“El Mocho” Hernandez

“El Mocho” Hernandez

Sin avión ni automóvil hizo la más intensa y novedosa campaña electoral

Por Ana Mercedes Pérez*

José Manuel “El Mocho” Hernández realizó la primera campaña electoral moderna en el país.

José Manuel “El Mocho” Hernández realizó la primera campaña electoral moderna en el país.

     “De Miguelacho a Misericordia, hundida en la pátina del tiempo, hay una pequeña casa con alero de tejas rojas y una sola ventana, que es símbolo de orgullosa pobreza entre tantas modernas construcciones. Por allí pasan hoy venezolanos indiferentes al palpitar de nuestra historia, tan ubicada en ese humilde refugio. Por allí desfiló ayer todo el boato heterogéneo de nuestra política de fin de siglo: lanceros, periodistas, caudillos, escritores y generales, a tributarle honores a uno de los personajes más populares que ha tenido este país: José Manuel Hernández, “El Mocho”.

     Hernández nació en Caracas en 1853, en la democrática parroquia de San Juan. Nació niño normal, es decir, con los cinco dedos completos de su mano derecha, que luego perdió en una revuelta contra Antonio Guzmán Blanco, jugándose a machete limpio la vida en el sitio denominado Los Lirios. Fue su bautizo político. Allí fue dado por muerto; recogiéndolo unos campesinos que lo curaron y lo escondieron. Cuando se despertó, notó que le faltaban el anular y el meñique y que sus otros dedos estaban anquilosados. Desde entonces su prestigio se regiría por el apodo de “El Mocho” Hernández.

     No aconteció así con su espíritu: libre, independiente, rebelde, demostrado en muchas peligrosas ocasiones. Venezuela entera vio pasar su figura de Quijote, líder y guerrero, o desempeñando el oficio de carpintero, herencia de sus padres, canarios que se vinieron a Venezuela a probar fortuna. Guayana era por entonces la suprema aventura de los ambiciosos. Allá va “El Mocho” a inaugurarse también de minero en el Yuruari, donde llega a desempeñar el delicado cargo de Correo del Oro. 

     Pero los tiempos eras zozobrantres de política. Aquellos oficios a campo limpio no constituyen sino la oportunidad para engarzar el engranaje de la conspiración que ya se prepara por losm acontecimientos patrios.

     ¿Quién será el valiente que habría de enfrentarse al continuismo ya proclamado por Andueza? En Guayana los hombres dialogan sobre leyes mientras explotan tierras y están dispuestos a abandonar la búsqueda del oro por armarse de un viejo fusil. José Manuel Hernández está en la efervescencia de la juventud. Tiene treinta y ocho años. Pinta de jefe, con su cuerpo flexible y su dialéctica, aprendida en sus largas lecturas nocturnas. Es un autodidacta. En sus manos de hombre fuerte se encomiendan los “voluntarios” que aspiran a derrotar las fuerzas del Gobierno guayanés. Escogen como campo de lucha la isla de Orocopiche, en el Orinoco, abierta a toda iniciativa. Y logran vencer las bien amunicionadas tropas anduecistas, ganando allí “El Mocho” el título de General.

     La Revolución Legalista ya está entrando a Caracas y su fama de patriota civilista llega a oídos de Crespo. “El Mocho” Hernández es llamado a la capital de la República para formar parte de la Asamblea Constituyente.

 

El general diputado

     De Parlamentario, andando entre leyes, es cuando resplandecen mejor sus ideales. Acomete desde un principio la campaña de la honestidad política, atacando duramente al Peculado, en los “Juicios de Responsabilidad” que se instalan para acusar a ex- gobernantes y sus acólitos. Le salen enemigos, pidiendo manto de clemencia para Andueza, Villegas, Pulido y Sebastián Casañas. El Diputado-General no transige. Uno de sus colegas, del bando opuesto, pide la palabra para decir en lenguaje bíblico que “todos son culpables y que no hay allí hombres tan limpios como para lanzar la primera piedra”.

     Indognado “El Mocho” Hernández tiene suficiente entereza para contestarle: “pues yo sí puedon tirar la primera piedra porque me siento limpio”.

     Sus enemigos llegan a señalarlo en venganza: “hidra feroz de la oligarquía”. Pues José Manuel Hernández, dentro de su asombrosa popularidad, reprsenta a los godos reunidos en el Partido Liberal Nacionalista que comandaba el Doctor Alejandro Urbaneja.

 

La campaña electoral

     Terminado el Congreso retorna a la Guayana a refrescar las amistades de su gloriosa campaña. De allí pasa a Estados Unidos. Va a presenciar el democrático ejercicio de las elecciones entrre William McKinley y el famoso orador Bryan. El general no pierde una sílaba ni un detalle. Los líderes hablan al pueblo en lenguaje sencillo y él aprenderá ese lenguaje patrio para desgranarlo entre los campesinos de los cuatro horizontes de su tierra. Ya no irá en actitud de guerrero sino de líder candidato a la presidencia de la República por su partido.

     A su regreso engrosará un quinteto con los otros candidatos que ya se perfilan: Ignacio Andrade, Juan Pablo Rojas Paul, Tosta García, Juan Francisco Castillo. “El Mocho” sin duda ganara –es lo que se decía– arrastrando con su imán de simpatía a todo el mundo. Lo han propuesto importantes personajes como Urbaneja, David Lobo, Miguel Páez Pumar, Cristóbal Soublette.

     Ha llegado pues el momento de iniciar lo que ha visto en la República del Norte, hombres que dominan a las masas por el don de la palabra. A lomo de caballo, por los caminos polvorientos de Venezuela, que están muy lejos de conocer el macadam, “El Mocho” inicia una manera nueva de ganarse la Presidencia de la República, contraria al rutinario golpe militar. De pueblo en pueblo va hablando de la autonomía de la provincia, del voto para los mayores de 18 años, de la libertad de navegación, de la liquidación de las Comandancias de Armas en los Estados, de implantar para siempre un régimen de respeto.

     Mientras tanto su partido le hace propaganda en 42 periódicos; 195 tenía el gobierno para Andrade.

     Su campaña electoral, iniciada sin un solo centavo, pero con una gran dosis de patriotismo, ha sido un éxito. No se habla de otra cosa como no sea de hacerlo presidente a través del voto democrático. A su regreso toda Caracas se vuelca hacia Caño Amarillo a tributarle admiración al prestigioso candidato. Lo llevan entre Bandas de Música a la placita de la Misericordia, donde será el mitin decisivo. Hasta Crespo asiste de incógnito para poder desmentir más tarde a sus Ministros que le dicen para adularlo que allí han ido apenas cuatro gatos. “Es mentira –replícales– porque yo también asistí”. Así lo consigna en una crónica nuestro historiador Ramón J. Velásquez.

“El Mocho” Hernández (Caracas, 1844 - Nueva York, 1921) fue un caudillo, militar y político de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

“El Mocho” Hernández (Caracas, 1844 – Nueva York, 1921) fue un caudillo, militar y político de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

La burla elecctoral

     Llega el ansiado día de las elecciones. Desde la madrugada la placita de Candelaria está colmada de campesinos armados de ruana y machetes. ¿Por quién votarán? Se rumoraba que hasta allí los habían traído “mecateados” y mal entrenados por los jefes civiles en ocasiones habían gritado: “Viva el mocho Andrade”, en vez de: “Viva el general Andrade”. 

     La sorpresa no se hizo esperar. Andrade sacó inesperadamente 406.610 votos; “El Mocho” Hernández solo 2.203. La vena humorística popular comentaba que Andrade se quedó con las mesas, Rojas Paúl con las misas, Tosta García con las con las mozas, Arismendi Brito (candidato independiente) con las musas y “El Mocho” Hernández con las masas. El presidente del partido Nacionalista, visiblemente descontento, ordena en una circular a cada localidad que envíen los documentos de lo sucedido el día de las elecciones. Por su parte, Hernández protesta en un Manifiesto ante la Corte Federal, y aún más se atreve a ir hasta Santa Inés a enrostrarle a Crespo el fraude electoral. 

     Gran cantidad de nacionalistas fueron presos por conspiración. “El Mocho” tiene que esconderse en casa de una familia Sosa, contigua a su morada, desde donde saltara por el corral para ir a la guerra. Eso cuenta su sobrino, nuestro entrevistado, Antonio Hernández, mientras Don Vicente Lecuna, apasionado Mochista, lo sitúa disfrazado con anteojos oscuros y sombrero de copa, pasando entre los despreocupados guardianes que no logran conocerlo, por el zaguán de su casa de la Misericordia.

     Pero de una manera u otra, salvado siempre por los nacionalistas, “El Mocho” Hernández será esta vez polizón del tren de Caño Amarillo, después de haber sido su héroe. Oculto entre un cajón de piano, desde donde puede divisar a su enemigo Crespo, paseándose tranquilamente por Santa Inés, saldrá “El Mocho” para Carabobo, ayudado por sus innumerables amigos que lo animan a ir a la guerra a luchar por una administración más limpia, más honesta.

 

El grito de Queipa

     Queipa era una hacienda pequeña situada en Carabobo, perteneciente al decidido “mochista”, Don Evaristo Lima. Desde el 2 de marzo de 1898, cuando “El Mocho” organiza allí su Cuartel General, tendrá un sitio en la historia de Venezuela. Lanzo por entonces su célebre Manifiesto contra Crespo, llamado popularmente el “grito de Queipa”, donde le increpa la burla de las elecciones: “El general Crespo”, con felonía sin igual en los anales cómicos de nuestras libertades públicas, después de signar cien veces el juramento no pedido de amparar el derecho de los pueblos, de acatar su voluntad soberana, consumó bajo las sombras de la noche del 31 de agosto, el más trascendental de los crímenes políticos. No es pues un presidente Constitucional el señor general Ignacio Andrade.

     Luego de dirige a la juventud y a sus inolvidables soldados de Guayana para que tomen el pabellón nacional y lo “claven en la cima del Capitolio”.

     La sorpresa en Caracas fue grande cuando se supo que Hernández estaba en Carabobo. Con 45 hombres se declara alzado, entre quienes se cuentan Don Evaristo Lima y sus cuatro hijos. A los pocos días ya suman 200. Venezuela entera es un hervidero de “mochistas” diseminados en diversos lugares. A diez leguas del sur de Tinaco se ha alzado el prestigioso jefe llanero general Luis Loreto Lima con 200 jinetes; en el Oriente el general Zoilo Vidal, “Caribe Vidal”, quien lo secunda. Sucesivamente se alzan Pedro Conde en Bejuma, Eustaquio Rodríguez en Sedeño; Antonio Quintero en Cerro Azul; Manuel Vicente Dorta, en Montalbán; Francisco Lucena, en Nirgua; Bernabé Mora, en Tucuragua; el general Leopoldo Ortega, Jesús María Guerra y muchos otros. Ya Hernández tiene por su parte 500 voluntarios. Van armados de viejos fusiles cubanos, parte del pertrecho está fabricado en casas de familia, pero la consigna es quitar las armas al enemigo en el primer encuentro.

 

Muerte de Crespo

     Desde Caracas, Andrade ha enviado al general Joaquín Crespo a combatir a “El Mocho”. Viene con cuatro batallones a cargo de Wideman, Donato Rivero, Martín Muguerza y Miguel Hernández. Sumaban 2.500 hombres.

     Hacia Tinaquillo es el camino, abriendo brecha por la sierra de Tiramuto. Serán escaramuzas que van surgiendo al paso de los hatos, donde las tropas, vengan de donde vinieren, obtienen alimento y descanso. Las de Crespo están mejor amunicionadas, pero las de Hernández son más listas. Tienen la experiencia del peligro buscado.

     Varias son las batallas que se libran antes de llegar al Hato del Carmelero: la de Tinaquillo y Pañalito. En ambas, los soldados del Mucho se aprovisionan de buenos fusiles y cápsulas. Pero las campañas se hacen por deducciones. Las tropas de Crespo, que van en persecución de Hernández, pueden desviarse en un momento dado para mitigar su sed a orillas del río Tinaco y espías diseminados a lo largo de las serranías, se avisan mutuamente la táctica enemiga.

     En el hato del Carmelero el primero que escoge sitio para esperar al enemigo es “El Mocho” Hernández. Samuel Acosta a la derecha, a su izquierda Sedeño. Loreto Lima avanza con su caballería a la diestra de Hernández. Pronto se ve venir a Crespo con sus batallones y corre a avisarles a los demás, a sus compañeros de batalla, que ya han mudado de sitio, y han decidido agruparse a la sombra de la trinchera profunda de la mata del Carmelero.

     Decide Crespo avanzar con sus tres batallones, cada uno en tres líneas de tiradores. Fuego cruzado recibían de los nacionalistas, adiestrados por Loreto Lima. Después de una hora de continuo combate se hace un silencio temible. Crespo anda nervioso, mirando inquieto la profundidad del bosque y sobre todo aquella Mata, donde posiblemente se abrigan sus invisibles enemigos. De pronto concibe una idea audaz, que en táctica guerrera es como un suicidio: cruzar solo el misterio de la Mata para desbandar a los contrarios. Deja su mula de campaña para cambiarla por su caballo blanco, el de las grandes ocasiones. Y cuando ya se dispone a acometer su hazaña, una bala nacionalista le atraviesa la clavícula y lo hace caer al suelo.

     Los soldados de “El Mocho” no se dan inmediatamente cuenta de lo que ha pasado, solo observan que los de Crespo se baten en retirada. Hasta creen que se trata de una emboscada, cuando por el camino que han abandonado iban recogiendo fusiles y cápsulas del enemigo. Pero a medida que avanzaban se decía que había muerto un jefe de los Batallones del Gobierno, sin saberse quién era.

     Más tarde se supo que era Crespo y que Andrade había enviado para reemplazarlo a su ministro de guerra Antonio Fernández y al general Ramón Guerra con 4.000 hombres. (Guerra había sido uno de los hombres que le había prometido ayuda meses antes a “El Mocho”).

     “El Mocho” Hernández es hecho preso y enviado a La Rotunda

“El Mocho” fue un eterno alzado.

“El Mocho” fue un eterno alzado.

Reveses de la política

     Desde su calabozo, “El Mocho” seguía con interés la marcha de la política. Ahora es Cipriano Castro marchando con los “sesenta” hacia Caracas. También como él en sus campañas va ganándose adictos a su paso, sólo que el Cabito va de regreso a tomarse la presidencia. A “El Mocho” le llegan noticias maravillosas como de que se le han unido gran número de nacionalistas: Luis Loreto Lima, Salvador Gordil, Jorge Samuel Acosta. Y hasta su celda de prisionero llegan felicitaciones por haber pactado Castro con los nacionalistas con quienes seguramente compartirá si es gobierno.

     Pero pronto la política falaz y acomodaticia muestra sus reveses. Después de la batalla de Tocuyito, Castro cambia de táctica. Ha conferenciado con Manuel Antonio Matos, representante de los “amarillos”, quien le ha hecho ver como un peligro el entregarse a los brazos de los “mochistas”.

     Y cuando la gente de “El Mocho” observa la traición, no siguen con él. Loreto Lima decide quedarse en su hacienda y Gordil en Turmero. El único que decide continuar la marcha es el general Samuel Acosta, para hacer cumplir a Castro su promesa de libertad a “El Mocho”.

     Castro entra a Caracas el día 2 de octubre de 1899 con 3.500 liberales amarillos. A su llegada quiere ganarse la simpatía y manda a decir pomposamente a los presos, en especial a “El Mocho”: “tened un poco de paciencia que yo mismo os pondré en libertad”.

El eterno alzado

     De nuevo su humilde casita de la Misericordia será el escenario a donde concurren sus amigos y admiradores cuando sale de la prisión. Viejos nacionalistas y caudillos que han ido a la guerra por el triunfo de la justicia y que ahora aspiran a ver a su héroe encumbrado en el gobierno.

     A los pocos días, Castro nombra su gabinete: Juan Francisco Castillo, en Interiores; José Ignacio Pulido, en Guerra; Andueza Palacio, en Exteriores; Víctor Rodríguez, en Obras Públicas; Manuel Clemente Urbaneja, en Instrucción; Tello, en Hacienda y “El Mocho” Hernández, en Fomento.

     El partido no está contento. Se dividen en bandos: unos para decirle que no acepte esa miseria de ministerio, el más insignificante galardón de aquellos tiempos que ha podido dársele. Otros para que lo acepte, a fin de que Castro no tome fuerza. Pero “El Mocho” ya tiene trazado su camino. Otra vez la guerra. Lo importante era no dejar dormir a Castro tranquilo, significar el descontento en alguna forma. Cuando el presidente se encuentra en el Teatro Municipal, presenciando una función en su honor, recibe la noticia del alzamiento de su ministro de Fomento, en compañía de su “jefe del día” Samuel Acosta.

     Pero nadie vendrá a hacer preso al presidente en su palco ni, circundado por bayonetas, le impulsarán a la fuga. El que se va es el alzado, hacia la libertad, por el camino de El Valle, hacia los llanos, buscando el rumbo de los eternos rebeldes como el general Loreto Lima. Siempre lo seguirá un grupo de idealistas que sueñan con la justicia.

     Seis meses después caerá prisionero de las fuerzas del general Dávila.

     Cuando el bloqueo, en 1902, Castro lo pone de nuevo en libertad. Lo invita a deponer las armas en beneficio de la patria. Y “El Mocho” dará órdenes a sus tropas de que se retiren porque “no era natural en momentos de conflictos internacionales”.

     El presidente Castro lo envía a una misión en New York. Allí hace valiosas amistadas y sostiene con Castro una interesante correspondencia donde le dice: “Ojalá llegue pronto el día en que los magistrados de la República, convenciéndose de que son simples comisarios del pueblo, oigan la voz de los hombres honrados y dignos patriotas, manifestada en la opinión pública, y acatando la augusta majestad de la ley, encarrilen la nave política de la administración pública por bonancible vía”.

 

Honestidad a prueba

     En 1908, cuando Juan Vicente Gómez llama a colaborar a viejos caudillos, uno de ellos es “El Mocho”. Entra a formar parte del Consejo de Gobierno con los generales José Ignacio Pulido, Gregorio Segundo Riera. Nicolás Rolando, Juan Pablo Peñaloza. Son los hombres que aparente mente aconsejan al presidente, por el sueldo inédito de Bs. 600.

     Pero ya Gómez piensa ganar adictos y voluntades con dinero. Empieza por repartir entre su Consejo acciones de la Compañía Cigarrera de Castro, que está muy lejos para protestar. “El Mocho” se indigna, rechaza la oferta. ¿Cómo se atreven a semejante desacato con él, que ha luchado toda su vida por implantar la honestidad?

     Vigilado por los espías gomecistas, tiene que salir a escondidas del país.

 

Exilio y muerte

     Doce años pasa en el destierro. Su hijo, Nicolás Hernández, alto comerciante en Puerto Rico, lo sostendrá todo ese tiempo. Será el fiel testigo de sus recuerdos de la patria lejana, soñando siempre con “invasiones” para implantar en su país la democracia. La que soñó a través de su limpia campaña electoral de 1897.

     Su sobrino –alto empleado de la Petroquímica– lo visitó en diversas ocasiones, aclarándonos algunos hechos. Nos referimos a su último alzamiento, cuando pudiendo hacer preso a Castro, prefirió huir.

     El general Hernández, interrogado sobre el particular, le respondió que lo había hecho por “no ensangrentar a su amada Caracas, su tierra nativa”, en aquellos días terribles y convulsos con una muerte en cada esquina, que hicieron exclamar a Castro: “Ni cobro andinos, ni pago caraqueños”.

     “El Mocho” Hernández murió en New York el 25 de agosto 1921. En sus bolsillos no se encontró ni un dólar. Su hermano Antonio tuvo que enviar desde Venezuela el dinero para su entierro. El cementerio de Woodland recibió en su seno a uno de nuestros luchadores más puros. Han pasa do treinta y nueve años y aún los venezolanos, tenidos por demócratas, no se han acordado de hacer repatriar sus restos”.

* Nativa de Puerto Cabello, estado Carabobo (1910-1994), Ana Mercedes Pérez fue una acuciosa periodista, diplomática y poeta, conocida también por su seudónimo Claribel. Su poesía estuvo caracterizada por ser muy femenina

FUENTES CONSULTADAS

Elite. Caracas, 27 de febrero de 1960

    Emparan auspició el 19 de abril

    Emparan auspició el 19 de abril

    Por Luis Beltrán Reyes

    Destitución de Vicente Emparan. Cuadro del artista Juan Lovera.

    Destitución de Vicente Emparan. Cuadro del artista Juan Lovera.

         “Parece que todo cuanto sucedió para preparar los sucesos ocurridos el 19 de abril de 1810 en la convulsionada Caracas de aquella época, había sido de acuerdo y en el más riguroso secreto con las principales autoridades españolas que en principio lo creyeron oportuno para los propios intereses de la Corona. Las noticias venidas de España, daban la impresión de que los acontecimientos acaecidos allá, andaban de mal en peor. Los ejércitos de Napoleón Bonaparte, amenazaban a cada instante con destruir el último aliento de aquella monarquía que Carlos IV había jurado como segura y la más respetable del mundo. Así que, para los criollos independentistas, nada de extraño tenía cuanto en la península sucedía. Lo interesante para ellos era formar un Gobierno desligado de todo cuanto tuviera que ver con el Rey y sus disposiciones en tierras de América, pero al mismo tiempo que aparentara como único conservador de los derechos del reino. 

         La carta que había escrito Francisco de Miranda y leído a puertas cerradas en sus reuniones, había despejado lo que la España invadida trataba de ocultar en sus colonias de ultramar.

         “España –decía Miranda en su carta– no tiene Rey. Está dividida en dos bandos. Uno está en favor de Francia y el otro se ha decidido por Inglaterra. Se está tramando la guerra civil. Las colonias ya están maduras para el Gobierno propio. Envíenme agentes y juntos decidiremos el porvenir del continente. Les advierto que no hay que precipitarse. Una pequeña imprudencia puede dar por tierra con esta oportunidad que nos brinda Dios. La falta de unión será la muerte de nuestros planes”.

         Con todo, algunos criollos que formaban el grupo llamado de “los altos secretos”, tenían la seguridad de que nada fallaría llegado el momento de romper para siempre con la “España opresora”, entre éstos estaba José Félix Ribas, temible y ardiente por sus conceptos acerca de la libertad. Para él, cualquier circunstancia en aquellos momentos podía ser favorable cuando se contaba con la propia y decidida aprobación del Gobernador Emparan que ya estaba al corriente de lo que se sucedía en las casas de Tovar, Martín, Méndez y Quintero.

         Pero, claro está –como veremos más adelante– con el verdadero propósito de que existiera un verdadero entendimiento entre nativos y peninsulares. Es de saberse –en contra de lo ya conocido– que Emparan, a pesar de querer imponer a toda costa y muchas veces sin ton ni son sus ideas, era hombre ara plegarse a cualquier momento que pusiera en peligro su vida y sus bienes. Conocido en toda Venezuela por sus audaces imposiciones, por creerse él la “única ley y la única voluntad” que debía prevalecer en Caracas, era sin embargo apreciado por muchos nobles criollos que le admiraban en sus modales que siempre trataba de “lucir en sociedad”, y por algunas razones con que trataba de justificar muchas de sus arrogancias frente a los problemas políticos y sociales que le planteaban sus adversarios. Y no ha de causar extrañeza esta simpatía entre estos criollos de abolengo y respetada fortuna. Y para que veamos claro el origen de este sentir por el Gobernador de Venezuela, trasladémonos a la casa de Valentín de Ribas y Herrera, donde una hermosa tarde avileña había asistido Emparan en compañía de su teniente Anca y de quienes tantos consejos recibían.

    La destitución del gobernador y capitán general, Vicente Emparan, dio inicio al movimiento revolucionario del 19 de abril de 1810

    La destitución del gobernador y capitán general, Vicente Emparan, dio inicio al movimiento revolucionario del 19 de abril de 1810

    Vicente Emparan se asoma por uno de los balcones de la Casa Amarilla y pregunta a la multitud, al tiempo que el sacerdote José Cortés de Madariaga hacia señas negativas con la mano, “Si le querían por gobernador”, y esta respondió: “No, no lo queremos”. A lo que Emparan dijo «Si no me queréis, pues yo tampoco quiero mando”.

    Vicente Emparan se asoma por uno de los balcones de la Casa Amarilla y pregunta a la multitud, al tiempo que el sacerdote José Cortés de Madariaga hacia señas negativas con la mano, “Si le querían por gobernador”, y esta respondió: “No, no lo queremos”. A lo que Emparan dijo «Si no me queréis, pues yo tampoco quiero mando”.

         En efecto, fue allí donde lució Emparan sus mejores galas de orador, de hombre comprensible y humano. ¿Quién dijo entonces ante el selecto grupo de amigos que le habían invitado en la casa de Ribas y Herrera? Oigámosle: “No sabría decirles –exclama con emoción– cuánto sufre mi corazón al ver que las necesidades más urgentes de esta noble y acogedora ciudad caraqueña, no se solucionan como es debido para satisfacción mía y orgullo de nuestro Rey” . . . Pero ha de saberse que toda esta noble y digna sociedad merece otro destino. Por lo tanto, ha de menester una revolución que aniquile los intereses contrarios a su bienestar y felicidad, y que ponga al alcance de todos los buenos oficios que nuestro señor el Rey ha dispensado y manda que así se haga en todas las provincias que unidas a su reino le dan gloria. . . Pero, de ahora en adelante, yo me entregaré en persona a las decisiones más justas que ustedes tengan a bien tomar y exponer ante los representantes del pueblo. No podemos continuar en nuestro mando, siendo indiferentes ante los males que nos aquejan o nos llevan a la ruina total de nuestros actos morales y materiales. La España mía y de todos cuantos han ofrecido ferviente fidelidad a su Señor, el más ungido monarca de la tierra, está dispuesta a ser una sola familia donde no existan parias o desafortunados que arrastren todas las injusticias del mundo. Y, para terminar, diré con el corazón en la mano: Estoy con vosotros en todo. . .”

         Como puede verse en todas estas palabras y después criticadas duramente por su propio consejero el teniente Anca, Emparan estaba de acuerdo con muchos de los proyectos velados que se le daban a conocer por intermedio de sus más allegados en el gobierno.

    Firma del Acta del 19 de abril de 1810, en los salones de Ayuntamiento de Caracas, entonces ubicado en la hoy Casa Amarilla. Cuadro del artista Juan Lovera.

    Firma del Acta del 19 de abril de 1810, en los salones de Ayuntamiento de Caracas, entonces ubicado en la hoy Casa Amarilla. Cuadro del artista Juan Lovera.

         Los sucesos del 19 de abril de 1810 están ligados a ese pensar tan claramente expresado por Emparan. Cuando un “indiscreto” que había logrado colarse en aquella pequeña asamblea revolucionaria y explosiva, logró que estas palabras llegaran hasta el pueblo, muchos se imaginaron que todo cuanto Emparan había dicho en esa ocasión, era un mandato del rey destronado y prisionero de los franceses. Hasta eso llegó a comentarse cuando las noticias corrían de España a América. ¡Fernando VII, el ungido Dios en manos de los franceses! España sometida y humillada por las armas francesas! ¡Ahora el rey en desgracia quería y mandaba que todos sus colonos en las Indias se unificaran para hacer frente al invasor! ¡Sí, eso era y no había otras razones!

        Por otra parte, los revolucionarios en las colonias americanas pensaban y decían otras cosas distintas al pueblo que en todo parecía someterse a la voluntad de sus opresores. Las mismas palabras de Emparan en la casa de Ribas y Herrera, fueron medidas y juzgadas en todo sentido a fin de descubrir cualquier propósito no ajustado a las decisiones de los altos jefes que encabezaban la más noble de las causas independentistas en el Nuevo Mundo.

         Aún más, no contentos con el “buen decir” del gobernador Emparan, dos de estos revolucionarios lo abordaron una noche en su casa. Fueron estos Nicolás Anzola e Isidoro López Méndez, quienes le hicieron volver a confirmar cuanto había dicho en aquella memorable invitación en la casa antes dicha.

         Emparan entonces no titubeó como se creyó que iba a hacer tan pronto se le volviera a preguntar sobre el verdadero contenido de sus palabras. Por el contrario, afirmó rotundamente y con más énfasis, que él en su función de gobernador y capitán general de Venezuela, estaba dispuesto a “cambiar las cosas de su puesto” pues ya era hora, y el tiempo se hacía estrecho para llevar a cabo dicho propósito. Y que, por otra parte, él se hacía solidario de lo que pudiera pasar o suceder con los medios que se pusieran en práctica para el logro de tan altas y santas finalidades. . .”

         Tal aquí, pues, la contribución intelectual del famoso gobernador Emparan, que en una clara mañana de abril y ante el pueblo todo de Caracas, confirmó sus secretas intenciones al renunciar a su mando y dejar el campo libre para que la revolución emancipadora corriera por todos los caminos de América”.

    FUENTE CONSULTADA

    Élite. Caracas, 23 de abril de 1966

    Casas, plazas y víveres en la Caracas de 1820

    Casas, plazas y víveres en la Caracas de 1820

    Las casas caraqueñas no poseían azoteas o terrazas; sus techos eran de tejas “en forma de C o de S, innecesariamente pesadas y mal hechas".

    Las casas caraqueñas no poseían azoteas o terrazas; sus techos eran de tejas “en forma de C o de S, innecesariamente pesadas y mal hechas».

         El periodista estadounidense, William Duane, autor de unos relatos sobre su visita a Colombia, La Guaira y Caracas, entre 1822 y 1823, fue insistente en comparar las edificaciones caraqueñas y las de las ciudades de Colombia que visitó, ante las construidas por los asiáticos.

         Le pareció extraño que, contando con materiales, no edificaran las residencias con una azotea o terraza. Lugar éste que serviría para “solazarse en las veladas o para reunirse con amigos incluso hasta altas horas de la noche, las azoteas proporcionan una exquisita delicia”. Señaló que sólo había visto una casa con azotea, aunque no al estilo de las vistas por él en Bengala.

         Describió que los techos de las casas en Caracas y de otros lugares por él visitados, eran de tejas “en forma de C o de S, innecesariamente pesadas y mal hechas”. De igual modo, los techos se construían en forma de ángulo y requerían de pesadas y gruesas vigas para sostenerlos. Argumentó que los españoles habían traído consigo los estilos de arquitectura morisca. Y, en consecuencia, reprodujeron estas formas durante la colonización y el establecimiento de las ciudades fundadas por ellos.

         Decía Duane que, mientras otras naciones habían avanzado en el desarrollo de las artes, entre ellas, la arquitectura, la política española tenía “vedada las artes por temor a que el conocimiento de los adelantos de que se disponía en los países extranjeros pudiera poner en peligro la dominación hispana”.

         Exteriorizó en su escrito haber experimentado otra sorpresa, en lo referente a la construcción de las viviendas, “en este país sigue prevaleciendo el prejuicio, a pesar de tener ante sus ojos los ejemplos del terremoto de 1812, de que una tierra que llaman pegadiza debe preferirse a la madera o a la piedra”. Según constató los que sostenían esta creencia ofrecían como excusa que, en caso de un movimiento telúrico, tal como el experimentado aquel año, si las casas estuvieran edificadas con piedra al derrumbarse los tapiaría o enterraría al ocurrir otro terremoto. “Aunque parezca sorprendente, resulta que los efectos tenidos de las casas de piedra, fueron producidos justamente por las construidas con `pita´, nombre que dan a semejante material”, es decir, tapias.

         A partir de las ruinas, que aún estaban presentes en la ciudad, ofreció el ejemplo de tierra “desmoronada” y que las personas habían confiado en los materiales utilizados para construir sus casas. En este sentido, reseñó el caso del campanario de la catedral que estaba sobre una base hecha de piedras que equivalían a un tercio de su altura. “Las dos terceras partes eran de pita y se derrumbaron mientras la de piedra se sostiene intacta”. Escribió que se había dirigido a observar una casa de tres pisos, única en la ciudad, y que había estado habitada por “algún enemigo prófugo de la revolución”. Precisó que había sido construida con piedra antes del movimiento sísmico y que soportó sus embates en 1812.

         Con asombro indicó que ejemplos como este no hubiesen concitado ningún cambio de actitud entre los integrantes de la comarca. Luego describió cómo era el proceso de construcción con tapias o pita. En su delineación puso en evidencia la forma bastante tosca de la manipulación de los materiales a base de tierra, así de cómo se desaprovechaban espacios útiles para la edificación.

    De las plazas que visitó Duane, la de mayor notoriedad, según sus propias palabras, era la que denominaban Plaza Mayor, situada en línea horizontal con los linderos de La Pastora.

    De las plazas que visitó Duane, la de mayor notoriedad, según sus propias palabras, era la que denominaban Plaza Mayor, situada en línea horizontal con los linderos de La Pastora.

         En otro de los capítulos, de su extenso y detallado relato de viaje, dedicó algunas líneas a detallar lo que había observado en los alrededores de la ciudad de Caracas. De las plazas que visitó la de mayor notoriedad, según sus propias palabras, era la que denominaban Plaza Mayor, situada en línea horizontal con los linderos de La Pastora. Por el lado este de ella estaba ubicada la calle Carabobo cuya separación era una reja de hierro.

         En el lado opuesto se encontraba la Catedral. Al lado norte se hallaba otra calle a la que se accedía por unas escalinatas, en las que, en días festivos, se orlaba con imágenes alegóricas, se recitaban odas y se ejecutaba música coral. Del lado oeste identificó construcciones de dos plantas, que estaban ocupadas por una cárcel, “cuya fachada hacia la plaza no presenta aspecto repulsivo”.

         Había tiendas de sombreros y un poco más allá de la calle Carabobo estaba la universidad.

         Calculó que el espacio ocupado por la Plaza Mayor equivalía al de una manzana, “debe tener alrededor de trescientos pies, o algo más, por cada lado”. El piso no era de tierra y estaba pavimentada en toda su extensión. “Es el asiento del mercado público, donde se venden toda clase de comestibles, y cuya abundancia y variedad, menos en carnes, resultaría difícil superar en cualquier otro país”. Expuso ante sus potenciales lectores que entre lo que se ofertaba se podían encontrar frutas, verduras, raíces comestibles similares a las que existían en los mercados de su país. Aunque había algunas desconocidas para Duane. Entre ellas, mencionó la arracacha, la yuca y el apio. Del pan que se hacía en Caracas y otros lugares de la República de Colombia, el casabe, se preparaba a partir de convertir en harina la yuca. Comparó ésta con una zanahoria, “pero más sustanciosa al quedar aderezada”.

         En cuanto al apio escribió que tenía un tamaño similar al de una remolacha y que en esta comarca lo había en abundancia. De inmediato, recurrió a las comparaciones de lo que había observado y consumido en esta comarca y lo experimentado, en este mismo orden de cosas, con la papa. “En ninguna parte de este territorio pude ver que la papa común fuese de igual calidad o tamaño que en Europa o en la India, o en nuestros propios mercados”. La razón de esta situación, indicó, era por las deficiencias en el proceso practicado, en estos lares, para su cultivo, “a tal punto que presencié el caso de una persona muy ilustrada, y de buen criterio en todos los demás aspectos, que ordenaba a su peón seleccionar las más pequeñas para semilla”.

         Escribió que intentó persuadir a esta persona que la forma de escoger las raíces para nuevos cultivos no era la apropiada. Pero fue infructuoso el intento. Por otro lado, anotó que legumbres las había en abundancia y de clases distintas a las de Estados Unidos. Algunas de ellas eran frijoles, arvejas, ajonjolí y gran variedad de maíz. Las frutas fueron ponderadas por Duane y anotadas como exquisitez. Es el caso de las naranjas, las describió como “jugosas y de rico sabor”, la piña “de zumo y gusto exquisitos”, diversas clases de cambur, así como el banano gigante o plátano, que representa para las masas de Sur América lo que la patata para el campesino irlandés”.

         Del plátano argumentó que era un fruto que se podía reproducir en “todas partes” y que era muy nutritivo. Aunque agregó que, incluso estando maduro, era insípido en su condición natural, es decir, sin haber pasado por proceso de cocción alguna. La forma de consumirlo era luego de ser hervido o tostado (asado) y que su sabor y textura eran agradables. En cuanto a su cultivo sumó que sus árboles eran colocados en hileras y no de manera separada unos de otros, algunos plátanos podían pesar hasta dos libras. Tuvo palabras laudatorias para el melocotón y el membrillo, “de calidad excelente”, los que también podían conseguirse en el mercado, al igual que las manzanas, las uvas y el níspero.

    La plaza de San Pablo no guardaba relación simétrica con la iglesia, aunque ostentaba una “fuente muy hermosa”. Grabado de Cornelio Aagaard.

    La plaza de San Pablo no guardaba relación simétrica con la iglesia, aunque ostentaba una “fuente muy hermosa”. Grabado de Cornelio Aagaard.

         Trajo a colación otros víveres provenientes de una tierra rica en producción como las cebollas y los ajos. Además, expuso el caso de flores de agradable fragancia y hermosas formas, así como las aromáticas canelas y la pimienta, arroz, “de excelente calidad”, harina de maíz, trigo y cebada. En lo referente a las hortalizas, “los mercados caraqueños las ofrecen en tanta abundancia como se desee, y son iguales en calidad a las que se venden en Filadelfia, y a menor precio, tales como perejil, lechugas, espinacas”.

         Anotó que el mercado funcionaba algunos días a tempranas horas de la mañana, pero los artículos de primera necesidad se conseguían todos los días. “Las operaciones del mercado terminan antes del mediodía, y luego se procede por lo general a barrer la plaza, a menos que algún acontecimiento público lo impida”. Entre otro de los usos que se daba a la Plaza Mayor era para la realización de desfiles y la congregación de las milicias.

         De igual manera, anotó que en ella se llevaban a cabo festividades públicas y funciones musicales de índole festiva, “con elegantes bandas de música y composiciones poéticas escritas para tales ocasiones; seguidas por toros coleados y fuegos artificiales”. Dejó escrito que, sin habérselo propuesto, presenció “lo que aquí denominan toros coleados, pero que yo llamaría tormento taurino”. Más adelante escribió que no se había sentido incómodo al presenciar este acto, puesto que no había ocurrido ningún accidente. Una de las consideraciones que delineó fue la de haber visto la intrepidez y la destreza de quienes se aventuraban a hacer frente, mientras los jinetes van a caballo, mostrando una gran confianza en sí mismos a un enfurecido animal. “En estos torneos el campesino entra en competencia con el caballero de la ciudad, para mostrar su habilidad de jinetes, que les permite derribar prácticamente a la fiera enardecida”.

         En la descripción que hizo de la Plaza Mayor enfatizó que ella era escenario de usos diversos, aunque también “cumple otras funciones de mayor seriedad”. De seguida rememoró que sobre el terreno donde había sido situada se dieron cita valerosos hombres que luchaban por su libertad. Antes habían sucumbido “tantos virtuosos varones, condenados a muerte, víctimas de la suspicaz tiranía de España, y a menudo de las crueles pasiones de los gobernantes locales; hombres cuyas virtudes inspiraban terror, y que, a causa de la veneración de que eran objeto por parte de sus vecinos, parientes y connacionales, aparecían naturalmente como culpables ante los recelos de un régimen despótico”.

         Sin embargo, en el mismo lugar se ejecutaba a los malhechores. Contó que, aun estando en Caracas, tuvo la oportunidad de enterarse de los actos de partidas de salteadores, comandados por una “bandolero de apellido Cisneros”. Según sus anotaciones e información recabada se escondía por los lados de los valles del Tuy. En ocasiones incursionaba en Caracas para cometer “depredaciones, asesinatos y robos” y quien además tenía comunicación epistolar con el general español Francisco Tomás Morales.

         Enumeró “otros sitios al descubierto”, aunque se denominaban plazas, según Duane, estaban muy alejados de tal apelativo. La de la Candelaria dijo que lo más vistoso eran las ruinas de la Catedral. La de San Pablo no guardaba relación simétrica con la iglesia, aunque ostentaba una “fuente muy hermosa”. La de San Jacinto, ubicada en los terrenos del monasterio de los dominicos, era de agradable aspecto. La de la Trinidad no pasaba de ser un “simple paraje”. La de San Lázaro estaba en los suburbios, pero contaba con un atractivo templo. En La Pastora sólo existían vestigios “de lo que debió ser en otro tiempo” y la de San Juan no tenía aspecto de plaza alguna.

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