Un explorador de minas en caracas
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Un explorador de minas en caracas
Lo que en el tiempo actual se conoce bajo la denominación viajero, constituye una pléyade de personajes, hombres y mujeres, que dedicaron una porción de sus vidas a incursionar, para conocer mundos mágicos, misteriosos y nuevos, en espacios territoriales diferentes a sus lugares de origen. Venezuela recibió no menos de ciento cincuenta durante el decimonono, entre quienes hubo curiosos, invitados oficiales, espías, aventureros, misioneros, exploradores, naturalistas, científicos, embajadores o representantes de gobiernos extranjeros. La gran mayoría de sus cuadernos o bitácora de viaje pasaron por el taller del impresor y, así, un público mayor tuvo acceso a realidades culturales diferentes y a personas que mostraban modos distintos de llevar a cabo su existencia allende los mares. La tierra de Bolívar, o guerra, paz y aventura en la república de Venezuela forma parte de uno de esos textos redactado por un viajero británico de nombre James Mudie Spence.
Spence estuvo en Venezuela entre marzo de 1871 y agosto de 1872. El propósito de su viaje era el de examinar las potencialidades de las minas de carbón de Naricual y las posibilidades de producción de guano y fosfatos en las islas aledañas al territorio de Venezuela. Su viaje no formó parte de una misión oficial, aunque contó con el aval y anuencia del encargado de negocios de Gran Bretaña, quien sirvió de enlace para hacer la petición correspondiente a Antonio Guzmán Blanco y a algunos de sus ministros. La estadía de Spence en Caracas coincidió con la primera excursión por la montaña que sirvió de camino para alcanzar el Pico Naiguatá. También, presenció la Primera Exhibición Anual de Bellas Artes realizada en Caracas para el año de 1872.
Spence expuso, a lo largo de su relato, cifras y números, aspectos y pormenores de la ciudad con lo que mostró una disposición crítica porque revisó documentación oficial para dar vigor a varias de sus ideaciones. Al recordar a José de Oviedo y Baños lo hizo para comparar la capital de Venezuela con el Paraíso, tal como lo había hecho este cronista de tiempos coloniales. Esta comparación se evidenció al corroborar que cuatro ríos bañaban todo el valle caraqueño. Anauco, Catuche, Caroata y Guaire eran los cuatro márgenes fluviales que atravesaban y hacían más fértiles estas tierras “paradisíacas”. Cuando hizo referencia al clima de la ciudad lo asoció con una “primavera perpetua”, con una atmósfera clara y con un aire puro y “delicioso” y bajo una temperatura de veintiún grados centígrados. Esto lo condujo a ratificar que ninguna capital cercana al Ecuador estaba “tan bien situada como Caracas en cuanto a clima y proximidad a la costa”. En lo que respecta a las edificaciones y la estructura de la ciudad destacó que estaba constituida por unas cuarenta calles y con ciento cincuenta manzanas diferenciadas. Las casas las describió como representativas del estilo hispanoamericano, de un solo piso y un espacio denominado patio.
En su descripción destacó la existencia de veinte iglesias, todas consagradas al culto del catolicismo romano. Una de las que le pareció con rasgos de belleza fue la de Nuestra Señora de las Mercedes, edificada en 1857. A ésta la describió como un templo de estilo dórico y agregó que, con respecto a su estructura, era una de las pocas edificaciones de Caracas en las que se había respetado las reglas y proporciones propias de la arquitectura, según le habían informado conocedores de estos asuntos. En su narración, hizo notar la existencia de diez puentes, tres teatros, veintidós fuentes públicas y ocho cementerios, seis de los cuales estaban destinados a fallecidos cristianos y dos a protestantes. En la ciudad capital estaba situada una Casa de Misericordia, un hospital militar y otras instituciones dedicadas a la beneficencia. En Caracas la vida comercial exhibía variedad y contribuía al funcionamiento de unos quinientos establecimientos mercantiles y manufactureros.
Según información oficial examinada por él, la población de la ciudad, para 1856, no superaba la cifra de 44.000 personas y se había proyectado, en este año, que para 1867 superaría los 60.000 individuos. Sin embargo, un censo poblacional de 1867 reveló que sólo había 47.013 personas. De las cuales 11.309 eran varones mayores de dieciocho años y 8.564 menores de edad, que sumados eran 19.873 de sexo masculino. Del “bello sexo” había 16.500 mayores de quince años y 6.946 menores de esta edad y que sumados resultaban un total de 23.446. Agregó, además, que había 3.694 extranjeros, sin que la información consultada diferenciara entre sexo masculino o femenino. Acerca de los números respecto a los dos sexos comentó: “los jóvenes atractivos y simpáticos tendrían una buena oportunidad, ya que había 13.424 mujeres solteras, cuyos posibles enamorados sólo alcanzaban a 7.999”. Sin incluir a los integrantes del ejército y enfermos recluidos en hospitales, la población sumaba 20.495 personas que sabían leer y escribir, mientras que el número de analfabetas reunían los 25.403 individuos.
Spence se dedicó a revisar documentos oficiales que intercaló con visiones particulares de la ciudad, sus habitantes y características ecológicas. Por otro lado, destacó que el número total de nacimientos alcanzó, entre el primero de julio de 1870 al treinta de junio de 1871, la cifra de 1621 de los cuales 827 fueron varones y 794 fueron hembras. En lo atinente a las coyundas de las parejas, 746 habían nacido con la “bendición de la Iglesia”, mientras 875 lo habían hecho sin la aprobación eclesial y, por tanto, se tenían como ilegítimas. De estas uniones la prole no contaba con la presencia del padre y la madre, sino alguno de ellos, por lo general, la madre. Según sus propias indagaciones el incumplimiento de un sagrado deber como el reconocimiento de la unión conyugal tenía su causa en los altos honorarios cobrados por los sacerdotes, “que hacían del servicio matrimonial un lujo fuera del alcance de los pobres”.
En lo que se refiere a las instalaciones escolares dejó escrito que, entre 1870 y 1871, contaba con cuarenta establecimientos para la enseñanza y la instrucción en cuyos espacios se agrupaban 1138 varones y 785 hembras. En el nivel universitario había 162 estudiantes, en el Seminario Tridentino había 2135 de éstos. De ellos, 1175 personas lo hacían en colegios privados. Le pareció importante que la Universidad de Caracas funcionara con recursos provenientes de la renta producida por la Hacienda Chuao, “que se considera la mayor plantación de cacao en el mundo”.
En lo relativo a las edificaciones eclesiásticas recalcó que la Catedral de Caracas no era una digna representación de la magnificencia del sistema eclesiástico. De acuerdo con información recopilada por iniciativa propia, se enteró que luego del fuerte movimiento telúrico de 1641 se alteró su original diseño con el intento de hacerla más resistente a cualquier catástrofe natural. Mostró su satisfacción porque este propósito fue alcanzado tal como se mostró con el terremoto de 1812 y la construcción se mantuvo en pie. Sin embargo, perdió su talante magnificente y suntuoso. El estilo que exhibía, según su apreciación, daba la sensación de pesadez, era una especie de toscano, sin mayores pretensiones artísticas o arquitectónicas, al contrario, resultó una construcción sin regularidad y con proporciones discordantes. Así como resaltó asuntos como el mencionado con anterioridad, no dejó de destacar leyendas divulgadas entre algunos creyentes.
Es el caso, por ejemplo, de la imagen de Nuestra Señora de la Soledad que reposaba en el templo de San Francisco. Contó que, según una leyenda conocida, una persona denominada Juan del Corro había ordenado una réplica de aquella representación en España. Petición que fue atendida y despachada desde la península ibérica, pero al transitar a su destino el barco, donde la imagen venía, se había tropezado con una fuerte tormenta, aunque el navío y su tripulación se salvaron del hundimiento, la caja en la que venía la imagen de Nuestra Señora de la Soledad cayó al mar. Días después unos trabajadores, cuyo patrón era Juan del Corro, mientras desarrollaban sus labores a la orilla de la playa se toparon con una misteriosa caja. De manera inmediata la recogieron y llevaron a casa de Corro quien al abrir la caja vio la imagen de la virgen intacta. Fábulas como esta le sirvieron a Spence para ejemplificar una forma de mantener viva la fe con el uso de una representación religiosa.
El viajero que narra sus experiencias de viaje, con intenciones de ver impresas y editadas sus ideaciones, toma en cuenta una variedad de aspectos de la sociedad. Por tanto, lo que ofrecen como resultado bordea una suerte de etnología en combinación con razonamientos naturalistas y, en ciertas circunstancias técnicas. De igual manera, algunos pormenores de la dimensión política se encuentran presentes en sus argumentaciones, así como no se dejan de lado consideraciones relacionadas con hábitos y costumbres de las agrupaciones humanas objeto de su examen y descripción. Se sabe que una de las diversiones históricas del venezolano son las peleas de gallo. A este respecto, Spence alcanzó a expresar que Caracas poseía el “verdadero coliseo de las galleras venezolanas”. Si los caraqueños dedicaban tiempo a un pasatiempo “desmoralizante”, especialmente para un británico, también eran aficionados a El Casino. Describió éste como un jardín de recreo público, “en torno a cuyos emparrados trepaban las plantas”, más arriba, prosiguió en su descripción, palmas y frondosos árboles los proveían de sombra con sus agradables hojas. Dalias, jazmines y rosas daban prestancia y belleza a la escena por la que circulaban o se posaban hombres y mujeres. Por tal motivo, escribió que resultaba muy alentador escuchar los agradables conciertos al aire libre en tan admirable escenario. A esto sumó que una de las grandes atracciones del citadino era el consumo de helados preparados a base de frutas tropicales nativas del lugar.
Hizo notar un encuentro sostenido por él y otros británicos con Antonio Leocadio Guzmán, quien les había relatado una anécdota que le sirvió para ejemplificar el carácter o “elemento romántico” muy propio del proceder político en Venezuela. El cuento se centró en la aspiración presidencial de Guzmán y por pillerías de sus adversarios le fue arrebatado. Resaltó que el relato lo hubiese desarrollado en perfecto inglés, además dejó escrito que a pesar de su edad el padre del presidente de la república, para ese momento, era un hombre sano y fuerte, con plena “capacidad intelectual”. Asimismo, agregó que era un hombre que había jugado un papel relevante en el variado “drama de la independencia de Sur América”.
A Antonio Guzmán Blanco lo describió como un hombre de “imponente presencia y maneras muy atractivas, uniendo a la dignidad del soldado la suavidad del cortesano”. A esto agregó que su rostro rememoraba resolución de carácter e implacable decisión para culminar con éxito todo propósito en que se empeñara llevar a cabo. Como ejemplo indicó que “su larga carrera política y militar probaba con exceso que poseía estas cualidades en no común grado”. Adujo que los viajes que había realizado Guzmán Blanco por Europa, así como su estadía en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de Norteamérica, le habían proporcionado la oportunidad de examinar de cerca las realizaciones de la civilización. De ahí su empeño por establecer un gobierno estable y también por desarrollar las grandes riquezas potenciales de Venezuela. Recordó que sus conversaciones giraban alrededor de las dificultades y amplitud del trabajo que había emprendido. Luego de este encuentro con el presidente de Venezuela, Spence concluyó que sería recordado, en la historia del país, no sólo como buen soldado, “sino como un liberal y prudente patrocinador de las artes de la paz”.
Para Spence el país había empezado a transitar la vía del progreso. La demostración de esto lo constituían el estímulo al desarrollo de los recursos naturales con la instalación de una red ferrocarrilera, la creación de vías y el establecimiento del telégrafo. Recordó que muchas obras estaban en proceso de desarrollo y que Venezuela, Caracas en especial, serían famosas por la belleza de sus edificaciones públicas, tal como lo era entonces por la “perenne primavera de su clima y la belleza de sus paisajes circundantes”.
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