Joven y hasta tanto femenino. ¿No lo es también Apolo? Pero cuidaos de ofender al dios. Sabe castigar a los insolentes, confundir a los presuntuosos, desollar a los atrevidos, herir con flechas luminosas. El Ávila tiene la juventud de Apolo. Otros montes parecen amenazar al cielo, no ya con escalarlo, sino también con traspasarlo. Contra él esgrimen picos que son picas y rocas desgarradas cortantes e hirientes que son las lanzas. El Ávila suaviza el ímpetu con que se alabanza a los cielos. Donde otros levantan el ángulo agudo, brusco y categórico, despliega él la curva tolerante, comprensiva y armoniosa. Cual, si temiese rematar en una sola conclusión demasiado intransigente, ofrece al cielo y a la mirada humana una opción. No dice una palabra aislada: dice dos. Verdad es que las dos proposiciones contienen una sola grandeza. Tienen la fuerza doble, concertada al fin único, de las mandíbulas, de las tenazas y de los dilemas.
Un poeta, nacido a la sombra del Ávila, ofrendó al verso eneasílabo una blanca magnolia de antología. La flor del mármol, robusta, aromada, abrió a la falda del Ávila. A él pertenece. Ningún monte-héroe sabe esconder mejor los músculos de plata en suaves curvas de mujer.
Visto de la ciudad. Porque desde otras perspectivas, comparece el gigante y no esconde ni el ceño altivo, ni la frente amenazadora, ni los rasgos enérgicos del Hércules dispuesto a los doce trabajos. Desde Tócome, parece ya listo a caer sobre nosotros. Del mar, de la alta mar, parece un soldado bárbaro que da el ¡quién vive! ¿Es el mismo monte que parece complaciente y hasta voluptuoso del lado del Guaire? No es ya el Sultán enamorado. Es el guerrero. Se ha arrancado a los halagos de la odalisca rendida. Y allí está, fiero para defender la tierra y la ciudad del ataque extraño. Quienes lo ven por primera vez desde el mar lo sienten hostil. Se engañan y no se engañan. El Ávila es Apolo, es Hércules. Sobre todo, es Proteo. . .
“Más alto, querréis decir. . .”
«Perdonad, Sire, soy más grande que vos. . .” ̶ “Más alto, querréis decir»” cuentan que replicó el corso. No es el Ávila de los más altos montes de América. Lo aventajan en estatura más de una docena de gigantes. Tampoco ostenta la diadema deslumbradora de los nevados, ni el penacho encendido de los volcanes.
Pero la grandeza de los montes, como la grandeza de los hombres, no se mide por metros. El elemento humano interviene, en definitiva, y somos los únicos jueces ante nosotros mismos de la naturaleza circundante, la impregnamos de humanidad y fallamos con sentencia antropomórfica. La propia topografía no escapa a nuestro criterio, siempre humano. Nos humillamos ante la majestad de las montañas por ineludible comparación con nuestra pequeñez. El corto vuelo de nuestra vista y de nuestro paso se transforma en admiración por la solemne anchura de los océanos y de las pampas. El ángulo visual nos informa de las alturas y el esfuerzo capaz de escalarlas nos enseña su magnitud y su importancia.
Aventajan la estatura del Ávila más de una docena de gigantes. . . Ellos son más naturales. El, más humano. Cuando una tierra recibe la impregnación de humanidad, comienza su historia y su grandeza. Cuando un monte ha prestado sus faldas o su cima para el nacimiento, el desarrollo o la transfiguración de un pueblo, cuando se ha asociado a una gran vida, cuando se ha consustanciado con la estrella de los destinos humanos, crece, como el hombre mismo en igual caso, y descuella, no por la altitud, sino por la verdadera grandeza. Son los grandes Montes, como son los grandes Hombres. Son el Sinaí, el Tabor, el Gólgotha, el Monte Sacro, el Aventino. . .
El Ávila es uno de esos montes-héroes. Es el Monte-Héroe de la América del Sur. Nacen de él un día hombres de tal fuerza expansiva, con tal espíritu humano, que traspasan las lindes de la provincia, de la localidad, de la patria menuda: se hacen continentales, raciales, universales. Disuelven el egoísmo localista y van al esfuerzo y al sacrificio por el bien, no sólo de los cercanos, sino también de los distantes, no de unos, sino de todos. Son asociadores y unificadores. Son Miranda, el unificador de la idea y de la preparación; Bolívar, el unificador de la acción y del futuro; Bello, el unificador de las relaciones, el verbo y el derecho.
Para la América, para el Mundo, habló un día el Ávila con otro monte-héroe y alzándose por cima de la geografía y el derecho corrientes, hizo del Monte Sacro un Monte de América que no está en América.
El Ávila nació de Júpiter. Nació para luchar. Alumbra su destino la necesidad del combate. Al mismo nacer comenzó a pelear con Neptuno. La lucha tuvo comienzo en el punto mismo en que él se alzó como un hombre. Como un hombre dispuesto a jugar la vida, a no permitirse reposo, a ganar y mantener la victoria. ¿Quién tuvo la culpa? ¿Quién inició la lucha? El mar estaba allí desde muchos milenios, como un reino propio. El Ávila se alzó del fondo del mar, rechazó con una sola grandeza el agua. Y donde había un océano, hubo desde entonces una montaña.
Contra la montaña se volvió el mar iracundo, indignado, invocando derechos consuetudinarios, insultando al monte y clamando contra el invasor. Vieja querella. No habrá quien por el derecho la resuelva. ¿Es el mar quien invadió la tierra y quiere hacer títulos de su invasión? La tierra sostiene que su derecho a la luz no muere, ni prescribe por una ocupación de siglos. La naturaleza impasible, irónica, ha fallado el litigio. ¿Quién ha de tener la razón? El más fuerte. Para ganar en derecho, el mar y el monte usan sus fuerzas.
Ese mar, desalojado, despojado, más bien, no es un mar apacible, corrompido por la molicie de las bahías, que se arrastra servil a los pies del monte conquistador. Es un mar fiero, todavía un poco bárbaro, en trato familiar con los ciclones, los indios batalladores, los conquistadores, los filibusteros. Es el mar de los caribes. ¡Si el Ávila no existiera! ¡Si de pronto flaqueara! Pero, él está ahí y es de granito. La playa casi no existe. El mar y el monte combaten cuerpo a cuerpo. El monte parece inmóvil ante el mar turbulento que no conoce reposo, y bajo el azul de las aguas, se reciben y se vuelven golpes feroces.
Pero, ¿es de esencia hostil nuestro viejo-joven monte? Él sabe dejarse vencer cuando así conviene. Sabe que tiene deberes en apariencia contrarios que cumplir. Debe cerrar el paso y debe saber abrir el paso. Debe gritar con aire fiero el ¿quién vive? Y debe saber decir con voz suave y como hablando al poeta infeliz de la “Vuelta a la Patria”, ¡Bienvenido! El extraño se siente hostilizado por el coloso erguido que le sale al encuentro con cara de pocos amigos. ¿Qué hay detrás de esa mole, detrás de ese rostro áspero, de esos rasgos ríspidos? ¿Es posible pasar más allá? El monte parece impasible. Empero, guarda no sólo un secreto, sino una sonrisa burlona.
Al pie mismo del monte, en la playa estrecha ̶ una tira de playa ̶ está un pueblo comprimido entre dos grandezas. Tiene dura la raza, fuertes los músculos, bien fraguado el corazón. Es hijo a la vez del monte y del océano. El mar lo ha enseñado a ver lejos. El monte, a ver alto. Va sobre el mar y deja muy atrás lo que se ve como horizonte. El hombre, solo, en el cayuco, más estrecho que su playa, se pierde en medio de la noche, sin otra ayuda que la fe en sus brazos y en su fibra, sin más luz que la de las estrellas y la del farol vacilante. De tierra se ve la luz roja que desaparece y reaparece, que se alza y se hunde, como un faro de fe y de esperanza. El hombre, en el día tórrido, entre las nieblas húmedas de las filas, o en la noche más noche de las quiebras, va sobre el monte sin más ayuda que la fe en sus piernas y en su aliento. Pueblo que sabe burlar al tiburón, cargar el peso monstruoso, alumbrar justos y sabios, dar hospitalidad, mantenerse firme en sus amores y en sus gratitudes, como el monte; encresparse libre y fiero, como el mar de los caribes.
¿Qué hay detrás de la mole áspera? ¿Qué se esconde tras el aspecto desolado y la faz hosca y altanera de pobre orgulloso? El monte, vuelta la cara del lado contrario del mar, sonso. El monte, vuelta la cara del lado contrario del mar, sonríe. Hay un valle risueño y fresco. Hay un alma fuerte y eglógica. Hay un cielo con todos los azules, un campo con todos los verdes, un jardín con todas las flores. Hay un pueblo de energía extremeña, estoicismo caribe, gracia andaluza, voluptuosidad mora y flexibilidad gala. Están la cuna y el sepulcro de Bolívar, el alfa y el omega del Libertador.
Si el extraño reflexiona un momento no puede seguir creyendo en la hostilidad del monte. Ve cómo el gigante, deponiendo todo orgullo, deja trepar por sus flancos los casuchos humildes. En la noche, sobre la mole oscura y hosca, ve transformarse la escena. Asiste a un espectáculo de candor y de fe. El monte se ofrece voluntario para un ingenuo pesebre de Navidad. El viajero recuerda el misterio de Belén. Hay algo más de un decorado. El Ávila es ducho en asuntos de redención.
El hombre ha surcado de innúmeros caminos la mole del Ávila. Los hay primitivos, espontáneos. Los hay cultos, refinados. El baqueano conoce los primeros. Se los sabe de memoria. El guerrillero, hijo de Caracas o de La Guaira, los recorre intrépido, en la noche, para caer sobre la fuerza enemiga en el tremendo despertar de la madrugada. La carretera y el ferrocarril se ciñen cuando pueden, a los flancos del coloso que se deja adular para que suban. El turista ve cómo se va desvaneciendo el mar, cómo se va acercando el cielo; sondea con admiración los ásperos precipicios que parecen llamarlo. Siente ya las frescuras de la cima. Todavía el monte parece verlo de reojo. Al fin, en las últimas vueltas del camino, se recoge el monte al manto cesáreo, y ante los ojos sorprendidos despliega el suntuoso tapiz del Valle de Caracas.
Por todos los caminos se llega al secreto del Monte. Cuando se ha llegado al fin, cuando se ha conquistado su confianza, se recibe en premio un paisaje amplio, la hospitalidad de un corazón a toda luz abierto.
Quizás demasiado abierto porque el Ávila es fiel a su origen. En los dramas geológicos, él, viejo, toma el puesto y la categoría de nuevo. Lo antiguo es el mar que él rechaza y contiene. Así, confiesa debilidades por lo nuevo. Contiene al mar con una mano, y con la otra le da un apretón clandestino de simpatía. En el hecho se sirve de él para dar entrada a lo nuevo. Combate al filibustero, rechaza la escuadra enemiga, pero deja entrar el contrabando de mercancías y el contrabando de las ideas. Cuando llegue la hora, él, que no deja escapar el fuego de su seno, aventará las ideas y su erupción libertadora alcanzará hasta muy lejos en el mar y el continente.
Estirpe avileña
Nació el Valle del Monte. Nació la ciudad, del Valle. No fue el ciego Azar quien unió con vínculos eternos las tres entidades. Las juntó la voz poderosa de la herencia, el hilo sutil del linaje.
Cuando el Monte se irguió para rechazar al Océano; cuando se plantó altanero y retador para librar de las aguas saladas de la tierra que iba a consagrar para la historia, quedó a sus espaldas una quiebra profunda. El Monte se dedicó a borrarla. Día a día, hora a hora, minuto a minuto; en ocasiones con larga pausa y silenciosa paciencia; en momentos de tempestad, con prisa al parecer devastadora y en realidad creadora, el Ávila se desprende de sus vestiduras de follaje, de su propia carne, de su sangre, de sus huesos, para darlos con desinterés del padre al hijo amantísimo, joven, hermoso y fuerte, que es el Valle de Caracas. El granito de sus entrañas vuélvese tierra fértil, que es luego dulzura en los cañamelares y en las frutas; aliadas de la inteligencia en la semilla de los cafetos; color y matices delicadísimos en las rosas de todo el año; aroma embrujador en las reinas de noche, lirios, nardos y magnolias.
Cuando los conquistadores españoles descubrieron el Valle, por intuición certera adivinaron su sentido oculto. Los caribes que lo señoreaban, parecían también haberlo adivinado. La lucha por el dominio del valle fue larga, porfiada, cruenta. El monte se complacía en la pugna, porque él es héroe y advertía bien el heroísmo de las dos razas combatientes, Mas, también preveía el futuro remoto. Para algo mayor había él desgarrado sus entrañas y formado el Valle. Quizás, también, con algo de ironía avileña, pensaba que allí mismo se estaba labrando la cuna donde nacerían los hijos de los triunfadores, para romper la cadena que ahora se estaba forjando. . .
Los recién llegados comprendieron bien las dos fisonomías y las dos caras. Del lado del mar levantaron fortalezas, castilletes, atalayas. Y como las defensas pudieran ser eludidas, más bien que vencidas, abrieron un camino estratégico entre el mar y el valle; lo sembraron de reductos, y asimismo fortificaron las alturas que dominarían la futura ciudad. Porque apenas habían asentado con alguna firmeza la planta en el Valle, los conquistadores comenzaron a explotar las riquezas del clima y a levantar una ciudad, destinada a ser famosa.
Hija del heroísmo castellano, testigo interesado en la contienda heroica, a través de circunstancias eventuales, su destino quedó manifiesto en su bautizo. Quedó bajo la protección del Apóstol guerrero, el león señoril, fiero y noble, la tribu caribe, inteligente y activa, también noble y fiera, de los caracas.
El Monte había dicho y mantenido su palabra de grandeza. Al hijo, el Valle, tocaba decir nuevas palabras. Si el monte daba su majestad altiva y su condición de capitán, el Valle sin renegar la herencia de heroísmo, tomaría del Padre para legarla a los nietos, la donairosa versatilidad que no excluye la firmeza ni la constancia. El padre se complace en la espiritualidad de sus hijas, que reflejan la belleza variada del Valle; se complace en la travesura de su ingenio. Y abuelo tierno, encantado de su prole, se hace Maestro y les da a todas horas la perpetua lección de la fuerza, la gracia y la belleza.
Los hijos del Ávila han demostrado a través de tres siglos de historia la persistencia de las cualidades heredadas del Monte y el Valle. Son tan complejas que desconciertan a los observadores menos superficiales. Para comprenderlos bien, precisa comprender bien al Monte. Por no detenerse lo bastante para comprender al Padre-Abuelo, algunos viajeros han errado al tratar de comprender a los nietos. Alguno, encantado de las apariencias suaves y hasta muelles, no los creyó capaces de aventurarse en difíciles empresas, menos de exponer por ellas sus bienes materiales. Y los hijos-nietos del Ávila, llegado el momento echaron al fuego de la revolución sus pergaminos, sus preeminencias, sus ceremonias cortesanas, la tranquilidad de sus siestas, la sangre propia y la de sus familias; sembraron con sus huesos, antes formados del genio del Monte, los caminos del continente y de la historia; y se estuvieron en tales empresas catorce años de su vida.
Mas, recordemos que la descendencia del Ávila no es solo eso. Es algo más todavía. Se rehace Ilíadas y Odiseas, también sabe rehacer Eneidas y Geórgicas. Sin recuerda a Homero no olvida a Virgilio. Anda del brazo con Horacio, visita diariamente a Juvenal y departe de tarde con Suetonio.
La complejidad parece ser el mayor signo de los hijos del Ávila. Si comprendéis al monte, comprenderéis al signo. Tal dualidad no es privativa de los nacidos del lado de tierra. La poseen a título de claros caracteres los nacidos del lado del mar. Encerrada en su tira de playa entre dos grandezas, La Guaira cumple ahora como cumplió antes, su misión de hermana abnegada de Caracas. Fue salvaguardia y dejó estampadas en historia que no es solo suya, páginas gloriosas. Cumplió y cumple la consigna del monte. Fuego y metralla al enemigo. Brazos y pecho cordiales al amigo. Fortaleza hosca y hostil, luego, puerto y puerta por donde Caracas habla y comercia en cosas e ideas con el mundo, La Guaira sabe de trabajar con ánimo, y sabe, como el mar que sacude a su costa, alzarse en olas tumultuosas cuando la tempestad sacude los corazones de sus hijos. Sabe también hacer nacer en la tierra áspera de flores de la vida espiritual. Si ella da a Venezuela, de su sangre, los primeros mártires de la Revolución en marcha, da a la República en dos nombres la prueba de nuestra capacidad civilizadora. Vargas y Soublette, hermanados con imperiosa justicia, guerrero el uno, sabio el otro, entre ambos magistrados puros, convergen para constituir un solo blasón, un emblema de honra y de cultura.
¡Cuán maravillosa línea de simetría la de esa fila maestra que no comparte glorias hermanas entre Caracas y La Guaira! Si las aguas del norte llevan directamente al mar los mensajes del Monte, las del Sur recorren el Valle de Caracas, salvan sus lindes y van a confundirse con sus hermanas en nuestro mar, el mar de los Caribes. Símbolo de tal simetría, de tan honda hermandad, dos hombres ejemplares, de aptitudes universalistas, coronan de luz orientadora como dos faros gemelos nuestra Silla del Ávila: José Vargas, Andrés Bello”.
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