en la historia: Bolívar y que está de pie en el Panteón, y a caballo en la plaza donde fue levantada sobre una picota la ensangrentada cabeza del vencedor de Niquitao.

Aspecto que tenía a principios del siglo XX la casa del Conde de Tovar, en la esquina de Carmelitas, donde se hospedaron Humboldt y Bonpland para descansar la tarde de su llegada a Caracas, en 1800.

Aspecto que tenía a principios del siglo XX la casa del Conde de Tovar, en la esquina de Carmelitas, donde se hospedaron Humboldt y Bonpland para descansar la tarde de su llegada a Caracas, en 1800.

     Como hemos dicho, desde la plaza del Panteón hasta La Guaira construyeron los castellanos en 1595 una calle de cinco leguas. Esta entrada a la ciudad fue la única que quedó después del terremoto de 1812, por hallarse toda la parte alta de la población reducida a escombros hacinados. Las ruindas de la casa de Humboldt fueron por lo tanto testigos de cuanto por ella pasó y ha pasado durante setenta y cinco años. Por esos escombros pasó Bolívar después de su derrota en 1812; y por ellos pasaron también Miranda y Bolívar, cuando en la misma época salieron fugitivos. Por esos escombros pasó Morillo en 1815 y pasaron Morales, Moxó, Cagigal. Por esas ruinas pasó Bolívar en 1821, cuando llevaba en mientes la libertad del continente, y por esas ruinas salía en 1827, después de haber realizado su obra inmortal. Le aguardaban los sucesos de 1828 y 1829 y el ostracismo de 1830. Pero le estaba reservada que por las mismas ruinas pasarían sus restos doce años más tarde, conducidos en hombros de sus compañeros y veteranos de qjuince años de infortunio y de gloria.

     Fue una tarde, 16 de diciembre de 1842. Los últimos rayos del sol en occidente se reflejaban sobre la Silla del Ávila cuando el tañido de todas las campañas anunció a la ciudad que los restos del Grande Hombre entraban al suelo natal. 

     Miles de almas llenaban las avenidas Sur y Norte, la plaza del Panteón y la prolongada calle que se extiende hasta el Templo de La Pastora. Banderas, oriflamas, pendones enlutados, trofeos de guerra, pebeteros, se levantaban en toda la carrera por donde debía pasar el fúnebre cortejo. Aquella población flotante iba y venía como dominada por un sentimiento extraño: pero cuando el cañón anunció a la población que los despojos del Libertador habían pasado la antigua puerta de la ciudad, lágrimas silenciosas brotaron de todos los ojos, y en actitud imponente todas las cabezas se inclinaron a proporción que pasaban los restos mortales del mártir de Santa Marta.

     Un arco colosal, frente a las ruinas de Humbodt, teniendo los nombres de cien batallas y de los compañeros de Bolívar, dominaba la carrera de la procesión que iba a efectuarse en el siguiente día. Más atrás del arco se destacaban las ruinas del Templo de la Trinidad, que para aquel entonces estaban pobladas de arbustos y de huesos, restos de las víctimas de 1812. Bolívar debía esta noche reposar enfrente de la casa de Humboldt, en una modesta ermita que servía de templo hacía algunos años. Cuando desapareció el sol ya el libertador estaba en su capilla ardiente, acompañado de sus veteranos. ¿Quién podría describir las impresiones de aquella noche transitoria, precursora de un gran día, y ese estado del alma, en que el sueño huye, porque el corazón presiente?. . . Al amanecer del 17, los primeros rayos del sol fueron saludados por el toque de los clarines, por la música marcial y la población en las calles, en las ventanas, en los escombros, en las azoteas, vio desfilar y acompañó a Bolívar muerto.

     Treinta y cuatro años han pasado, y Bolívar, después de haber permanecido durante este lapso de tiempo en la tumba de sus antepasa, ha vuelto de nuevo, 28 de octubre de 1876, al sitio donde reposó en la noche del 16 de diciembre de 1842. Ha vuelto, no a la capilla mortuoria que ha desaparecido, sino al Panteón Nacional que ha substituido al antiguo Templo de La Trinidad. En este recinto todos los muertos están ocultos, solo Bolívar está visible presidiendo este osario histórico donde reposan sus compañeros de gloria.

     En tanto la casa de Humboldt permanece en escombros, y las especias vegetales y animales se suceden, cambiándose el paisaje.

     Esas ruinas ¿qué aguardan?. . .  ¿Quién abrirá esa puerta por donde entró Alejandro de Humboldt? ¿Quién renovará la tierra de esas paredes, tostadas por el tiempo? ¿Quién techará esas salas donde estuvo la generación de 1800? ¿Cuántos sucesos importantes se sucederán antes que ellas vuelvan a lo que fueron? Aguardemos; entre tanto el pájaro viajero continúa sus visitas matutinas buscando los granados floridos, el lagarto está en sus grietas calentando sus huevecillos y la crisálida, en su hoja, aguardando la hora de la emancipación.

Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

Caracas y La Guaira vista por un viajero alemán

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

El escritor alemán Friedrich Gerstäecker (1816-1872) estuvo en Venezuela en 1867, tras lo cual publicó una estupenda crónica de viaje en la que describe con lujo de detalles su recorrido por La Guiara y Caracas.

     Friedrich Gerstäecker nació en Hamburgo, en 1816. Se le conoce como escritor y buen prosista. En 1837 había viajado a los Estados Unidos donde se dedicó a distintos oficios para mantenerse. Estuvo en el norte de América hasta 1843. La experiencia que acumuló en este período la vertió en escritos de textura literaria. Sus obras más conocidas son Los reguladores en Arkansas y Los piratas en el río Mississipi. Se convertiría así en un escritor reconocido y con lo que consiguió un sustento. Fue hijo de dos cantantes de ópera.

     En 1849, cuatro años después de haber contraído matrimonio, volvió a América, esta vez a la parte sur. Luego pasaría por Australia y regresaría a Europa en 1852. De nuevo regresaría a Suramérica entre 1860 y 1861. Su último viaje a este continente lo llevó a cabo en 1867 y estuvo en Venezuela en 1868. Murió en Braunschweig en 1872, justo cuando se preparaba para un viaje a Asia y la India. Dejó escrita una vasta obra relacionada con diarios de viaje, cuentos y novelas.

     Las primeras líneas que redactó sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto o rada abierta, tal cual lo calificó, “en medio de sus cocoteros y dominado por las poderosas laderas de los cerros cubiertos de verdes bosques, de una belleza encantadora”. Consideró una verdadera lástima que no se aprovecharan las condiciones naturales para construir un buen puerto, así como la extensión de una vía férrea en declive y sin locomotora. “Es más, con el terreno que se ganaría, estaría prácticamente pagado el trabajo. Pero los descendientes de los españoles son indolentes y no explotan ni siquiera lo que ya los españoles dejaron hecho, mucho menos crearían algo nuevo”.

     En referencia a lo observado en La Guaira escribió que el “verdadero puerto” estuvo situado al lado oeste, al igual que las ruinas dejadas por el terremoto de 1812, “que arrasó también Caracas”. Describió haber presenciado los restos de una antigua iglesia y que entre sus escombros crecía la vegetación constituida por árboles y arbustos. “Bien porque a la gente le pareciera demasiado laborioso tumbar la vieja mampostería y volver a fabricar en el mismo lugar, o porque temieran nuevos movimientos sísmicos, el caso es que se mudaron más hacia el este, para construir allá la nueva ciudad, y, sin embargo, en el nuevo sitio están más estrechados por las rocas de lo que lo estaban en el sitio antiguo y ciertamente están expuestos al mismo peligro”.

     Al observar esta situación no desaprovechó la oportunidad para plantear comparaciones de lo que estaba presenciando y lo precisado en los Estados Unidos, así como en su país de nacimiento. Del país del norte señaló el aprovechamiento productivo que se hacía de cada palmo de terreno, consideración a la que sumó “es un espectáculo verdaderamente extraordinario ver aquí un puerto que, en su calidad de portal de un país inmensamente rico, deja amontonada en su inmediata vecindad un cúmulo de ruinas y no sabe siquiera qué hacer del espacio inutilizado – pues ni aun espectros hay allí, con los que nosotros al menos de inmediato hubiéramos poblado una ciudad derruida en nuestro país”.

     Al inicio de su descripción de la ciudad de Caracas lo primero que anotó era que la había imaginado de calles anchas y casas de baja altura y rodeadas de espléndida vegetación. Reconoció que había errado con su figuración, excepto por la vegetación que se presentaba de modo dadivoso. La inicial sorpresa tuvo que ver con la iluminación artificial la cual era a base de gas. En cuanto a las casas si eran chatas, sin azoteas o planas como en las ciudades españolas, pero de techos oblicuos cubiertos de tejas, mientras las calles eran estrechas.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

Las primeras líneas que redactó Gerstäecker sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su agrado, en especial, el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto.

     Una de las cosas que atrajo su atención, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella como comerciantes. Ya en La Guaira se había topado con algunos oriundos de su país y que, al hacer referencia a sus esposas, señaló que las mujeres eran “realmente hermosas”. Añadió que en esta capital los alemanes habían contraído matrimonio con damas criollas y descendientes de españoles. De los niños que conoció de estas coyundas indicó “Es verdad que no he encontrado en ningún país tantos muchachos bonitos como en Venezuela”.

     Acerca de quienes calificó como “familias cultas” expresó que estaban más cerca de Europa, más “que, en ninguna otra parte del continente sudamericano, como de hecho ya están más próximos por su situación geográfica”. Apreció en ellos el dominio de la lengua francesa, inglesa y alemana. De los descendientes de estas coyundas expresó que se comunicaban en español y que se preocupaban por mantener la lengua de sus progenitores.

     De los alemanes residentes en Caracas, así como en La Guaira y Puerto Cabello, indicó que se dedicaban al comercio. Aunque también se topó con artesanos. 

     Mostró sorpresa al no ver médicos de nacionalidad alemana, contó haber conocido uno en La Guaira pero que no tenía trato con sus paisanos. De los alrededores de Caracas expresó que eran “maravillosos”. Esto lo evidenció al observar la producción de café, caña de azúcar y cambures. Lamentó, en cambio, haber visitado la ciudad en tiempos de sequía por lo que no pudo apreciar el fresco y abundante verdor de la temporada lluviosa. Escribió haber disfrutado los paseos a caballo, acompañado de paisanos alemanes y ver paisajes hermosos. Anotó que al remontar el Guaire era notorio la fertilidad de la tierra.

     Cerca de este lugar se había encontrado al “general negro Colina” quien, según escribió, era el azote del lugar y que la gente lo llamaba “El Cólera”. Éste se encontraba en compañía de sus subalternos, todos integrantes de una tropa gubernamental. A propósito de este fortuito encuentro y de observar las consecuencias de sus acciones para con los pobladores que habían huido de la zona por temor o porque les habían arrancado lo poco que poseían, escribió “hasta a uno mismo había de sangrarle el corazón de ver cómo una administración deplorable e inconsciente maltrataba, chupaba y pisoteaba este bello país… al borde de las carreteras todo era desolación, como si una plaga de langostas hubiera pasado sobre los campos de maíz, y es que estos señores habían procedido a semejanza de estos terribles insectos”.

     En su narración expuso ante los potenciales lectores haber encontrado en el camino grupos integrados por tres o cuatros hombres armados que arreaban pequeños rebaños de ganado, a lo que agregó “robadas, por supuesto”. Según constató las obtenían de algunas familias, “sin importarles un comino si la familia poseía solo aquella vaca y vivía de ella. Había, desde luego, una constitución en el país, pero no había ley: el general negro Colina mandaba en el lugar donde se encontraba de momento con sus pandillas, y donde él estaba no había apelación ante una instancia más alta”.

     Más triste le parecieron los lugares por donde pasaban y al observar cuatro casas edificadas, tres estaban deshabitadas porque sus ocupantes habían tenido que huir a otro lugar. Adjudicó esta situación a la forma como actuaban la soldadesca al estilo de Colina y los suyos. A esta aseveración agregó: “¡Quién hubiera aceptado vivir entre esa chusma pudiendo irse de alguna manera! Pero en las restantes viviendas se habían instalado los propios soldados, que acampaban delante de las puertas con los fusiles recostados a su lado o se entretenían jugando barajas, pero también se nos acercaban pordioseando concienzudamente dondequiera que encontraban la ocasión”.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

Una de las cosas que atrajo su atención Gerstäecker, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían vida en ella. La ciudad contaba, además, con un cementerio exclusivo para alemanes.

     Escribió que en el camino se habían topado con el general Colina y sus acompañantes, un “pardo y otro amarillo”. Se le notaba muy enojado. Venía de la ciudad. “Probablemente había querido conseguir dinero para sus oficiales – porque a los soldados no se les daba nada – y obtenido, en cambio, como de costumbre, un vale para la aduana”.

     De acuerdo con Gerstaecker situaciones como la descrita por él era una de las peculiaridades de las actuaciones del presidente Juan Crisóstomo Falcón. Quien conseguía recursos para mantenerse a sí mismo, porque los soldados, que lo mantenían en el poder, no podían conseguir lo necesario para vivir, y para su sustento se veían constreñidos a robar. “El presidente no robaba sino para sí”.

     Lo que vio en el campo también lo presenció en la ciudad capital, es decir, “un bochinche espantoso”. Según narró, algunas acciones que presenció le parecieron cómicas. Dijo que cuando un gabinete dimitía llegaban otros con un “nuevo enjambre de funcionarios”. 

     Para dar mayor vigor a este argumento expuso ante los lectores que cuando se despedía a los secretarios de un ministerio, “se llevaban no solamente todo el papel, sobres y plumas, comprados después de todo por cuenta y crédito del Estado”. Al llegar los nuevos funcionarios debían, agregó, por cuenta propia, proveerse de los materiales necesarios para el funcionamiento del ministerio. “Esto suena, de hecho, inverosímil, pero es, no obstante, verdad y puede ofrecer una visión del estado de cosas que reina en todas estas repúblicas con sus constantes cambios de gobierno”.

     Sin embargo, el paisaje natural le parecía deslumbrante y exuberante. Los paseos más hermosos, contó, los realizó montado a caballo. Por los linderos de Caracas observó plantaciones de café. De éstas señaló que en esta comarca se cultivaban cobijados por árboles de sombra, “lo que da a tales plantaciones algo de europeo”. Según se había informado por la vía que transitó se había programado una línea de ferrocarril. Esto lo llevó a escribir “Tiempos tranquilos en Venezuela” y con ello ratificar la falta de compromiso para cumplir con lo dispuesto.

     En referencia con este plan ferrocarrilero, que no llegó a cristalizar, escribió que había experimentado gran asombro al ver algunos vagones de pasajeros en un andén abandonado. Se acercaron a él y “descubrí algo que nunca hubiera creído posible: un vagón de pasajeros techado con ladrillos rojos”. En este orden de ideas, narró haber reído al ver en Arkansas vagones cubiertos con tejas, “en verdad, bien divertido de ver y con toda probabilidad este vagón era un ejemplar único en el mundo entero”.

     Del que estaba cubierto con ladrillos fue asociado por él con un establo o un lavadero. Por la información que obtuvo, sólo eran utilizados por algunos serenos para dormir. El ferrocarril había funcionado en algún momento, pero por razones económicas no había continuado en funciones. Quedó para un futuro la culminación del mismo, “reservada a las futuras generaciones para que no les faltara que hacer”.

     Escribió que al pisar La Guaira, sus paisanos le habían recomendado que se quedara en Caracas para presenciar los actos de Semana Santa que en ella se desarrollaban. Así lo hizo, “y no tuve más tarde motivo de arrepentimiento”. Sin embargo, se le había comunicado que justo el año de su visita las celebraciones de la Semana Mayor no estarían tan esplendorosas como las de años anteriores. Esto debido a la situación política reinante, caracterizada por sus acciones opresivas. Para él era una situación única porque nunca había presenciado en América una festividad como esta.

Maripere

Maripere

Así se denominaba hasta el siglo XIX una zona de Caracas, que ahora llaman Maripere, cuyo nombre se debe a una piadosa y rica mujer llamada María Pérez, quien empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad. El historiador, naturalista, periodista y médico caraqueño, Arístides Rojas (1826-1894), quien publicó un enjundioso trabajo de investigación histórica sobre tan singular personaje y toponimia capitalina.

Desde el siglo XVII se conoce este lugar en Caracas, con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la rica y piadosa señora que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad.

Desde el siglo XVII se conoce este lugar en Caracas, con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la rica y piadosa señora que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad.

     “A orilla de la carretera del Este, entre los pueblos de Quebrada- honda y Sabana-grande, existe una pequeña zona con casas de campo y poco cultivo, que se conoce con el nombre de Maripere. No hay entre los transeúntes de aquella vía quien no conozca el sitio mencionado, bañado al Este por aguas del Guaire, y al Oeste por la escasa quebrada que se desprende la cordillera del Ávila. Lugar de doscientas almas, es más solicitado por lo agradable de su clima que por el cultivo de su tierra.

     Hace ya como cerca de doscientos cincuenta años que se conoce este lugar con el nombre Maripere, contracción del de María Pérez, que así se llamó la piadosa señora y rica que empleó sus caudales en el ejercicio de la caridad, fundó cofradías, acompañó al obispo Mauro de Tovar durante la mañana y días que siguieron al primer terremoto de Caracas en 11 de junio de 1641, y contribuyó con mano generosa al socorro de las víctimas y a la reconstrucción de la Catedral de Caracas, arrasada por tan violenta catástrofe.

     La actual Metropolitana de Caracas, que resistió el célebre terremoto de 1812, y ha sido modificada en diversas épocas, fue, en los primeros años de los conquistadores y fundadores de esta capital, 1567 a 1690, un miserable caney, simulacro de templo en el cual se albergaron en 1595 los filibusteros ingleses de Amyas Preston, continuando así hasta mediados del siglo décimo séptimo, época en la cual el derruido edificio amenazaba ruina. 

     Concedida por real cédula de 1614 la licencia que del Monarca impetraran los caraqueños para refaccionar la iglesia parroquial, poco se había hecho para conservar el edificio, cuando llegó de prelado en 1640 el obispo Mauro de Tovar. Animado andaba éste y aun había reunido los fondos necesarios para dar remate a la obra ya comenzada, cuando la naturaleza se encargó de echar por tierra la primera Catedral de Caracas, la cual, para la época de que hablamos, contaba cerca de setenta años.

     La mañana del 11 de junio de 1641 estaba despejada y ningún signo infundía temores en los habitantes del poblado, cuando a las nueve menos quince minutos violento sacudimiento de tierra hace bambolear los edificios, llenando de escombros el limitado recinto. Gritos de espanto y de dolor se escuchan por todas partes, y vése a los moradores que despavoridos huyen en todas direcciones. Desde este momento no hubo quietud en la ciudad, sino temores y lágrimas, queriendo huir los que habían sobrevivido a la catástrofe. Pero mientras que unos abandonaban sus hogares reducidos a escombros, otros se ocupaban en salvar a los heridos y contusos que habían quedado bajo las ruinas. Como la ciudad era pequeña, a poco se supo que el número de muertos alcanzaba a doscientos y a otro tanto el de los aporreados.

     En los momentos de la catástrofe, el prelado, que estaba en la obispalía, al sentir bambolear las paredes y crujir los techos, escápase salvando dificultades y sale a la calle, donde tropieza con parte de la muchedumbre que clamaba misericordia.

     Sin turbarse y en medio de escena tan lastimera, el obispo piensa en salvar la custodia- y se dirige a los escombros de la Catedral. Entre las ruinas se abre paso y logra al fin, con trémula mano, abrir el sagrario, saca la custodia y se dirige a la plaza mayor, donde bendice a la muchedumbre aterrada. Horas más tarde se levantó en este lugar una barraca de tablas, que sirvió de templo provisional durante algunas semanas. Sin perder tiempo el obispo comenzó a auxiliar a los moribundos y a socorrer a los necesitados.

Luego del terrible terremoto de 1641, que causó grandes destrozos en Caracas, la acaudalada señora María Pérez colaboró con el obispo de la ciudad, fray Mauro de Tovar, en la reconstrucción de la Catedral y al socorro de las víctimas, entre otras obras de caridad.

Luego del terrible terremoto de 1641, que causó grandes destrozos en Caracas, la acaudalada señora María Pérez colaboró con el obispo de la ciudad, fray Mauro de Tovar, en la reconstrucción de la Catedral y al socorro de las víctimas, entre otras obras de caridad.

     El dinero que con este piadoso objeto fue conseguido entre los sobrevivientes y el cabildo, sirvió para satisfacer las necesidades de los desgraciados, los cuales continuaron bajo el amparo y amor del prelado. Acompañó al obispo en estos días y ayudóle con constancia y eficacia una señora piadosa, Doña María Pérez, corazón caritativo que dedicó su existencia al alivio de la orfandad y al culto de la religión.

     Vinieron al suelo la vetusta Catedral, parte de los conventos de San Francisco y San Jacinto, el nuevo de las Mercedes, que figuraba desde 1638 en la porción alta, despoblada y cerca del sitio donde más tarde se levantara el templo de la Pastora, y el puente del mismo nombre, que atrajeron a este sitio incremento de población.

     Construida la nueva Catedral hubo de durar pocos años, pues para 1664 amenazaba ruina, comenzando en esta época la actual que fue rematada en 1674 y poco a poco ampliándose hasta nuestros días. Desde muy remoto tiempo figuró en la Metropolitana, en la pared occidental del coro bajo un retablo de brocha gorda, de regular tamaño, el cual representa el martirio de San Esteban. 

     En el lado izquierdo del lienzo y en el último término, vése al obispo Mauro que conduce la custodia y va acompañado de una anciana. Representa esta escena al prelado virtuoso, tan sublime en los días del terremoto de 1641, y a la señora María Pérez, tan abnegada como espléndida en la misma época. Este retablo que según nuestras observaciones no fue colocado, sino cuando se reedificó por tercera vez la Catedral, 1664 a 1674, trae su origen desde el pontificado de Mauro de Tovar, quien juzgo que era necesario perpetuar en la memoria de los caraqueños la de una mujer tan abnegada y espontánea, tan caritativa y humilde, como lo había sido María Pérez para sus compatriotas. La colocación del tal retablo, está conexionada con un hecho, si se quiere vulgar, pero que exigía cierta reparación de la sociedad caraqueña.

     Vivía en Caracas en la época del obispo Mauro cierto gallego, pintor de brocha gorda, insolente y desvergonzado por hábito, pues no había hora en que de su boca no salieran descomunales improperios, que letrado parecía en el estudio de ciertas frases provinciales de Galicia y también de Cataluña y Andalucía. Por lo demás era Mauricio Robes hombre cumplido y trabajador. Como en el oficio de pintor tenía ya el gallego algunos años, y compradas eran sus obras por mujeres piadosas e ignorantes, creyó que había llegado el momento en que dos de sus pinturas pudieran exornar los muros interiores de la nueva Catedral, y dando la última mano a los lienzos, la huida de Egipto y la Oración de Huerto, presentóse con estos en cierta mañana a la obispalía en solicitud del prelado.

— ¿Qué solicita Don Mauricio?, preguntó el obispo a Robes, tan luego como le vio en el corredor de la obispalía.

—Vengo a suplicar a Su Señoría, Ilustrísima, me compré estos lienzos que he concluido para adornar con ellos el nuevo templo y que con tanta perseverancia levanta Vuestra Señoría. Y Robes, desenrollando las dos pinturas las expuso a la contemplación del obispo.
El Pastor, después de recorrer con la vista las obras y de estudiarlas desde varias distancias, soltó una carcajada estrepitosa y dijo al pintor:

— “Amigo esto es malo, muy malo, malísimo”, y se retiró.

     Era ese hombre seco, enemigo de preámbulos, lacónico y voluntarioso.

     La primera obispalía entonces era la casa N°13 que pertenece a la Metropolitana y donde está el establecimiento mercantil del señor Ruiz. Todavía se conservan en el patio de esta casa los muros de la capilla provisional que sirvió al obispo después del terremoto de 1641. La segunda obispalía, que es la casa actual, fue vendida al cabildo eclesiástico por Deán Escoto muchos años después. Era baja y como la reconstrucción comenzó con la fábrica del Seminario que le era contiguo, hubo de ponerse a una y otra, arcadas bajas a prueba de terremoto.

     Sin menear los labios Robes enrolló sus lienzos y dejo la obispalía. Al salir a la calle le vino, sin duda, el recuerdo de la piadosa y espléndida María Pérez, pues a la casa de esta, que estaba frente al convento de San Jacinto, dirigió sus pasos. Hasta entonces el gallego estaba como espantado y no sabía darse cuenta de la repulsa del obispo; pero al llegar a la casa de Doña María, el pintor, como queriendo desahogarse, refirió a la señora la escena de la obispalía, coronando su narración con frases lisonjeras a la matrona, la única que en Caracas era capaz de conocer el mérito de aquellas dos pinturas. Pero María, ya fuera porque no le era desconocida la estética, ya porque no quisiera discrepar de la opinión emitida por el obispo, después de haberlas estudiado le dijo al gallego: —“pues amigo, esto es malo, muy malo, malísimo”. El pintor, al verse sentenciado en segunda instancia y perdiendo el aplomo que por respeto o por temor había observado delante del prelado, estalló en esta ocasión dejando libre curso a la lengua, que desató en las más groseras expresiones.

     Al escuchar tanto improperio, Doña María, con ademán dijo al esclavo que hacía las veces de portero:

—“Lanzad a ese hombre de la casa, por insolente y atrevido”.

     Y Robes, más que mohíno, furioso, con paso apresurado, ganó la calle y llegó a su casa, después de haber conjugado cuantas frases sugirieron la venganza y el despecho.

     Dos meses después de esta escena, el pintor llamó a sus vecinos y relacionados para que contemplaran un lienzo que acababa de pintar y el cual, lo juzgaba como otra acabada, digna de ser admirada. Robes había ideado un cuadro de ánimas, dividido en dos secciones: en la de la derecha veíanse las almas purificadas que eran sacadas de entre las llamas por ángeles y serafines; en el de la siniestra retorcíanse los pecadores, y todos llamaban la atención por las gesticulaciones de los semblantes y la desesperación que parecía torturarlos. En un rincón del lienzo descollaba una anciana con los ojos salidos de sus cuencas, colgaba la lengua de la boca, brotaban de las ventanas de la nariz chorros de fuego, pendían de su cuello sartas de onzas de oro, mientras que los brazos enjutos y descarnados se iban retorciendo; lo que daba a esta figura un carácter repelente y monstruoso. Sin que el pintor hubiera dado a nadie explicación de su obra, los curiosos del pueblo creyeron encontrar en el tipo monstruoso del purgatorio, la caricatura de María Pérez; y si se sonrieron al ver la travesura de Robes, en voz baja murmuraron y reprobaron venganza tan injusta como ruin, por ser la piadosa señora amada y venerada de todo Caracas.

Según las observaciones del obispo Mauro de Tovar, el terremoto de 1641 dejó un saldo fatal de 54 muertos en Caracas y la destrucción de iglesias y numerosas viviendas.

Según las observaciones del obispo Mauro de Tovar, el terremoto de 1641 dejó un saldo fatal de 54 muertos en Caracas y la destrucción de iglesias y numerosas viviendas.

     Entre los numerosos lienzos pintados que existen en Caracas, solo uno lleva el nombre de Robes. Le vimos ahora años en la parroquia de Candelaria. Representaba a Jesús echando del templo a los mercaderes: nos pareció la pintura tan monstruosa que no alcanzamos a explicarnos cómo pudo el pintor vender tales obras. 

     Mala salió la chanza al de Robes, pues hubo de salir de Caracas lanzado por el prelado, entonces con más poderío que la autoridad civil. Instalado en un pueblo de los llanos, abandonó el gallego el arte, para dedicarse a la industria de sastre y morir después de haber pasado muchos años de pobreza.

     Tan luego como fue colocado en la Catedral el retablo que representa el martirio de San Esteban, con el único objeto de conmemorar los servicios de María Pérez; agradecido el cabildo eclesiástico a cuanto por la iglesia había hecho tan piadosa señora, dispuso desde 1674 que en las fiestas de la Purificación y de la Inmaculada Concepción, así como en la conmemoración de los muertos, en todas ellas se pidiera a Dios por el alma de María Pérez y de sus parientes difuntos. Durante dos siglos así lo hizo la Catedral de una manera ostentoria. Sábese que noviembre es el mes en que la iglesia católica conmemora a los muertos. 

     En Caracas el día 1 de este mes está dedicado a todos los difuntos, sin distinción de nacionalidades; el 2 corresponde a los obispos y arzobispos; el 3 a los canónigos y el 4 a María Pérez. Hasta ahora veinte años esta última fiesta se hacía de una manera solemne, pues se colocaba un mausoleo en la nave central de la Metropolitana, celebraban las altas dignidades del cabildo, y buena orquesta acompañaba a la misa de difuntos. Y a tal grado llegó la veneración a la noble protectora de la Catedral, que entre las mesas que se colocaban el Jueves Santo en la puerta mayor del templo para pedir por las ánimas, por el monumento, cofradías, etc., se distinguía una en la cual se pedía dinero por el alma de María Pérez. Tales hechos motivaron que la gente del pueblo llamara los días 4 de noviembre y Jueves Santo, días de ánimas ricas, para distinguirlo de los de las ánimas pobres que en pelotón entraban en la fiesta del 1 de noviembre.

     Lentamente y a medida que la renta que proporcionara el caudal de María Pérez iba menguando, fue cesando también el fervor de la Iglesia en favor de su protectora, sobre todo después que desapareció el Rev. Vaamonde, de grato recuerdo por sus virtudes eximias y nobles antecedentes. Y gracias que se cante una misa el 4 de noviembre de cada año en honor de la que tanto hizo en beneficio de sus semejantes.

     No recordamos donde hemos leído, que en cierta ocasión un hombre algo timorato interrogó a un abate ilustrado acerca del tiempo que las almas que habían cumplido en la tierra con sus deberes permanecerían en el Purgatorio antes de llegar a la presencia de Dios. El abate contestó con naturalidad: “La purificación de las almas, dijo, puede necesitar de instantes, de horas, de semanas, de días y de años; pero os advierto que los días de la Eternidad son en esta tierra siglos y que el ser purificado necesita serlo más y más, antes de llegar al seno de la Eterna Recompensa”. Si María Pérez llevó al morir el rico haber de virtudes que le concedieron y conceden sus compatriotas, es de presumirse que después de haber pasado doscientos y más años de su muerte, y gozado durante este lapso de tiempo de las bendiciones y oraciones de la Iglesia, haya alcanzado la felicidad eterna. No hay pues que extrañar que hayan concluido las fiestas de las ánimas ricas, después que desapareció el capital. María Pérez se aleja, pero Maripere, continua. ¡Qué distante estaba la señora cuando durante gran porción del siglo décimo séptimo en que vivió en su estancia sembrada de sabrosos frutos, de que tres siglos más tarde pasarían por el frente de su mansión predilecta una máquina humeante, tronadora, la locomotora, en fin, del Este, que al llegar a este lugar deja oír el silbato y el grito del conductor que dice: MARIPERE!

     Maripere es el recuerdo constante de un alma virtuosa que dejó en la tierra nombre venerado, luminosa estela.

Caracas se modernizó con los tranvías eléctricos

Caracas se modernizó con los tranvías eléctricos

El desarrollo del sistema masivo de transporte público en la ciudad de Caracas se acerca a los 120 años. A finales del año 1906, los poco más de cien mil habitantes que tenía la capital venezolana, comenzaron a hacer planes para movilizarse en modernos vehículos eléctricos, servicio que estuvo en actividad entre 1907 y 1947.

El 15 de enero de 1907, se inauguró en Caracas el sistema de transporte de tranvía eléctrico. La primera ruta fue entre Los Flores (Puente Hierro) y El Valle.

El 15 de enero de 1907, se inauguró en Caracas el sistema de transporte de tranvía eléctrico. La primera ruta fue entre Los Flores (Puente Hierro) y El Valle.

     La empresa Tranvías Eléctricos de Caracas comenzó a hacer pruebas con sus vagones marca Stephenson en octubre de 1906 e inició operaciones al sur de la ciudad, entre las estaciones de Las Flores y El Valle, el 15 de enero de 1907, marcando así un hito en la historia del transporte urbano en Venezuela.

     Antes de este novedoso sistema, la población caraqueña empleó los tranvías de tracción animal, guiados por un cochero que se encargaba de tratar muy bien a los caballos, los llamaba por su nombre, les daba instrucciones de avanzar o detenerse y les colocaba grandes piezas de gruesa tela de colores para protegerlos de la lluvia, así como cascabeles en los arneses, los cuales hacía sonar cuando los carros se aproximaban a las estaciones.

     Pero con la entrada del siglo XX, la electricidad acabó con el negocio. Las empresas Tranvías Bolívar y Tranvías Caracas, fundadas en las dos últimas décadas del siglo XIX. La primera cubría la ruta entre la plaza Bolívar y Palo Grande, y luego abrió otra línea de circulación entre Caño Amarillo y Quebrada Honda, mientras que la segunda ofrecía servicios entre La Pastora, Puente Hierro, El Paraíso y Palo Grande, se vieron obligada a cerrar, e incluso pusieron en la venta los animales. Comenzó así una nueva etapa en el transporte colectivo capitalino. 

     Al iniciar actividades en 1907, la compañía Tranvías Eléctricos de Caracas ordenó 30 tranvías eléctricos. Eran modelos con escaleras de ocho peldaños para acceder y las dimensiones adecuadas para recorrer las curvas cerradas de las angostas calles de la ciudad: 7,3 metros de largo por 1,6 metros de ancho.

     Tan orgullosos estaban los caraqueños de las bondades de su nuevo sistema de transporte, que desarrollaron una suerte de “cultura del tranvía”, al igual que ocurrió a finales del siglo XX, cuando abrió operaciones el Metro de Caracas.

     Las empresas a cargo de los tranvías los mantenían pulcros y en perfecto estado de funcionamiento. Operadores y colectores siempre estaban muy bien uniformados. El pasaje mínimo tenía un costo de 0,25 céntimos (medio) y la ruta que llegaba hasta la parroquia foránea El Valle tenía tarifa de un real o 0,50 céntimos.

     A continuación, ofrecemos interesante reportaje, publicado en la edición de la revista “El Cojo Ilustrado” del 1 de julio de 1908, en el cual se ofrecen interesantes detalles técnicos de los equipos, dirección de oficinas y de orden administrativo de la compañía que manejaba las operaciones de los tranvías caraqueños.

     “Publicamos hoy diversas fotografías de los edificios y líneas de los Tranvías Eléctricos de Caracas. Esta Empresa representa un progreso efectivo en el ornato y en la comodidad del tráfico de la capital; y durante los meses que tiene funcionando han podido apreciarse las numerosas ventajas que ofrecen y la ausencia de inconvenientes que se hubieran podido tener.

Cada tranvía de Caracas tenía una ruta específica y la central estaba ubicada en la plaza Bolívar.

Cada tranvía de Caracas tenía una ruta específica y la central estaba ubicada en la plaza Bolívar.

No siendo posible usar los tranvías ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales.

No siendo posible usar los tranvías ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales.

     El edificio construido por la Empresa en la Avenida Este consta de las oficinas de la Compañía, una sala de maquinarias; un vasto salón con diversos baños para el uso de los empleados de las líneas; un depósito para los carros y vastos talleres.

     En la sala de maquinarias están montados los tres generadores de la corriente directa, que es la que mueve los carros. Cada generador es de 150 kilowatts y la corriente sale con una tensión de 550 voltas; posee dos motores distintos –uno movido por la corriente que viene de El Encantado, y otro que usa como combustible el petróleo crudo– cada uno de 240 caballos de fuerza. Además de los dos tipos de motor, la estación generadora está provista de una batería de acumuladores, que consta de 260, con una capacidad suficiente para mover los carros dos horas en el caso fortuito de un accidente en las maquinarias. De este modo la estación resulta compleja; pues está montada con suficiente maquinaria de reserva para remediar cualquier obstáculo y evitar toda interrupción del servicio.

     Los depósitos tienen un espacio suficiente para contener 30 carros, con una fosa debajo de dos de las vías para el examen y composición de los frenos y motores de éstos. Los talleres están compuestos de carpintería, salón para la pintura de los carros, herrería y taller de mecánica. En este último están montados 2 tornos, máquina de taladrar, ruedas de esmeril, prensa hidráulica para quitar las ruedas, etc.

     La vía permanente y las líneas aéreas están construidas con el mejor material y con los últimos adelantos de la industria.

     No siendo posible usar los carros ordinarios en las angostas calles de Caracas fue preciso construir unos especiales; pero después de muchos estudios se ha logrado obtener un tipo adecuado a las necesidades de la ciudad, y elegante al mismo tiempo. Están construidos de una madera de la India, «Teak», la cual es a prueba contra los insectos. Cada carro está provisto de dos motores de 75 caballos de fuerza los dos; y en vista de las fuertes pendientes de las calles, tienen un freno eléctrico, además del freno de mano. Los fabricantes de los carros son Milnes Voss & C°. de Inglaterra.

     La Junta directiva de la Compañía está compuesta de los señores Doctor Nicomedes Zuloaga, Edgar A. Wallis, Albert Cherry y E. H. Ludford, Gerente. El capital de la empresa es de Bs. 5.000.000.

Antes del novedoso sistema de tranvías eléctricos, la población caraqueña se transportaba, entre 1882 y 1907, en tranvías de tracción animal, guiados por un cochero.

Antes del novedoso sistema de tranvías eléctricos, la población caraqueña se transportaba, entre 1882 y 1907, en tranvías de tracción animal, guiados por un cochero.

     El señor Wallis había concebido desde años atrás, el proyecto de dotar a Caracas de una línea de Tranvías eléctricos; pero las dificultades eran numerosas; entre otras la de adquirir de las Compañías existentes el derecho para poner por obra el pensamiento. Adquirió, sin embargo, en 1903, la mayor parte de las acciones del «Tranvía Bolívar», y de hecho quedó administrando esta Empresa. En 1906 adquirió las que le faltaban. Había comprado ya en 1905 el activo del «Tranvía Caracas» y el del ferrocarril de El Valle. 

     Como las sendas concesiones que tenían estas Empresas eran distintas, hubo de alcanzar del Ejecutivo Federal y del Distrito la unificación de estas varias concesiones en una sola, en la cual resultó el público beneficiado, tanto por la disminución del precio del pasaje, como por la comodidad y presteza del nuevo servicio. Luego el señor Wallis obtuvo en Europa el capital necesario para realizar el útil proyecto que había concebido.

     En los empeños y afanes de su empresa el señor Wallis ha tenido un colaborador activo, eficaz e inteligente en el señor Ludford, notable ingeniero electricista, que ha intervenido en los trabajos de instalación y construcción con una competencia y acuciosidad incansables. El señor Ludford es al presente gerente de la Empresa.

     La dirección del tráfico está encomendada al señor Eugenio Mendoza, el cual, con múltiple actividad e inteligencia ha logrado hacerlo cada día más regular y satisfactorio”.

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

Caracas – La Guaira en tiempos de Guzmán Blanco

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense, autor del libro “Venezuela, la tierra donde siempre es verano”, en el que relata interesante información sobre Caracas y La Guaira durante los años finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     William Eleroy Curtis, periodista y escritor estadounidense que nació en 1850 y falleció en 1911, sirvió en la Exposición Colombina Mundial de 1893 como presidente del Departamento de América Latina y representante del Departamento de Estado para la Exhibición del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Curtis fue corresponsal de los periódicos Chicago Inter-Ocean y Record-Herald y autor de más de 30 libros, muchos de ellos sobre sus viajes e investigaciones acerca de América del Sur.

     Para la Exposición, Curtis fue el encargado de propiciar e integrar el «panamericanismo» en la Feria. Encabezó una misión a América Latina en 1891, para fomentar la participación de otras naciones de las Américas en un avenimiento panamericano. Todos acordaron enviar exhibiciones a Chicago, y seis de ellos (Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Nicaragua) construyeron pabellones nacionales en los en los espacios destinados para ello.

     En Venezuela estuvo en los tiempos del modernismo guzmancista. De su corta estadía en este país escribió Venezuela, la tierra donde siempre es verano, obra publicada en 1896, en Nueva York.

     Como comisionado especial de los Estados Unidos para las repúblicas de Centro y Suramérica, el gobierno le dio como misión un viaje para Venezuela con el propósito de estudiar las relaciones comerciales entre las dos naciones, en especial, los intercambios exonerados de aduana y la inversión de capitales.

     Como resultado de su atenta y preocupada dedicación fue la celebración de la Primera Conferencia Panamericana en Washington, entre los años de 1889 y 1990, dentro de la que Curtis fungió como funcionario ejecutivo. También formó parte de la creación de la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, de la que fue su primer director. Al libro publicado en 1896 le dedicó unos dos años antes de ser entregado a la imprenta. Lo relatado en su texto abarca los períodos de finales de la presidencia de Antonio Guzmán Blanco y los inicios del mandato de Juan Pablo Rojas Paul.

     Las dos primeras referencias acerca del país que delineó Curtis, las dedicó a reseñar los orígenes del territorio venezolano. Sus argumentos los desarrolló según versiones dadas a conocer por parte de visitantes y cronistas del siglo XVI, otro tanto lo hizo respecto a La Guaira y aspectos que consideró de relevancia en su relato. De igual manera, dedicó un capítulo al que colocó como título “Un notable ferrocarril”. Al ferrocarril que hizo referencia fue el extendido entre Caracas y La Guaira y al que consideró un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo entero. Lo comparó con el construido en la carretera de Oroya en el Perú y la línea férrea de Arequipa, que iba de la costa peruana al interior del territorio boliviano.

     Observó un camino de mulas que había sido trazado antes de la invasión española y que aún era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril. Si el trayecto se hacía a pie o montado en mulas, desde tempranas horas de la mañana, se podría llegar al mediodía. Anotó que era más fácil ir de Caracas a La Guaira que de La Guaira a Caracas por la inclinación de la montaña. Contó que los señores Boulton tenían un mensajero que cumplía labores de correo quien podía hacer el viaje entre dos y tres horas. En sus líneas hizo referencia a una de las incursiones del filibustero Sir Francis Drake en Caracas y los daños que causó en esta ciudad.

     Señaló que tanto la construcción como el funcionamiento del ferrocarril eran bastante seguras y firmes. Entre las precauciones que observó estaban unos caminadores quienes inspeccionaban las vías antes del paso de trenes todos los días. También que en cada curva había unos guardavías y que los guardagujas se revisaban a cada hora. También los vagones contaban con un sistema de frenado y que, en caso de desprenderse, se paralizarían de modo automático.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Curtis consideró al ferrocarril Caracas-La Guaira como un notable ejemplo de construcción e ingeniería en el mundo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

Señala Curtis en su libro que los caraqueños utilizaban muy poco los tranvías ya que era un servicio muy malo. Los vagones eran pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo.

     Escribió no haber tenido noticia de un accidente que lamentar en esta vía férrea. Aunque en algún momento unos conspiradores habían alterado los rieles para provocar un accidente en contra de Guzmán Blanco, pero la vigilancia constante descubrió el atentado que se pretendía consumar. Acerca del costo de la construcción de la vía férrea fue de seis millones de dólares. Según la información que obtuvo Curtis, entre los caraqueños, prevalecía la opinión según la cual esta inversión no se había consumado en su totalidad puesto que se decía que hubo desviación de fondos. Sin embargo, Curtis anotó que no había forma de saberlo a ciencia cierta y que ello formaba parte de chismorreos. También recabó la versión de acuerdo con la cual Guzmán Blanco tenía conexión con la compañía que construyó el ferrocarril, pero también formaba parte de las creencias de los habitantes de esta comarca. Agregó que Guzmán Blanco había utilizado su poder para obligar a comerciantes a que utilizaran el tren y dejaran de pasar mercancías con la utilización de las mulas. Escribió, respecto a este asunto “pero aún hay gente inteligente y acaudalada en Caracas que nunca ha recorrido la vía, ¡y que no la usarían porque no la consideran segura!”.

     En este orden de ideas, indicó que en alguna ocasión una compañía inglesa, a la que se había concedido una concesión, había hecho estudios para la construcción de un túnel a través de la montaña La Silla. Con su construcción el trayecto se reduciría a la mitad del que se transitaba para el momento. Añadió, además que, un sistema ferrocarrilero basado en energía hidráulica permitiría, según sus anotaciones, el traslado de personas varias veces al día y que quienes tenían negocios en La Guaira podían vivir en Caracas donde el clima era muy fresco.

     De acuerdo con su percepción el gobierno estaba en búsqueda de incrementar la inversión de capital proveniente de los Estados Unidos. La mayoría de las concesiones las tenían empresas inglesas y alemanas, pero la mayoría se habían convertido en monopolios. Por otra parte, en lo referente a las inversiones provenientes de los habitantes del país indicó que “Los nativos son notablemente faltos de energía y espíritu emprendedor. No hay nada en ellos del espíritu del pionero. No arriesgarían nada de dinero en una nueva empresa hasta que no se demuestre que sea exitosa y lucrativa desde el punto de vista económico”.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

En tiempos del Guzmanato, el camino de mulas entre Caracas y La Guaira, era utilizado por algunos para no pagar el costo del pasaje de ferrocarril.

     De quienes manejaban recursos económicos y dedicados a las actividades comerciales, expresó que mostraban gran interés por movimientos mercantiles, la agricultura, las acciones profesionales y algún oficio liberal. Sin embargo, observó gran entusiasmo y habilidad en los tratos comerciales, “pero cualquier cosa que se haga por el desarrollo del país debe ser emprendida por el gobierno o por los extranjeros. Los nativos se contentan con transitar la misma ruta que sus bisabuelos construyeron hasta que algún yanqui, alemán o inglés introduzca algún adelanto moderno”. De los oriundos del país, señaló que eran rápidos de percepción y que adoptaban con facilidad logros foráneos para su uso, como el caso del teléfono, “que se puede encontrar en cada casa y tienda, y su uso está incluso más extendido en Caracas que en cualquier otra ciudad de igual tamaño de los Estados Unidos”.

     De los tranvías que se utilizaban en Caracas señaló que la población los utilizaba muy poco ya que era un servicio muy pobre. 

     “Los vagones son unos aparatos grotescos, pequeños, desprovistos de paredes laterales y sin mayor protección del sol o la lluvia excepto por el techo, y están tan plagados de sabandijas que no resulta muy agradable ocuparlos. No hay resortes debajo del puesto del conductor y el resto de los asientos no son más que tablas estrechas emplazadas horizontalmente. Unos buenos carros de tranvía serían bien recibidos y aumentarían los dividendos de la compañía, pero, aparentemente, los directores se muestran satisfechos con el apoyo de los peones, dejando que la melindrosa aristocracia ande en coches alquilados o propios”.

     Señaló que el costo del pasaje alcanzaba los cinco centavos y que el conductor entregaba un boleto que debía romperse de inmediato. La compañía había elaborado un protocolo para obligar a las personas para que se sintieran en la necesidad de comprar los boletos. “Por lo general, una mula grande o dos burros pequeños hacen las veces de la fuerza motriz y cubren la ruta con admirable energía. El conductor lleva una corneta que hace sonar cada vez que se acerca a las esquinas”.

     Según información obtenida, Curtis escribió que hubo una ocasión cuando el sencillo escaseaba. A raíz de esta escasez las personas utilizaban semillas de cacao en vez de las monedas de centavos, pero aún logró observar que, en la venta de víveres, en los mercados del interior del país, era habitual el uso de semillas por monedas.

     Destacó que el cacao tenía un valor determinado de acuerdo con ciertos patrones. Una libra podía alcanzar treinta y cinco centavos en la plantación, pero variaba según la distancia recorrida para su traslado. Adjudicó la variación de precios a la mucha demanda y la poca oferta de la semilla fundamental para la preparación del chocolate. “Pero cuando se necesita una cantidad más grande de menudo, se fraccionaban las viejas monedas españolas y los fragmentos pueden verse aún en las gavetas de cambio de los mercaderes o colgando de las leontinas de algunos que los tienen por una curiosidad”.

     Con los sellos postales pasaba algo muy parecido. Si en el caso de necesitar enviar una carta por el valor de un centavo y no lo tenían, tomaban una estampilla de dos centavos la cortaban diagonalmente y la mitad restante la conservaban en un sobre para otra oportunidad que la requirieran. “La denominación de cada estampilla se demuestra por las cifras en cada esquina y aquellas que estén mutiladas de ese modo se reciben por la mitad de su valor”.

     Estas descripciones le sirvieron para concluir que en Caracas y toda Venezuela eran muchas las concesiones que se podían otorgar, además “porque el gobierno está ansioso por introducir capital extranjero y energía”. Las aprobaciones para nuevas inversiones tenían amplias posibilidades de desarrollo. Se requerían vías de comunicación, carreteras, medios de transporte, hoteles de alto nivel y explotación de recursos indispensables para el progreso del país.

     Llamó la atención sobre la fertilidad de los suelos caraqueños. De ahí que describiera al río Guaire como un lecho lacustre de gran belleza y uno de los más fértiles del mundo.

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