Caracas en 1957, Parte IV

Caracas en 1957, Parte IV

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte IV

Mariano Picón Salas,

Personas y lugares

 

     Salgamos a pasear y detengámonos en algunos sitios de la ciudad, que reflejan su ritmo y alma presente. Si consultásemos una guía turística o formásemos parte de aquel cortejo itinerante que desembarca cada miércoles, haciendo su “crucero” por el Caribe en los vapores de la Compañía Grace, el cicerone bilingüe nos ofrecería un programa demasiado conocido. Nos llevaría, por ejemplo, a la Casa del Libertador, al salón Elíptico del Palacio Federal, al Panteón, a los Museos, y, por último, a refrescarnos el gaznate en la Terraza del Hotel Tamanaco, frente a las sensuales bañistas que flotan y bracean en una piscina extremadamente azul.

Vista de la autopista del este, sentido centro, y de los edificios de la urbanización Bello Monte

     Pero la Catedral, el Panteón, la Casa de Bolívar, pertenecen a la inalterable historia de Caracas, y tiempos y personas pasan por ellas sin cambiarlas sensiblemente. Son como el último y más tenso hilo de Historia que une a las nuevas y viejas generaciones. El patio de los granados con su pequeña alberca; la neoclásica y severa tumba del Libertador, cuyo buen gusto se salva frente a otros monumentos heroicos que se irguieron después, son sitios que invitan a la meditación y nos transportan a otras zonas de la conciencia.

     Y el caraqueño de estos días casi no tiene ganas de meditar o prefiere dispararse con la luz de cada mañana a donde le esperan un torrente de negocios, transacciones y aventuras. Un paseo tan añosamente caraqueño como El Calvario, casi no es concurrido por los venezolanos, y sirve, en cambio, para que conozcan la flora tropical y cobijen sus primeros romances amorosos los inmigrantes recién llegados. Si acaso, sube hasta allí, a repasar sus tablas de logaritmos un estudiante de Matemáticas cuando llega la temporada de exámenes.

     Los caraqueños se han hecho excesivamente cómodos, y cuando se le invita a una excursión urbana, inquieren primero si encontraran sitio para estacionar el automóvil. Prefieren al paseo despacioso que saborea todos los detalles, la marcha frenética por las autopistas. Y ya los carruajes girarán por una inmensa cinta blanca, sin detenerse en ningún sitio. Otra generación ha de nacer que utilice sus piernas y se entregue al gratuito deleite de descubrir y gustar cosas a medida que las acendra la mirada. Crepúsculos, auroras, noches de luna, se prefieren ahora velocísimas, sin que interfieran con alucinaciones y con sueños el tránsito cabal de las carreteras.

     Debemos ver, pues, otra Caracas que gesticula, negocia o actúa. Entrar, por ejemplo, a mediodía, en los bares y comedores del Hotel Tamanaco. Con su arquitectura de pirámide azteca, no sólo es espléndida balconería de la ciudad, sino animado foro de relaciones públicas. Concurrido de inversionistas de todas partes; de magnates del hierro y del aceite, la dinamita y el rayón, de banqueros y estrellas de cine y aún de solicitantes de amistades útiles, el vitaminado lunch del “Tamanaco” crea lo que en la jerga mercantil se llaman los “contactos”. Es antesala de empresas y negocios. Después de un Martini en el bar o un refrescante “whisky and soda”, la ensalada tropical, acompañada de camarones frescos, permite el buen trato humano sin alterar la digestión.

     El ingeniero puede demostrar allí al capitalista –sin que parezca inelegante- el croquis somero de una urbanización; el abogado, el proyecto de una compañía anónima. Se puede telefonear a New York sin que se interrumpa el almuerzo. Y en las aulas de conferencias se reúnen los directorios de compañías y asambleas de accionistas o se dan cursos que enseñen el difícil arte de vender y de negociar, de contratar seguros, combatir la timidez y salir por el mundo como alígero halcón en busca de su presa económica. Ese “Tamanaco”, tan mercantil del mediodía, es diferente ya del de la noche, que congrega, en las pistas de baile o en los saloncillos más penumbrosos, la más granada y alegre juventud. Para el extranjero ambicioso que viene a Venezuela y puede afrontar los gastos de las primeras semanas, el “Tamanaco” es una necesaria batalla social. Desde allí se inicia la red de las relaciones, y cuando se tiene cálculo y estrategia, puede ser el anchuroso vestíbulo de la fortuna. Para quienes saben descubrirlo y conocen las palabras mágicas, Aladino va, a veces, por las calles de Caracas con su lámpara de milagro que ofrece concesiones mineras, terrenos por urbanizarse, empresas por crear.

     La plaza Bolívar es punto de encuentros rápidos para los inmigrantes que no podían llegar a hoteles costosos, y salieron con sus gruesos zapatos de obreros y labriegos, sus chaquetones de pana, después de comer la “fabada” de la fonda portuguesa, a tomar también contacto con el ruido y la luz del extraño valle. Andan todavía desconcertados ante el excesivo brillo del sol y la coloración de los árboles. En grupos atraviesan las calles de la vieja ciudad, tropezando y agazapándose frente a los andamios de los edificios en construcción.

     Pero, por fin, llegan al pie de la patinada estatua donde el caballo del héroe se encabrita para saltar quién sabe qué abismo. Un Bolívar demasiado teatral y barroco al gusto grandilocuente de la época guzmancista; venerable reliquia de 1874. Hay allí un diálogo babélico de todas las lenguas; el Libertador parece proteger la inmigración, y diríase que a él se encomiendan como a un nuevo San Jenaro, las gentes que buscan trabajo. Acude un contramaestre que solicita albañiles para una empresa de construcción, o se leen, casi en comunidad, las largas columnas de avisos económicos con oferta de empleos. Hay entre los inmigrantes –y esto sí resulta trágico- uno que fue profesor de latín y lenguas clásicas en la venerable Universidad de Cracovia, o un actor cómico de la Ópera de Budapest. ¿Dónde colocarlos? A veces terminan de vendedores en un puesto de gasolina o de “contables” en una casa de abastos. O emprenderán desde Caracas un camino de azar que puede concluir, ejerciendo los oficios y profesiones más varios, en Acarigua, Estado Portuguesa, o en San Fernando, Estado Apure.

Aviso venta de apartamentos en la urbanización Santa Mónica, Caracas 1957

     Era la Plaza, antiguo Ágora de conversación venezolana. Los viejecillos que no tenían para pagar las cuotas de un club acudían a la caída de la tarde a establecer sus anacrónicas tertulias que parecían traídas y extraídas de las boticas provincianas, en el tiempo de las sillas de suela y los faroles de gas.

   Se evocaba allí una Venezuela de fines del siglo pasado o de comienzos del presente con sus revoluciones y guerras civiles, sus cuentos de caudillos, sus lances difíciles o inverosímiles. O se hablaba con la mayor erudición heráldica de las familias de Zaraza, de Trujillo o de Mérida. Se contaban chistes políticos que ya habían aparecido en las crónicas costumbristas de 1895 o en las caricaturas de “El grito del pueblo”, en 1909.

     Era la historia de una Venezuela de pocas personas que se conocían, por lo menos de vista o referencia, y repasaban sus recuerdos como quien hojea un álbum de retratos. Con sus bastones de vera, sus trajes de dril o de alpaca, sus desusados relojes y leopoldinas, eran estos viejecitos los últimos depositarios de la tradición más coloreada y cuentera.

     Las biblias de su añejo sabor autóctono eran la Historia Contemporánea de González Guinan o la Gran Recopilación de Landaeta Rosales. Pero la oleada inmigratoria comienza a correrlos de la plaza, y ahora, cuando logran encontrarse e improvisar un pequeño corrillo, denigran de esas gentes nuevas que ya nadie conoce y que, según su primario nacionalismo emocional, le arrebatan el derecho al sol, a la sombra de los árboles, a sus intraducibles anécdotas.

– ¿Qué va a ser de este país? – preguntan nostálgicamente.

     Pero en la emulsión y trituración de sangres y corrientes culturales que vienen a sumarse a nuestro tricolor mestizo, nadie podría aventurar la profética respuesta.

Caracas en 1957, Parte III

Caracas en 1957, Parte III

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte III

Mariano Picón Salas,

Varios meridianos

 

      El movimiento y color de la ciudad se reparte en varios meridianos. Hay todavía lo que queda de ciudad vieja en las calles adyacentes a la Plaza Bolívar. El límite de las dos Caracas se fijaba hasta hace pocos años en el añoso parque de la Misericordia, más allá del cual comenzaban las calzadas más amplias que se empezaron a edificar por 1930.

    Entre la Caracas tradicional y el “Country Club” o Los Palos Grandes –lejanas urbanizaciones en la década del 30 al 40– mediaban haciendas y trapiches, los bucares más rojos y los mijaos más corpulentos del valle. Ahora las Avenidas de Sabana Grande y la Miranda enlazan ya los extremos.

     Las tiendas más hermosas y los comercios más abastecidos se trasladaron hacia el Este. El prolongamiento oriental de la ciudad invade el Estado Miranda; se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petare, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a “temperar”; ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire.

     Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalación y enlace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas. Los moradores de El Junquito y San Antonio de los Altos, los turistas del Hotel Humboldt encenderán en las tardes los leños de sus chimeneas y se vestirán de ropas invernales, mientras en la caliente Guarenas puede recomendarse en un día de agosto poner en movimiento los ventiladores eléctricos. Quizás ninguna otra ciudad del mundo ofrezca en tan pocos kilómetros semejante antología de temperaturas. “Caracas, capital de todos los climas”, es un sencillo y expresivo slogan que pudiéramos vender para sus próximos carteles a una agencia de turismo.

     Quizá el mayor problema de la gran urbe en proceso es la falta de un eje central desde donde se determine el nacimiento de las calles, la clara matemática de un buen ordenamiento urbanístico. Por eso, en el laberinto de las urbanizaciones, es la ciudad del mundo donde parece más difícil encontrar una dirección desconocida. Como a veces no basta el nombre de la calle, se da también el de la casa; pero hay más de dos “Avenidas Los Cedros”, varias “Acacias” y un millar de quintas puestas bajo la advocación de la “Virgen de Coromoto”.

     A veces un telegrama enviado del exterior resulta costosísimo, pues sólo la dirección del destinatario comprende varias frases: “barrio de El Paraíso, frente a la puerta de campo del Hipódromo Nacional”. En otras capitales de América, los moradores de los barrios periféricos van al “centro”, que puede ser la Avenida Madero, en México; la calle Florida, en Buenos Aires; el Girón de la Unión, en Lima; las calles Estado y Ahumada, en Santiago de Chile.

Torres del Centro Simón Bolívar, emblema de la Caracas moderna.
Inicios de la construcción de la urbanización Prados del Este, Caracas 1955

     Pero ¿cuál es el verdadero centro de Caracas? Hasta 1930 o 1935, parecía la Plaza Bolívar, siguiendo el plano en damero de las ciudades coloniales. Después se pensó que iba a ser el Parque de Los Caobos o aquella encantadora frontera entre lo viejo y lo nuevo, que fijaba la plaza de los Museos. En 1945, otro núcleo quiso establecerse en la plaza de “El Silencio”, desde donde partiría la Avenida Bolívar. Cinco años después había surgido un nuevo meridiano en la Plaza Venezuela, con las bonitas tiendas y comercios de la Gran Avenida.

     Quizá para 1960, el eje central imaginario habrá que correrlo hasta la Plaza de Altamira. Y, por el momento, Caracas es como una confederación de burgos y urbanizaciones, separadas por árboles, túneles, quebradas y colinas.

     Las pocas parroquias que mencionaba en su “Guía de Venezuela para el año 1904” don Nicolás Veloz Goiticoa, se multiplicaron en nuevos y desordenados conjuntos urbanos. Hasta 1925, los caraqueños nacían o morían en Catedral, Altagracia, San Juan, La Pastora, San José, Candelaria, Santa Rosalía, El Paraíso, y los más proletarios en un arrabal de la entonces pobrísima Catia o en un cerro como el Monte de Piedad.

     Treinta años después, Catia es la más congestionada área industrial de la metrópoli; las parroquias foráneas se unieron a las urbanas, y ni el caraqueño más avezado pudiera definir todos los lugares y toponímicos de la nuestra cambiante geografía administrativa. Ya pertenece al folklore de un pasado reciente aquello de que se vivía en La Pastora por su buen clima, propicio para las dolencias del pulmón; de las ventanas de la calle de Candelaria con sus castos idilios románticos; de la agresividad de San Juan, con sus valentones siempre dispuestos a una pelea a cabezazos; de la altísima burguesía de El Paraíso, con sus jardines y villas a la francesa, sus pequeños castillos de Amboise y las gentiles institutrices que enseñaban a la familia pasos de baile, modos de saludar y lenguas extranjeras. Toda una estratificada división de estilos, castas y fortunas comenzó a romperse y abigarrarse con el desarrollo económico y urbano después de 1936.

     Y como emancipándose de la tradición, otra Caracas se aleja y embellece hacia las faldas del Ávila, las colinas de Bello Monte y Las Mercedes o la Avenida Miranda, que cada día recuerda más a Los Ángeles, California.

     Los trescientos mil vehículos de motor que según una estadística reciente circulan por el territorio venezolano, algún día del año parecen darse cita en Caracas y producen una marejada de ruido y combustible quemado, que quita a los peatones el higiénico deseo de las caminatas. El caraqueño es hombre motorizado, y la misma dispersión de las cosas en los más opuestos barrios, anula el gusto de andar a pie. No hay, como en otras capitales de América, que conservaron dentro de su desarrollo moderno parte de la estructura colonial, portales de plateros y botoneros, de mercaderes y escribanos.

     No hay calles exclusivas para cafés, teatros y platerías, como en México o en Lima. Un comercio abigarrado prolifera en todas las zonas, y junto a un garage puede colocarse una pastelería vienesa. A veces el acierto de un arquitecto que planificó los edificios de una calle logra que florezca un conjunto de cierta gracia y armonía urbanística, y descubrimos de pronto que la Avenida Vollmer se puso muy bonita con sus cuidados árboles, las terrazas de sus hoteles y restaurantes, el espléndido edificio de “La Electricidad de Caracas” y los pequeños cafés y pastelerías. O vagamos por las tiendecillas, librerías, peluquerías, logradas con tan sobria y clara gracia en el gran bloque del Edificio Galipán. O un amigo nos hace subir por casi medrosa rampa a la modernísima casa que se edificó en Bello Monte o Alta Florida, desde donde el valle luce condecorado de autopistas, de mazos de verdor, de hormigueros de automóviles, de collares de luces. “Caracas allí está”, pero no como en la paz casi agraria y añorante de la vieja elegía de Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del Caribe.

Plaza Venezuela, entrada UCV, década de 1950

Caracas en 1957, Parte II

Caracas en 1957, Parte II

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte II

Mariano Picón Salas

Retrato de un caraqueño

 

     Así como los pintores flamencos destacaban en el marco de una vidriera gótica, con los árboles del campo y los torreones medievales al fondo, la silueta de sus eclesiásticos, humanistas, príncipes o mercaderes, pudiéramos imaginar el retrato arquetípico de un caraqueño de hoy.

     Mientras escribo con la ventana abierta, mirando y oyendo los autos que pasan por la avenida incesantemente ruidosa, observo, también, en la calle lateral un inmenso montículo de tierra removida. Es alto mediodía y los obreros que trabajan en la construcción (predominan los italianos y portugueses) suspendieron un rato la tarea para tomar un pequeño refrigerio. Empinan las botellas de innocua Pepsi cola y muerden el largo panetón aviado con lonjas de cochino y de queso.

     Al fondo, también descansa la máquina dentada que durante toda la mañana engulló tierras y trituró pedruscos como si fueran avellanas. Tiene cara de tigre y gigantesca cola de dragón. La tierra excavada se amontona en un extremo, con la simetría de una pirámide egipcia. Las sombras del mediodía parecen abocetar el rostro de una esfinge invisible. Dentro de unos minutos habrá de reanudarse en todos los barrios de la ciudad el ruido de las palas mecánicas, la misma trituración o levitación de materiales. Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el escombro, para que comience a levantarse –acaso más feliz- la Caracas del siglo XXI.

Caracas años 50

     Y el retrato más peculiar de un caraqueño sería el del hombre que sentado en su mesa de ingeniero, contempla desde la ventana “funcional” el paisaje de estructuras arquitectónicas inconclusas que tiene de fondo el perfil de una “caterpillar”. Si el pintor que hiciera el retrato se inclinase al detallismo fantástico –a lo Brueghel el Viejo o a lo Jerónimo Bosch- habría que pintar, como en otras bandas panorámicas, las varias gentes que suben por las escaleras o están tocando a las oficinas. El caraqueño puede haber abrazado la lucrativa profesión de contratista, y allí llaman a la puerta obreros de pesados zapatos que desembarcaron apenas hace dos días del vapor portugués; maestros y capataces italianos, delineantes españoles o bachilleres verbosos que dicen tener psicología y elocuencia para las relaciones públicas. No faltará tampoco, un periodista colombiano o de las Islas Canarias que ofrezca, como otra mercancía, los adjetivos de un reportaje.

     Y en extraña dualidad, en conflicto de valores y estilos, parece ahora moverse el alma del habitante de Caracas. Hace apenas dos o tres lustros se le educó al tradicional modo romántico suramericano, en que el mundo de las emociones contaba más que el mundo de los cálculos. La dimensión de la hombría la daba el coraje y la prodigalidad, la listeza y el ingenio; los éxitos en el amor y la popularidad con los amigos. Era un ideal estético –aunque no estuviera desprovisto de cinismo– en que el hombre más perfecto era el capaz de exponer la vida o derrochar el dinero; en que el mejor camino de la conducta no parecía el análisis prudente sino el impulso irracional de la “corazonada”. Y aupado en un dulce viento de cinismo o de simpatía, la vida se deslizaba sin mayor sorpresa en el fácil y pequeño universo de gentes conocidas.

     Muchos venezolanos reclamaban, en la hora de los repartos, que eran descendientes de próceres; que una prima suya casó con un ministro; que, en su familia, a través de largas generaciones, todos tuvieron puestos públicos.

El Country Club, Caracas, óleo de Miguel Cabré

     Pero otro espíritu de mudanza y áspera aventura empezó a soplar en los últimos años. Ya era imposible reconocer en una sala de cine a los nuevos y bulliciosos espectadores, y como hormigueros diligentes salían de los sótanos, subían por los andamios de las estructuras arquitectónicas, compraban giros en los bancos, negociaban y vendían las más desconocidas gentes.

     Las escotillas de los barcos arrojaban en el terminal de La Guaria o en los muelles de Puerto Cabello millares de inmigrantes. Y el que fue hace diez años obrero, ahora puede ser propietario de una empresa de construcción. A los ricos por herencia, bonanza política o linaje, se opusieron los nuevos creadores de fortuna. Aun los venezolanos más privilegiados tenían que despertar de su antiguo ritmo sedentario y correr en esta nueva maratón de empresas y aventuras.

     Quizás estemos ahora en un momento transitorio que pulirán los tiempos, ya que el dinero se ha trocado en el casi exclusivo valor social. E innumerables caraqueños toman su matinal café con leche leyendo el movimiento de acciones en la bolsa, los avisos de venta de terrenos, las urbanizaciones que se proyectan. Hay otros de fantasía más distante que apuestan a las hazañas económicas que se cumplirán en los bosques de Guayana cuando ya esté produciendo la Siderúrgica o se arremansen en gigantescas turbinas las caídas de agua del Caroní, o cuando en el húmedo valle de Morón, en tierras de Yaracuy, se yerga el vasto conjunto industrial de la Petroquímica.

     Y no hay que olvidar en el cardumen de negocios y rentas con que muchos quieren detener la muerte y asegurar el futuro, otras inversiones en distintos puntos estratégicos del territorio venezolano: Puerto La Cruz ha de ser el mayor puerto petrolero del Oriente; El Tigre se parece a aquellas ciudades–hongos que surgían en el siglo pasado en los Estados Unidos cuando se conquistaba la frontera y se marchaba en busca del oro de California; Punto Fijo, mero punto en el calcinado desierto de Paraguaná hasta hace dos lustros, hoy es centro bullicioso y pobladísimo; Puerto Ordaz, centro exportador del hierro, se fundó hace tres años; Acarigua y Barinas son pequeñas capitales de la madera y el algodón; Calabozo y otro pueblos llaneros resucitan con la represa del Guárico; Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Maracay multiplican cada años sus cifras económicas y demográficas. ¿Ha de seguir aquí una civilización de tipo latinoamericano con nuestro amor por las formas estéticas, nuestro orden emocional, nuestra simpática “corazonada”, o habitaremos, más bien, en un aséptico y reglamentado mundo tecnócrata donde lo colectivo y abstracto predomina sobre lo personal e individualizado?

     Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los estilos y formas económicas del Estado de Texas. Si el impacto norteamericano no iba a consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por ser demasiado sanos y optimistas. Si el viejo ideal de señorío y sosiego a la manera hispánica, “el sentimiento trágico de la vida”, no sería reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el individualismo criollo –para tener una norma colectiva– adoptaría la de los “clubs” de hombres de negocios de los Estados Unidos. Si domesticaran con agua helada, deportes, comidas sin especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro menosprecio hispanocaribe; esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos. Quizás la inmigración europea –principalmente de Italia y de España– esté modificando aquel esquema y acentuará, más bien, -como en la Argentina una nueva latinidad.

Hotel Tamanaco

     El caraqueño que en el retrato imaginario miraba desde la ventana el cráter de las demoliciones, dejó de escribir o trazar líneas en su achurado papel topográfico; bajó por el ascensor y se detuvo en el pequeño café italiano a saborear un concentrado “expresso”. Le sirve una muchacha rubia que parece escapada de “La Primavera” de Botticelli. El consumidor pregunta:

-Lei è de Firenze, Signorina?

-De Prato – contesta la muchacha.

     Y si el venezolano es culto, tiene frescos sus estudios de Liceo y hace poco viajó por Italia, acaso recuerda que Prato queda en la ruta de Bolonia a Florencia por la “direttissima”. Es ciudad industrial con un campanile de Giovanni Pisano y un Palazzo Pretorio donde se guardan madonas de Filippo Lippi y mayólicas de Giovanni della Robbia.

     Y el gusto del café fuerte, la melodiosa voz de la muchacha y su semejanza con las musas y las madonas renacentistas hace pensar al venezolano que se mantendrá en este país –con las audacias y aventuras tecnológicas que permita el siglo– una emocionada y conversadora civilización latina. Preferimos el encanto de esa muchacha al más prometedor plano topográfico. Nos conmueven más Botticelli y Filippo Lippi que aquel feroz ingeniero norteamericano que inventó el sistema Taylor.

Perfil de Caracas

Perfil de Caracas

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Perfil de Caracas

Por Aquiles Nazoa

     Aun quedan en la Caracas de 1945 algunos caraqueños ingeniosos y bien educados: don Pedro Emilio Coll, el Dr. Santiago Key Ayala, Eduardo Michelena, caraqueñísimo gerente de nuestra “Lotería de Beneficencia” que escriben y hablan un castigado e incisivo idioma y sienten horror físico y moral cuando leen en un periódico venezolano de estos días frases como la siguiente: “La culturización masiva del conglomerado promete ser exitosa”. El área geográfica de estos caraqueños, últimos depositarios del estilo, se extendía en dirección oeste-este, desde el guzmancista “Paseo del Calvario” con sus ninfas y estatuas de bronce a la moda de 1870 y su romántico jardín criollo, hasta el parque de la Misericordia, deteniéndose ―es claro― en sitios tan característicos como la Ceiba de San Francisco, el patio de la Academia de la Historia, la esquina de Las Gradillas, la plaza Bolívar con sus viejos guerrilleros que cuentan anécdotas de la  revolución de 1903 del “Mocho” y del “Caribe Vidal” y la antigua “Cervecería de la Torre”, y que hasta 1925 ofrecía a los trasnochadores unas deliciosas tostadas de queso amarillo y un casi sólido chocolate español. Todavía en 1936, Luis Correa era un insuperable “cicerone” de Caracas. Luis representaba como pocos caraqueños esa curiosa mezcla de costumbres francesa y española que se superpuso al misterio y azar de nuestra visa criolla y marcó el tono social de la pequeña metrópoli entre los últimos años del siglo XIX y los primeros cinco lustros del presente: la Caracas de la época que puede llamarse con una palabra antipática, “pre-petrolera”. Era la Caracas donde las mujeres se vestían con los modelos de la “Compañía Francesa” que parecían reproducir las figuras de Toulouse Lautrec y de Renoir, aunque el exceso de plumas, de cabellera y de punzones en el sombrero no estuviera de acuerdo con la circunstancia climática. Del “Colegio San José de Tarbes”, donde aprendieron la angulosa caligrafía francesa con sus letras enormes y un tanto afectadas, las muchachas de la buena sociedad o de la clase media pudiente salían para casarse con tanta ostentación que durante una semana la crónica de los periódicos publicaba la heteróclita lista de los regalos. Estos comprendían desde los más caros aderezos de la casa Gathman hasta unas horribles estatuillas de terracota italiana con escenas pastoriles, cazadores de Tirol o muy sonrosadas aldeanas del lago de Como, de aquellas que describió Manuel Díaz Rodríguez en sus “Sensaciones de viaje” (1896). El desecho de esa Caracas que se fue, las últimas formas retorcidas del 1900 se pueden observar todavía en algunas casas de San José o San Agustín o en las “chiveras” como la del antioqueño Restrepo, quien con su cultura y formalidad colombiana ha actuado como un verdadero Proust del comercio siempre a la busca del tiempo perdido.

     El francecismo caraqueño de entonces predominaba en trajes y perfumes, en el exceso de Champagne Cliquot en los matrimonios y grados académicos, en la Literatura de la generación de “El Cojo Ilustrado”, que escribió cuentos a lo Maupassant, “manchas de color” y “análisis de almas. Prevalecía, además, en algunos restoranes ya desaparecidos como el “Louvre”, cuyos menús organizaban de modo insuperable los últimos “gourmets” que he conocido: Luis Correa o el Dr. Francisco Izquierdo, Gustavo Manrique Pacanins, ahora Procurador General de la Nación y adepto, por mandato médico, al Agua de Vichy o al “Evian”, quien fue hasta pocos años un excelente anfitrión. Las nuevas generaciones ―hay que decirlo― han pedido el sentido del gusto y hasta cometen el sacrilegio de beber whisky durante la comida. Pero aquel francesismo no chocaba, de ningún modo, con el españolismo más popular de viejos cafés, hoteles y botillerías como el difunto “Barcelonés”, el antiguo “Hotel Continental”, de grandes balcones gaditanos, cierto “Hotel Familias”, última Thulé de los cómicos y banderilleros sin contrata, ni con el entusiasmo por las corridas de toros, las inmensas apoteosis tributadas a Belmonte y al “Gallo” y la paciencia para escuchar recitales de Villaespesa, de Eduardo Marquina o de Juan José Llovet. Todavía en 1942 en alguna casa de la calle de Candelaria, en medio de una reunión con música y canto, la señorita recitadora que cultivaba como una orquídea su tuberculosos incipiente, disparaba ante el pequeño público os verso aprendidos en la “Academia de Declamación” de Fernández de Arcila:

En tierra lejana

Tengo yo una hermana

…………………………

() de manera más cálida

…Iba muerto de sed. Tú voz tenía

un trémulo frescor de agua corriente

     Era tan grande la separación de los sexos (aunque el fox y el one step representaron una verdadera revuelta moral frente al vals y la mazurca) que a través de los versos, muchachas y muchachos en plena combustión afectiva se decían lo que hubieran preferido decirse en el más elemental y eterno lenguaje de las manos.


El francecismo caraqueno de entonces predominaba en trajes y perfumes

     Mucha gente ―y es la diferencia con los presentes días― estaba entonces, como fuera de la circunstancia histórica. Apenas se podía afirmar que vivían. No era solo el horror de la dictadura gomecista que impuso casi a cada familia el tributo de un preso político, sino la mezquindad y pobreza de una clase media ―que aún no se atrevía a llamarse de ese modo― y el silencio y abandono del pueblo. Las pensiones de estudiantes por donde el 1922, 1923 los que teníamos veinte años entonces padecimos hambre e incomodidad, eran frecuentemente comandadas por señoras de muchas campanillas, aspirantes a conseguir una protección fija del Estado como descendientes de próceres o de los veinte mil generales que a través de las guerras civiles se sacrificaron por el país, y mientras la patria las premiaba, parecían cobrarse un anticipo de nosotros. Se puede hacer una novela triste y barojiana de aquellas pensiones de estudiantes. Están en la novela todos los elementos: el culto del pasado con la anciana señora que de su preterido esplendor efímero conserva zarcillos con que fue a un baile guzmancista cuando el centenario del Libertador; la tragedia de los “punta de raza” que interpretaron en algunos cuentos Pocaterra y Urbaneja Achelpohl; la del estudiante cuyo romanticismo contradictorio quiere conciliar el platónico amor, a base de versos, flores y cartas y la “enfermedad de trascendencia social” de que está padeciendo, y la inesperada presencia en la casa de dos policías de “la secreta” que vinieron a buscar a uno de los jóvenes “porque se había expresado mal del gobierno”. Y ya se sabía demasiado en los días de Gómez, cuál era el itinerario de quienes no trataban al Gobierno con irreprochable cortesía.

     Una Caracas plutocrática reemplazó ya, muy definidamente, hacia 1925 a la Caracas afrancesada y andaluza de los comienzos de siglo. La antigua economía agrario-pastoril era sustituida por la vertiginosa e imperialista Economía del petróleo. Naturalmehte que los grandes jefes petroleros de aquellos años, los ingenieros de Texas que vinieron a perforar nuestro subsuelo y los “advisers” políticos que toda compañía americana paga para entenderse con la mañosa gente criolla, visitaban al General Gómez y en las concesiones que el Gobierno hacía a las empresas, se reservaban algunas “royalties” de privilegiados del regimen. Así os últimos años de la dictadura constituyeron una invitación al enriquecimiento. Entre que nio siquiera se habían capacitado para ser ricos, saltando todas las etapas sociales y culturales, se veían de pronto con una ingente masda de millones. Si los venezolanos del 1900 bebían en las botillerías españolas de grandfwesw espejos y mesas de mármol o en los “Clubs” de “La Concordia”,  “La Alianza”,  ”La Unión”, ”La Amistad” y ”El Comercio” que existían en las capitales de provincia su cognac “Hennesy” o sus capitosos vinos andaluces y tarareaban cuando estaban borerachos, el dúo de “Los Paraguas” o la romanza del “Caballeo de Gracia”, desde 1925  el “whisky and soda” sustituyó a los licores mediterráneos y una borrachera ―cuando había norteamericanos― podía concluir con el idiota estribillo de una de las primeras películas habladas de entonces:

If I had a talking picture

of you…

     Las tertulias familiares con valses románticos, sangría preparada en la casa y poemas de Andrés Mata, fueron reemplazadas por los “parties” a la yanqui, en los “Country Clubs”. La muchacha nadadora o tennista tuvo más validez social que la recitadora. Entre 1925 y 1936, Caracas edificó para el exclusivo disfrute de una plutocracia satisfecha algunos de los más bellos clubs campestres de la América del Sur: el “Country” con sus grandes avenidas de Chaguaramos y mangos y el estupendo atersonado de su comedor; los “Palos Grandes” con sus terrazas que se recuestan junto al Ávila y proyectan el mejor balcón para dominar todos los verdes del valle; el  “Club Florida” con sus acacios rojos y su gran piscina de azulejos; el “Club Paraíso”. También ―y como la otra cara de la medalla― un infeccioso mal gusto de gentes que necesitaban mostrar su dinero, se divertía en algunas quintas de las urbanizaciones, quintas de doscientos a trescientos mil bolívares. 

     En Maracaibo, ciudad más afectada aun que Caracas por esta riqueza sin estilo ni raíces, el General Pérez Soto hacía erigir el complicado y costosísimom merengue, revestido den chocolate, fresa y sapote, de la “Basílica de Chiquinquirá”. El pueblo venezolano asistía mudo y desengañado a esta bacanal de los ricos; apenas los domingos en las pulperías del barrio de Catia mientras vaya su canción mexicana o su tango argentino la última victrola o radio estrepitosa perifonea las carreras consumían su “berrito” y su “caña” mala que daban a los hpspitales su cuota de desnutridos, tuberculosos o cirrósicos. Para la “consunción”, el “pasmo”, la“bola de fuego en el estómago”, el “quebranto de huesos” o la “lombriz de cuatro cabezas”, el viejo brujo criollo ofrecía sus pócimas, sus parches, yerbas y bejucos. Y hasta el Dictador Gómez, que nunca perdió el alma de labriego supersticioso y soprendido, consultaba al yerbatero Negrín. Desconfiado de todo ―hasta de su policía― había hecho traer de la montaña a una legión de mocetones sanos y analfabetos (a quienes se les hacía creer  que los “caraqueños” podían “madrugárselos”) para constituir la feroz banda de chácharos. En alguna oculta casa y por misterioso sistema de “células”estudiantes y chicos con deseo de emancipación se reunían para disvutior las bases del “materialismo dialéctico”. La censura intelectual la ejercitaban, a veces, en las librerías los “chácharos” que alcanzaron a aprender el “Libro Segundo” y que tenían órdenes de incautyarse de cuanto papel pareciera sospechoso. Pero se cuenta que una roja edición de “El Capital” de Marx pudo mostrarse impunemente durante largo tiempo en una librería porque su título parecía a los censores coincidente con el pensamiento del general Gómez. ¿No era el “Benemérito”, como decían los periódicos, “defensor del Capital y de los hombres de trabajo?”

     Para reposar y seguir mirando sus prados, los grandes bueyes zebú traidos de la India, los camellos de dos jorobas que eran ornato de su jardín zoológico y escuchar de madrugada las coplas del ordeñador, el General Gómez había construído para sí y para los suyos que fueran muriendo una alta tumba en forma de mirarete islámico, en la verde y jugosa campiña de Maracay. Allí duerme hasta ahora inalterable sueño, a partir de un trajinado mediodía de diciembre de 1935. Murió confortado por los auxilios humanos y divinos y hasta asistente al Solio Pontificio, porque Su Santidad lo hizo Conde romano, Caballero en grado máximo de la Orden Piana y lo emparentó con los Chigi y los Torlonia, los príncipes que desde hace siglos montan guardia junto al primer trono de la Cristiandad. 

     Sin embargo, se parecía, más bien, a los califas de las Mil y Una Noches en cuanto era profundamente desconfiado, hablaba en apólogos que se hacía necesario traducir al lenguaje lógico de Occidente y practicó casi que por obligación ritual ―porque era ascético más que voluptuoso― la más seria poligamia. Aunque parezca extraño, hay muchas gentes que todavía lo recuerdan y le rinden invisible culto porque, entre otras cosas, la Venezuela surgida después de 1935 les impone mayor esfuerzo mental. Por enero de 1936 los viejos parques de Caracas y hasta los dos circos taurinos (el “Metropolitano” y el “Nuevo Circo”) se convirtieron en foros ideológicos. Los emigrados que volvían de los más antípodas sitios del mudo, que vieron la “Plaza roja”, los mitines parisienses del “Vel d’hiver” o la huelga de los mineros asturianos, abrieron ante los ojos de la ávida multitud su caja de sorpresas políticas. Se arengaba y se discutía: había liberales, socialdemócratas, socialistas de la II Internacional, comunistas, troskistas y aun numerosos inconformes que aspiran a establecer su propia teoría sobre el Estado y la Sociedad. El lenguaje criollo que se estancara en la simpleza aldeana y la continua represión exigida por la dictadura o en la formas ya convencionales de los “dicursos de orden” y del pseudo-clasicismo académico, recibía un continuo aporte de barbarismos o de nuevas nomenclaturas para revestir las cosas. Surgieron palabras pedantes y difíciles como “culturización”, “conglomerado”, “estructuración social”. Una manifestación como la que en febrero de 1936 fue a pedir al General López Contreras que “ampliara el radio de libertades públicas”, (para hablar en lenguaje de aquellos días), se llamaba un “desfile masivo”. Pero, a través de las nuevas palabras, y aun contra el rechazo d els académicos, penetraba en la vida venezolana mayor emoción social y sentido de justicia. Hasta la mujeres prefirieron a su antiguo “Nocturno” en el piano, junto al novio pálido y el ramo de rosas, la organización de centros culturales y filantrópicos, de casas-cunas, casas hogares, y aun pronunciar arengas de lucha en la “Federación de Estudiantes” o en los incipientes partidos «democráticos”. El gobierno no podía menos que empezar a descubrir algunas palabras que como “Sindicato” habían sido proscritas del vocabulario oficial. En los periódocos podía decirse que en el llano habíam paludismo; que en el Estado Yaracuy la única forma de propiedad agraria es el latifundio y que los maestros primarios ganaban sueldos de hambre. Y aun contra todos los prejuicios (de los ricos contra los pobres, de una plutocracia irresponsable y satisfecha contra los intelectuales, de la mediocridad titulada contra el hombre inteligente, de los viejos contra los jóvenes, del venezolano que no salió nunca y se siente depositario e intérprete de cierta misteriosa realidad autóctona que no podrán comprender quienes vivieron en el extranjero), mucho se empezó a hacer. Surgieron nuevos hospitales, unidades sanitarias, escuelas, comedores escolares, institutos y servicio público de toda índole.

     Al pueblo y la clase media se le dieron facilidades para adquirir vivienda propia sin tener que pagar a los bancos el honorable interés del 12 por ciento y gravar todo lo mueble e inmueble con la más sólida hipoteca,. Junto a las urbanizaciones de los ricos aparecieron las de los trabajadores y modestos empleados como “Bella Vista”, “Pro Patria”, “Lídice”. En los grandes bloques del actual “Silencio” en que han trabajado arquitectos de fina sensibilidad como Villanueva y Bergamín no se escatiman el aire, la luz, los prados verdes para que corran los niños. Son como la maqueta y prefiguración de una nueva Caracas más aséptica, justiciera y luminosa que la que desapareció con la dictadura. En la Caracas de hoy ―como lo puede afirmar en Dr. Baldó― la tuberculosis ya no es una enfermedad de moda. Y la caraqueña prefiere su rostro y su espalda “arrosquetada” por el sol del deporte a la “palidez lilial” de otros días.

     Hay, naturalmente, grandes problemas por resolver. La vida es cara y economistas y sociólogos analizan los efectos que nos produce la racha petrolera. Se ha hecho bastante por la educación del pueblo, pero nos falta todavía un claro y preciso plan de alta cultura. A los veinte años los muchachos quieren ser ricos, miembros de los Clubs más plutocráticos, irresistibles dominadores de la Sociedad, pero carecen de calma para prepararse.

     Quieren realixar, a veces, la Revolución o el Capitalismo sin cumplir las etapas previas que las dos metas antagónmicas necesitan. El temprano discurso de mitin ahoga en algunos chicos que tienen talento, todo serio trabajo de estudio y documentación. Ya repetirán con una voz que de armoniosa se hará gastada, las mismas consignas que fueron nuevas y que se van descolorando. Las damas, en lugar de conversar, con su nativa gracia de pájaros, prefieren juntarse a jugar “bridge” o “rummy” . Lo que la vida social pierde en ingenio, buenas maneras y espiritualidad, se sustituye por inagotables rondas de whiskey y de cocktails. Lo más necesario para el éxito caraqueño no es la imaginación diabólica o el racionamiento calculador de los personajes balzacianos, sino el hígado a prueba de “bombas”y de trasnochos. Junto a los dorados “high balls” se hacen negocios.

     Y algún inmigrante audaz que llegó hace poco tiempo, aprendió pronto las mañas de los criollos y sobre esas mañas edificó su alta especulación, nos mira con piedad a los que en esta tierra tan próspera seguimos escribiendo o leyendo libros. Sin embargo, contra todos y contra la misma prosperidad, hay que seguir en nuestro duro oficio de ser venezolanos. La virtud nativa, por excelencia, es esta estoica y casi intemporal virtud del “aguante”. Ella le pone a la ilusión y esperanza con que es necesario seguir combatiendo y soñando por el país, un revestimiento duro y viril como el de la “pitahaya” que bajo su corteza espinoza acendra tan tónica frescura.

     Compréndame bien. Yo so caraqueño. Yo amo a Caracas. Por eso me duele ver mi ciudad convertida en la misma ciudad standard que vemos en todas partes. Asómese al balcón. A Caracas la quieren convertir en una ciudad de colmenas. Carlos Manuel Moller

 Infomación tomada de la revista Elite. Caracas, N°1.398, 19 de julio de 1952; Páginas 8-11

Navidad

Navidad

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Navidad

Por Aquiles Nazoa

     Tal vez el atributo que le confiere a la Navidad tan conmovedora significación humana sea el trasfondo melancólico que matiza su bulliciosa alegría. Un resplandor de inefable tristeza convoca en Navidad el corazón de los hombres hacia la memoria de cosas muy lejanas y un tiempo amadas. Pero es también esa la fiesta de la esperanza, de la fraternidad y del amor. El alma del niño que una vez fuimos divaga entre los olores caseros del turrón y las ropas de estreno; la sonrisa de nuestra primera novia tiene la boca llena de uvas. La Navidad nos pone a vivir en dos tiempos. Nos bastaría subirnos en el trineo de esta hermosa tarjeta, para viajar con el sueño hasta el país de los cocuyos; pero una rápida mirada por la ventana, hacia el radiante cielo nocturno de diciembre, nos restituye a la fe en que este instante del mundo es también hermoso, puesto que aún podemos de un solo trago celeste, llenarnos los párpados de estrellas.

Navidad caraqueña

     En todos los países se asocia la Navidad a la idea de niñez; lo que permite definirla como la fiesta más bella que se haya inventado, es precisamente el hecho de ser unas efemérides cuyo personaje central es un niño. Es igualmente la Navidad entre las fechas del cristianismo, la más popular y extendida en el mundo, pues merced a los atributos de ternura que reviste, es la que más hondo llega al corazón de los hombres en todas las latitudes. Tórnense en esos jubilosos días los ojos espirituales de la humanidad hacia el resplandor de la esperanza en que envuelve a la tierra, desde los cielos más azules del año, la Estrella de Belén, anunciadora de paz y buen tiempo para los habitantes del mundo. Ya en las gélidas tundras que entristecen el mundo blanco de los trineos, ya en las grandes ciudades septentrionales que en estos tiempos se recogen en su sueño melancólico y sereno, algodonados los días por el perezoso descenso de los copos ya en las comarcas cálidas de América, donde la tierra se exorna con el azul infantil de las flores de pascua, animados todos los seres de un misterioso impulso de regreso en el tiempo, diríase que para esa época jubilar del corazón, los pueblos se hacen niños y en el culto inocente, casi pueril, que dedican por entonces a la figura encantadora del Niño Jesús, realizan idealmente el anhelo, que a todos nos asiste en lo más secreto de nuestra intimidad, de retornar alguna vez por siquiera un instante, al mundo iluminado de nuestros siete años.

     Es por eso la Navidad la fiesta de los juguetes y de las golosinas, la que trasciende el sentimiento religioso para asumir el acento de los cuentos y de las fábulas: centrada en la figura de un niño, la ternura del símbolo auspicia su maravillosa atmósfera de infancia. Trineos, pastorcillos, nieve, menudos corderitos, reyes mágicos: todo ese elenco humano, todo ese decorado y fabulosa utilería que adornan tantos siglos de tradición navideña, parecen más que los componentes de una conmemoración religiosa, los del más lindo de los cuentos.


San Nicolas, símbolo de alegría navidena

     Lo que es hoy la Navidad remonta sus orígenes a tiempos remotísimos de la historia. Como la conocemos hace 19 siglos consagrada en ese tiempo a festejar el nacimiento de Cristo, ya la celebraban mucho antes del cristianismo los romanos y se la consagraban a la primavera, en la figura de Ceres, deidad pagana de las cosechas, y también en la de Venus, diosa del amor. Siempre se la relacionaba con la idea del nacimiento, pues se refería precisamente a la estación en que la tierra se despoja de las nieves que durante el invierno la mantuvieron como muerta bajo su melancólico sudario, y resurge a la vida, cubierta de hojas nuevas y coronada de flores, mientras los ríos reinician la música de su viaje, derretidos ya los hielos del invierno por el padre sol, que aparece victorioso en el limpísimo cielo de primavera.

      La gente entonces se contagiaba de la alegría del mundo que reasumía el júbilo y la belleza del vivir. Las fiestas se ilustraban con actos hermosos de fraternidad y amistad. Como hoy todavía, los ciudadanos se prodigaban en sonantes abrazos, se hacían regalos y se congregaban en imponentes comilonas. Los dignatarios comparecían fastuosamente vestidos, en compañía de su familia, a la puerta de sus palacios, para recibir las felicitaciones de sus súbditos, criados y amigos. Estos traían la felicitación finamente caligrafiada en una tablilla, y antes de entregársela al anfitrión se la leían de viva voz. Así nacieron las que hoy son nuestras tarjetas de Navidad. Las redactaban y caligrafiaban unos escribanos públicos llamados tabeliones, que eran a la vez poetas y artesanos, y para aquellas ocasiones se instalaban con su equipo en las plazas públicas. Los tabeliones romanos son los precursores más antiguos de las imprenticas que con idéntica finalidad de imprimir tarjetas de felicitación, se establecen por el tiempo de las Pascuas en los mercados de Caracas.

     La más conmovedora manera de celebrar la Navidad es quizá la que se practica en algunas regiones de Alemania. El acto con que las fiestas comienzan es aquel en que los niños de la ciudad van en procesión hasta el cementerio para ponerles en sus tumbas regalos a los niños allí enterrados. En la Unión Soviética la fiesta no es religiosa, pero es igualmente bella. En esa época, todos los escolares y estudiantes se van a los campos para prepararles sus cuevas y nidos o guaridas a los animalitos, a fin de que las conserven dispuestas, accesibles y tibias durante las terribles nevadas que azotan en esa época a la tierra rusa. En Inglaterra es tradición que, los niños, de los dulces y panes que se sirven en Navidad, reserven unas migajas para ponérselas ellos mismos en las ventanas a los gorriones, que durante el invierno se quedan sin alimentación. En Venezuela la tradición navideña no ha conservado su genuidad sino en los Estados Andinos. Allí para estos días se usa todavía el adornar las casas con ramas de la planta aromática llamada Albricias, palabra que designa el regalo que se hace como recompensa al que nos trae una buena noticia. Ese es el sentido simbólico de las albricias andinas: es la recompensa que el pueblo le ofrenda al Niño Jesús por la buena nueva que trae, de que el hombre se salvará. Es muy estrecha en todas las expresiones de la tradición, la relación entre las plantas y la fiesta de Pascuas, por lo mismo que más o menos visiblemente, la celebración sigue fiel a su origen pagano, que la refería al renacer de la Naturaleza. Esa simbología vegetal se conserva vivísima en la figura del arbolito. El arbolito de Navidad es siempre un pino, árbol que desde antiguo emblematizó en los países nórdicos la vitalidad invencible de la naturaleza, pues el pino es el único árbol que, en el invierno crudo del Norte, permanece indemne a la acción del frío, además de ser en aquellas comarcas un proveedor insustituible de calor para la casa.

Estrella de Belen anunciadora de paz y buen tiempo para los habitantes del mundo

     Los niños en muchos países de Europa bailan alrededor de un pino que ellos mismos trajeron del bosque y lo han colocado en su casa graciosamente paramentado. Al dar las doce la Nochebuena, apagan las luces y todos se sientan en silencio a cierta distancia del arbolito, por creer que a esa hora aparecerán debajo de sus ramas elfos y gnomos. En otras partes, Austria y Alemania, los emblemas de Navidad se conservan hereditariamente a lo largo de siglos a veces, en una misma familia. Cada año se enciende a media noche un rato y luego se vuelve a apagar. Su simbología es aún más antigua: se relaciona con los cultos prehistóricos relativos a la conservación del fuego por el hombre.

     Los regalos de Navidad tienen desde los tiempos del paganismo una significación supersticiosa: se creía que lo obsequiado en aquel momento alboral del nuevo año, se multiplicaría luego, lo mismo para el obsequiado que para el donante. Se llamaban augurios, palabra que define en su origen latino, adivinación del porvenir por el vuelo de las aves. Los aguinaldos –en su sentido de regalo navideño– son de origen celta. Au gui L’anne neuf designaban en la Francia antigua a una planta de hoja muy decorativa que parasita de la encina. Tiene como el pino esa planta la facultad de resistir el invierno; por eso adquirió la significación simbólica de sobrevivencia, que le otorgaron los druidas. La cortaban en los tiempos de Navidad, en medio de magníficas ceremonias y fiestas, utilizando una hoz de oro. Esa tradición ha sobrevivido en casi toda Europa, y se continúa en los Estados Unidos. La hoja tal no es otra que el muérdago, cuyas coronas u otras formas de arreglo son por estos tiempos industrias de consumo. La figura de Santa Claus participa con todos estos atributos del gran elenco navideño que entre nosotros se embellece con la imagen más tierna de la hagiografía cristiana, el Niño Jesús. San Nicolás, castellanización de Santa Claus, es santo perteneciente a la rama ortodoxa del catolicismo. Griego de origen, fue adoptado como personaje Simbólico del espíritu navideño por los holandeses. Los colonos que partieron de Holanda para fundar la ciudad de Nueva York adornaron con su efigie el célebre barco «May Fair» en que hicieron el viaje. Se lo aplicaron a la nave como mascarón de proa. Así como Santiago es el patrón de nuestra Caracas, el de la ciudad de Nueva York es ese anciano rozagante, el simpático Santa Claus, circunstancia que hace de aquella gran urbe una especie de capital espiritual o Santa Sede de la tradición Navideña.

     Los aires finísimos de diciembre se ocupan ahora de colorear con sus acuarelas de alegría las mejillas de la ciudad, para la fiesta que ya enciende sus primeras estrellas de juguete sobre el cielo venezolano. A toda prisa prepara el Ávila su magnífica escenografía, compuesta para esta ocasión, de nubes a lo Botticelli, y suntuosa tapicería de esmeraldas y crepúsculos. De un momento a otro se abrirán los antiguos balcones de la montaña tutelar, para que a ellos se asome, como una reina modelada en fulgores de oro, la Estrella de Belén, cuya significación como emblema de paz y de amor para todos los seres, traduce la emoción venezolana en palabras tan perfumadas de tradición y animadas de fraterno impulso como «¡Felices Pascuas!».

La Navidad es la fiesta de los juguetes centrada en al figura de un nino

Tomado de Las cosas más sencillas. Caracas: Oficina Central de Información (OCI), 1972

Personaje popular de la Caracas de 1920

Personaje popular de la Caracas de 1920

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

     Entre los personajes populares de la Caracas de los años 20 se encontraba un guaireño que atraía la atención de la gente por su extravagante manera de vestir. Se trataba de un señor de poco más de 50 años, de nombre Vito Modesto Franklin, quien, de un viaje por España e Italia a comienzos del siglo XX, regresó a Venezuela contagiado por una manía nobiliaria que lo llevaría a adoptar un estrafalario modo de vestir.

     Por lo general lucía paltó levita, camisa mosquetero de ancho cuello y bocamanga de encaje, corbata de plastrón, pantalón corto y zapatillas de raso con hebilla de plata, con un sombrero de copa negro, con la mano derecha enguantada, una peluca, monóculo y un bastón con singular empuñadora. Caminaba por las angostas calles del centro de la ciudad con pasos seguros y mirando de reojo el entorno.

     Todas las tardes se le veía en la plaza Bolívar. Sus excentricidades fueron notables. En los carnavales de 1922, recorrió las calles ataviado de manera ridícula encaramado en el techo de un vehículo, agitando los brazos saludando a una imaginaria multitud.

     Por ocurrencia del poeta Leoncio Martínez (Leo), director del semanario humorístico Fantoches, a Vito Modesto le endilgaron, en 1924 y desde ese periódico, los apodos de “Duque de Rocanegras” y “Príncipe de Austrasia”. A partir de entonces, las burlas y caricaturas de la prensa incrementaron la popularidad de este distintivo personaje. Fue tal la fama que alcanzó, que su nombre dio lugar a la palabra «Vitoco», de donde se originó también otro vocablo: «vitoquismo», sinónimo venezolano de narcisismo y presunción.

     Pocos años después de la muerte del Duque de Rocanegras, el joven poeta Aquiles Nazoa, quien entonces contaba con 23 años y daba sus pasos iniciales como literato, escribió en el recién fundado diario caraqueño Últimas Noticas (8 de febrero de 1943, páginas 4-5 y 2) una extensa crónica sobre las andanzas de Vito Modesto Franklin, que ofrecemos a continuación:

Personaje popular de la Caracas de 1920

Por Aquiles Nazoa

Caracas fue suya por 10 años

     “La vida pintoresca de Vito Modesto Franklin, Duque de Roca Negras y Príncipe de Austrasia, cautivo de la fantástica princesa Piperacine Midy. Caletero en La Guaira. Jugador afortunado. Seminarista. Tramitador de hipotecas. Trotamundos. Árbitro de la elegancia. Obcecado por sueños de grandeza. Amó fervorosamente a Carmen Flores y por ella estuvo a punto de batirse con Enrique de Borbón.

     Cuando algún curioso escritor resuelva hacer la biografía pintoresca de Caracas, tendrá que comenzar por el Ávila, con su Galipán florido y sus burritos cargados de claveles. Luego tendrá nuestro escritor que dedicarle un capítulo a Cenizo, el perro bohemio, amigo de los poetas del 20 y trasnochado huésped de la Plaza Bolívar, a la vera de cuyos rosales amaneció plácidamente muerto un día de diciembre. Un capítulo vendrá después en esa frívola historia; un romántico capítulo de cuya extravagante verdad dudarán muchos porque con sus esplendorosas noches de teatro, sus carnavalescas lluvias de bombones, sus amores, sus blasonas inverosímiles y sus sueños de grandeza, caídos todos de una vez como torres de arena, parecerá más bien arrancado a alguna novela del romanticismo decadente del novecientos. Y este capítulo será el que trate de la aventurera vida de Vito Modesto Franklin, Duque de Roca negras y Príncipe de Austrasia.

Caricatura anónima de Vito Modesto Franklin

     ¡De dónde había salido aquel aristocrático personaje de orgullosos ademanes y prestigiosa elegancia? ah, si ustedes lo hubieran visto pasearse con paso seguro por las calles de Caracas y saludar discretamente con su diestra enguantada de gris a los pocos transeúntes que le merecían ese honor y pararse por las tardes junto a los barandales de la Plaza Bolívar, con la mirada perdida entre los árboles: aquella mirada suya que aparecía más grave y displicente cuando se calaba los lentes para seguir el paso de alguna mujer. Era de alta estatura y lucía más arrogante y esbelto entre la refinada elegancia de sus trajes, Porque el Duque vestía de exquisita y extraña manera, gusto daba verle en las mañanas primorosamente modelado en un traje de paño verde, y sobre el pecho que se erguía como proa, la ondulante corbata de seda verde lino armonizando sus pálidos reflejos con las luces cambiantes del enorme diamante que la sujetaba. O por las tardes, vestido de claros grises, en el anular una esmeralda coronada de plata y un clavel muriendo en el ojal. Pero era por las noches, ataviado de pontificial morado o azules de media noche, cuando aparecía como nimbado de leyenda, solo en un palco del viejo Olimpia, adornado expresamente para él con crisantemos de invernaderos, orquídeas de montaña o aristocráticas rosas encendidas. Cuando morían las primeras luces para comenzar la función, la mano del duque apoyada tranquilamente en el balconcillo dejaba asomar las tres bellotas de oro de la finísima esclava que le ceñía la muñeca derecha.

     -Esta esclava, amigos míos -afirmaba el duque-, no es tal esclava. Esta es la faja merovingia que usaba el rey Clodoveo; y las tres bellotas que son los tres infantes de Borbón que aquí los llevo- y agitaba orgullosamente la mano.

     Opacos y sudorosos fueron los días de juventud de Vito Modesto Franklin. Caletero de los sórdidos muelles de La Guaira, primero: diestro jugador después y preso más tarde. Su vida de aventura comienza a los 19 años, cuando Rodulfo, amigo de su infancia, lo lleva a El Gato Negro, famosa posada y garito que ostentaba su prestigio de posada en este curioso anuncio:


¡Es «¡El Gato”, en verdad un Paraíso!
¡Allí el talento del mondongo brilla:
La gracia virginal de la morcilla (sic)
¡La sublime elocuencia del chorizo!
(La Estudiantina,19-3-87)

y que ostentaba también, pero sin anunciarlo, su prestigio de garito en que se hacían las mayores paradas de La Guaira. Allí se adiestró Franklin en el arte de «Colear paradas», «peinar» y «preparar» dados, y no huno nadie más fino que él, ni más afortunado en el riesgoso oficio del juego. Creció su fama de jugador y pareja con ella creció su fortuna. Y de sus turbios manejos surgió una noche el trágico accidente que habría de ampliar más tarde los horizontes de su vida de jugador: esa tragedia en la que resultó accidentalmente muerto por él, de un tiro de revólver, su amigo Rodulfo, lo llevó a la cárcel por tres años.

     Salido de presión, se dio a viajar por todos los centros de juegos de Centro y Sur América, regresando años más tarde, después de haber desbancado en Panamá, La Habana y Buenos Aíres. Pero Franklin se sentía solo; y agotado tal vez de su agitado vivir, acogiese a la tranquilidad sombra de un seminario. Y entre ayunos y oraciones transcurrió lo mejor de su juventud. A punto de tonsurarse ya, se descubrió que había un muerto en el lejano pasado; y aquel hombre caído en el garito del «Cardonal» se interpuso entre el seminarista Franklin y su primera misa. Truncada así esta ilusión de su vida, se internó en los campos mirandinos de Barlovento y Rio Chico, donde su función de mediador y tramitador de hipotecas, compras y ventas de inmuebles aumentó su fortuna. Volvió entonces a su Guaira natal y de allí después de un romance sin éxito con la viuda de Cipriano Rodríguez, embarcó para España.

     Franklin ha llegado a la alegre Madrid de 1916 y es el paseo El Retiro al pasar aparatoso del real carruaje de Alfonso XIII donde comienza a definirse su verdadera vocación. Ya no piensa en desbancar grandes mesas ni en decir sermones. Su mente se ha afiebrado por un dorado sueño de grandeza y ya este sueño no le abandonará jamás. Se dejó crecer grandes patillas: dignificó sus ademanes y sus gestos desde entonces fueron cortesanos y galantes: sus mejillas lucieron más frescas bajo el rosa leve del carmín y su rostro todo al que se adherían discretamente los polvos de arroz, cobraba una exquisita palidez de rostro infantil. Varios miles de pesetas en exóticos trajes diseñados por él complementaron su rara hermosura. Porque aquel renovado Vito Modesto Franklin resultaba extrañamente hermoso, y cuando en 1921 regresó a Caracas, pocos días bastaron para que fuese suya la atención de toda la ciudad. No había pasado la admiración del primer encuentro con aquel «arbiter elegantiarun» tropical, una nueva ocurrencia vino a aumentar la apasionada curiosidad pública que su persona suscitaba. Un buen día amaneció nuestro Franklin con el resonante título de Duque de Roca Negras. El miércoles de ceniza de 1922, muy por la mañana, irrumpió en la redacción de «El Heraldo» y con altivo gesto y triunfante sonrisa, desplegó ante los ojos incrédulos del redactor de turno, un viejo pergamino sellado en lacres y con gallardo tono de voz, explicó el contenido de aquel enrevesado documento.

Silueta Vito Modesto Franklin. Por Raúl Moleiro, 1923

He aquí, amigo mío, que la sangre azul de las Españas florece entre mis venas. Este pergamino es el documento público por el cual se da cuenta en mi rancio abolengo, y consta en él que el año de gracia de 1821, Su Majestad el Rey Fernando VII declaró a doña Felipa Montes, heredera de Hernán Tigifredo, Duque de Roca Negras, con derecho a disponer del condado de Pontevedra los ducados de Roca Negras, Cantabria y Alaba. El de Cantabria pertenecía al Rey Don Pelayo, primo de Hernán Tigifredo; y el año 60, los señores Joaquín Montes y Felipa Montes, reservan tales nobles derechos con favor de Franklin soy legítimo y primo de Don Pelayo; único heredero, por tanto, de los títulos Roca Negras, cuyo blasón ostenta una roca color betún sobre campo de gules y gulas (sic) y atravesado por dos puñales, símbolo del amor y de la fuerza.

Esta noticia del ducado de Vito Modesto corrió de boca por toda la ciudad; y ya nadie más le llamó doctor Franklin, ni pare Franklin, ni señor Franklin siquiera. Parecía que todos estaban esperando aquel título, para llamarle duque, porque duque, en cierto sentido, era su verdadero título

En abril del mismo año debuta en el Teatro Calcaño La Lusitana, famosa coupletista, por cuyo amor imposible estuvo el duque en trance de suicidio. Cada noche, desde su palco solitario, llovían rosas a los pies de la coupletista. Ella, en pago de las galantes ofrendas de flores y de amor popularizó, cantándolo para él en sireé de gala, el couplet «El Duque de Roca Negras», letra de Leo. Con La Lusitana se me fue también una ilusión del duque, ilusión que renació luego, en junio, pero encarada en otra coupletista: Carmen Flores. Y si la Lusitana los trasformó de tal manera, por Carmen Flores estuvo a punto de enloquecer. Carmen debutó en el Olimpia, que era propiedad del duque. Volvieron las flores y las fastuosas noches volvieron. Y de este amor como del otro, cosechó sólo couplets y canciones. Y ocho días antes de partir Carmen Flores dio una función en honor al duque. Allí estaba él, en su palco adornado, una rosa impoluta en el ojal, la corbata muaré despidiendo ondas de luz.

     – ¡Que hable, que hable el duque! – pedía a gritos la sala entera.

     Y él se irguió emocionado, alzó la derecha en que cantaban las bellotas de su esclava y dijo estas cortas palabras:

     – ¡Señores! Veo y no miro lo que veo.

     Una salva de aplausos atronó la sala. Y por el maquillado rostro del duque, rozó una lágrima de gratitud. Terminada la función, se prolongó la fiesta en el camerino de la actriz. Aquella fue una fiesta frívola y apasionada, y hasta extrañamente pagana: pagana, sí, porque Carmen Flores, fingiéndose Diosa de la nobleza, vertió champán en sus labios sobre el ombligo del duque, porque han de saber ustedes que el duque tenía un ombligo de perla nacarina, según él, y algo salido, característica natural según él también, de los legítimos nobles. A los pocos días la fotografía del ombligo del duque era expuesta como joya de valor en el escaparate de la «Bota de Oro». Carmen Flores se marchaba, pero él le daría un imborrable recuerdo de su amor, y así fue como una noche, cuando Enrique de Borbón – aquel aventurero primo de Alfonso XIII que seguía apasionado los pasos de Carmen Flores, el duque impidió indignado aquel brindis.

     – ¡No! – le dijo rojo de ira- No han de rodar los nombres de las señoras por entre copas de taberna.

     Borbón aprovechó para teatralizar y le lanzó un guante al rostro.

     -Mis padrinos irán a verle mañana- concluyó el español.

     Aunque aceptado por el duque, no se efectuó el duelo, pues al día siguiente ya Borbón iba camino a Colombia, siguiendo siempre a la Carmen.

     Otro amor que se fue y el duque estaba desolado. No podía resistir la ausencia de su Carmen Flores, y hubiera muerto de melancolía si a mediados de abril de 1923 no recibe aquella carta, aquella famosa carta, en que, desde la lejanía. La carta contenía un retrato con autógrafo:

     «Querido Duque: Tiempo mucho lo que es amor secreto. Estáis ceñido a mi amantísimo corazón (..) y el corsé a mi cintura. Permitidme contar desde hoy con la promesa de vuestra mano. La mía, vuestra fue desde siempre. Beso vuestros pies: Piperacine Midy- Princesa cautiva de Austrasia-«

     Ah, ¡que fiesta dio el duque a sus amigos para celebrar aquel suceso de amor!

Las flores y el champán corrieron como ríos dorados por las mesas de «La Glaciere». Pero la alegría que le trajera aquel misivo fue pronto nublada. Alguien había herido al duque en lo que más caro para él: su elegancia: alguien quería aparecer más guapo y mejor vestido que él. Y ese alguien era Rodolfo Valentino. Y el duque pisoteó el nombre de aquel Narciso falsificado, que carecía de sangre azul, que no tenía como él 1,80 m de estatura, si como él tenía sus curvas apolíneas de ánfora etrusca.

-Esos palurdos-declaró el duque para «El Heraldo»- alzan vulgar vocifera a favor de ese macaco que se moriría de envidia ante la delicadeza oliente de uno de mis calcetines!

El poeta Aquiles Nazoa

     Para corroborar lo dicho, se hizo una foto nudista y mandó exhibirla en diversos lugares. No se convenció la gente, empero, y el comentario del día era «El hijo de Sheik» por Valentino. Entonces salió nuestro otoñal Petronio en busca de su princesa. Y en 1925 se paseaba tranquilamente por las calles de Londres, donde, según el «Daily Telegraf», los transeúntes se detenían para verle pasar, asombrados de su extraordinario parecido con Oscar Wilde. Por el brillante que lucía, en una sortija por la noche y en el imperdible por el día, un joyero francés estando en París en 1926, le ofreció 18.000 francos, que él rechazó. El duque regresó a Caracas tras larga ausencia. Tenía ya cerca de sesenta años, pero representaba cuarenta a lo más. Mucha de aquella popularidad del 22 estaba perdida. El sonaba sí: pero con mayor fuerza sonaba el radio, que recién había llegado al país; y su curiosa figura ya había dejado de ser rareza, para convertirse en otro aspecto del paisaje caraqueño, como la torre o como la ceiba de San Francisco. Así lo comprendió él y buscó nuevos caminos, sin abandonar su indumentaria, sus cosméticos, sus lentes ni su ducado, se inició en el mundo de la mecánica y junto con un protegido suyo inventó en 1929 un «avisador de incendios». Listos ya los planos, quiso, para desgracia suya, llevar todo aquello a la práctica. El 6 de diciembre de 1930, una ambulancia conducía al Duque de Roca Negras al hospital Vargas. Minutos antes, la explosión de un bidón que mandó llenar de aire le había quebrado una pierna. La hermosa peluca, comparada en la mejor peluquería de París, fue hallada debajo del Puente Junín. La elegancia había sucumbido. Vito Modesto Franklin, que del accidente salió cojo, ya no era sino un vulgar transeúnte, de sombrero y pantalones largos, como otro cualquiera. A la sombra de su vieja casa de Glorieta, soñando ante aquel montón de papeles y retratos que resumía su vida aventurera, en el olvido de la ciudad que fue suya por diez años, murió su excelencia el 17 de julio de 1938. Un estanque de agua clara nos indica el camino de su tumba solitaria”.

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