Vida doméstica caraqueña
El periodista estadounidense William Eleroy Curtis (1850-1911), autor del libro Venezuela, país de eterno verano (1896), dejó escrito que una “buena casa”, con todas las comodidades cuya construcción fuese de material consistente podía costar entre veinte o veinticinco mil dólares, “y dura para siempre”. Resaltó que en las casas no había estufa ni calefacción y que el combustible para cocinar era el carbón.
En cuanto a la cantidad de criados o sirvientes utilizados para atender los quehaceres hogareños, en especial en los hogares de la gente de mayores recursos económicos, en lo referente a este aspecto subrayó que: “En Venezuela se necesitan más criados que en nuestro país o en Europa, y no están bien educados, pero su paga es mucho menor”.
Indicó que se podía contratar personas para el servicio doméstico por sumas muy bajas. Si eran hombres los que se contrataban para mayordomos, cocineros o criado la paga era de siete u ocho dólares al mes. En cuanto al lavado de la ropa observó que la realizaban las mujeres a orillas de los ríos. “Transportan la ropa en cestas sobre sus cabezas, en camino y de vuelta, la lavan en el agua fría de la corriente, la baten contra las piedras hasta casi acabar con los botones y la extienden sobre la grama a escurrirse”. Constató que en las casas se lavaba utilizando bateas y agua caliente, pero en toda Venezuela no hay nada que se parezca a un tendedero ni a una tabla de lavar”. Agregó que en el patio trasero de algunas casas había un estanque preparado con piedras y cemento. En él se lavaba la ropa y había piedras de gran tamaño similares a las balas de cañón o a una auyama en las que se tendía la ropa para que se secara. En cuanto a este hábito escribió: “Algunos norteamericanos han intentado introducir repetidas veces máquinas de lavar y tendederos, pero es imposible inducir a las mujeres a usarlos, pues prefieren sus propios y embarazosos métodos”.
Según su particular visión de los trabajadores añadió que, existía un inveterado temor a las innovaciones, “particularmente contra las máquinas y los artefactos que suavizan el trabajo”.
En este orden de ideas, expresó que no había manera de convencer a un peón que, en vez de llevar muebles pesados y baúles entre dos hombres con una especie de andas, sostenidas sobre sus hombros, utilizaran carretillas. Otro ejemplo que ofreció de lo que denominó miedo a las innovaciones fue el de los instrumentos de trabajo utilizados por quienes araban la tierra. Así, ratificó que los agricultores del lugar trabajaban la tierra con un palo curvo provisto de un mango, “exactamente como lo hacían los egipcios en tiempo de Moisés y nada puede inducirlos a adoptar el moderno asador de acero de dos mangos”.
En la Caracas del siglo XIX se podía contratar personas para el servicio doméstico por sumas de dinero muy bajas.
Ante esta circunstancia agregó que Antonio Guzmán Blanco había buscado la manera de introducir nuevas y modernas tecnologías que redundaran en una mayor productividad, no sólo en el campo sino en otras áreas de vital interés. Se mostró convencido que ese espíritu temeroso de innovaciones serviría para explicar porque aún el café y el azúcar se transportaban a lomo de mula. Se mostró sorprendido de esta modalidad de transporte y que no se hiciera uso del ferrocarril, además que se pagara con monedas y no con cheques para hacer transacciones comerciales, “y esconden el dinero debajo de troncos viejos o en las hendiduras de los techos, en lugar de depositarlo en los bancos para ganar intereses y aumentar el circulante”.
En su descripción sumó el que ni obreros ni mecánicos tuvieran idea del trabajo mecanizado. En lo que se refiere al trabajo con la madera y la ebanistería se llevaba a cabo de forma manual.
No dejó de destacar la inexistencia de un taller de cepillado o una fábrica de marcos o de ventanas, así como que todos los muebles y gabinetes estuviesen elaborados de la misma manera. “Siempre se encontrará uno con que las cerraduras están colocadas en el marco o que la cuenca del pestillo está atornillada a la puerta o que los cerrojos están invariablemente invertidos”. Agregó que cuando se llamaba la atención sobre esta costumbre la respuesta recibida era que hacerlo de tal modo era una costumbre venezolana.
Observó cómo era el proceso para la construcción de las casas. En este sentido agregó que, cuando se edificaba una casa, lo fuera de un piso o dos, se levantaban primero las paredes de mayor grosor al nivel mayor de altura y luego se perforaban para introducir los extremos de las vigas y de las maderas de los pisos. “A un constructor jamás se le ocurriría pensar que sería mucho más fácil colocar las maderas en los muros a medida que se dispongan los ladrillos”.
En su reseña, Curtis no parece haber dejado ningún cabo suelto acerca de las dificultades para hablar de Caracas y de Venezuela en términos de un país moderno y con aspiraciones de civilización. Sumó a sus consideraciones lo relacionado con las criadas y el trabajo que debían desarrollar en las casas donde eran contratados sus servicios. “Al emplear una nueva criada, el patrón deberá instruirla en todos sus deberes el primer día”. Sumó a esta consideración que estas instrucciones le servirían para llevar a cabo sus tareas en los días subsiguientes, sin alteración alguna.
Para ratificar esta disposición, contó que al llegar al hotel donde se hospedaba desde su llegada a Caracas, pidió un vaso de leche. A los días siguientes, se lo volvían a llevar a pesar de haber advertido que no quería leche, pero continuaban llevándoselo.
De manera inmediata escribió que el hotel, que le servía de morada, contaba con timbres eléctricos para comunicarse con los criados. Dejó anotado que el primer día hizo un pedido y un muchacho había cumplido con llevárselo. Sin embargo, a la siguiente mañana volvió a utilizar el timbre para ser atendido un requerimiento de su parte. Pero nadie había contestado al llamado. Al ver que no atendían a su llamado, decidió dirigirse al comedor donde encontró a media docena de criados allí reunidos. Ante esto escribió:
– ¿Es que acaso no escucharon mi llamada? -, pregunté.
– Si señor -, fue la respuesta.
– ¿Entonces por qué no acudieron?
– El muchacho que atiende las llamadas de su excelencia fue al mercado con el amo.
– Pero ustedes sabían que no estaba y han debido de venir en su lugar.
– No, señor, ésa es su ocupación. “Yo contesto las llamadas del caballero del cuarto vecino””.
En los alrededores de la Plaza Bolívar se pueden apreciar diversas edificaciones de interés, entre ellas, la Casa Amarilla, la Catedral y el Capitolio.
A Curtis le pareció irritante esta actitud. Agregó que mientras permaneció en el hotel tuvo que ser objeto de tal costumbre y que, por más intentos realizados, nunca logró ser atendido por otra persona distinta a la asignada para él. Algo parecido le sucedió con el desayuno que le era llevado a su habitación por parte de una nativa llamada Paula. En este sentido, recordó que un día, cuando se preparaba para ir de excursión, decidió dirigirse al comedor a las seis de la mañana. Aunque estaban algunos criados, ninguno le satisfizo su petición porque no lo tenían asignado como huésped a atender. En esa oportunidad fueron a levantar de la cama a Paula para que le sirviera su desayuno. “Era su oficio llevarme café y ningún otro criado lo habría hecho. Pero, en general, aparte de esta terca adhesión a la costumbre, los criados son honestos, dóciles y obedientes. Paula era especialmente merecedora y solícita, y el aire majestuoso con que se movía, era gracioso”.
A propósito de edificaciones sacralizadas en Caracas mencionó el caso de un “viejo edificio” que rememoraba el pasado patriota de los venezolanos. Describió que una de sus fachadas daba a la Plaza Bolívar y que desde sus ventanas podía verse la antigua catedral, una estatua ecuestre del Libertador, cincelada con un procedimiento similar a la estructurada en honor a Andrew Jackson al frente de la Casa Blanca en Washington, y la Casa Amarilla en la que habita Antonio Guzmán Blanco. Agregó que opuesto a la portada oeste del edificio, se encontraba el Palacio Federal o Capitolio donde se reunía el congreso y se llevaban a cabo ceremonias oficiales. “Actualmente es el Cabildo de la ciudad, asiento del gobierno municipal, pero solía ser la residencia del gobernador cuando el país era colonia de España”.
Bajo este contexto pasó a narrar lo acontecido el 5 de julio de 1811 en un capítulo denominado “La cuna de la Independencia suramericana”. Luego de describir la parte interna de esta edificación y lo que en ella se encontraba, relacionado con la historia política del país, pasó a reseñar cómo eran los matrimonios civiles en el país, siendo Guzmán Blanco presidente. Expuso que el rito civil del matrimonio era el único legalmente reconocido por el gobierno venezolano, “aunque casi todo el mundo acude después a la Iglesia para que el sacerdote santifique la boda”.
Presentó a sus potenciales lectores que el gobernador del distrito, los jueces de las cortes, los jueces de paz y algunos otros magistrados estaban autorizados para celebrar la ceremonia, aunque todos los actos matrimoniales debían hacerse en estas instalaciones y los padres o testigos escogidos deben firmar el acta de matrimonio.
El presidente Antonio Guzmán Blanco introdujo nuevas y modernas tecnologías que redundaron en una mayor productividad, no sólo en el campo sino en otras áreas de vital interés.
Contó que antes de la realización de la ceremonia, se debía adquirir una licencia en el registro principal de la ciudad y que se colocaba un aviso público por el lapso de diez días. En la parte de afuera del edificio se instalaba una cartelera en la cual se daban a conocer las uniones maritales que se realizarían, “y los que pasan por la calle, invariablemente se detienen a ver cuál de sus amigos espera verse ´amarrado´”.
De acuerdo con su narración, ya pasados los diez días la pareja casamentera acudía con elegantes atuendos y en compañía de amigos o allegados. “Luego van a la iglesia. La hora preferida para los matrimonios es las nueve de la mañana o temprano al anochecer, y generalmente hay una multitud de curiosos reunidos a las puertas esperando ver el cortejo”.
Comparó este ceremonial con los realizados y practicados en los Estados Unidos de los que vio gran similitud. El juez, el gobernador, o quien estuviera en el acto leía primero los contenidos de la ley a los contrayentes. De inmediato se pasaba a leer la licencia que ofrecía el aspecto legal del ceremonial. En ella se estampaba la edad, el lugar de nacimiento y el oficio o profesión de los contrayentes. Luego los novios juraban cumplir con lo estipulado en la ley, al igual que los padres o los testigos.
Luego de terminar con esta formalidad legal el juez o gobernador se llevaba aparte a la novia a quien preguntaba si estaba actuando de manera independiente y no coaccionada por otros. En caso de responder NO procedía a preguntar al novio y le ofrecía la posibilidad de retractarse si así lo deseaba. Luego, con la anuencia de los novios, los declaraba marido y mujer. Según lo que observó, indicó que en algunas ocasiones el juez besaba a la novia. “Esto depende de las circunstancias. Si la conoce bien y si es bonita, entonces le da un saludo, como ellos dicen; y por lo general hay muchos saludos y sollozos y enjugarse las lágrimas entre las mujeres, mientras que los hombres se abrazan y se dicen ¡Amigo! ¡Amigo! Uno al otro, lo que significa lo mismo en inglés”.
Comentarios recientes