“El Mocho” Hernandez
Sin avión ni automóvil hizo la más intensa y novedosa campaña electoral
Por Ana Mercedes Pérez*
“De Miguelacho a Misericordia, hundida en la pátina del tiempo, hay una pequeña casa con alero de tejas rojas y una sola ventana, que es símbolo de orgullosa pobreza entre tantas modernas construcciones. Por allí pasan hoy venezolanos indiferentes al palpitar de nuestra historia, tan ubicada en ese humilde refugio. Por allí desfiló ayer todo el boato heterogéneo de nuestra política de fin de siglo: lanceros, periodistas, caudillos, escritores y generales, a tributarle honores a uno de los personajes más populares que ha tenido este país: José Manuel Hernández, “El Mocho”.
Hernández nació en Caracas en 1853, en la democrática parroquia de San Juan. Nació niño normal, es decir, con los cinco dedos completos de su mano derecha, que luego perdió en una revuelta contra Antonio Guzmán Blanco, jugándose a machete limpio la vida en el sitio denominado Los Lirios. Fue su bautizo político. Allí fue dado por muerto; recogiéndolo unos campesinos que lo curaron y lo escondieron. Cuando se despertó, notó que le faltaban el anular y el meñique y que sus otros dedos estaban anquilosados. Desde entonces su prestigio se regiría por el apodo de “El Mocho” Hernández.
No aconteció así con su espíritu: libre, independiente, rebelde, demostrado en muchas peligrosas ocasiones. Venezuela entera vio pasar su figura de Quijote, líder y guerrero, o desempeñando el oficio de carpintero, herencia de sus padres, canarios que se vinieron a Venezuela a probar fortuna. Guayana era por entonces la suprema aventura de los ambiciosos. Allá va “El Mocho” a inaugurarse también de minero en el Yuruari, donde llega a desempeñar el delicado cargo de Correo del Oro.
Pero los tiempos eras zozobrantres de política. Aquellos oficios a campo limpio no constituyen sino la oportunidad para engarzar el engranaje de la conspiración que ya se prepara por losm acontecimientos patrios.
¿Quién será el valiente que habría de enfrentarse al continuismo ya proclamado por Andueza? En Guayana los hombres dialogan sobre leyes mientras explotan tierras y están dispuestos a abandonar la búsqueda del oro por armarse de un viejo fusil. José Manuel Hernández está en la efervescencia de la juventud. Tiene treinta y ocho años. Pinta de jefe, con su cuerpo flexible y su dialéctica, aprendida en sus largas lecturas nocturnas. Es un autodidacta. En sus manos de hombre fuerte se encomiendan los “voluntarios” que aspiran a derrotar las fuerzas del Gobierno guayanés. Escogen como campo de lucha la isla de Orocopiche, en el Orinoco, abierta a toda iniciativa. Y logran vencer las bien amunicionadas tropas anduecistas, ganando allí “El Mocho” el título de General.
La Revolución Legalista ya está entrando a Caracas y su fama de patriota civilista llega a oídos de Crespo. “El Mocho” Hernández es llamado a la capital de la República para formar parte de la Asamblea Constituyente.
El general diputado
De Parlamentario, andando entre leyes, es cuando resplandecen mejor sus ideales. Acomete desde un principio la campaña de la honestidad política, atacando duramente al Peculado, en los “Juicios de Responsabilidad” que se instalan para acusar a ex- gobernantes y sus acólitos. Le salen enemigos, pidiendo manto de clemencia para Andueza, Villegas, Pulido y Sebastián Casañas. El Diputado-General no transige. Uno de sus colegas, del bando opuesto, pide la palabra para decir en lenguaje bíblico que “todos son culpables y que no hay allí hombres tan limpios como para lanzar la primera piedra”.
Indognado “El Mocho” Hernández tiene suficiente entereza para contestarle: “pues yo sí puedon tirar la primera piedra porque me siento limpio”.
Sus enemigos llegan a señalarlo en venganza: “hidra feroz de la oligarquía”. Pues José Manuel Hernández, dentro de su asombrosa popularidad, reprsenta a los godos reunidos en el Partido Liberal Nacionalista que comandaba el Doctor Alejandro Urbaneja.
La campaña electoral
Terminado el Congreso retorna a la Guayana a refrescar las amistades de su gloriosa campaña. De allí pasa a Estados Unidos. Va a presenciar el democrático ejercicio de las elecciones entrre William McKinley y el famoso orador Bryan. El general no pierde una sílaba ni un detalle. Los líderes hablan al pueblo en lenguaje sencillo y él aprenderá ese lenguaje patrio para desgranarlo entre los campesinos de los cuatro horizontes de su tierra. Ya no irá en actitud de guerrero sino de líder candidato a la presidencia de la República por su partido.
A su regreso engrosará un quinteto con los otros candidatos que ya se perfilan: Ignacio Andrade, Juan Pablo Rojas Paul, Tosta García, Juan Francisco Castillo. “El Mocho” sin duda ganara –es lo que se decía– arrastrando con su imán de simpatía a todo el mundo. Lo han propuesto importantes personajes como Urbaneja, David Lobo, Miguel Páez Pumar, Cristóbal Soublette.
Ha llegado pues el momento de iniciar lo que ha visto en la República del Norte, hombres que dominan a las masas por el don de la palabra. A lomo de caballo, por los caminos polvorientos de Venezuela, que están muy lejos de conocer el macadam, “El Mocho” inicia una manera nueva de ganarse la Presidencia de la República, contraria al rutinario golpe militar. De pueblo en pueblo va hablando de la autonomía de la provincia, del voto para los mayores de 18 años, de la libertad de navegación, de la liquidación de las Comandancias de Armas en los Estados, de implantar para siempre un régimen de respeto.
Mientras tanto su partido le hace propaganda en 42 periódicos; 195 tenía el gobierno para Andrade.
Su campaña electoral, iniciada sin un solo centavo, pero con una gran dosis de patriotismo, ha sido un éxito. No se habla de otra cosa como no sea de hacerlo presidente a través del voto democrático. A su regreso toda Caracas se vuelca hacia Caño Amarillo a tributarle admiración al prestigioso candidato. Lo llevan entre Bandas de Música a la placita de la Misericordia, donde será el mitin decisivo. Hasta Crespo asiste de incógnito para poder desmentir más tarde a sus Ministros que le dicen para adularlo que allí han ido apenas cuatro gatos. “Es mentira –replícales– porque yo también asistí”. Así lo consigna en una crónica nuestro historiador Ramón J. Velásquez.
“El Mocho” Hernández (Caracas, 1844 – Nueva York, 1921) fue un caudillo, militar y político de finales del siglo XIX y comienzos del XX.
La burla elecctoral
Llega el ansiado día de las elecciones. Desde la madrugada la placita de Candelaria está colmada de campesinos armados de ruana y machetes. ¿Por quién votarán? Se rumoraba que hasta allí los habían traído “mecateados” y mal entrenados por los jefes civiles en ocasiones habían gritado: “Viva el mocho Andrade”, en vez de: “Viva el general Andrade”.
La sorpresa no se hizo esperar. Andrade sacó inesperadamente 406.610 votos; “El Mocho” Hernández solo 2.203. La vena humorística popular comentaba que Andrade se quedó con las mesas, Rojas Paúl con las misas, Tosta García con las con las mozas, Arismendi Brito (candidato independiente) con las musas y “El Mocho” Hernández con las masas. El presidente del partido Nacionalista, visiblemente descontento, ordena en una circular a cada localidad que envíen los documentos de lo sucedido el día de las elecciones. Por su parte, Hernández protesta en un Manifiesto ante la Corte Federal, y aún más se atreve a ir hasta Santa Inés a enrostrarle a Crespo el fraude electoral.
Gran cantidad de nacionalistas fueron presos por conspiración. “El Mocho” tiene que esconderse en casa de una familia Sosa, contigua a su morada, desde donde saltara por el corral para ir a la guerra. Eso cuenta su sobrino, nuestro entrevistado, Antonio Hernández, mientras Don Vicente Lecuna, apasionado Mochista, lo sitúa disfrazado con anteojos oscuros y sombrero de copa, pasando entre los despreocupados guardianes que no logran conocerlo, por el zaguán de su casa de la Misericordia.
Pero de una manera u otra, salvado siempre por los nacionalistas, “El Mocho” Hernández será esta vez polizón del tren de Caño Amarillo, después de haber sido su héroe. Oculto entre un cajón de piano, desde donde puede divisar a su enemigo Crespo, paseándose tranquilamente por Santa Inés, saldrá “El Mocho” para Carabobo, ayudado por sus innumerables amigos que lo animan a ir a la guerra a luchar por una administración más limpia, más honesta.
El grito de Queipa
Queipa era una hacienda pequeña situada en Carabobo, perteneciente al decidido “mochista”, Don Evaristo Lima. Desde el 2 de marzo de 1898, cuando “El Mocho” organiza allí su Cuartel General, tendrá un sitio en la historia de Venezuela. Lanzo por entonces su célebre Manifiesto contra Crespo, llamado popularmente el “grito de Queipa”, donde le increpa la burla de las elecciones: “El general Crespo”, con felonía sin igual en los anales cómicos de nuestras libertades públicas, después de signar cien veces el juramento no pedido de amparar el derecho de los pueblos, de acatar su voluntad soberana, consumó bajo las sombras de la noche del 31 de agosto, el más trascendental de los crímenes políticos. No es pues un presidente Constitucional el señor general Ignacio Andrade.
Luego de dirige a la juventud y a sus inolvidables soldados de Guayana para que tomen el pabellón nacional y lo “claven en la cima del Capitolio”.
La sorpresa en Caracas fue grande cuando se supo que Hernández estaba en Carabobo. Con 45 hombres se declara alzado, entre quienes se cuentan Don Evaristo Lima y sus cuatro hijos. A los pocos días ya suman 200. Venezuela entera es un hervidero de “mochistas” diseminados en diversos lugares. A diez leguas del sur de Tinaco se ha alzado el prestigioso jefe llanero general Luis Loreto Lima con 200 jinetes; en el Oriente el general Zoilo Vidal, “Caribe Vidal”, quien lo secunda. Sucesivamente se alzan Pedro Conde en Bejuma, Eustaquio Rodríguez en Sedeño; Antonio Quintero en Cerro Azul; Manuel Vicente Dorta, en Montalbán; Francisco Lucena, en Nirgua; Bernabé Mora, en Tucuragua; el general Leopoldo Ortega, Jesús María Guerra y muchos otros. Ya Hernández tiene por su parte 500 voluntarios. Van armados de viejos fusiles cubanos, parte del pertrecho está fabricado en casas de familia, pero la consigna es quitar las armas al enemigo en el primer encuentro.
Muerte de Crespo
Desde Caracas, Andrade ha enviado al general Joaquín Crespo a combatir a “El Mocho”. Viene con cuatro batallones a cargo de Wideman, Donato Rivero, Martín Muguerza y Miguel Hernández. Sumaban 2.500 hombres.
Hacia Tinaquillo es el camino, abriendo brecha por la sierra de Tiramuto. Serán escaramuzas que van surgiendo al paso de los hatos, donde las tropas, vengan de donde vinieren, obtienen alimento y descanso. Las de Crespo están mejor amunicionadas, pero las de Hernández son más listas. Tienen la experiencia del peligro buscado.
Varias son las batallas que se libran antes de llegar al Hato del Carmelero: la de Tinaquillo y Pañalito. En ambas, los soldados del Mucho se aprovisionan de buenos fusiles y cápsulas. Pero las campañas se hacen por deducciones. Las tropas de Crespo, que van en persecución de Hernández, pueden desviarse en un momento dado para mitigar su sed a orillas del río Tinaco y espías diseminados a lo largo de las serranías, se avisan mutuamente la táctica enemiga.
En el hato del Carmelero el primero que escoge sitio para esperar al enemigo es “El Mocho” Hernández. Samuel Acosta a la derecha, a su izquierda Sedeño. Loreto Lima avanza con su caballería a la diestra de Hernández. Pronto se ve venir a Crespo con sus batallones y corre a avisarles a los demás, a sus compañeros de batalla, que ya han mudado de sitio, y han decidido agruparse a la sombra de la trinchera profunda de la mata del Carmelero.
Decide Crespo avanzar con sus tres batallones, cada uno en tres líneas de tiradores. Fuego cruzado recibían de los nacionalistas, adiestrados por Loreto Lima. Después de una hora de continuo combate se hace un silencio temible. Crespo anda nervioso, mirando inquieto la profundidad del bosque y sobre todo aquella Mata, donde posiblemente se abrigan sus invisibles enemigos. De pronto concibe una idea audaz, que en táctica guerrera es como un suicidio: cruzar solo el misterio de la Mata para desbandar a los contrarios. Deja su mula de campaña para cambiarla por su caballo blanco, el de las grandes ocasiones. Y cuando ya se dispone a acometer su hazaña, una bala nacionalista le atraviesa la clavícula y lo hace caer al suelo.
Los soldados de “El Mocho” no se dan inmediatamente cuenta de lo que ha pasado, solo observan que los de Crespo se baten en retirada. Hasta creen que se trata de una emboscada, cuando por el camino que han abandonado iban recogiendo fusiles y cápsulas del enemigo. Pero a medida que avanzaban se decía que había muerto un jefe de los Batallones del Gobierno, sin saberse quién era.
Más tarde se supo que era Crespo y que Andrade había enviado para reemplazarlo a su ministro de guerra Antonio Fernández y al general Ramón Guerra con 4.000 hombres. (Guerra había sido uno de los hombres que le había prometido ayuda meses antes a “El Mocho”).
“El Mocho” Hernández es hecho preso y enviado a La Rotunda
Reveses de la política
Desde su calabozo, “El Mocho” seguía con interés la marcha de la política. Ahora es Cipriano Castro marchando con los “sesenta” hacia Caracas. También como él en sus campañas va ganándose adictos a su paso, sólo que el Cabito va de regreso a tomarse la presidencia. A “El Mocho” le llegan noticias maravillosas como de que se le han unido gran número de nacionalistas: Luis Loreto Lima, Salvador Gordil, Jorge Samuel Acosta. Y hasta su celda de prisionero llegan felicitaciones por haber pactado Castro con los nacionalistas con quienes seguramente compartirá si es gobierno.
Pero pronto la política falaz y acomodaticia muestra sus reveses. Después de la batalla de Tocuyito, Castro cambia de táctica. Ha conferenciado con Manuel Antonio Matos, representante de los “amarillos”, quien le ha hecho ver como un peligro el entregarse a los brazos de los “mochistas”.
Y cuando la gente de “El Mocho” observa la traición, no siguen con él. Loreto Lima decide quedarse en su hacienda y Gordil en Turmero. El único que decide continuar la marcha es el general Samuel Acosta, para hacer cumplir a Castro su promesa de libertad a “El Mocho”.
Castro entra a Caracas el día 2 de octubre de 1899 con 3.500 liberales amarillos. A su llegada quiere ganarse la simpatía y manda a decir pomposamente a los presos, en especial a “El Mocho”: “tened un poco de paciencia que yo mismo os pondré en libertad”.
El eterno alzado
De nuevo su humilde casita de la Misericordia será el escenario a donde concurren sus amigos y admiradores cuando sale de la prisión. Viejos nacionalistas y caudillos que han ido a la guerra por el triunfo de la justicia y que ahora aspiran a ver a su héroe encumbrado en el gobierno.
A los pocos días, Castro nombra su gabinete: Juan Francisco Castillo, en Interiores; José Ignacio Pulido, en Guerra; Andueza Palacio, en Exteriores; Víctor Rodríguez, en Obras Públicas; Manuel Clemente Urbaneja, en Instrucción; Tello, en Hacienda y “El Mocho” Hernández, en Fomento.
El partido no está contento. Se dividen en bandos: unos para decirle que no acepte esa miseria de ministerio, el más insignificante galardón de aquellos tiempos que ha podido dársele. Otros para que lo acepte, a fin de que Castro no tome fuerza. Pero “El Mocho” ya tiene trazado su camino. Otra vez la guerra. Lo importante era no dejar dormir a Castro tranquilo, significar el descontento en alguna forma. Cuando el presidente se encuentra en el Teatro Municipal, presenciando una función en su honor, recibe la noticia del alzamiento de su ministro de Fomento, en compañía de su “jefe del día” Samuel Acosta.
Pero nadie vendrá a hacer preso al presidente en su palco ni, circundado por bayonetas, le impulsarán a la fuga. El que se va es el alzado, hacia la libertad, por el camino de El Valle, hacia los llanos, buscando el rumbo de los eternos rebeldes como el general Loreto Lima. Siempre lo seguirá un grupo de idealistas que sueñan con la justicia.
Seis meses después caerá prisionero de las fuerzas del general Dávila.
Cuando el bloqueo, en 1902, Castro lo pone de nuevo en libertad. Lo invita a deponer las armas en beneficio de la patria. Y “El Mocho” dará órdenes a sus tropas de que se retiren porque “no era natural en momentos de conflictos internacionales”.
El presidente Castro lo envía a una misión en New York. Allí hace valiosas amistadas y sostiene con Castro una interesante correspondencia donde le dice: “Ojalá llegue pronto el día en que los magistrados de la República, convenciéndose de que son simples comisarios del pueblo, oigan la voz de los hombres honrados y dignos patriotas, manifestada en la opinión pública, y acatando la augusta majestad de la ley, encarrilen la nave política de la administración pública por bonancible vía”.
Honestidad a prueba
En 1908, cuando Juan Vicente Gómez llama a colaborar a viejos caudillos, uno de ellos es “El Mocho”. Entra a formar parte del Consejo de Gobierno con los generales José Ignacio Pulido, Gregorio Segundo Riera. Nicolás Rolando, Juan Pablo Peñaloza. Son los hombres que aparente mente aconsejan al presidente, por el sueldo inédito de Bs. 600.
Pero ya Gómez piensa ganar adictos y voluntades con dinero. Empieza por repartir entre su Consejo acciones de la Compañía Cigarrera de Castro, que está muy lejos para protestar. “El Mocho” se indigna, rechaza la oferta. ¿Cómo se atreven a semejante desacato con él, que ha luchado toda su vida por implantar la honestidad?
Vigilado por los espías gomecistas, tiene que salir a escondidas del país.
Exilio y muerte
Doce años pasa en el destierro. Su hijo, Nicolás Hernández, alto comerciante en Puerto Rico, lo sostendrá todo ese tiempo. Será el fiel testigo de sus recuerdos de la patria lejana, soñando siempre con “invasiones” para implantar en su país la democracia. La que soñó a través de su limpia campaña electoral de 1897.
Su sobrino –alto empleado de la Petroquímica– lo visitó en diversas ocasiones, aclarándonos algunos hechos. Nos referimos a su último alzamiento, cuando pudiendo hacer preso a Castro, prefirió huir.
El general Hernández, interrogado sobre el particular, le respondió que lo había hecho por “no ensangrentar a su amada Caracas, su tierra nativa”, en aquellos días terribles y convulsos con una muerte en cada esquina, que hicieron exclamar a Castro: “Ni cobro andinos, ni pago caraqueños”.
“El Mocho” Hernández murió en New York el 25 de agosto 1921. En sus bolsillos no se encontró ni un dólar. Su hermano Antonio tuvo que enviar desde Venezuela el dinero para su entierro. El cementerio de Woodland recibió en su seno a uno de nuestros luchadores más puros. Han pasa do treinta y nueve años y aún los venezolanos, tenidos por demócratas, no se han acordado de hacer repatriar sus restos”.
* Nativa de Puerto Cabello, estado Carabobo (1910-1994), Ana Mercedes Pérez fue una acuciosa periodista, diplomática y poeta, conocida también por su seudónimo Claribel. Su poesía estuvo caracterizada por ser muy femenina
FUENTES CONSULTADAS
Elite. Caracas, 27 de febrero de 1960
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