Las doce manzanas del cuadrilátero

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Las doce manzanas del cuadrilátero

     Escribió Arístides Rojas (1826-1894) una crónica en la que hizo referencia a La Ciudadela o el cuadrilátero que abarcaba la plaza de Altagracia, la esquina de Maturín, la de Traposos y la de La Bolsa. Lo hizo con el propósito de poner de relieve “los más notables acontecimientos de nuestra historia”, tanto en tiempos de la Colonia como los correspondientes a la Independencia. En su escrito titulado: “El cuadrilátero histórico” estampó que en las doce manzanas que comprendía dicho espacio albergaba la primera casa edificada por Diego de Losada, así como el primer templo construido a instancias de él, llamado San Sebastián que sería denominado después San Mauricio. De inmediato pasó a enumerar lo que en el denominado cuadrilátero se apreciaba aún a finales del 1800, como lo fueron los antiguos conventos de monjas, el palacio de los capitanes generales, la Audiencia, la Intendencia, la Cárcel Real, el Ayuntamiento o Casa Municipal, la Universidad, el Seminario Tridentino, la catedral con su cementerio y prisión para eclesiásticos, la Tesorería Real, los almacenes y oficinas de la Compañía Guipuzcoana, la Tercena o venta del tabaco, la vivienda de los jesuitas, la casa donde se instaló el congreso constituyente de 1811, el primer teatro real, las oficinas de la primera imprenta en Caracas, el Arzobispado, el domicilio donde se instaló Humboldt y, en los últimos años, la casa donde nació Simón Bolívar, el recinto donde llegó en 1827 y el templo donde reposaban sus restos, así como la plaza donde se escenificó su apoteosis.

     Como se hizo usual entre quienes se dedicaron al cultivo de la historia patria y nacional, la figura de Bolívar fue fundamental al hacer referencia a los principios de la nacionalidad. Rojas formó parte de esta tradición en que lo nacional se asoció con los líderes del bando patriota, Bolívar en especial. Por esta razón, puso de relieve lo expresado por este último a raíz del movimiento telúrico de 1812, también quien recibiría en el templo de San Francisco el título de Libertador y que veintiocho años después sería el espacio en el que reposarían sus restos mortales. 

    En la descripción tramada por Rojas éste destacó que frente al derruido templo de San Jacinto se encontraba la casa que habitaba la familia Madriz, la misma casa donde nació Simón Bolívar en 1783. Por el lado norte, se encontraba la que había servido de asiento a la Audiencia a inicios del 1700.

     Todavía ella mostraba en la puerta una campana de la cual pendía una cadena de hierro; el culpable que al ser perseguido tiraba de la cadena quedaba bajo el amparo de la Audiencia, “y nadie podía tocarle”. Recordó que solo dos templos contaron con este privilegio, la Catedral y Altagracia, con ejemplos de que la justicia no traspasó las puertas, mientras el culpable lograba alcanzar el santo de su devoción y arrodillarse ante él. Agregó que existió otra casa que recibió esta gracia de manos de la Corona española, “fue la de la familia Arguinzones, ya extinguida, que vivió en la esquina del mismo nombre, hoy llamada esquina de Maturín”.

     Continuó Rojas indicando lo que esta porción territorial albergaba. En la esquina de Maturín había edificado Diego de Losada su primera morada. “De manera que al lado oriental del cuadrilátero histórico está limitado en sus extremos norte y sur por dos casas célebres: la que fundó Losada, hoy en escombros, y aquella en que nació Bolívar”. Asentó que, la casa de Valentín Ribas, hermano del general Ribas, ambos participantes en la conjura de 1810, estaba en la misma esquina y en una porción donde se situaba el templo masónico. Continuó su narración rememorando que la mansión de los Ribas desapareció con el terremoto de 1812. Subrayó, en su escrito, los pesares que sufrieran otros integrantes de esta familia. Dos años después del movimiento telúrico, en 1814, los monárquicos cortaron la cabeza de José Félix Ribas que fue colocada en una jaula en el camino a La Guaira. Para 1815 el general Moxó ofreció una recompensa de cinco mil pesos por la captura y entrega de Valentín Ribas. Éste sería asesinado por uno de sus empleados en un hato de Camatagua. Rojas recordó que a estas desgracias se sumó la muerte de sus hermanos Juan Nepomuceno y Antonio José, quienes fueron víctimas de las pasiones políticas del momento.

     En la relación que proporcionó Rojas, estableció que en los contemporáneos edificios del Ministerio de Guerra y del Parque estuvieron las oficinas de la conocida Compañía Guipuzcoana, mientras la factoría del tabaco, llamada la Tercena, estuvo situada en lo que era el jardín del Casino. La narración tejida por Rojas no dejó de destacar asuntos propios de la vida cotidiana, cuestiones tenidas, a finales del decimonono, como atributos del carácter de los pueblos se constituyeron en parte de la argumentación acerca de lo nacional. No sólo lo relacionado con la heroicidad patriota, también de suyo se creyó en hábitos y costumbres como atributo de diferenciación con otros espacios territoriales nutrieron y formaron parte de la narrativa nacional extendida por él.

     Es por ello que recordaba situaciones como la experimentada por un intendente español quien, en actividades propias de un enamorado, solía escalar por una casa para el encuentro amoroso con una dama. Hasta que la matrona de dicha casa le descubrió en sus andanzas amorosas, una noche en la que pretendía repetir lo que había hecho usual como amante furtivo. Evento que rememoró al describir el lugar ocupado por la casa de la Tesorería y la casa de habitación colindante, lugar donde fue pillado el intendente español. Lo cotidiano y menudo, propios de la vida privada y propicios para ser narrados dentro de un marco de tipicidad, autenticidad y originalidad asumidas fueron un componente esencial de la narrativa nacional.

     En su delineación escribió que frente a la Tercena estaba la casa que había sido fundada por los integrantes de la Compañía de Jesús en el 1700, única casa en Caracas a prueba de terremotos. Redactó que la casa que habían ocupado los antiguos capitanes generales estaba en la calle Carabobo. Recordó que, de los tres últimos representantes del rey de España, en Venezuela, sólo dos de ellos habían fallecido en este territorio y sus cuerpos sepultados en el templo de las monjas carmelitas, el del mariscal Carbonell desde 1804, mientras el del mariscal Guevara y Vasconcelos, que murió en 1807, estaba enterrado en el templo de San Francisco. El último de estos representantes, Emparan y Orbe, no falleció en Venezuela.

     Al sur de la casa de los capitanes generales se había instalado en 1811 la Sociedad Patriótica, en una esquina denominada Sociedad a raíz de este establecimiento. 

     De la misma posición de la casa de los capitanes generales, hacia el lado norte informó Rojas, había sido instalada la Intendencia. Al frente y hacia el sur de la casa episcopal estaba la casa que sirvió de lugar para la imprenta de Baillío y Compañía, en 1810. La primera casa de imprenta se situó en la plaza de Altagracia y después frente a la puerta norte de Catedral. “Quizá nada queda hoy de las prensas introducidas en Caracas en 1808”.

     Evocó que la Sociedad Patriótica desarrolló sus sesiones en la esquina de Sociedad. El congreso constituyente de 1811 había extendido sus deliberaciones en la casa del conde San Javier, llamada esquina del Conde. Rojas expresó que este sitio debería denominarse esquina de los Condes porque frente al de San Javier hacía vida el de la Granja y hacia el norte el de Tovar. “No fue la Caracas colonial tan rica en condes y marqueses como en generales y doctores la Caracas republicana. Para tres condes hubo cuatro marqueses y muchos caballeros de distintas órdenes”.

     Rememoró en que la casa del conde de Tovar había sido el lugar donde se había efectuado la jura de Carlos IV a finales del 1700. Para el banquete ofrecido en esta ocasión, por parte de los notables de Caracas, se utilizó un mantel de mesa que consistía en vidrios de espejos unidos. “¡Qué antítesis entre esta abundancia de luz por dentro, mientras afuera no había ni instrucción pública, ni imprenta, ni bibliotecas!”.

     De acuerdo con su percepción la plaza Bolívar podría considerarse como el centro del cuadrilátero, puesto que ella había sido escenario de eventos de júbilo y de dolor, episodios lúgubres, gritos de vida o muerte. Entre los episodios que trajo a colación fue el sucedido el 19 de abril, los correspondientes a 1811 y la desgracia de Miranda en 1812. Fue el mismo “templo” en que se había festejado el advenimiento de un nuevo rey. En el mismo llegaron Monteverde, Boves, Morillo, Moxó. También Bolívar y donde se quemó, en 1806, el retrato de Miranda, sus proclamas y la bandera tricolor. La misma de los días jubilosos de 1813, en especial la procesión ordenada por Bolívar que condujo el corazón de Girardot hasta la catedral de Caracas. 

     El mismo lugar evocó a Rojas los días de 1814, cuando Bolívar y los suyos tuvieron que huir ante la arremetida realista. Allí se concentraba el recuerdo de una batalla perdida, pero en ella prometió volver para liberar el territorio de las fuerzas leales a la corona. Fue la misma plaza donde ordenó la huida para evitar una liquidación segura. Agregó que, el arzobispo Narciso Coll y Prat, luego de huir el Libertador, extrajo del altar mayor el corazón de Girardot, donde había sido enterrado y luego depositarlo al lado del cementerio de la misma iglesia. 

     Se puede asegurar que la historia patria y la historia nacionalista que se impuso durante el 1800 tuvo en el imperativo moral su razón de ser. Así, la lectura que hicieron aquellos que desplegaron estudios del pasado, se sintieron en la obligación de construir sus frases narrativas bajo un marco de imperativo moral. Asimismo, fue muy común asociar las acciones de los denominados realistas con intereses e ignominias, mientras que las acciones de los patricios criollos fueron asimiladas con un bien. Es necesario advertir que la historiografía acerca del período de emancipación tiene esa característica. Al igual que compromiso moral, el de señalar la Independencia como un bien en sí mismo plagado de positividad.

     Bajo este marco es que puede ser comprendido e interpretado los señalamientos tramados por Rojas en los párrafos finales de su escrito. Luego de referir lo relacionado con la acción de Coll y Prat y el corazón de Girardot, pasó a referir lo que soldados al mando del comandante González ejecutaron. Si bien ponderó la bonhomía de este comandante, no fue igual el trato recibido por sus subordinados a los que calificó de “… hombres feroces … asesinan inicuamente en el camino al conde de la Granja y al señor Joaquín Marcano … aparece en palacio el infame Rosete … y reclama el corazón de Girardot”. Lo relacionado con la reclamación del corazón de Girardot, por parte de Boves y los suyos, ocupan lugar destacado en las líneas redactadas por Rojas. El cambio de lugar que había ejecutado el arzobispo concitaron a que nuestro redactor asentara: “La previsión de Coll y Prat había salvado a Caracas de un hecho ignominioso que al realizarse, habría manchado el carácter nacional…”.

     Rojas concluyó sus líneas al justificar el recuerdo que producía la plaza Bolívar, porque había sido escenario y testigo de eventos diversos. Para alcanzar su cometido hizo uso del nombre de las esquinas y edificaciones de Caracas en donde se escenificaron situaciones, para él, dignas de ser restituidas porque constituían la base fundamental de la historia patria. El Rojas cronista mostró una tesitura en que la combinación de costumbrismo y criollismo se mezclaron en los procesos desplegados con la edificación de un proyecto nacional moderno en Venezuela.

La supuesta invasión francesa a Caracas

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La supuesta invasión francesa a Caracas

     Pretende esta crónica desmentir un supuesto saqueo ejecutado por filibusteros franceses en la provincia de Caracas en los tiempos del período colonial. Arístides Rojas (1826-1894) comenzó su escrito titulado: “De cómo los franceses huyeron de Caracas sin saquearla” al referir que se había generalizado la creencia según la cual piratas franceses habían saqueado Caracas en 1679. Hizo referencia a lo redactado por el jesuita Coleti, en su Dizionario Storico – Geografico dell`America Meridionale – 1771, Alcedo en Diccionario geográfico – histórico de las Indias Occidentales o América, publicado en 1789. De igual manera, lo reiteraron Francisco Javier Yanes, en texto editado en 1840, y Rafael María Baralt en su Resumen de Historia de Venezuela difundido a partir de 1841. 

     Rojas indicó que este era un tema embrollado puesto que filibusteros franceses no asaltaron tierras venezolanas, pero si se hicieron de un gran y rico botín. Según narró este cronista, los únicos perjudicados fueron los miembros del venerable cabildo eclesiástico, quienes vieron cómo se perdían seis mil pesos. A esta información sumó el que Caracas “fue y no fue saqueada en 1679”. Sin embargo, los franceses entraron y salieron del territorio cargando consigo “hasta las gallinas”, además que los capitulares de la ciudad se vieron obligados a pagar un rescate a los invasores.

     Se debe seguir de manera fidedigna lo anotado por Rojas para poder discernir lo que intentó establecer con este escrito. De acuerdo con su experiencia se había enterado que un hombre llamado Jaime Urrieta se dio a la tarea de colocar el mismo nombre a sus hijos.

Arístides Rojas asegura que este era un tema embrollado puesto que filibusteros franceses no asaltaron tierras venezolanas

     Algo que halló similar fue el de mencionar lugares geográficos bajo un mismo calificativo. De esta manera pasó a hacer referencia que Caracas era la denominación de la capital de Venezuela, aunque también llevaba el mismo nombre un riachuelo en la costa de Naiguatá. Afluente proveniente de la cordillera y que derivaba en el mar. Anotó que la bahía de los Caracas figuraba en esos lugares con el mismo nombre que tenían las ricas haciendas en la costa mencionada. Continuó enumerando que Caracas indicaba también un grupo de islas de la costa, a sotavento de Cumaná. También, en los iniciales años de la conquista lo que se conoció bajo el nombre de Provincia de los Caracas o Caracas fue una porción de la costa vecina a las cimas del Ávila y tierras despobladas en su interior.

     Rojas hizo referencia a los años de 1678 a 1680 cuando el filibustero francés Francisco Gramont, luego de haber saqueado varios puntos de la costa venezolana, llegó a apoderarse, para 1680, del puerto de La Guaira, “del cual tomó lo que quiso y se llevó prisioneros al jefe y a la guarnición del puerto que alcanzaba a 150 hombres”. Según escribió, Gramont y los suyos no se conformaron con este pillaje, sino que arrasaron con animales y objetos que había en la costa de los Caracas y haciendas denominadas bajo el mismo nombre. Rojas subrayó que había sido esta la incursión que cronistas e historiadores confundieron con un supuesto saqueo de Caracas, la capital.

     Contó el cronista que los habitantes de Caracas vivían en constante zozobra por el temor a invasiones e incursiones filibusteras, capitaneadas por holandeses, franceses e ingleses en su disputa con la corona de España y alrededor de las tierras atesoradas por los españoles desde principios del 1500. Rojas aseguró que Caracas no había sido asaltada por piratas que rondaban islas y archipiélagos del Caribe. Sin embargo, se dedicó a mostrar cómo los franceses tuvieron que huir de la provincia. El propósito axial que motivó este escrito fue el de superar los mitos tejidos alrededor de esta creencia, “y triunfe por completo la verdad histórica”. Sin duda, lo que hoy se puede asumir del mismo escrito es la intención de crítica, que fue una de las banderas enarboladas por quien asumió el enfrentamiento de suposiciones tenidas como verdad y hechos consumados en la historia de Venezuela.

     Agregó en su artículo que, en los días de la segunda expedición de Miranda y su llegada a las costas de Falcón en 1806, hubo alarma entre los habitantes de la provincia. Por ello el gobernador Guevara Vasconcelos se aseguró de pedir auxilio a las autoridades francesas de Guadalupe, desde donde se envió un contingente de soldados que permanecieron acantonados, hasta fines de 1808, en el Cuartel San Carlos a la espera de cualquier eventualidad para las que se les requiriese.

     Guevara Vasconcelos murió en 1807 y fue sustituido por Juan de Casas, “español de buena índole, aunque de carácter débil para afrontar las difíciles circunstancias que iba a atravesar su gobierno”. Para julio de 1808 se conoció en Caracas lo acontecido con la llamada abdicaciones de Bayona. Renuncias que habían sido acicateadas por Napoleón luego del motín de Aranjuez. Para mayo de este año Napoleón había conducido a las autoridades españolas a Bayona, Francia, donde obligó a Fernando VII a que devolviera el cetro a su padre, Carlos IV. Hecho esto Napoleón constriñó a este último que entregara el mando regio a él. Al haberse consumado esta renuncia el emperador francés nombró a su hermano, José Bonaparte, monarca del reino español. A quien le adjudicaron el mote: Pepe botella, entre los españoles que le adversaban, no por beodo, sino por haber decretado la libertad del juego de naipes y la eliminación de aranceles que pechaban el aguardiente y los licores.

     Para aquellos días, los gobiernos de Inglaterra y Francia enviaron emisarios para la provincia de Caracas, centro de poder administrativo y político de la Capitanía General de Venezuela.

     El emisario francés entregó a la autoridad provincial documentación referida al nuevo estatus político – administrativo de España y su reino bajo el mando de Bonaparte. Los ingleses, en cambio, pedían a las autoridades de la Capitanía no ceder a las pretensiones napoleónicas y garantías de protección a sus intereses, como aliados de la monarquía española y de los españoles que libraban una guerra contra el invasor francés.

     Escribió Rojas que, para el 15 de julio la población caraqueña ya estaba enterada de la llegada del bergantín francés “Le Serpent”, en el que venía el portador de información enviada desde el Viejo Continente. Un comisionado francés entregó al coronel Casas información acerca del nuevo estatus político y administrativo de España y de ultramar. De manera inmediata algunos miembros de la comisión napoleónica se combinaron con los pobladores de la comarca. Rojas anotó que uno de ellos, Mr. Lemanois, quien se hallaba alojado en la posada del Ángel, procedió a difundir y leer informaciones acerca de los sucesos de Bayona extraídas de las Gacetas francesas. Narró Rojas que, hubo algunos curiosos que escucharon con atención la lectura que llevó a cabo un comisionado francés. Sin embargo, uno de los que oía, el oficial ingeniero Diego Jalón, mostró su indignación con modales poco corteses y con señalamientos acusatorios contra el gobierno francés.

     Según Rojas la polémica se fue extendiendo a otros oficiales en apoyo a Jalón convirtiendo la posada en recinto de querella. Entre las frases utilizadas por los oficiales de la comarca fue: “Viva Fernando VII y muera Napoleón con todos sus franceses”. En cuestión de minutos, indicó Rojas, un numeroso grupo de personas se encontraba frente al palacio de gobierno a la vez que vociferaban consignas a favor del rey depuesto y en contra de los franceses y su emperador. Fue bajo este contexto que se reunió el Cabildo en que se acordó tributar fidelidad a Fernando VII y no a José Bonaparte. De esta reunión salió una comisión para exigir al capitán general que emitiera una declaración en la que mostrara la obediencia debida al primogénito de Carlos IV. Se sabe que Juan de Casas y sus inmediatos colaboradores se mostraron recelosos de la difusión de la información de los comisionados franceses. No obstante, al saber el propósito de la inusual visita no tardaron en aparecer expresiones de descontento y adhesión a ella.

     Ante la conmoción, los franceses, quienes se encontraban degustando un almuerzo en la casa del comerciante Joaquín García Jove, mostraron una inquietante actitud ante lo que acontecía en las afueras, provocada por su presencia en la comarca. Ante tal situación se comunicaron de forma inmediata con el gobernador Casas, éste respondió por medio de su secretario, Andrés Bello, quien fue recibido con la siguiente petición: “Sírvase usted decir a su excelencia que ponga a nuestra disposición media docena de hombres, y no tenga cuidado por lo que pueda hacerme la turba que está vociferando en la calle”. Aunque este pedimento fue recibido, los franceses debieron salir de modo presuroso y escoltados por soldados enviados por el gobernador.

     Coincidió con este evento el arribo a puerto venezolano de la fragata inglesa denominada Acasta. Su capitán, y tripulación que le acompañaba, había sido comisionado por el gobierno de Inglaterra para que informara a los venezolanos que los pueblos de la península se encontraban en guerra contra los ocupantes franceses en su territorio. Mientras los franceses transitaban hacia el puerto de La Guaira y escudados por un grupo de hombres bien pertrechados, los ingleses llegaron a Caracas donde fueron recibidos con poco entusiasmo por parte de las autoridades reales y con alborozo por parte de algunas familias de la comarca.

     Dejó asentado Rojas que lo presenciado hacia 1808, en Caracas, avizoraba lo que acontecería desde el año de 1810. No le faltaron razones al cronista venezolano para referir lo narrado como precedente del 19 de abril de 1810. Los historiadores han hablado de un último acto de fidelidad a Fernando durante 1808, también del proceso judicial del que fueron objeto por las exigencias que hicieron al capitán general ante lo acontecido en Bayona. Lo cierto del caso es que los argumentos esgrimidos durante abril de 1810, muestran hoy el temor existente frente a un nuevo colonialismo protagonizado por el emperador de los franceses. De igual manera, la desconfianza que despertó el consejo de regencia, avalado por el consejo de España y América, por su asociación con la ocupación francesa, por una parte, y, por otra, por haber sido propuesto por las autoridades inglesas por medio de Wellington.

     Escribió Rojas que el capitán inglés Beaver, antes de abandonar Caracas, mostró sus intenciones por apoderarse de la embarcación francesa Le Serpent. Casas se adelantó a los planes del inglés y le hizo frente al amenazarle de abrir fuego contra el barco por él capitaneado si llegare a atacar el barco francés. Al no contar con protección y apoyo para sus intenciones Beaver se dirigió a La Guaira para emprender su regreso a tierra inglesa. Unos días después el capitán general mandó a salir a los soldados franceses, para ello los dividió en dos grupos. Los integrantes de las tropas que habían llegado desde Guadalupe en 1806, y que habían sido apostados en Puerto Cabello, fueron los primeros en iniciar su regreso a la isla antillana, habían partido cuando la tripulación del Le Serpent era objeto del ataque inglés bajo el mando de Beaver en el mar océano.

     Rojas no dejó de destacar que lo que cronistas e historiadores venezolanos observaron y difundieron como un ataque filibustero a la ciudad de Caracas, era parte de una confusión proveniente del nombre de un espacio geográfico y utilizado para otros lugares de la Capitanía General de Venezuela. Resulta interesante observar cómo Rojas abordó el examen de tradiciones, mitos y leyendas que habían nutrido las narraciones históricas hasta, al menos, el 1800 venezolano. Sus narraciones y relatos no sólo fueron tramadas como búsqueda por aclarar confusiones sino de mostrar y mostrarse dentro del ámbito historiográfico. El ejemplo que mostró con las denominaciones utilizadas para identificar personas, así como los nombres utilizados para hacer referencia a lugares geográficos deben ser necesariamente revisados para encontrar un origen y una autenticidad que se supone se encuentran en las huellas del pasado. En términos generales, Rojas ejercitó un tipo de crítica histórica de gran relevancia, aunque muy marcada por el ambiente historiográfico de su tiempo.

Café y arte musical en el valle de Caracas

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Café y arte musical en el valle de Caracas

     Las líneas que siguen las voy a sustentar con una de las variadas crónicas redactadas por el venezolano Arístides Rojas (1826-1894), quien había estudiado medicina, aunque prefirió dedicar su vida intelectual a exaltar leyendas históricas de cuño venezolanas. Intentó reescribir versiones legendarias y narrarlas de acuerdo con los principios científicos con los cuales se nutrió la historia durante el 1800. Rojas dedicó sus escritos a lo que denominó historia patria. Escogió tradiciones, crónicas y leyendas para el forjamiento de una conciencia histórica nacional. La característica fundamental de sus exposiciones escriturarias fue que las asentó en los orígenes de la nacionalidad. Concepto asociado con principios legales y jurídicos, en conjunto con la noción de nacionalidad como carácter nacional o expresión cultural. Su insistente búsqueda de la nacionalidad o la venezolanidad quedó expresada en el escrutinio del origen de hábitos, costumbres, creencias, leyendas, fábulas, cuentos como expresión de una originalidad o una autenticidad territorial.

     Una de sus crónicas, relacionada con la ciudad capital, la tituló “La primera taza de café en el valle de Caracas” en la que anotó que, a partir de 1728, año cuando se estableció la Compañía Guipuzcoana, se cultivaba en el valle de Caracas algo de trigo, el que hubo de ser abandonado debido a las plagas, así como caña de azúcar, algodón, tabaco. Desde este año comenzó a generalizarse el cultivo del añil y el cacao, principales bienes de exportación. La relación que expuso Rojas fue para demostrar cómo a lo largo del 1800 el café se fue extendiendo en varios lugares de la república. 

     De acuerdo con su testimonio el cultivo del café en este valle se desplegó entre los años de 1783 y 1784, en las estancias de Chacao conocidas con los nombres San Felipe y La Floresta, también denominadas Blandín.

Padre Sojo

     Los propietarios de estos recintos fueron Bartolomé Blandín y dos presbíteros de apellido Sojo y Mohedano. Aunque, inicialmente sus arbustos servían para ornamentación y no para fines de producción e intercambio. Rojas expresó que el padre Mohedano tuvo la iniciativa de plantar el fruto del café, pero la cosecha no fue productiva. Luego los tres mencionados se juntaron para constituir semilleros, a imitación de las prácticas antillanas, con los que lograron una abundante recolección.

     Rojas se tiene como una de los grandes cultivadores de la crónica moderna. La crónica que servirá de base al siguiente esbozo es una fehaciente demostración de su búsqueda por enlazar esferas distintas dentro de una misma situación. En esta oportunidad la asociación que hizo fue la del cultivo cafetero con el arte musical en Caracas. Según sus apuntes, cuando se dio inicio al cultivo del café en el valle, Blandín y Sojo cumplían actividades de relevancia en la filarmónica de la ciudad capital. Por esto asentó que, rememorar el arte musical y el cultivo del café en Chacao servía para evocar “recuerdos placenteros de generaciones que desaparecieron”.

     El padre Sojo y Bartolomé Blandín junto con sus hermanas, Manuela y María de Jesús Blandín, unían en las haciendas de Chacao a los amantes y aficionados al arte musical. Por lo general, las reuniones se llevaban a cabo en el Convento de los Neristas, edificado en 1771 en la esquina denominada Cipreses, siendo uno de sus propulsores el padre Sojo, y en las denominadas haciendas del lado este de la ciudad. Contó Rojas que para el año de 1786 llegaron a Caracas dos naturalistas alemanes, apellidados Bredemeyer y Schultz quienes iniciaron sus excursiones por tierras de Chacao y vertientes del Ávila. De inmediato trabaron amistad con el padre Sojo, en su regreso a su lugar de origen, como muestra de amistad y agradecimiento por el trato recibido, enviaron instrumentos musicales y partituras de Pleyel, Mozart y Haydn. “Esta fue la primera música clásica que vino a Caracas, y sirvió de modelo a los aficionados, que muy pronto comprendieron las bellezas de aquellos autores”.

     Una manera de celebrar el producto proporcionado por el cafeto fue extender una invitación para saborear la “primera taza de café”, entre algunas familias y caballeros de la capital aficionados al arte musical. La casa de Blandín, lugar escogido para el ágape, fue ornada con objetos campestres, en especial, una sala improvisada a la sombra de una arboleda, en cuyos extremos figuraban los sellos de armas de España y de Francia. En su descripción puso de relieve los floreros de porcelana donde se habían colocado arbustos de café. Este encuentro festivo sirvió para celebrar el cultivo de un fruto que formó parte del sustento a la economía del país hasta una porción del 1900. En él se dieron cita las “personas de calidad”, así como los amantes de la música de talante académico bajo la tonalidad armónica de Mozart y Beethoven. “La música, el canto, la sonrisa de las gracias y el entusiasmo juvenil, iban a ser el alma de aquella tenida campestre”.

Casa de los Blandin productores pioneros del cafe en Caracas 1930

     El encuentro incluyó un paseo por el sembradío de cafetales. En horas del mediodía se sirvió un almuerzo. Al concluir la ingesta de las doce se procedió a retirar las mesas dispuestas para ello y sólo quedó la que sirvió de soporte para los floreros con los arbustos de café. Dejó anotado que, al sobrepasar el número de invitados, la familia Blandín se vio en la necesidad de pedir prestadas piezas de vajilla, que de “tono y buen gusto era en aquella época, dar fiestas en que figuran los ricos platos de las familias notables de Caracas”.

     Según escribió, al momento de servir el café, “cuya fragancia se derrama por el poético recinto”, los primeros en probarlo fueron quienes ocupaban la mesa donde estaba Bartolomé Blandín, acompañado de Mohedano, Sojo y Domingo Blandín. Como todas las miradas se posaron en el párroco de Chacao, Mohedano, a este no le quedó otra opción que dirigir unas palabras a la concurrencia. Rojas citó en párrafo aparte que Mohedano agradeció a Dios por ayudar a sostener fértiles los campos, junto a la constancia y la fe de los hombres de buena voluntad. Recordó que había citado a San Agustín para ratificar que éste había expresado que cuando el agricultor, al practicar el arado, confiaba la semilla a la tierra, no temía a la lluvia ni a los rigores de las estaciones, porque las esperanzas divinas se imponían a las contingencias.

     El padre Sojo también expresó su agradecimiento al Creador y a la Providencia por lo obtenido. El padre Domingo Blandín hizo lo propio, al agradecer a Dios por conducir a sus hijos por el camino del deber y del amor a lo grande y a lo justo. Luego de estas cortas disertaciones, jóvenes parejas se dedicaron al baile y la danza. Indicó que el resto de la concurrencia se dividió en grupos. Mientras los jóvenes se habían entregado al son de las melodías musicales, “los hombres serios se habían retirado al boscaje que está a orillas del torrente que baña la plantación”. Rememoró que entre estos últimos la conversación dominante fue la relacionada con los últimos acontecimientos en la América del Norte y de los temores que anunciaban los sucesos que se estaban desarrollando en Francia. 

     Rojas dejó escrito que, en medio de la reunión, Blandín, Mohedano y Sojo recibieron reconocimientos y agasajos por sus logros en materia cafetera. Expresó que el padre Mohedano era originario de Extremadura y que había llegado a Caracas en 1759 como familiar del obispo Diez Madroñero y que, al poco tiempo, recibió las sagradas órdenes como secretario del Obispado. Cuando en 1769 se creó la parroquia de Chacao, se postuló para el curato que obtendría por concurso. Hacia 1798 el monarca Carlos IV lo escogió para ser obispo de Guayana, nombramiento que fue confirmado por Pío VII en 1800. Le correspondió a Monseñor Ibarra su consagración para el año de 1801. Su apostolado no duraría mucho tiempo porque falleció en 1803. Continúa Rojas en su crónica haciendo referencia que a Mohedano se le consideró un gran orador del púlpito y hombre humilde y modesto. Según su percepción el gran interés de Mohedano, manifestado a sus contertulios del momento, era lograr otras buenas cosechas, y con ellas obtener recursos para culminar las obras emprendidas en el templo de Chacao. “Rematar el templo de Chacao, ver desarrollado el cultivo del café y después morir en el seno de Dios y con el cariño de mi grey, he aquí mi única ambición”, contó Rojas que dijo a quienes le deseaban la ocupación más alta de la sede apostólica por las virtudes excelsas mostradas.

     En las líneas esbozadas por Rojas, éste rememoró que catorce años después de aquella fiesta en el campo de Chacao habían fallecido el padre Sojo y el padre Mohedano. Sólo Blandín estaba con vida cuando los sucesos alrededor del 19 de abril de 1810. Anotó que este último acompañó a los patricios venezolanos en las acciones políticas que comienza a transitar la Capitanía General de Venezuela desde este momento. Así su nombre apareció junto con los de Roscio y Tovar. Participó, en calidad de suplente, en la Constituyente de 1811, pero debió huir luego de 1812 y regresó con el triunfo de Bolívar en 1821. Blandín murió en 1835, a la edad de noventa años, y con ello desapareció uno de los tres fundadores del cultivo del café en el valle de Caracas, así como que con su fallecimiento “quedaba extinguido el patronímico Blandaín”, de donde se originó el de Blandín.

     De acuerdo con lo escrito por Rojas, Blandín era el lugar que había recibido la mayor cantidad de visitantes nacionales y extranjeros. Por sus campos habían pasado naturalistas viajeros como Segur, Humboldt, Bonpland, Boussingault, Sthephenson, Miranda, Bolívar y otros protagonistas del 19 de abril de 1810. Agregó que, para el momento de redactar su crónica había transcurrido un siglo de haberse plantado el primer cafeto en Caracas y que aún se conservaba en la memoria de muchos el recuerdo de aquellos tres hombres: Mohedano, Sojo y Blandín. Chacao fue destruido con el terremoto de 1812 pero surgió de los escombros un nuevo templo que ha quedado como ofrenda a Mohedano. Para Arístides Rojas el legado del padre Sojo quedó ratificado con los anales del arte musical en Venezuela, y las campiñas de “La Floresta” bajo el cuidado de sus deudos.

     Recordó que el nombre de Blandín no había desaparecido porque el fruto que era transportado hacia el oeste de la capital, en víspera de su tránsito al puerto de La Guaira, formaba parte de lo que a finales del siglo XVIII fue una próspera actividad económica dentro de las familias de calidad en el centro del país. Tanto La Floresta como San Felipe serían rememorados como lugares donde se sucedieron eventos memorables y, por tanto, “inmortales”, también evocaba el nombre de “varones ilustres” y las virtudes de generaciones ya consumadas, “que supieron legar a lo presente lo que habían recibido de sus antepasados: el buen ejemplo”. Recordó que el apellido Blandín había desaparecido, aunque quedaban los de sus sucesores Echenique, Báez, Aguerrevere y otros que “guardan las virtudes y galas sociales de sus progenitores”.

     Terminó su crónica al rememorar el primer clavecín que apareció para los años de 1772 a 1773 y que para el momento se mantenía el primer piano de espineta que alcanzó tierras venezolanas. Él que luego, junto con las arpas francesas que llegaron para amenizar los conciertos de Chacao, no dejaría de estar presente dentro del cultivo musical. Abogó que para un cercano futuro se extendiera en el museo de un anticuario las escasas banderas y platos del Japón y de China que habían logrado preservarse, después de ciento treinta años de acaecimientos diversos, “así como los curiosos muebles abandonados como inútiles y restaurados hoy por el arte”.

Exaltación de la figura de José Antonio Páez

Exaltación de la figura de José Antonio Páez

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Exaltación de la figura de José Antonio Páez

     Para abril de 1888 se hizo un homenaje póstumo al “Centauro de los Llanos”, José Antonio Páez, que sirvió para ensalzar su figura como prócer de la Independencia y ex presidente de la República de Venezuela, a propósito de la repatriación y el sepelio de sus restos mortales en el Panteón Nacional. El encargado de la presidencia de la república en Venezuela para este año, Hermógenes López, escogió la denominación “Apoteosis de Páez” para llevar a cabo aquel propósito. El encargado de redactar la crónica de este acto fue el publicista e ideólogo venezolano Laureano Vallenilla Lanz, cuya impresión y edición fue realizada en la Imprenta y Litografía del Gobierno Nacional. Fue titulada: Apoteosis de Páez descrita por el Doctor Laureano Vallenilla Lanz de orden de la Junta Directiva.

     Desde Nueva York fueron trasladados hacia Venezuela los restos mortales de Páez a bordo de la fragata Pensacola y llegaron al puerto de La Guaira el 7 de abril de 1888. La urna fue recogida por una procesión de lanchas enlutadas, tripuladas por marinos vestidos de gala. 

     Ya en tierra, el ataúd fue cubierto con las banderas de Venezuela y de los Estados Unidos de Norteamérica. Como tributo fue provista de una guirnalda de siemprevivas, coronas de flores y laurel, y distintas pertenencias de próceres de Venezuela. En el muelle ondeaban banderas de Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú y Venezuela, junto con unos escudos de laurel con los nombres de las batallas ganadas por Páez. Luego, un numeroso cortejo condujo sus restos funerarios hacia el tren Caracas–La Guaira.

     Fueron veintidós jóvenes guaireños los encargados de trasladar la urna hacia el vagón del ferrocarril. Seis niñas, con vestimentas a la usanza romana, con túnicas rojas y medias rosadas, la frente ceñida por una corona de laurel, llevaban sobre los hombros la bandera de la nación que representaban, iban regando flores recogidas de un canastillo colgado de su brazo. A la vera de cada jovencita marchaba un general enarbolando una bandera del país que representaba. El traslado desde el muelle hasta el ferrocarril tardó cerca de dos horas. Próximo al mediodía se pudo colocar el ataúd en el lugar al que estaba destinado inicialmente. Ya en el ferrocarril sobre la urna las seis niñas colocaron las banderas del país que representaban. De inmediato, quien presidió el acto, administrador de la aduana, Juan Bautista Arismendi invitó a la comitiva a un banquete en el salón principal de la aduana. En el salón estaban exhibidos un busto de Páez y retratos de los presidentes estadounidenses Washington, Lincoln, Grant y Garfiel en medio de banderas de Venezuela y los Estados Unidos.

     Luego de haber concluido el banquete la comitiva abordó el ferrocarril con la caja fúnebre. El tren arribó a la estación central de Caño Amarillo en la capital de la república cerca de las seis de la tarde. El presidente López y su tren ejecutivo fueron los encargados de recibir la comitiva y el ataúd, ante la espectral mirada de algunos lugareños. Al son de marchas fúnebres la urna fue transportada en procesión. El féretro fue llevado a la capilla ardiente instalada en el adoratorio de Lourdes, en la cima de El Calvario. A las nueve de la noche fue colocado allí entre los días 9 y 17 de abril. 

     En horas de la mañana del 17 de abril el cajón mortuorio fue transportado a un arco de triunfo efímero en la estación de Caño Amarillo. Este arco fue descrito por Vallenillla Lanz como sigue. Al este del arco se apreciaba la figura de Páez, rodeada de armas y de escudos de Venezuela y otras repúblicas, y el león de España, herido, bajo la bandera de Colombia. Dos ángeles se inclinaban sobre el féretro, en posición de colocar en él las coronas de laurel. En un lado estaban las estatuas de la Libertad y la Justicia, y en el otro las de la Paz y la Ley. La bóveda del arco estaba cubierta de luto y el pavimento alfombrado. En el ángulo sureste del monumento, y como a dos metros de su base, flameaba el estandarte de la república, de dimensiones colosales, enarbolado sobre un mástil al nivel de la cúspide de la colina.

     El mismo día 17, a las cuatro de la tarde, estaban en la estación del ferrocarril el presidente de la república, autoridades civiles y militares, gremios científicos, industriales y comerciales, integrantes de la universidad, periodistas, académicos, colegiados, representantes de legaciones extranjeras, sociedades de beneficencia y varias personas. De inmediato, varios escuadrones de soldados tomaron posición, al igual que el cuerpo de matemáticos, la guardia de honor de la infantería y la guardia del presidente, todos vestidos con uniforme de gala, junto con todos estos se encontraban con hábitos de ceremonia, portando cruces ceremoniales, el clero y seminaristas quienes hacían coro al arzobispo de Caracas, enfundado de pontifical. El ataúd fue situado en un carro de guerra formado con cañones y banderas, adornado con trofeos y escudos de armas de Venezuela y de Estados Unidos de Norteamérica, del que halaban seis caballos cubiertos con mantillas de tul negra y guarnecidas con flecos de plata.

     Desde las cuatro de la tarde, la procesión, encabezada por la caballería, transitó por una calle sembrada de cipreses naturales, el paso por el puente de Caño Amarillo estaba adornado con palmas, cipreses, follaje y pendones en el que se levantaba un segundo arco triunfal compuesto por columnas de gran altura y rematadas con banderas y símbolos de guerra, el recorrido continuó hasta la esquina de Solís donde había otro arco de triunfo. Las calles fueron ataviadas con estandartes, cortinas y pendones, en sus aceras, puertas y ventanas podían verse el nombre de Páez y los escudos de Venezuela y los Estados Unidos entre guirnaldas de flores o laurel. 

     El ornato utilizado para esta ocasión era en esencia bélico. En la esquina de Padre Sierra se estableció un arco a la usanza del Renacimiento, rojo escarlata, con molduras de oro, en cuyos perfiles brillaban escudos decorados de Venezuela y Norteamérica. En el llamado boulevard del Norte se apreciaban altos cipreses de flores de colorido diverso en recipientes blancos de un metro de alto, asentados sobre columnatas de mármol, enlazados unos con otros por anchas cintas de tela que fingían los colores de la luz. Otro arco cubría la esquina de la Municipalidad. Uno de estilo árabe de diez metros de altura, en las Gradillas. Entre los dos estaba el de las Queseras del Medio el que había sido conformado con ciento cincuenta lanzas, en alegoría de los ciento cincuenta héroes presentes en la batalla, cada cual, con una bandera tricolor, y en ella inscrito el nombre de los vencedores.

     La calle que cruzaba entre las esquinas de Gradillas y Municipalidad presentaba, cada tres metros de distancia, floreros con rosas sostenidos sobre columnas onduladas y, alternando entre éstas, pirámides grises con banderas venezolanas y americanas, en tanto que los árboles ostentaban colecciones de banderas atadas con cinta amarilla. Entre las esquinas de Gradillas y la Torre, diez cañones de bronce en posición vertical sobre bases triangulares cubiertas con pabellones de lanzas, de cuyas puntas colgaban guirnaldas, formaban una vía de triunfo militar. Semejante pompa guerrera se complementaba con otro arco de triunfo erigido en la esquina de la Torre, basado en un modelo de fusiles y bayonetas sustentado en piezas de artillería y coronado con un gorro frigio, entre tambores, espadas, lanzas y cornetas.

     A las seis de la tarde el receptáculo con los restos mortuorios de Páez llegó a la catedral. Quedó aquí depositado durante la noche para que al día siguiente recibiera tributo del público en general. La catedral presentaba el arco principal con una inmensa cortina de lienzo negro con cordones de plata, la nave mostraba grandes crespones negros que caían cual ondas del centro de los arcos, velos con lágrimas de plata cubrían los capiteles, de las columnas colgaban escudos elípticos circundados de laureles con inscripciones conmemorativas de la vida de Páez. Ataviados con guirnaldas de laurel y pendones nacionales, cinco monumentos situados a la izquierda de la nave y cuatro más a la derecha, tenían estampados los nombres de los estados de la Unión y del Distrito Federal, sostenían mecheros funerarios en copas de plata. Del centro de los arcos caían sesenta arañas de cristal, ocho de bronce ocupaban el medio de la nave central, el presbiterio resplandecía con altos candelabros de doce luces cada uno. Cerca del altar mayor se había ubicado un solemne catafalco.

     A las nueve de la mañana del 18 de abril el arzobispo de Caracas, Críspulo Uzcátegui, comenzó el oficio de difuntos, de modo simultáneo una orquesta de cien músicos entonaba el Réquiem de Mozart y otras piezas de Beethoven. Al mediodía desde el púlpito pronunció un extenso panegírico a la gloria del extinto héroe. Al concluir los actos litúrgicos, a la una de la tarde, Hermógenes López, su gabinete, representantes de los estados de la Unión y de los Concejos Municipales, asociaciones, gremios, academias, institutos y escuelas, la universidad, el clero y otras agrupaciones culturales, sociales y benéficas posaron sobre el catafalco coronas y ofrendas florales, bajo el canto de himnos en la catedral hasta las diez y media de la noche.

     Para el día 19 de abril de 1888, a las nueve de la mañana, se inició el traslado de las cenizas de Páez desde la catedral hasta el Panteón Nacional. Conducidos por palafreneros vestidos con elegancia, tiraban el carro fúnebre ocho caballos enmantillados con tela blanca guarnecidas con flecos de seda, cada uno con el nombre de un Estado con letras de oro, ceñida por cadenas de plata y acicalada con plumas blancas. La marcha del cortejo lo abrían las más altas autoridades nacionales, regionales y municipales, representantes de la industria, del comercio, la masonería, gremios, asociaciones, academias, universitarios, colegiales y otros grupos de la sociedad. Detrás de la urna venía el presidente de la república y su tren ministerial junto con otros miembros del gobierno. 

     El trayecto entre la catedral y el Panteón Nacional fue decorado con gran magnificencia. Entre las esquinas de la Torre y Veroes la calle estaba adornada, de manera refulgente, con banderas americanas y europeas. En la esquina de Veroes se había colocado un marco de estilo toscano, con presencia de trofeos, en la cima estaba un retrato de Páez en su caballo de batalla, custodiado de la estatua de la Libertad y la República. El camino entre la esquina de Veroes y el Panteón Nacional mostraba matas de azucenas, magnolias, rosas, dalias y malabares sobre trípodes adornados con ramos de trepadoras multicolores que alternaban con festones de hojas, espigas, flores y botones. En las paredes de las casas había cuadros que figuraban las acciones bélicas del héroe apureño, también se exhibió un retrato de tamaño natural en traje militar, en el que lucía la condecoración del rey de Suecia, la banda de General en Jefe de Colombia y la espada de oro que le otorgó el Congreso de 1836.

     A lo largo de la calle había gorros frigios, coronas de flores entre pendones y banderas con los nombres de las hazañas de Páez, símbolos de guerra, escudos, palmas y trofeos combinados, cortinas y estandartes en las puertas y ventanas de las casas, mientras el suelo estaba cubierto de hojas olorosas. Al ritmo de cantos y música marcial y en compañía del ruido de los cañones el desfile fúnebre alcanzó el frente del Panteón Nacional. Luego de cruzar el último arco de triunfo que realzaba acciones bélicas ingresaron al Panteón, donde había elipses plateadas con los nombres de las campañas bélicas del fallecido. Llevada en hombros hasta la nave central, la urna se dejó expuesta para recibir el último homenaje de los concurrentes. Al concluir el panegírico fúnebre, se procedió a la lectura del acta del sepelio y se inhumaron los restos en la capilla que se tenía reservada para ello.

El funeral de Francisco Linares Alcántara

El funeral de Francisco Linares Alcántara

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El funeral de Francisco Linares Alcántara

     Gracias a órganos periodísticos oficiosos como la Tribuna Liberal y Fígaro se puede obtener información acerca de las exequias a propósito de la nada clara muerte del llamado “El Gran Demócrata”, Francisco Linares Alcántara el 30 de noviembre de 1878. Alcántara era de origen aragüeño y alcanzó la máxima magistratura amén de unas elecciones propulsadas por Antonio Guzmán Blanco. Desde el año de 1875 éste se empeñó en agitar el ambiente político con el tema de la sucesión. Por supuesto, tutelada por él desde Europa. Por ello invitó a sus “doce apóstoles” que se postularan para ocupar la presidencia de la república. De todos los invitados a la contienda el favorecido fue su compadre, Francisco Linares Alcántara, quien había logrado ganarse su simpatía gracias a doña Ana Teresa Ibarra de Guzmán Blanco.

     Sin embargo, Alcántara brillaba con laureles propios, además de ser reconocido como un tipo dicharachero, hablador, mujeriego lo que le granjearía simpatías en la comarca y sus ocupantes, había logrado imponerse como caudillo regional. 

     Bajo su mando contaba con unos seis mil hombres armados, tal caudillo decimonónico, y coterráneos de los valles de Aragua. 

     En su haber contaba con una hoja de servicio militar que lo destacaba de otros de sus contemporáneos con aspiraciones políticas. Para 1846 ya había logrado ser reconocido como soldado de fama. Hacia 1848 estuvo al lado de Santiago Mariño por tierras de la Goajira y desde entonces incursionó en distintos lugares del país en su condición de militar. En los últimos cuatro años de la oligarquía de los Monagas había ocupado un cargo en el Congreso de la República. En 1858, siendo General de Brigada, se unió a Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora a favor de la Federación, lo que también le sirvió para ser apreciado con ventajas frente a sus coetáneos.

     El año de 1870 se incorporó a la causa de Guzmán Blanco y se convirtió así en uno de los integrantes del grupo vencedor el 27 de abril y a quienes aclamó el pueblo de Caracas bajo la bandera liberal. De él se recuerda que a sus enemigos les advertía, sin perder la cordura:” te pondré un zamuro de prendedor”. En su afán por alcanzar la presidencia utilizó la frase: “me montaré en la torre de la catedral con una cesta de morocotas para tirarle al que pase”. Su quehacer político muestra a un individuo conocedor de la mentalidad criolla de la época que vivió. Para septiembre de 1876, cuando se realizaron las elecciones, sólo dos aspirantes tenían posibilidades de triunfo: Hermenegildo Zavarce y Francisco Linares Alcántara. Al ninguno de los dos alcanzar la mayoría exigida por ley, el Congreso intervino y la balanza se inclinó a favor de Alcántara.

     De inmediato, envió una comunicación a Guzmán Blanco donde le expresó que no se arrepentiría de haberlo favorecido para su elección. No obstante, Alcántara manejaba una agenda aparte y a medida que pasaron los días la actitud contraria hacia Guzmán Blanco se fue acrecentando. Al igual que nuevos periódicos se unieron al coro altisonante contra Guzmán. Entre otros, Modesto Urbaneja arremetió por oneroso y perjudicial para el país el contrato de construcción del ferrocarril de Caracas a La Guaira. A esto se sumaría lo relacionado con las monedas de níquel que le fueron vendidas a la nación a precio de oro. De igual modo, apareció la denuncia de los vasos sagrados de los conventos de Caracas, desaparecidos al momento de clausurar las casas sagradas.

     Desde un primer momento Alcántara comenzó a tejer una trama constitucional que le permitiera ocupar la presidencia más allá de los veinticuatro meses establecidos. La justificación que se utilizó era la de la brevedad y la necesidad de extender el mandato por un tiempo mayor. Al tiempo que se le otorgó el título de “Gran Demócrata” se buscaron los aliados necesarios para la reforma constitucional. Para ello se restituyeron algunas bondades de la constitución de 1864 para contraponerla a la de 1874, que había reducido el cargo de la presidencia a la mitad, es decir, a dos años en vez de los cuatro establecido en la del 64.

     Entre las acciones que se ejecutaron está la de haber logrado que León Colina se sumara a la causa continuista y abandonara sus aspiraciones presidenciales. Al general José Ignacio Pulido que tenía en su haber un parque militar, le ofrecieron cien mil pesos por el armamento y dos carteras ministeriales para sus partidarios a cambio de la renuncia a su candidatura y a Raimundo Andueza Palacio, le increparon por sus inclinaciones guzmancistas, decidió abandonar la candidatura y el país y se marchó a París. No sin antes dejar a cargo del anduecismo a Sebastián Casañas.

     A inicios de 1878 se anunció el alzamiento del general José Ignacio Pulido cuyo nombre se asociaba con las andanzas de la guerra federal de donde le venía su fama de militar diestro y valiente. En este año Pulido anunció un levantamiento desde el estado Bolívar, Jesús Zamora lo hizo desde Barcelona y Paredes y Montañez hicieron lo propio desde Carabobo. Estas revueltas dieron la oportunidad a Alcántara de mostrar la fuerza de sus grupos armados para vencerlos en buena lid.

     Para el 12 de septiembre de 1878 se declaró inservible la constitución vigente y se llamó a elecciones para la escogencia de una asamblea constituyente que debía reunirse el 10 de diciembre. En medio de este ardiente ambiente político, el 30 de noviembre, un inesperado e imprevisto estado febril se adueñó del organismo de Alcántara y una nueva leyenda política surgirá en torno a la causa de la muerte de un presidente en ejercicio.

     Sus restos mortuorios llegaron a Caracas, provenientes de La Guaira, donde había fallecido a las once treinta de la mañana. Desde el domingo primero de diciembre se llevó a cabo el velatorio que concluyó el día tres del mismo mes. Los actos se hicieron en una elegante capilla ardiente erigida en el Palacio de Gobierno o Casa Amarilla. El anuncio de salida del cortejo fúnebre se inició con un cañonazo a las nueve y cuarenta y cinco de la mañana. El recorrido se efectuó desde el Palacio de Gobierno hasta la catedral. Antes de llegar a ésta el cortejo pasó por las esquinas de Las Monjas y las Gradillas, que estaban ornadas de pendones negros con una A plateada en el centro y pedestales cubiertos de negro.

     La luctuosa marcha fue encabezada por tres generales, el primer batallón de la guardia con banda marcial, el caballo de batalla del difunto, un batallón del cuerpo de matemáticos, las altas autoridades nacionales, estatales, municipales, legislativas, judiciales y militares, representantes de los gremios, la prensa, la masonería, alumnos y profesores de colegios, escuelas y universidad, el clero, conducido por el arzobispo de Caracas, Monseñor José Antonio Ponte, y el ex arzobispo de la misma arquidiócesis, Monseñor Silvestre Guevara y Lira. A la zaga del ataúd, que cargaban los edecanes y el secretario del extinto en hombros. Igualmente, marchaban la junta directiva, las comisiones de los estados, el encargado de la presidencia con su gabinete, el cuerpo diplomático, la Alta Corte Federal y un segundo batallón de la guardia y otra banda marcial.

     Al paso propio de una marcha fúnebre el cortejo llegó a la catedral a las diez y treinta de la mañana, acompañado con salvas de cañón. El púlpito y las columnas del templo estaban cubiertos de negro con lágrimas de color plateado, en cuyo centro aparecían dos banderas tricolores cruzadas que sostenían una corona de laurel. Entre las columnas había soportes plateados de cuatro metros de altura que soportaban lámparas funerarias, a cada uno de cuyos pies se veían tres fusiles formando pabellón. Dos hileras de antorchas negras se extendían desde la puerta principal hasta el presbiterio sobre el pavimento de la nave alfombrado de lirios, nardos, ramas de olivo, mirto y laurel.

     Detrás del catafalco se ubicó la silla presidencial, de raso amarillo y con el escudo venezolano bordado en el espaldar, sobre ella un sitial de damasco rojo y franjas negras. El cajón mortuorio fue ubicado en el túmulo sobre un pedestal cubierto con un manto bordado en plata y oro. La vigilancia fue encomendada a cuatro soldados del cuerpo de matemáticos ubicados en los cuatro costados del ataúd, además dos edecanes del difunto estuvieron colocados al pie de la urna y otros dos edecanes lo hicieron a los lados de la silla presidencial. El arzobispo de Caracas, Monseñor José Antonio Ponte, celebró el funeral orquestado y el canónigo magistral, Ladislao Amitesarove, pronunció el panegírico fúnebre. Al concluir los oficios sacros, a la una y treinta de la tarde, y luego de cuatro horas de duración, pobladores de la comarca se presentaron a homenajear al difunto en la capilla ardiente de la catedral hasta las once de la noche, bajo el compás con que la banda marcial le rendía honores.

     A las nueve de la mañana del siguiente día, diciembre 4, comenzó la marcha de los restos mortales de Linares Alcántara al Panteón Nacional. En hombros de sus edecanes, el ataúd, protegido con la bandera de la guardia y coronas de violetas fue acompañado a su última morada, junto con las melodías de una marcha triunfal ejecutada por la banda militar. El camino entre la catedral y el Panteón Nacional se adornó con pedestales y pendones. Cada pendón mostraba una corona de olivo y una dedicatoria al fallecido, mientras el pavimento estaba cubierto de musgo y las paredes lucían carteles con los últimos pensamientos de Linares Alcántara. Se erigieron cinco arcos de triunfo a lo largo del camino entre la catedral y el Panteón. El arco de la esquina de la Torre estaba hecho de cañones en su base y el resto de fusiles dispuestos con gran elegancia. Hachas, lanzas, tambores y cornetas complementaban el ornamento. El arco de Veroes era cuadrado en forma de tienda de campaña, con franja de terciopelo negro en el techo y grandes cortinas tricolores con pendones en las esquinas. El arco masónico presente en la esquina de Jesuitas presentó la siguiente inscripción: A. L. G. D. G. A. D. U. En respeto a la memoria del M. I. H. General F. Linares Alcántara. El Gran Oriente Nacional. Vuestros hermanos saludan. Adiós! Adiós! Adiós! Bendito sea el señor.  El arco de Tienda Honda lo constituían guirnaldas de flores. El quinto arco de triunfo fue ubicado cerca del Panteón Nacional y fue adornado con banderas amarillas y nacionales.

     El trayecto, decorado de modo espléndido, por donde transitaría el cortejo fúnebre comenzó a ser transitado a las diez y quince de la mañana del 4 de diciembre, por parte de la procesión encargada de la inhumación de Linares Alcántara en el Panteón Nacional. Integraron el cortejo la artillería, el caballo de batalla del difunto, la guardia, varias corporaciones civiles, la comandancia de armas, el clero. El féretro estaba cubierto con la bandera nacional y dos coronas de flores blancas detrás del cual marchaban el encargado de la presidencia y su gabinete en pleno, los cuerpos diplomático y consular, la banda marcial, el cuerpo de matemáticos y un segundo batallón de la guardia.

     Luego de una hora de un pausado desfile, a las once y quince de la mañana, el cortejo cruzó entre los presentes que, según el director de un periódico, Nicanor Bolet Peraza, pro gubernamental, calculó de veinte mil personas. Al llegar al puente La Trinidad los veteranos de la guardia fueron los encargados de presentar armas al difunto bajo salvas de artillería. Ya en el Panteón, tras un confuso incidente que causó dos muertes y varios heridos entre los presentes, se llevó a cabo el ritual del sepelio. Luego del discurso de orden emitido por Santiago Terrero Atienza en elogio al difunto y la lectura del acta de inhumación, se sepultó el cadáver de Linares Alcántara en la capilla adyacente del lado derecho del mausoleo de Bolívar.

El derrocamiento de Vargas visto por sus contemporáneos

El derrocamiento de Vargas visto por sus contemporáneos

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El derrocamiento de Vargas visto por sus contemporáneos

     Para el año de 1835, cuando fue derrocado el presidente de la República, doctor José María Vargas, se encontraba en Caracas, como encargado de Negocios del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica, el señor John G. A. Williamson, a quien se ha adjudicado el ser amante de la chismografía y hombre portador de mal carácter. 

     Este estadounidense redactó un voluminoso diario que fue traducido al español bajo el título de Las comadres de Caracas. En éste se encargó de caricaturizar personajes y el ambiente social y político en el cual se desenvolvían los caraqueños. Igualmente, se encargó de relatar los sufrimientos que padecía por los fuertes dolores que experimentaba en la región hepática.

     En su escrito narró que para el día 8 de julio de 1835 se levantó de la cama a las ocho y treinta de la mañana. Media hora después, cuando corrió las cortinas del balcón, oyó un “extraño redoble de tambor” que provenía de la esquina La Palma. Escribió que, descubrió que se trataba de un bando, es decir, un grupo de veinte soldados que se apostaba en cada esquina para leer un decreto u orden del gobierno. Según contó, las puertas de las casas aledañas se encontraban cerradas, “circunstancia extraordinaria que no me podía explicar”. 

El médico Jose Maria Vargas, primer mandatario civil en la naciente República de Venezuela, 1834

     Una persona con la que había entablado amistad se encargó de contarle, de manera detallada y en pocos minutos, acerca de la explosión de una nueva revolución. Contó que, era un evento que no esperaba porque en su imaginación no cabía algún conocimiento de desacuerdo entre la clase política del momento. La misma persona le había informado que un grupo de hombres estaba en la casa del presidente, que nadie podía visitarlo y que, de hecho, estaba bajo prisión en su propio hogar, custodiado por veinte soldados y el coronel Pedro Carujo.

     En su narración escribió que al parecer, los conspiradores se habían reunido en la casa del marqués del Toro con la excusa de disfrutar de su espléndida hospitalidad. En la noche del 7 de julio se habían encontrado en la casa del general Diego Ibarra, en la calle Carabobo, a una cuadra de la Casa de Gobierno. A las dos de la madrugada, en grupos de trece, salieron a ocupar los puestos asignados. Anotó que, con seguridad, los soldados, al menos los de mayor confianza, estaban informados de la acción que se llevaría a cabo. A las pocas horas, continúa Williamson en su narración, los soldados ejecutaron la batida, tomaron posesión de la Casa de Gobierno e hicieron prisioneros al presidente y al vicepresidente en sus respectivos domicilios. De acuerdo con su relato, los artífices y adalides de esta asonada fueron el general Diego Ibarra y Pedro Briceño Méndez, “sobrinos del general Bolívar”. Otros de los que participaron en esta acción con “menores pretensiones” fueron Justo Briceño, Andrés Ibarra, Pedro Carujo, J. M. Melo, general Silva, Pelgrón, Manuel Quintero, Rendón Sarmiento, Manuel Landa, coronel Figueroa y “muchos otros de poca o ninguna importancia y cuya contribución fue solamente numérica”.

     Sin embargo, Williamson agregó a esta descripción el de contar con una información que no le fue proporcionada por su interlocutor, pero “sin duda verídica”. Prosiguió así: cuando Carujo le entregó un papel al presidente, señor Juan Nepomuceno Chávez, socio del señor Pérez, se lo arrebató, lo rompió en pedazos y exclamó: Viva la constitución. Viva el presidente. “Esto intimidó momentáneamente al asesino Carujo”. Sin embargo, éste se repuso de la inesperada respuesta. De inmediato dio la orden a sus soldados que dispararan contra él y a los que estaban presentes en el salón a menos que depusieran se actitud de oposición contra Carujo. Los amigos de Chávez lo llevaron fuera de la Casa Presidencial. Según Williamson, si Chávez hubiera liquidado a Carujo, el asunto habría terminado como un incidente sin trascendencia y el levantamiento militar no hubiera pasado de un día. Según sus palabras, faltó un hombre que frenará el primer asalto del ejército que en la mañana del ocho se componía de 250 hombres armados, habría decidido el destino de Caracas, sus habitantes, sorprendidos, “hablaban y discutían mientras sus vidas y haciendas caían bajo el yugo de un grupo despreciable de jefes militares”.

     Para Williamson, los perpetradores de la acción contra el gobierno establecido no merecían mejor suerte de haber procedido, a quien correspondía, en la eliminación física de Pedro Carujo. Para él con las piedras de las calles y las tejas de las casas hubieran podido repeler, atacar y derrotar a las fuerzas representativas de la usurpación. Pero, la “gran virtud de la obediencia pasiva característica de los caraqueños es tan constitucional, que ignoran que la resistencia a la presión es una virtud y una obligación moral”. Agregó a sus líneas que, si no se pudo encontrar un hombre que ofreciera su vida, menos se podía contar con cincuenta que, en ese día, a las ocho de la mañana, hubieran terminado en un instante con esa “farsa de hacer y deshacer gobiernos”.

     En este orden, no dejó de expresar que la gente de Venezuela tenía un concepto “muy extraño” del gobierno y de sus sagrados derechos. Por tal razón, jugaban con los asuntos gubernamentales como lo hacían los niños con un trompo o las piezas del juego de ajedrez.

     Según su percepción, lo que resultaba ser lo más sagrado entre otros pueblos, en Venezuela no era sino un pasatiempo de los jefes. Por eso en esa época de revoluciones se imaginaban que nada se podía ganar y nada se podía mantener sino por medio de revueltas, asonadas y la habitual revolución. En consecuencia, si se requerían enmiendas constitucionales, de la cual dependían la felicidad o la miseria de muchos, sólo se recurría a las revoluciones y sólo un hombre, caudillo o persona era la garantía de justicia y felicidad de los pueblos. Williamson agregó que, todos los hombres que habían sido “criados por Bolívar” se asumían como herederos de su mando y legado.

     Además, para legitimarse esos mismos individuos justificaban sus ilegales acciones al hacer creer, a los venezolanos que, si sus planes y propósitos no se llevaban a cabo, el país no florecería y menos alcanzaría el progreso. “Todo el secreto reside en creer que nadie debe gobernar si no es pariente, hermano de leche o hijo natural de Bolívar”.

     En su relato se encargó de recordar que los militares creían y asumían que sólo ellos lucharon y pelearon a favor de la patria, sin tener alguna consideración para con los individuos que también habían luchado y habían arriesgado vida y bienes por la misma causa, por tal razón tenían el mismo derecho de gobernar el país. “Y no es fuera de lo común oírles decir que es una desgracia tener que vivir gobernados por un presidente que es doctor, cuando uno de ellos debería ser el jefe”.

     Como se sabe, Vargas fue restituido gracias a la intervención de Páez. De inmediato, se lanzó un decreto donde se contemplaban penas diferentes contra los “reformistas”. Sin embargo, el decreto fue calificado de injusto e inconstitucional por personalidades públicas del momento, tal como fue el caso del publicista y periodista Tomás Lander quien, en una misiva dirigida a Vargas, con fecha 30 de marzo de 1836, le exigió lo revocara y que declarara la amnistía a favor de los sediciosos. Del golpe contra José María Vargas el nombre de la persona que ha sobresalido en la historiografía es el de Pedro Carujo como su ejecutor fundamental. Aunque, para ese año se mencionó como su artífice al general Santiago Mariño. Los sediciosos llamaron a su movimiento “Revolución de las Reformas”, porque su aspiración era la reforma de la constitución de 1830. En primera instancia, la asonada logró que tanto Vargas como su vicepresidente, Narvarte, fuesen desterrados. Sin embargo, antes de embarcar Vargas designó como jefe del ejército constitucional al general Páez. Este sometió a los golpistas y restituyó a Vargas en el cargo de presidente de la república. Varios de los participantes de la revuelta, entre ellos Mariño, fueron expulsados a las Antillas.

     Un publicista de la época, Francisco Javier Yanes, escribió en una de sus célebres Epístolas Catilinarias, publicadas en 1835 en la imprenta de Antonio Damirón, su versión acerca de los personajes principales de la revuelta. En la tercera de ellas describió el carácter y actitud de los ejecutores del golpe. De Mariño expresó que a éste había que reconocerle algunas “buenas prendas”. Aunque era un personaje dominado desde los inicios de su carrera militar por una “innoble y tenaz ambición”, porque jamás había dejado de lado medios ni sacrificios para saciarlas. Agregó acerca del mismo personaje que, ni el feo reato del crimen, ni el mal éxito de sus reiterados conatos, ni el interés sagrado de su fama habían bastado para frenarlo. No era por lo que había intentado en 1835 que su nombre evocara malas intenciones. Según Yanes, Bolívar lo había calificado como disidente en una antigua proclama y que al recordar las distintas disidencias en el país el nombre de Mariño estaba presente.

     Otro de los participantes del golpe al que hizo referencia Yanes fue el general Pedro Briceño Méndez, de quien anotó el de ser un hipócrita y ambicioso en grado superlativo. Se había ganado una reputación que no se merecía. Como sobrino de Bolívar, su secretario por varios años y su albacea, el pueblo había visto indignado su acompañamiento a Carujo. De Diego Ibarra expresó: ni Colombia ni Venezuela recordaban de él ningún hecho glorioso de “este hombre inepto”. Acerca de Justo Briceño destacó su actitud díscola y de insubordinación y que por ello Bolívar lo había separado del ejército. Aunque volvió a las filas castrenses gracias a los favores y súplicas, ante el Libertador, del general Rafael Urdaneta.

     En lo que respecta a Rufino González escribió que, había sido encontrado entre los españoles que habían atacado Puerto Cabello en 1823. De él resaltó que para ese momento era godo, luego, “por haber sido demagogo”, se auto calificaba como patriota “viejo”. Para Yanes no era más que un adulante de Bolívar a quien decía no saber en qué “especie de genio ubicarle”. Pero había sido el primero y el último en llamarle ladrón y pirata. El mismo Rufino González, de acuerdo con las líneas redactadas por Yanes, se había rebelado contra una constitución que había comparado con el arca de Noé. A Pelgrón lo calificó como hombre hogareño y dedicado a su familia, además de ser una persona de hábitos sobrios. Pero, se había acostumbrado a vivir de los empleos estatales y que por ello no se detenía a valerse de medios poco éticos para alcanzarlos.

     “Su genial turbulencia no se serena sino con la posesión de un destino”.

     A Miguel Quintero le recordó el lugar ocupado en la República de Colombia como escribano secretario de una corte de justicia. Al separarse Venezuela comenzó a darse a conocer y “salir de la oscuridad en la que vivía”. Agregó que para asombro de los patriotas “de capacidad” lo vieron convertido en presidente del Senado, a  pesar de su ineptitud y que sólo su engreimiento lo había estimulado a aspirar a grandes destinos sin merecerlos.

     A propósito del fallecimiento de Vargas el 13 de julio de 1854, en Nueva York, la Universidad Central de Caracas le encargaría, un año después, a Fermín Toro una biografía del expresidente. Toro declinaría a tal distinción, aunque en la carta de respuesta en la que expuso sus razones dejó escrito, entre otros asuntos, que Vargas había ocupado un lugar relevante en la política de Venezuela. Este había sido un mártir de la política, depuesto por causas aún ocultas y que una biografía de él requería de un juicio libre, imparcial y severo de los hombres y de los acontecimientos de la época.

     Toro eludió así un posible nuevo encontronazo con los detentadores del poder en ese momento y quienes lo habían obligado a refugiarse en las actividades agrícolas en su tierra natal.

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