Pulperías y espacios públicos
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Pulperías y espacios públicos
Ángel Rosenblat fue un filólogo de origen polaco que a los seis años de edad, había llegado con su familia a Argentina, donde cursó sus estudios de filología. Por intermediación de Mariano Picón Salas llegó a Venezuela en la década del cuarenta del 1900. Se había doctorado en filosofía y letras en la universidad de Buenos Aires. Trabajó en el Centro de Estudios Históricos durante una corta pasantía por Madrid. Sus estudios expuestos en “Buenas y malas palabras”, artículos que había redactado en medios impresos de la época, se constituyeron en un libro de obligada exploración para una aproximación a un conjunto particular de palabras o venezolanismos que a él le interesaron como un personaje cercano a la lengua, su historia y uso.
Rosenblat dejó escrito que comprender lo que la palabra pulpería guardaba como significado histórico, requería de un examen etimológico y filológico. Desde un inicio presentó su asociación con pulpero y pulpo. Según este filólogo dos autores correspondientes, uno, al siglo XVI y, otro, al XVII presentaron esta conexión. El primero, el Inca Garcilaso, lo hizo en Historia general del Perú, texto que se dio a conocer en 1647. Garcilaso llegó a escribir que en la creciente presencia de pendencieros y disputas particulares entre soldados, aunque también entre mercaderes y comerciantes, así como a los que llamaban pulperos, era un nombre impuesto a los vendedores más pobres porque en la tienda de uno de ellos se ofertaban pulpos.
La pulpería resultó ser el tiempo y un espacio para socializar. Ella fue lugar para el chismorreo e información de variedad de asuntos
El segundo, fray Pedro Simón, en su “Noticias historiales», publicado en 1627, expresó que a los pulperos les habían llamado de este modo porque ofrecían muchas cosas en sus tiendas, a la manera que los pulpos poseen varios pies. Sin embargo, Rosenblat no otorgó mucho crédito a estas aseveraciones, al advertir que parecía una “humorada”, cuya inspiración se encontraba en la antipatía hispánica por el trabajo o actividad comercial. Basado en los estudios filológicos de Joan Corominas, autor de “Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana» (1954) reduplicó lo que este había examinado acerca del término en cuestión, al que asoció con pulpa. Para ratificar este supuesto recordó el caso de Cuba, donde al vendedor de pulpa de tamarindo se le llamaba pulpero. No obstante, advirtió que era una designación muy reciente. No parecía muy común en tiempos de colonización y conquista, porque en tiempos del Antiguo Régimen los españoles no se dedicaban a la venta de pulpas de frutas y tampoco, las pulpas eran el artículo principal ofertado por las pulperías.
Rosenblat agregó una tercera posibilidad. En los prístinos días de la conquista de México los establecimientos donde se vendía el pulque, una bebida fermentada a partir del maguey o agave, se les dio el nombre de pulperías.
Así, desde estos tiempos la pulquería se ve como una institución en el país centroamericano. Rosenblat se interrogó acerca de si no cabría la posibilidad de considerar que españoles viajeros pudiesen haber llevado el nombre a otros lugares de la América hispana. En este sentido, señaló que muchos conquistadores y primeros pobladores de México se trasladaron a Perú y a otros espacios territoriales de la América española. Advirtió que una pulquería fuera de México tendría que ofrecer otro tipo de bebida distinta al pulque. A partir de estos razonamientos planteó otra hipótesis según la cual, en otros lugares del Nuevo Mundo, pudiera haberse dado el caso que el nombre de pulquero se asociara con pulpo o pulpa, “por etimología popular, y se transformara en pulpero. Es una hipótesis, ¿pero acaso hay alguna más plausible?”, se preguntó este filólogo de origen polaco.
Lo cierto resulta ser su generalización en América. Rosenblat recordó que el Cabildo de Caracas estableció límites al funcionamiento de pulperías en Caracas. Para el 15 de marzo de 1599, al haber muchos pulperos en la ciudad, se impuso que debían funcionar sólo cuatro pulperías en ella. Durante el Antiguo Régimen hubo un gremio de pulperos. Los bodegueros y pulperos tuvieron importante actuación en algunos levantamientos civiles como en el de 1749 con la insurrección de Juan Francisco de León. En Los pasos de los héroes de Ramón J. Velásquez puso en evidencia que, los viajeros que visitaron Venezuela aludieron de alguna forma a las posadas, mesones y pulperías que se encontraron durante su estadía por el país.
Velásquez puso de relieve la diferencia entre bodega y pulpería. Mientras la primera se asoció con dependencias de categoría, las pulperías eran bodegas de poca monta e intercambio al menudeo, entre ellas mencionó las que funcionaron hasta el período gomecista dentro de las haciendas. Expresó que la pulpería fue toda una institución en Venezuela como las que se instalaron en tiempos de la Guipuzcoana o los almacenes que desarrollaron los alemanes en San Cristóbal, Puerto Cabello, Ciudad Bolívar y Caracas. El inmigrante que pisaba estas tierras le quedaban dos alternativas: “la guerra y el comercio”, de acuerdo con sus aseveraciones. Muchos inmigrantes pasaron de pulpero a bodeguero o almacenista, aunque con pocas posibilidades de ascenso social. “Uno de los pocos pulperos en saltar el mostrador hacia más altos destinos fue Ezequiel Zamora. En cambio, Rosete fue pulpero de mala ralea”.
Este mismo historiador indicó que la pulpería resultó ser el tiempo y un espacio para socializar. Ella fue lugar para el chismorreo e información de variedad de asuntos. Dentro de sus prácticas es posible ratificar el despliegue de un espacio público. En ella se ofertaba diversidad de bienes y también se conversaba de multiplicidad de cuestiones. En un espacio territorial de predominio rural, como la Venezuela decimonónica, se medía la distancia con la mediación de una pulpería a otra. La distancia se medía por cada diez horas de jornada a caballo. Este mismo historiador expresó que, junto a la pulpería estaba el corralón para la arria. Después de la cena, se presentaba un intermedio musical y artístico en que la copla era la invitada estelar. No faltaría el Guarapo, el cocuy, la menta o el malojillo, al interior de las pulperías.
La fama de las pulperías estuvo marcada por altibajos. Algunas llegaron a tener buena fama, otras no por escenificarse en ellas actos virtuosos. Velásquez mencionó algunas que conservaban nombradía desde tiempos de la colonia: La Venta, Las Adjuntas, Corralito, Cerca de San Mateo, Cantarrana que había servido de cuartel general y de hospital a las tropas de Boves.
A los pulperos los denominaron de este modo porque ofrecían muchas cosas en sus tiendas, a la manera que los pulpos poseen varios pie
Se debe insistir que lo más importante, de acuerdo con los estudios señalados, en este tipo de venta de bienes residió en la función social que cubrieron. Se debe suponer que no contaban con frontispicios llamativos y menos que fuesen lujosas. Velásquez las describió como sigue: “carecían de fachadas características y hasta de las muestras que indicaban el mote que las distinguía. Caserones como los de cualquier sitio. Techos que fueron rojos, ahora patinosos. De los aleros, colgaban hierbajos descoloridos. Un largo corredor frontal con barda divisoria y grupos de campesinos platicando del tiempo, las siembras, los sucesos. En el corredor, armellas para colgar hamacas. Un camino que llega y otros que siguen. Grasosas piernas de cerdo colgando de los ganchos. Carnes de chivo blanqueadas por la sal. Rumas de pescado seco. Rimeros de torta de casabe. Unos bastos sobre burros de madera”.
En su interior, estaban las mesas de madera rústica protegidas con hules estampados de flores y no manteles de tela, sobre ellas el ajicero tradicional. Para sentarse, sillas de cuero. Servían para descanso del viajero por el tránsito en caminos agrestes y rudos, y de pendientes pronunciadas. Vale decir que la pulpería formó parte de un espacio público, aunque limitado. Los habitantes de Caracas, aún en tiempos de la colonia, no contaban con lugares de esparcimiento y distracción.
Por eso en los actos ceremoniales y litúrgicos se agolpaban personas que más de las veces concurrían a las iglesias no precisamente a cumplir con el sagrado deber que en ella era propicio.
El historiador Rafael Cartay, en su texto” Fábrica de ciudadanos. La construcción de la sensibilidad urbana” (Caracas 1870-1980), señaló que la vida caraqueña en las postrimerías del siglo XVIII se caracterizó por su sencillez y simplicidad. Citó a Arístides Rojas para ratificar que era una experiencia vital que podía resumirse con cuatro palabras: comer, dormir, rezar y pasear. Se comía en familia varias veces al día y en horarios distintos a los de ahora. A partir del mediodía hasta el final de la siesta, a las tres de la tarde, todas las puertas de las casas estaban cerradas y, tanto plazas como calles, se encontraban solitarias.
Cartay destacó que en casi todas las casas se rezaba el rosario, a las siete de la noche. Para inicios del siglo XIX el espacio público seguía siendo restringido. Cartay rememoró que Francisco Depons había observado una ciudad en la que no existían paseos públicos, ni liceos, ni salones de lectura ni cafés. Por eso subrayó que cada español vivía en una suerte de prisión, solo salía a la iglesia y a cumplir con obligaciones laborales. Sin embargo, las fiestas no sobraban, aunque monopolizadas por la iglesia.
Este historiador recordó que la moral criolla cabalgaba sobre las Constituciones Sinodales. No obstante, era transgredida. Citó el caso del Cabildo caraqueño cuando en 1789 criticó la apertura de bodegas y pulperías, donde se dispensaban bebidas alcohólicas, incluso en celebraciones religiosas. También, se hicieron eco de queja al criticar el que mujeres visitaran esos lugares. De igual modo, citó el caso del sacerdote Francisco Ibarra, quien había sido rector de la Universidad de Caracas, entre 1754 y 1758 y primer arzobispo de Caracas en 1804. Este clérigo, según Cartay, había condenado la pública y escandalosa difusión de los pecados desplegados con la vestimenta de las mujeres, bailes lascivos y la permisividad que permitía que hombres y mujeres se agarraran de las manos.
Lo cierto e indicado por Cartay fue que luego de la Guerra Federal en la ciudad se fueron creando espacios para el entretenimiento público, a partir de 1865. Se comenzaron a construir plazas bañadas por árboles, algunos jardines públicos y lugares para paseos. Con esto se puede constatar que la vida del caraqueño comenzó a diversificarse y la vida nocturna cobró vigor gracias a las lámparas de gas. Fueron acciones que muestran, tímidamente, la ampliación de un espacio público.
En tiempos del mandato guzmancista la ciudad capital fue testigo de este ensanchamiento. En su narración, Cartay puso de relieve lo que un ministro guzmancista expresó acerca de las diversiones, a las que dividió entre bárbaras y civilizadas. Entre las primeras, José Muñoz Tébar, resaltó las que “salvajizan” a las personas, entre las que mencionó los toros coleados y las peleas de gallo. Las apropiadas serían el teatro que “civilizaba”. Sin embargo, el único teatro, inaugurado en 1854, era el Teatro de Caracas, al que se sumaría el Teatro Guzmán Blanco (hoy Teatro Municipal) abierto en 1881.
Las diversiones de los sectores populares se reducían a las peleas de gallo, los toros coleados, los juegos de baraja y naipes y los encuentros en bodegas y pulperías donde sus asiduos visitantes se dedicaban a hablar de política, hablar de religión, hablar mal del prójimo y averiguar la vida ajena, según lo expresara Delfín Aguilera en 1908. Quizás, lo más importante de una aproximación a la historia de la ciudad por medio de la pulpería es que ofrece la oportunidad de visualizar cambios. Cambios que se fueron desplegando con el ensanchamiento del espacio público, aunque también permite apreciar la cotidianidad de un país cuando la ruralidad y sus inherencias fueron las dominantes.
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