Los caraqueños se han hecho excesivamente cómodos, y cuando se le invita a una excursión urbana, inquieren primero si encontraran sitio para estacionar el automóvil. Prefieren al paseo despacioso que saborea todos los detalles, la marcha frenética por las autopistas. Y ya los carruajes girarán por una inmensa cinta blanca, sin detenerse en ningún sitio. Otra generación ha de nacer que utilice sus piernas y se entregue al gratuito deleite de descubrir y gustar cosas a medida que las acendra la mirada. Crepúsculos, auroras, noches de luna, se prefieren ahora velocísimas, sin que interfieran con alucinaciones y con sueños el tránsito cabal de las carreteras.
Debemos ver, pues, otra Caracas que gesticula, negocia o actúa. Entrar, por ejemplo, a mediodía, en los bares y comedores del Hotel Tamanaco. Con su arquitectura de pirámide azteca, no sólo es espléndida balconería de la ciudad, sino animado foro de relaciones públicas. Concurrido de inversionistas de todas partes; de magnates del hierro y del aceite, la dinamita y el rayón, de banqueros y estrellas de cine y aún de solicitantes de amistades útiles, el vitaminado lunch del “Tamanaco” crea lo que en la jerga mercantil se llaman los “contactos”. Es antesala de empresas y negocios. Después de un Martini en el bar o un refrescante “whisky and soda”, la ensalada tropical, acompañada de camarones frescos, permite el buen trato humano sin alterar la digestión.
El ingeniero puede demostrar allí al capitalista –sin que parezca inelegante- el croquis somero de una urbanización; el abogado, el proyecto de una compañía anónima. Se puede telefonear a New York sin que se interrumpa el almuerzo. Y en las aulas de conferencias se reúnen los directorios de compañías y asambleas de accionistas o se dan cursos que enseñen el difícil arte de vender y de negociar, de contratar seguros, combatir la timidez y salir por el mundo como alígero halcón en busca de su presa económica. Ese “Tamanaco”, tan mercantil del mediodía, es diferente ya del de la noche, que congrega, en las pistas de baile o en los saloncillos más penumbrosos, la más granada y alegre juventud. Para el extranjero ambicioso que viene a Venezuela y puede afrontar los gastos de las primeras semanas, el “Tamanaco” es una necesaria batalla social. Desde allí se inicia la red de las relaciones, y cuando se tiene cálculo y estrategia, puede ser el anchuroso vestíbulo de la fortuna. Para quienes saben descubrirlo y conocen las palabras mágicas, Aladino va, a veces, por las calles de Caracas con su lámpara de milagro que ofrece concesiones mineras, terrenos por urbanizarse, empresas por crear.
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