Caracas en 1957, Parte III

Caracas en 1957, Parte III

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte III

Mariano Picón Salas,

Varios meridianos

 

      El movimiento y color de la ciudad se reparte en varios meridianos. Hay todavía lo que queda de ciudad vieja en las calles adyacentes a la Plaza Bolívar. El límite de las dos Caracas se fijaba hasta hace pocos años en el añoso parque de la Misericordia, más allá del cual comenzaban las calzadas más amplias que se empezaron a edificar por 1930.

    Entre la Caracas tradicional y el “Country Club” o Los Palos Grandes –lejanas urbanizaciones en la década del 30 al 40– mediaban haciendas y trapiches, los bucares más rojos y los mijaos más corpulentos del valle. Ahora las Avenidas de Sabana Grande y la Miranda enlazan ya los extremos.

     Las tiendas más hermosas y los comercios más abastecidos se trasladaron hacia el Este. El prolongamiento oriental de la ciudad invade el Estado Miranda; se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petare, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a “temperar”; ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire.

     Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalación y enlace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas. Los moradores de El Junquito y San Antonio de los Altos, los turistas del Hotel Humboldt encenderán en las tardes los leños de sus chimeneas y se vestirán de ropas invernales, mientras en la caliente Guarenas puede recomendarse en un día de agosto poner en movimiento los ventiladores eléctricos. Quizás ninguna otra ciudad del mundo ofrezca en tan pocos kilómetros semejante antología de temperaturas. “Caracas, capital de todos los climas”, es un sencillo y expresivo slogan que pudiéramos vender para sus próximos carteles a una agencia de turismo.

     Quizá el mayor problema de la gran urbe en proceso es la falta de un eje central desde donde se determine el nacimiento de las calles, la clara matemática de un buen ordenamiento urbanístico. Por eso, en el laberinto de las urbanizaciones, es la ciudad del mundo donde parece más difícil encontrar una dirección desconocida. Como a veces no basta el nombre de la calle, se da también el de la casa; pero hay más de dos “Avenidas Los Cedros”, varias “Acacias” y un millar de quintas puestas bajo la advocación de la “Virgen de Coromoto”.

     A veces un telegrama enviado del exterior resulta costosísimo, pues sólo la dirección del destinatario comprende varias frases: “barrio de El Paraíso, frente a la puerta de campo del Hipódromo Nacional”. En otras capitales de América, los moradores de los barrios periféricos van al “centro”, que puede ser la Avenida Madero, en México; la calle Florida, en Buenos Aires; el Girón de la Unión, en Lima; las calles Estado y Ahumada, en Santiago de Chile.

Torres del Centro Simón Bolívar, emblema de la Caracas moderna.
Inicios de la construcción de la urbanización Prados del Este, Caracas 1955

     Pero ¿cuál es el verdadero centro de Caracas? Hasta 1930 o 1935, parecía la Plaza Bolívar, siguiendo el plano en damero de las ciudades coloniales. Después se pensó que iba a ser el Parque de Los Caobos o aquella encantadora frontera entre lo viejo y lo nuevo, que fijaba la plaza de los Museos. En 1945, otro núcleo quiso establecerse en la plaza de “El Silencio”, desde donde partiría la Avenida Bolívar. Cinco años después había surgido un nuevo meridiano en la Plaza Venezuela, con las bonitas tiendas y comercios de la Gran Avenida.

     Quizá para 1960, el eje central imaginario habrá que correrlo hasta la Plaza de Altamira. Y, por el momento, Caracas es como una confederación de burgos y urbanizaciones, separadas por árboles, túneles, quebradas y colinas.

     Las pocas parroquias que mencionaba en su “Guía de Venezuela para el año 1904” don Nicolás Veloz Goiticoa, se multiplicaron en nuevos y desordenados conjuntos urbanos. Hasta 1925, los caraqueños nacían o morían en Catedral, Altagracia, San Juan, La Pastora, San José, Candelaria, Santa Rosalía, El Paraíso, y los más proletarios en un arrabal de la entonces pobrísima Catia o en un cerro como el Monte de Piedad.

     Treinta años después, Catia es la más congestionada área industrial de la metrópoli; las parroquias foráneas se unieron a las urbanas, y ni el caraqueño más avezado pudiera definir todos los lugares y toponímicos de la nuestra cambiante geografía administrativa. Ya pertenece al folklore de un pasado reciente aquello de que se vivía en La Pastora por su buen clima, propicio para las dolencias del pulmón; de las ventanas de la calle de Candelaria con sus castos idilios románticos; de la agresividad de San Juan, con sus valentones siempre dispuestos a una pelea a cabezazos; de la altísima burguesía de El Paraíso, con sus jardines y villas a la francesa, sus pequeños castillos de Amboise y las gentiles institutrices que enseñaban a la familia pasos de baile, modos de saludar y lenguas extranjeras. Toda una estratificada división de estilos, castas y fortunas comenzó a romperse y abigarrarse con el desarrollo económico y urbano después de 1936.

     Y como emancipándose de la tradición, otra Caracas se aleja y embellece hacia las faldas del Ávila, las colinas de Bello Monte y Las Mercedes o la Avenida Miranda, que cada día recuerda más a Los Ángeles, California.

     Los trescientos mil vehículos de motor que según una estadística reciente circulan por el territorio venezolano, algún día del año parecen darse cita en Caracas y producen una marejada de ruido y combustible quemado, que quita a los peatones el higiénico deseo de las caminatas. El caraqueño es hombre motorizado, y la misma dispersión de las cosas en los más opuestos barrios, anula el gusto de andar a pie. No hay, como en otras capitales de América, que conservaron dentro de su desarrollo moderno parte de la estructura colonial, portales de plateros y botoneros, de mercaderes y escribanos.

     No hay calles exclusivas para cafés, teatros y platerías, como en México o en Lima. Un comercio abigarrado prolifera en todas las zonas, y junto a un garage puede colocarse una pastelería vienesa. A veces el acierto de un arquitecto que planificó los edificios de una calle logra que florezca un conjunto de cierta gracia y armonía urbanística, y descubrimos de pronto que la Avenida Vollmer se puso muy bonita con sus cuidados árboles, las terrazas de sus hoteles y restaurantes, el espléndido edificio de “La Electricidad de Caracas” y los pequeños cafés y pastelerías. O vagamos por las tiendecillas, librerías, peluquerías, logradas con tan sobria y clara gracia en el gran bloque del Edificio Galipán. O un amigo nos hace subir por casi medrosa rampa a la modernísima casa que se edificó en Bello Monte o Alta Florida, desde donde el valle luce condecorado de autopistas, de mazos de verdor, de hormigueros de automóviles, de collares de luces. “Caracas allí está”, pero no como en la paz casi agraria y añorante de la vieja elegía de Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del Caribe.

Plaza Venezuela, entrada UCV, década de 1950

Caracas en 1957, Parte II

Caracas en 1957, Parte II

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte II

Mariano Picón Salas

Retrato de un caraqueño

 

     Así como los pintores flamencos destacaban en el marco de una vidriera gótica, con los árboles del campo y los torreones medievales al fondo, la silueta de sus eclesiásticos, humanistas, príncipes o mercaderes, pudiéramos imaginar el retrato arquetípico de un caraqueño de hoy.

     Mientras escribo con la ventana abierta, mirando y oyendo los autos que pasan por la avenida incesantemente ruidosa, observo, también, en la calle lateral un inmenso montículo de tierra removida. Es alto mediodía y los obreros que trabajan en la construcción (predominan los italianos y portugueses) suspendieron un rato la tarea para tomar un pequeño refrigerio. Empinan las botellas de innocua Pepsi cola y muerden el largo panetón aviado con lonjas de cochino y de queso.

     Al fondo, también descansa la máquina dentada que durante toda la mañana engulló tierras y trituró pedruscos como si fueran avellanas. Tiene cara de tigre y gigantesca cola de dragón. La tierra excavada se amontona en un extremo, con la simetría de una pirámide egipcia. Las sombras del mediodía parecen abocetar el rostro de una esfinge invisible. Dentro de unos minutos habrá de reanudarse en todos los barrios de la ciudad el ruido de las palas mecánicas, la misma trituración o levitación de materiales. Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el escombro, para que comience a levantarse –acaso más feliz- la Caracas del siglo XXI.

Caracas años 50

     Y el retrato más peculiar de un caraqueño sería el del hombre que sentado en su mesa de ingeniero, contempla desde la ventana “funcional” el paisaje de estructuras arquitectónicas inconclusas que tiene de fondo el perfil de una “caterpillar”. Si el pintor que hiciera el retrato se inclinase al detallismo fantástico –a lo Brueghel el Viejo o a lo Jerónimo Bosch- habría que pintar, como en otras bandas panorámicas, las varias gentes que suben por las escaleras o están tocando a las oficinas. El caraqueño puede haber abrazado la lucrativa profesión de contratista, y allí llaman a la puerta obreros de pesados zapatos que desembarcaron apenas hace dos días del vapor portugués; maestros y capataces italianos, delineantes españoles o bachilleres verbosos que dicen tener psicología y elocuencia para las relaciones públicas. No faltará tampoco, un periodista colombiano o de las Islas Canarias que ofrezca, como otra mercancía, los adjetivos de un reportaje.

     Y en extraña dualidad, en conflicto de valores y estilos, parece ahora moverse el alma del habitante de Caracas. Hace apenas dos o tres lustros se le educó al tradicional modo romántico suramericano, en que el mundo de las emociones contaba más que el mundo de los cálculos. La dimensión de la hombría la daba el coraje y la prodigalidad, la listeza y el ingenio; los éxitos en el amor y la popularidad con los amigos. Era un ideal estético –aunque no estuviera desprovisto de cinismo– en que el hombre más perfecto era el capaz de exponer la vida o derrochar el dinero; en que el mejor camino de la conducta no parecía el análisis prudente sino el impulso irracional de la “corazonada”. Y aupado en un dulce viento de cinismo o de simpatía, la vida se deslizaba sin mayor sorpresa en el fácil y pequeño universo de gentes conocidas.

     Muchos venezolanos reclamaban, en la hora de los repartos, que eran descendientes de próceres; que una prima suya casó con un ministro; que, en su familia, a través de largas generaciones, todos tuvieron puestos públicos.

El Country Club, Caracas, óleo de Miguel Cabré

     Pero otro espíritu de mudanza y áspera aventura empezó a soplar en los últimos años. Ya era imposible reconocer en una sala de cine a los nuevos y bulliciosos espectadores, y como hormigueros diligentes salían de los sótanos, subían por los andamios de las estructuras arquitectónicas, compraban giros en los bancos, negociaban y vendían las más desconocidas gentes.

     Las escotillas de los barcos arrojaban en el terminal de La Guaria o en los muelles de Puerto Cabello millares de inmigrantes. Y el que fue hace diez años obrero, ahora puede ser propietario de una empresa de construcción. A los ricos por herencia, bonanza política o linaje, se opusieron los nuevos creadores de fortuna. Aun los venezolanos más privilegiados tenían que despertar de su antiguo ritmo sedentario y correr en esta nueva maratón de empresas y aventuras.

     Quizás estemos ahora en un momento transitorio que pulirán los tiempos, ya que el dinero se ha trocado en el casi exclusivo valor social. E innumerables caraqueños toman su matinal café con leche leyendo el movimiento de acciones en la bolsa, los avisos de venta de terrenos, las urbanizaciones que se proyectan. Hay otros de fantasía más distante que apuestan a las hazañas económicas que se cumplirán en los bosques de Guayana cuando ya esté produciendo la Siderúrgica o se arremansen en gigantescas turbinas las caídas de agua del Caroní, o cuando en el húmedo valle de Morón, en tierras de Yaracuy, se yerga el vasto conjunto industrial de la Petroquímica.

     Y no hay que olvidar en el cardumen de negocios y rentas con que muchos quieren detener la muerte y asegurar el futuro, otras inversiones en distintos puntos estratégicos del territorio venezolano: Puerto La Cruz ha de ser el mayor puerto petrolero del Oriente; El Tigre se parece a aquellas ciudades–hongos que surgían en el siglo pasado en los Estados Unidos cuando se conquistaba la frontera y se marchaba en busca del oro de California; Punto Fijo, mero punto en el calcinado desierto de Paraguaná hasta hace dos lustros, hoy es centro bullicioso y pobladísimo; Puerto Ordaz, centro exportador del hierro, se fundó hace tres años; Acarigua y Barinas son pequeñas capitales de la madera y el algodón; Calabozo y otro pueblos llaneros resucitan con la represa del Guárico; Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Maracay multiplican cada años sus cifras económicas y demográficas. ¿Ha de seguir aquí una civilización de tipo latinoamericano con nuestro amor por las formas estéticas, nuestro orden emocional, nuestra simpática “corazonada”, o habitaremos, más bien, en un aséptico y reglamentado mundo tecnócrata donde lo colectivo y abstracto predomina sobre lo personal e individualizado?

     Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los estilos y formas económicas del Estado de Texas. Si el impacto norteamericano no iba a consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por ser demasiado sanos y optimistas. Si el viejo ideal de señorío y sosiego a la manera hispánica, “el sentimiento trágico de la vida”, no sería reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el individualismo criollo –para tener una norma colectiva– adoptaría la de los “clubs” de hombres de negocios de los Estados Unidos. Si domesticaran con agua helada, deportes, comidas sin especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro menosprecio hispanocaribe; esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos. Quizás la inmigración europea –principalmente de Italia y de España– esté modificando aquel esquema y acentuará, más bien, -como en la Argentina una nueva latinidad.

Hotel Tamanaco

     El caraqueño que en el retrato imaginario miraba desde la ventana el cráter de las demoliciones, dejó de escribir o trazar líneas en su achurado papel topográfico; bajó por el ascensor y se detuvo en el pequeño café italiano a saborear un concentrado “expresso”. Le sirve una muchacha rubia que parece escapada de “La Primavera” de Botticelli. El consumidor pregunta:

-Lei è de Firenze, Signorina?

-De Prato – contesta la muchacha.

     Y si el venezolano es culto, tiene frescos sus estudios de Liceo y hace poco viajó por Italia, acaso recuerda que Prato queda en la ruta de Bolonia a Florencia por la “direttissima”. Es ciudad industrial con un campanile de Giovanni Pisano y un Palazzo Pretorio donde se guardan madonas de Filippo Lippi y mayólicas de Giovanni della Robbia.

     Y el gusto del café fuerte, la melodiosa voz de la muchacha y su semejanza con las musas y las madonas renacentistas hace pensar al venezolano que se mantendrá en este país –con las audacias y aventuras tecnológicas que permita el siglo– una emocionada y conversadora civilización latina. Preferimos el encanto de esa muchacha al más prometedor plano topográfico. Nos conmueven más Botticelli y Filippo Lippi que aquel feroz ingeniero norteamericano que inventó el sistema Taylor.

Un político liberal en Caracas

Un político liberal en Caracas

POR AQUÍ PASARON

Un político liberal en Caracas

     Lo que en la narrativa historiográfica se reconoce como relatos de viajeros se podría ampliar con quienes se vieron obligados, por las circunstancias políticas, a buscar acomodo en lugares otros para preservar su integridad física. Quizás, el motivo cardinal de relatar su estadía aparezca como un elemento adicional de lo que anotaron con sus observaciones, del lugar que les dio albergue temporalmente. De igual modo, resulta de interés una aproximación a los testimonios y demostraciones sociales y culturales que delinearon en sus narraciones. Es el caso del colombiano, periodista, novelista y poeta, Alirio Díaz Guerra quien escribió Diez años en Venezuela (1885-1895), según sus palabras, a instancias de amistades que había cultivado en Caracas, en un momento cuando se vio en la necesidad de escapar de los conservadores luego de la derrota sufrida por los liberales en la batalla de La Humareda en 1885.

     El año de su nacimiento fue 1862. Al llegar a Venezuela apenas había alcanzado los veintitrés de edad. Fue expulsado en 1895 por quien le dio protección a su llegada al país, general Joaquín Crespo, por una falta grave que cometió y que pudo haber trascendido un simple malentendido diplomático. Se encargó en su escrito de asumir la culpa de lo fue causa de su expulsión. Se marcharía a Nueva York donde le fue publicada Lucas Guevara (1914) a la que se tienen como la primera novela sobre inmigrantes latinos en los Estados Unidos de Norteamérica. La fecha exacta de su deceso no está clara pues desapareció y no se ha tenido ninguna noticia desde entonces.

     Es importante revisar sus anotaciones, cargadas de anécdotas, porque ofrecen, en el tiempo actual, información de cómo era el mundo del letrado, publicista y polígrafo en las postrimerías del siglo XIX. Cuando se habla de viajeros se debe tener en mente que quienes relataron sus vivencias eran actores de una condición social y económica desahogada. Otro tanto guarda relación con lo observado y cómo son observadas costumbres, relaciones y la dinámica de la sociedad que les sirvió de objeto de examen. En consecuencia, lo que en estas líneas ofrezco se relacionan con apreciaciones, de un letrado o publicista, alrededor del poder político e intelectual de unas elites que muestran una faz de la sociedad no muy común entre los estudiosos de la historia.

     Desde su llegada a Venezuela le acompañó la diosa fortuna. El primer oficio con el que destacó fue el periodístico en uno de los impresos más conocidos de la época: La Opinión Nacional donde, a petición de su director Fausto Teodoro de Aldrey, publicó tanto poesía como pormenores del conflicto colombiano alrededor de la querella entre liberales y conservadores. También a Díaz Guerra le favoreció el hecho de haber sido editor, en Colombia, de un periódico llamado El Liberal y para alcanzar la secretaría de gobierno, en tiempo de Crespo, su militancia en el ala más radical del partido liberal colombiano. Situación que da un matiz muy particular a las elucubraciones presentadas en su libro, publicado en 1933.

     Desde las primeras páginas trajo a colación un elemento natural que ha maravillado, históricamente, a quien pisa, por vez primera, el valle caraqueño. La semblanza que delinea del cerro El Ávila lo lleva a calificaciones tales como: expresión de pomposa majestuosidad que era inspiración de los pintores, la poesía, la composición musical y en el que se podían degustar una gran variedad de frutos. Hizo notar que, desde sus alturas era posible la contemplación de las vegas y cultivos en las cercanías del Guaire y del Anauco, del que subrayó era un símbolo y canto a la esperanza, y como el azul del océano mostraba su despliegue como emblema de infinitud e inspiración poética.

La ciudad y sus personajes

     La travesía desde el puerto de La Guaira hasta la ciudad de Caracas la realizó por vía férrea. Al bajar de él varios cocheros ofrecían, de “forma amable”, sus servicios. Entre los hospedajes que le recomendaron estaban el Saint Armand, el preferido de diplomáticos y gente rica, el Hotel Benítez, cuya comida lo hacía atractivo, y el León de Oro, este último elegido por Díaz Guerra al estar a la par con los recursos económicos de los que disponía. Contó que por las mismas circunstancias con las que se vio obligado a emigrar su equipaje era exiguo. Indicó que su vestimenta, en especial el sombrero que llevaba en uso era objeto de curiosas miradas, incluso burlas, de algunos caraqueños. Por tal motivo se vio obligado, a pesar de sus escasos recursos, a adquirir un nuevo sombrero con lo que eludió las miradas no tan furtivas del otro.

Alirio Díaz Guerra

     Por muchos de los episodios que extrae de su memoria (la fuente de su testimonio es ésta) indicó que, durante su estadía en Venezuela lo reseñado en la prensa era muy tomado en consideración desde las esferas de decisión entre las que hizo vida. Uno de estos episodios lo reseñó al recordar los favores que un comerciante de pescado requirió de Crespo, para abastecer de este producto, de manera exclusiva, la demanda caraqueña. Según sus palabras uno de los argumentos que, para que tal pretensión no cristalizara, era el descrédito en que podría verse envuelto el presidente de ser aprobada una decisión a favor del posible monopolizador. Por supuesto, hago referencia a un escrito de un personaje privilegiado en la medida que se asuma que quien, en esa época, manejara la lectura y la escritura ocupaba un lugar de privilegio puesto que la escolarización, aunque ya se había aprobado un código de Instrucción Pública, no tenía una presencia preeminente en Venezuela sino a partir de finales de la década del treinta del 1900.

     Gracias al lugar que ocupó, en la esfera política y cultural de la Venezuela de las postrimerías del decimonono permite visualizar, al lector de hoy, cómo un grupo económico a través de favores políticos llegó a lugares de privilegio. Otro tanto lo indicó al rememorar el caso de un alemán, de quien hizo referencia como Hartman, el que había llegado a Calabozo, donde contrajo matrimonio, y se incorporaría a las filas de Crespo en un intento por ocupar un lugar en la sociedad que le dio cobijo. Por lo que indicó acerca de él, estuvo muy cerca de la comitiva presidencial pues no tenía un oficio definido en su desenvolvimiento.

     A través de los encuentros que tuvo con algunos personajes públicos mencionó atributos que exhibían las damas de la alta sociedad. Así, a una invitación que le hizo Agustín Aveledo para agosto de 1885 anotó que las damas caraqueñas se mostraban con su proverbial belleza. Igualmente, dejó asentado en su narración que Caracas había comenzado a fascinarle por la hospitalidad y generosidad de sus habitantes, a lo que agregó que probablemente no había otra sociedad así. En una jornada, previa a salir de cacería le ofrecieron café, o tintura de café como lo escribió, y que le informaron que el mismo servía como tónico estomacal, paliativo para el hambre y preventivo contra las fiebres del paludismo. Dejó asentado de un almuerzo, de tipo llanero, en el que se sirvió carne de distintos tipos y cortes, huevos fritos, arepas, pan, queso llanero y jarrones de leche.

     Por el lugar de privilegio alrededor del poder político que Díaz Guerra ocupó, narró situaciones que sirven para determinar entresijos relacionados con el nombramiento de funcionarios gubernamentales. Relató que tuvo un amigo a quien ayudó a enamorar una señorita. Díaz Guerra lo auxiliaba en lo referente a redacción de poesías de amor, cartas que expresasen este sentimiento y dedicatorias en libros que obsequiaba el amigo al objeto de su amor. El caballero enamorado pidió la mano de la señorita para el casamiento. No obstante, el joven enamorado no tenía oficio conocido y el cargo importante, que había tenido entre sus trabajos, había sido en una dependencia comercial que había quebrado. El padre de la novia consiguió una entrevista con Antonio Guzmán Blanco, en tiempos de La Aclamación, y éste le dio el cargo de ministro de Obras Públicas a sabiendas que no era ingeniero, lo que no causó mayor estupor entre quienes podrían haber sido afectados por tal nombramiento. Acción paradójica para quienes se asumieron como seguidores del liberalismo, ya que éste ha predicado, históricamente, el derecho a la no injerencia desde la esfera pública hacia la privada. El mismo caso de Díaz Guerra evidencia algo de esta situación porque gracias a su militancia, en su país de origen, en las filas liberales le abrió las puertas en Venezuela, a lo que se sumó, en grado menor según el mismo, haber sido fundador de un periódico en Colombia y redactar poesía.

     Narró otra situación, que vivió en la casa de Guzmán Blanco en Antímano donde fue invitado, junto a otros colombianos como gesto de agradecimiento por haber sido acogido, como exilado, en suelo colombiano. Además de esto Díaz Guerra agregó que uno de los motivos principales del presidente era conocer a comerciantes colombianos que para él eran importantes. Sólo que el encargado de hacer las invitaciones y preparar el almuerzo entendió que eran todos los colombianos de la ciudad de Caracas vinculados a la vida comercial. Nuestro narrador dejó escrito que la mayoría era de “raza indígena” y quienes contrastaban con lo que se pensaba en aquella época era gente de bien. El que cometió el yerro fue el General Landaeta quien, al percatarse de su equivocación, decidió colocar a los comensales, no deseados, en un rincón del salón alejados de la vista de Guzmán. La solución, o parte de ella, fue enzarzar a este último en una discusión sobre la política europea y paulatinamente desalojarlos furtivamente.

     En otra ocasión, Guzmán invitó a un sarao, en la casa que ocupaba en Antímano, lo que escribió en torno a uno de los escenarios acaecidos evidencia el gusto de sectores pudientes por las modas al estilo europeo, en lo concernientes a decoraciones y materiales utilizados para ambientar los hogares en aquella época. Describió que ella poseía un patio principal con una fuente rodeada de helechos y plantas tropicales. El baile se desarrollaba en los salones y en el mismo patio, cuyo fino piso de mosaico era muy resbaloso lo que impedía caminar de manera presurosa. En una de las pausas del baile, un caballero de edad avanzada y corto de vista tropezó y cayó en la fuente de agua con los resultados deprimentes y penosos que el lector debe suponer. Agregó Díaz que Guzmán, de forma socarrona comentó que, si pudiera invitar a muchos venezolanos, para que les sucediera igual, sería la forma que se lavaran por dentro y por fuera porque bastante falta les hacía.

Díaz Guerra publicó poesías en el periódico caraqueño La Opinión Nacional

     Escribió que, en ocasiones especiales recibía la vistita de notables escritores del momento. De algunos de ellos dejó sus percepciones. Arístides Rojas imponía como condición, para el compartir, presentarse con unas roscas provenientes de una panadería caraqueña para el almuerzo. José Antonio Calcaño, cliente de un frutero ubicado entre Gradillas y San Jacinto, llevaba una cesta de frutas para degustar con el almuerzo. Fernando Bolet, de quien dejó como descripción era un hombre de amplia ilustración, llevaba vinos de frutas preparados por el mismo. Cada quince días se reunían en la “lujosa mansión” de Ramón de la Plaza, donde no era usual el baile. En otras ocasiones lo hacían en la casa de los Boulton, Eraso, Santana, Vallenilla, Hellmund, Buroz o Travieso.

     Recordó que entre las esquinas de Principal y Conde funcionó el Club Venezuela, adonde coincidían intelectuales, comerciantes e industriales. Su fundación fue promovida por Jesús María Herrera Irigoyen, uno de los socios fundamentales de la productora de cigarrillos El Cojo. Este mismo personaje editaba una publicación denominada El Cojo Ilustrado cuyo período de existencia fue entre 1892 y 1915. Fue esta una publicación única en su género. En sus páginas fueron publicados una diversidad de trabajos de letrados de la época. Si algo se debe ponderar, de la narración de Díaz Guerra, es el acercamiento y hermanamiento entre escritores del momento y la elite económica en tiempos de edificación nacional liberal.

La tragedia de Santa Teresa

La tragedia de Santa Teresa

OCURRIÓ AQUÍ

La tragedia de Santa Teresa

Portada edicion extra del diario El Nacional 10 de abril de 1952

    Casualidad o castigo divino, no lo sabemos, pero el Miércoles Santo no ha sido un día de buenos recuerdos en la historia de la Basílica de Santa Teresa, iglesia caraqueña construida en 1870, bajo el mandato del entonces presidente de la República Antonio Guzmán Blanco e inaugurada con el nombre de Santa Ana, en recuerdo de su esposa Ana Teresa, nombre que perduró hasta 1876, cuando fue cambiado por el de Santa Teresa. El templo, ubicado entre las esquinas de La Palma y Santa Teresa, fue diseñado por el arquitecto venezolano Juan Hurtado Manrique (1837-1896).

     El 26 de marzo de 1902, Miércoles Santo, ocurrió en esta iglesia una tragedia, pero de menor proporción a la que padeció 50 años más tarde.

     La mañana de ese 26 de marzo, la Basílica de Santa Teresa se encontraba plena de feligreses, quienes escuchaban con atención la Santa Misa. De repente se escuchó un grito: “¡Misericordia, temblor!”. La muchedumbre comenzó a correr de un lado para otro, presa de pánico, todos querían salir al mismo tiempo. Minutos más tarde, no quedó nadie en el templo, (…) “sólo quedó el altozano alfombrado de paraguas y sombrillas, faldas y zapatos, carrieles y andaluzas e infinidad de cosas”, tal y como lo relató José García de La Concha en su admirable libro “Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas”.

     La prensa de la época calculó en unos 30 los heridos y algunos medios hablaron de dos mujeres fallecidas. Oficialmente nunca hubo cifras de lesionados ni muertos. Lo que si resaltó en los periódicos de entonces fue el nerviosismo que aun persistía en la mayor parte de la población, luego del terremoto que azotó a la ciudad dos años antes, el 29 de octubre de 1900. El diario La Religión insinuó, en más de una ocasión, que lo ocurrido el Miércoles Santo del 26 de marzo de 1902 se debió al trauma que un padecía el caraqueño por el terrible sismo de 1900. “La población está aún muy alterada, muy nerviosa por el inolvidable movimiento telúrico que causó terror y muchas muertes”.

El grito trágico de 1952 

 

    La madrugada del 9 de abril de 1952, Miércoles Santo, una multitud estaba aglomerada en las puertas de la Iglesia Santa Teresa, en pleno centro de Caracas, esperando a que abrieran las puertas para entrar y cumplirle una promesa al Nazareno de San Pablo o rendirle espontáneo homenaje a este Cristo milagroso de túnica morada.

     También había un gentío en torno a los puestos de venta de velas, yerbas e imágenes colocados en diversas partes de la plazoleta contigua a la basílica. Sobre cajones volteados se estableció un pequeño comercio que constituye parte de la tradición.

     El fluir de fieles es constante. Figuras heladas por el frío, envueltas en abrigos negros, arrastrando un niño; ancianos de paso lento; jóvenes de ojos hinchados por el reciente esfuerzo de vencer el sueño, madres con su hijo dormido en brazos, pequeños nazarenos inocentes vestidos de morado; señores impecables acompañados de sus esposas; familias enteras en grupo estrecho para no extraviarse, todos vienen desembocando frente a Santa Teresa unidos por el mismo llamado de la fe. Unos traen su velita en la mano; otros se apresuran a comprarla en la bulliciosa plazoleta o en todos los puestos establecidos alrededor del templo, que aún sigue cerrado.

Nazareno de San Pablo

El templo abre sus puertas 

 

     El encendido de las luces del interior de la iglesia parece ejercer una atracción misteriosa. La multitud se amontona en la puerta principal, que a las 2 de la madrugada abrió sus gigantescos portones lentamente. Poco después la plazoleta quedó vacía, con papeles regados como restos de una merienda en el campo, y esparcidos, los cajones de mercancía escoltados por sus dueños.

Los feligreses en la misa del tragico Miercoles Santo

     Continúan llegando los fieles ordenadamente, compran su velita en el puesto elegido, y la iglesia de Santa Teresa se va llenando poco a poco hasta los topes, hasta que no haya lugar para uno más; pero seguirá entrando más gente.

     El templo estaba completamente lleno. Lleno de fieles y velitas encendidas.

     Todo se desarrollaba normalmente. A las 4:30 de la mañana, el padre Hortensio Carrillo inició la misa desde lo más alto del púlpito, al tiempo que algunos regresaban ya a sus hogares después de la ofrenda de su devoción; otros llegaban para rendir su homenaje al Nazareno. Como todos los años, el flujo y reflujo silencioso de fieles era constante. Moverse de un lugar a otro dentro para encender una vela prometida se hace muy difícil. La capacidad del templo ha quedado reducida este año. La nave lateral derecha fue clausurada por normas de seguridad. La puerta que da acceso a esa nave fue cerrada. El movimiento de entrada y salida se realizaba con mucha dificultad.

     La apacible muchedumbre se encontraba apretujaba. Había mucho humo producto de las velas encendidas. El rumor de plegarias y conversaciones en voz baja, movimientos de bancos, toses y lloriqueos de niños se confundían por momentos con las palabras del padre Carrillo.

     De pronto, una voz agria y masculina grito FUEGO. Al principio hubo un instante de incertidumbre y confusión, pero de inmediato se precipitó el pánico.

     El padre Carrillo reclamaba serenidad, pero no lo escuchaban. En incontrolable estampida, provocada por un terror irracional, la multitud se atropellaba en búsqueda de alguna salida o vía de escape. Oponiéndose a ese terrible oleaje humano que no tenía otro objetivo que huir de ese recinto, otra ola pugnaba por entrar en el templo, queriendo averiguar la razón de aquel espantoso tumulto. Al pie de ese choque brutal fueron quedando los más débiles: niños, mujeres, ancianos, enfermos y discapacitados, muchos asfixiados, con los cráneos rotos, los pechos hundidos, rostros ensangrentados, inmóviles, sin vida.

     La policía rompió los paneles de la puerta lateral derecha, y grupos de personas alocadas salieron disparadas del templo, llenando de sollozos, gritos y heridos la plazoleta. El precio de este pánico colectivo fue horrible. La Iglesia Santa Teresa y sus alrededores quedaron sembrados de cuerpos sin vida envueltos en sus túnicas moradas.

     Los medios de socorro se movilizaron de inmediato. Los heridos recibieron atención inmediata. Los muertos fueron trasladados al Hospital Vargas y al Puesto de Socorro, en la esquina de Salas, justo donde hoy se encuentra el edificio sede principal del Ministerio de Educación. 

     Muchos niños perdieron a sus padres y lloraban desconsoladamente en algún rincón del templo o de una de las oficinas de la comandancia de policía, cercana al lugar de la tragedia.

     Dentro del templo y fuera de él se recogieron un montón de piezas de calzado, peinetas, dentaduras postizas, carteras, lentes y pañoletas, entre otras muchas cosas.

     El tétrico balance arrojó 49 muertos, entre ellos 24 menores, y más de un centenar de heridos. La Junta de Gobierno, presidida entonces por el doctor German Suárez Flamerich, decretó tres días de duelo nacional.

Heridos siendo trasladados al Hospital Vargas

Las causas de la tragedia

 

     Todo el mundo hizo conjeturas en torno al origen de la tragedia. El padre Carrillo atribuyó al hecho un propósito criminal: “Se oyó un grito, un grito lanzado con propósitos criminales: ¡Incendio!”. A su juicio, el grito salió de un lugar de la nave izquierda. No hubo, sin embargo, ningún incendio.

     La policía interrogó a más de 100 feligreses, a sacerdotes y monaguillos. También indagaron entre los vendedores ambulantes que estaban en la plazoleta.

     Nunca se pudo averiguar con plena certeza que fue lo que motivo la estampida de los feligreses, o en todo caso, jamás se supo de quien fue la voz que grito fuego o incendio.

El padre Hortensio Carrillo

     No obstante, la dictadura culpó a la oposición de haber organizado un ataque terrorista. Y el entonces recién nombrado director de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, comenzó una cacería de brujas. Acusó a los dirigentes de Acción Democrática Alberto Carnevalli y Leonardo Ruiz Pineda de haber diseñado un plan terrorista que incluía el asesinato del ministro de la Defensa, coronel Marcos Pérez Jiménez.

     Designó a Aníbal Rojas, jefe de la Brigada de Homicidios de la Seguridad Nacional, para que, al frente de un centenar de hombres, esclareciera los hechos. El presidente Suárez Flamerich, por su parte, se dedicó a visitar a los heridos en los puestos asistenciales y ordenó el pago de una indemnización vía beneficencia pública a aquellas sobrevivientes que hubiesen perdido a sus esposos en la tragedia.

     Semanas más tarde, Rojas reveló que la tragedia de la Iglesia Santa Teresa se produjo cuando una devota, de avanzada edad, rozó con el velo que llevaba en la cabeza una de las velas, incendiándose este, provocando una fugaz llamarada que indujo a que alguien creyera que se propagaba un incendio y diera la voz de alarma, generando toda la lamentable confusión y el pánico colectivo. Con esta versión de los hechos, se cerró el expediente de uno de los sucesos más lamentables en la historia de la Venezuela del siglo XX.

Fuentes consultadas

 

Elite. Caracas, N.º 1384, sábado 19 de abril de 1952
La Esfera. Caracas, sábado 12 de abril de 1952

García de La Concha, José. Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas. Caracas: Grafos, 1962

El alma llanera “pegó” desde el primer día

El alma llanera “pegó” desde el primer día

OCURRIÓ AQUÍ

El alma llanera “pegó” desde el primer día

     En el Teatro Caracas, inaugurado en 1854 y ubicado entre las esquinas de Veroes a Ibarras, nunca se había visto nada igual como lo que presenciaron los caraqueños la noche del sábado 19 de septiembre de 1914, cuando se estrenó la primera zarzuela nacional, “con verdaderas escenas de la vida de las sabanas venezolanas a las riberas del Arauca”.

     La obra fue montada como una pieza de teatro con el nombre de Alma Llanera: Zarzuela en un cuadro, con un guión conformado por 29 páginas. La escenografía estuvo a cargo de Leoncio Martínez, quien más tarde se convertiría en un célebre poeta y humorista.

     En esa ocasión, la obra fue interpretada por músicos de la Compañía española de Matilde Rueda y la Compañía de Opereta de Manolo Puertolas, cuyo nombre resaltaba en las marquesinas del Teatro y gozaba de mucho prestigio en Venezuela.

     El joropo “Alma Llanera” se convirtió desde entonces en uno de los símbolos musicales de Venezuela; en el himno popular de Venezuela.

     La obra fue escrita por el conocido periodista aragüeño Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) y musicalizada por el extraordinario compositor guaireño Pedro Elías Gutiérrez (1870-1954), director de la Banda Marcial del Distrito Federal para ese momento.

Pedro Elias Gutierrez compositor de la musica de Alma Llanera

     Los actores que participaron en el reparto del estreno fueron Jesús Izquierdo, Rafael Guinand, Matilde Rueda, Lola Arellano, Emilia Montes, María Argüelles y un negrito llamado Mamerto, quien, con su liquiliqui blanco, sombrero de cogollo y alpargatas, bailó joropo con un ritmo único, que le dio un toque especial a la presentación.

     Aun cuando la obra no fue del total agrado de los espectadores, la música y la canción interpretada por la soprano Matilde Ruedas impactó de tal manera a los asistentes que, muchos de ellos, salieron esa noche del teatro coreando un estribillo que decía: “Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador; soy hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol… y del sol”.

Rafael Bolivar Coronado autor de la letra Alma Llanera

    A su autor, Bolívar Coronado, tampoco le gustó la obra. Según comenta el insigne escritor venezolano Oscar Zambrano Urdaneta, “esa noche ocurrió algo muy curioso. Cuando ya la representación llegaba a su fin, Bolívar Coronado, que se hallaba disimulado entre el público, salió apresuradamente del teatro. Concluida la zarzuela el público pidió que su autor saliera a las tablas. Naturalmente aquel no se presentó, puesto que se hallaba ausente desde hacía unos momentos. Al día siguiente, cuando sus amistades le reclamaron aquella sorpresiva huida, por toda explicación respondió –Me fui porque imaginé que el público me iba a silbar”.

     La obra no se presentaría más sino a finales de año en un homenaje que se le rindió al actor venezolano Teófilo Leal, en el Teatro Municipal. Luego, a partir de 1915, la conocerían en el interior del país, donde también la música y letra de la canción cautivaron a los auditorios.  

     Meses más tarde del estreno de la obra, Pedro Elías acordó con Bolívar Coronado interpretar la música y la canción Alma Llanera en conciertos públicos. Así lo hizo y con la Banda Marcial de Caracas se presentó en diversos lugares de la ciudad, incorporando en su repertorio la mencionada pieza musical que, rápidamente, se fue haciendo muy popular. El 31 de diciembre de 1914, los caraqueños despidieron el año en la plaza Bolívar escuchando el Alma Llanera.

     Para 1917, la notoriedad que había alcanzado el Alma Llanera era tal, que fue incluida en las pianolas y organillos.  

     Desde entonces, Alma llanera ha sido interpretada por diferentes artistas nacionales e internacionales, siendo el tema más importante del cancionero popular venezolano. Entre los grandes artistas extranjeros que la han interpretado destacan Xavier Cugat, Jorge Negrete, Julio Iglesias, Plácido Domingo, Pedro Fernández y Gilberto Santa Rosa, entre muchos otros. He aquí la letra de la famosa pieza musical:

ALMA LLANERA

 

Yo nací en esta ribera
del Arauca vibrador
soy hermano de la espuma
de las garzas, de las rosas
Y del sol
Y del sol

 

Me arrulló la viva diana
de la brisa en el palmar
y por eso tengo el alma
como el alma primorosa
Del cristal
Del cristal

 

Amo, lloro, canto, sueño
con claveles de pasión
para ornar las rubias crines
al potro de mi amador.

 

Yo nací en esta ribera
del Arauca vibrador;
soy hermano de la espuma,
de las garzas, de las rosas
Y del sol
Y del sol

     El texto refleja un sentimiento de respeto y arraigo con la patria venezolana, en tanto que la música es netamente nacional, sacada de los aires del pueblo, con toda la vibrante emoción que se contagia a los nervios. Por ello, la pieza caló con rapidez en la memoria de la gente que, con el pasar de los años, comenzó a considerarla como un segundo himno nacional.

     Según el historiador Oldman Botello, fueron las llanuras de Apure y los alrededores de El Yagual, los escenarios que sirvieron de inspiración para que Bolívar Coronado diera vida a esta composición poética.

      Cuentan que fue en la Semana Santa del año 1913, al ir a visitar a su cuñado enfermo en una hacienda al sur de Villa de Cura, cuando el joven aragüeño escribió la reconocida canción.

Un escritor incansable

 

     Rafael Bolívar Coronado, quien nació en Villa de Cura, estado Aragua, el 6 de junio de 1884, estudió tan solo hasta sexto grado de primaria. No obstante, tuvo desde pequeño un gran hábito de lectura. Eso lo estimuló a escribir. Cuenta su biógrafo, Rafael Ramón Castellanos, en su libro: “Un hombre con más de seiscientos nombres”, que este célebre aragüeño fue un inagotable literato. Escribía semanalmente artículos cortos y reseñas que publicaba en las revistas y periódicos de mayor circulación de la época, como El Cojo Ilustrado, El Constitucional, El Tiempo, El Nuevo Diario y El Universal, entre otros.

     Tras el éxito del Alma Llanera, el gobierno del general Juan Vicente Gómez lo becó para ir a estudiar a España, pero su irreverencia lo hizo perder al poco tiempo el apoyo oficial. Despotricó a cuatro vientos sobre la criminal dictadura gomecista.   

     En la capital española trabajó con el también escritor venezolano Rufino Blanco Fombona, en el rastreo de obras de autores hispanoamericanos para su publicación en la Editorial América. Allí, Bolívar Coronado, dio vida a numerosos escritos bajo falsas identidades. Se hizo pasar por autores de la talla de Andrés Bello, Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz, José Martí y Amado Nervo, entre muchos otros. Era tal la calidad de esos escritos que nadie sospechaba que fueran apócrifos. Hasta que, en 1919, Blanco Fombona lo descubrió y juró matarlo. Como consecuencia de ello, Bolívar Coronado se fue a vivir a Barcelona. En esa urbe catalana, se hizo pasar por corresponsal de guerra en el Sahara, enviando crónicas sobre la situación en África a periódicos y revistas de esa localidad.

     Con apenas 40 años y sumido en una gran pobreza, falleció en esa ciudad española, en 1924.

Prodigioso músico y apasionado compositor

 

     Pedro Elías Gutiérrez nació en La Guaira, el 14 de marzo de 1870. Desde temprana edad se dedicó a la música. Tenía una enorme facilidad para aprender a tocar instrumentos de cuerdas. Fue un maravilloso ejecutante del contrabajo, habilidad que le permitió ingresar a la Banda Marcial de Caracas en 1901, donde llegó a ser director entre 1909 y 1946. Para esa banda realizó numerosas composiciones y adaptaciones.

     Como compositor cultivó el género de la zarzuela y el vals. Fue uno de los músicos pioneros de la industria discográfica venezolana. En 1917, grabó no menos de 20 composiciones para la empresa estadounidense «Victor Talking Machine Company», entre ellas, Alma Llanera, cuya partitura era una adaptación del vals Marisela, del también celebrado músico venezolano Sebastián Díaz Peña (1844-1926). 

     Asevera el escritor Jesús Colmenares que la tradición venezolana de concluir las fiestas con el Alma Llanera se debe al maestro Gutiérrez, quien cerraba las actuaciones de la Banda Marcial interpretando el Alma Llanera, para darle así mayor promoción a la mencionada pieza musical.  

     Pedro Elías falleció en Macuto, estado La Guaira, a los 84 años, en 1954.

Derechos del Alma Llanera

 

     En 1916, Pedro Elías Gutiérrez negoció los derechos de autor de la canción Alma Llanera con la empresa estadounidense “Victor Talking Machine Company” que, al año siguiente, la dio a conocer al mundo a través de su incorporación en las matrices de las pianolas y organillos. Estos derechos caducaron en los años treinta. Sin embargo, poco tiempo después, en 1942, el maestro Gutiérrez cedió nuevamente los derechos a otra compañía norteamericana denominada “Peer International Corporation”, dejando a un lado otra vez a los sucesores del escritor de la letra, la familia Bolívar Coronado, que nunca recibió pago alguno por los derechos de autor.

     En 1967, hubo una intensa campaña en los medios de comunicación para que los ingresos económicos producto del pago de derechos de autor fueran repartidos equitativamente entre ambas familias. Un año más tarde, la Asociación Venezolana de Autores y Compositores (AVAC Hoy SACVEN) contactó en Caracas a la señora Zoila Bolívar Coronado de García, hermana del autor, y comenzó a cancelarle el 50% de los derechos que le correspondían, según informó el periodista Rafael Rodríguez en un amplio reportaje que publicó en la revista Venezuela Grafica, del 15 de marzo de 1970.

     No obstante, muchos años más tarde, en 1984, el conocido periodista Raúl Vallejo aseguró en un escrito publicado en el diario El Nacional, del 6 de diciembre de ese año, que los herederos de Bolívar Coronado jamás habían cobrado los royalties que le correspondían y asomaba la idea de que, por decreto presidencial, Alma Llanera pase a ser patrimonio nacional, con lo cual los derechos serian del Estado venezolano.

      Hoy SACVEN tiene los derechos de Alma Llanera

Loading
Abrir chat
1
Contacta a nuestro equipo.
Escanea el código
Contacta a nuestro equipo para aclarar tus dudas o solicitar información.