Un húngaro en Caracas

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Un húngaro en Caracas

Por: Jorge Bracho

     Un amante y practicante de los deportes, la fotografía, estudioso de la botánica, las ciencias y la música, admirador de las interpretaciones de Beethoven y Wagner, originario de Hungría y amigo de Alejandro de Humboldt, cuyas recomendaciones le abrieron las puertas de América, partió de los Estados Unidos de Norteamérica en enero de 1857 hacia La Habana, donde estuvo dos meses antes de su arribo a Venezuela adonde permaneció alrededor de cinco meses. Pal Rosti (1830-1874) formó parte de los reformistas húngaros que pugnaron por el despliegue de reformas capitalistas en contra del orden feudal, a la luz de las revoluciones de 1848 y 1849 en Europa. Uno de sus intereses intelectuales que atrajo su atención fue el relacionado con la indagación acerca de la naturaleza. Durante una estadía en París comenzó a interesarse por la fotografía, de la que dejó una gran colección al fallecer, también perfeccionó allí los métodos de trabajo de la geología y la etnología. Partió de Francia un 4 de agosto de 1856 hacia América y regresó a Hungría el 26 de febrero de 1859. Luego de publicado Memorias de un viaje por América (1861) fue galardonado con la incorporación a la Academia de Ciencias húngara. 

     Rosti cultivó una fructífera amistad con Humboldt a quien citó de modo reiterado, como autoridad reconocida en el canon académico, a lo largo de sus Memorias… Interesado en estudiar la exuberante naturaleza, tal como en Europa se le denominaba a la zona natural de estos espacios territoriales, desde tiempos de la Ilustración, no dejó de mostrar quizás mucho más que lo expuesto por su admirado maestro, una fuerte inclinación por observar el carácter general de los lugares que visitó en el continente americano. Por eso será común para el lector de hoy toparse con consideraciones respecto a los alimentos que se consumían, las bebidas de mayor preferencia, los tratos sociales y las prácticas políticas generalizadas.

     Como todo visitante que alcanza espacios territoriales distintos a su lugar de origen, el viajero, ya fuese con fines científicos o lo fuera por invitación de autoridades establecidas, dejó estampado elucubraciones de lo observado y experimentado en tierras lejanas. Con sus relatos se muestran como cronistas en la medida que pretenden delinear paisajes naturales y sociales que más llamaron su atención y que exponen un aprendizaje, uno de los motivos principales del viaje. Si en tiempos de la Antigüedad el viajante se asumía como parte de un designio y regido por el requerimiento del destino de los dioses, es decir, prueba, aventura, sufrimiento, o el peligro propio de la experiencia humana, en los tiempos modernos fue convertido en una porción del capital cultural, de aprendizaje, de pasión y de placer.

     En las narraciones vertidas por el viajero devenido visitante aparecen expresadas un aprendizaje acumulado en combinación con la atracción de lo que le es afín, familiar, y el distanciamiento de todo aquello que, por enseñanza, hábito y costumbre experimenta como ajeno. Una de las interrogantes que Rosti se hizo a si mismo fue la relacionada con la aversión a los negros presente en los Estados Unidos, disposición que lo llevó a comparar el trato del negro con el esclavismo aún existente en Cuba para el momento de su visita. Cuando hizo referencia a este mismo tópico, para el caso venezolano, comentó de modo fastuoso la abolición de la esclavitud, en tiempos de los Monagas, hacia 1854. Lo que no sorprender en cuanto a la forma de gobierno personalista propia del monaguismo que, para un hombre instruido y simpatizante del liberalismo reinante en el sistema mundo moderno, resultaba contrario al libre albedrío y las acciones humanas amparadas en la libertad para el disfrute de los bienes provenientes del trabajo.

     Por tal razón, estableció que el pueblo venezolano no disfrutaba ni apreciaba la libertad. Los criollos no extendieron ésta con su experiencia como repúblicas independientes, porque las elites políticas optaron por el provecho propio, el poder y la riqueza, al eludir la gloria, el honor y el bienestar. El ejemplo emblemático lo expuso con la reelección de José Tadeo Monagas. Según sus palabras éste, más bien, reprodujo una tiranía personalista cuyo mayor modelo era el funcionamiento del poder legislativo porque desde él se hacía lo que el grupo de los Monagas disponía, al desconocer a los opositores a quienes se les negaba el pago de sus estipendios o los enviaban a la cárcel. De igual modo, comentó de manera muy crítica el nepotismo y compadrazgo en la práctica política del momento. Entre sus consideraciones geopolíticas hizo referencia a una posible anexión de Venezuela por parte de los Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, para que tal situación fuese posible sería necesario una guerra en que las guerrillas, comandadas por llaneros, cortarían tal pretensión. Agregó, a este respecto, que no sería el ejército y la milicia quienes ocuparían un lugar destacado debido a sus carencias, al recordar una frase del momento: la milicia es la miseria ricamente adornada.

     Caracas le colmó de perplejidad por su quietud y la falta de circulación de medios de transporte, al igual que el alto costo de los alimentos. Adjudicó esta inclinación a la repugnancia de los criollos por el trabajo productivo, la fertilidad de la tierra que sin mayor esfuerzo daba frutos y que, por tal circunstancia, los pobladores podían satisfacer sus necesidades sin mayor dedicación. Del mismo criollo adujo que no favorecía el progreso porque el pueblo se encontraba alejado del bienestar, del desarrollo espiritual y del progreso. Por esto asentó que en Caracas había experimentado la lejanía de Europa y el aislamiento del mundo civilizado. En su relación de viaje agregó, además, la falta de lugares para el esparcimiento y la diversión como teatros o paseos. Los lugares de encuentro eran las casas de familia, las misas y las fiestas religiosas.

     En sus elucubraciones resaltó el hecho de aquellos quienes sin mayor esfuerzo obtenían sustento porque los frutos de la tierra crecían sin gran esfuerzo. Estableció como ejemplo la adquisición de vestimenta la cual era posible con un pequeño esfuerzo, tal como lo corroboró con la entrevista a un mozo (joven) color café que encontró, en plenitud de un día productivo en Europa, recostado en una pared fumando un cigarrillo el cual le había preparado una joven mulata. A la interrogante de Rosti relacionada con el medio de sustento y oficio del caballero en edad productiva, éste le señaló un árbol y agregó que arrancaba de él algún fruto lo llevaba al mercado y al cambio podía adquirir una cobija o una prenda de vestir. Para el viajero, en función etnológica, le llamó poderosamente la atención esta actitud tan generalizada entre lo que acá se denominaba peones.

Visita al mercado

     En su visita al mercado de la ciudad contrastó los precios con los de su país y los de Estados Unidos de Norteamérica, con lo que intentó demostrar el alto costo de los bienes que aquí se ofertaban, a excepción de la carne de vaca. Por ejemplo, un saco de papas 5 dólares, un pavo 5 dólares y un pollo 1 dólar. En cuanto al precio de los huevos mostró gran impresión al verificar que el mismo no variara y que se utilizara como referente para fijar el precio de otros bienes de consumo. En su examen del mercado y lo que en él se ofertaba trajo a colación que la carne de cabra se vendiera como carne de carnero. Además de dulces como el de membrillo y el de guayaba que, para su paladar eran exquisitos y de extraordinaria textura.

     También se conseguía pan de maíz, es decir, arepas que no eran muy de su agrado, en especial, cuando las servían frías, al igual que las caraotas negras y las carnes cocidas en forma de guisos le causaban repulsión. Junto a la arepa se encontraba el pan de trigo y el casabe que, a su parecer, parecía preparado con virutas desmembradas. El papelón lo describió como de muy baja calidad frente al azúcar. Cuando incursionó hacia los llanos le llamó la atención que al papelón lo degustaran con queso. El consumo de dulces le pareció exagerado, así como la justificación que le proporcionaron algunos al expresar que lo hacían para consumir agua con mayor gusto.

     En lo que se refiere a los pobladores hizo referencia a la raza blanca, la que representaba una pequeña porción de toda la población al igual de lo que él denominó criollos. En este sentido, llamó la atención que la mayoría de la población era de sangre mezclada entre quienes predominaban mulatos, zambos, mestizos e innúmeras combinaciones y los negros. Por esta disposición agregó que a Caracas le quedaba de indígena sólo el nombre, tal como lo había apuntado su admirado maestro Humboldt. En su función como etnólogo se mostró sorprendido por la cantidad de uniones con un origen alejado de la legalidad civil y religiosa. Por esto las reprobó al considerar la moral caraqueña como expresión de debilidad. El moralismo exhibido en su relato lo condujo a poner como ejemplo el caso de niñas que, entre 13 y 14 años, tuvieran amantes y que tal acción no parecía sorprender a nadie. Adjudicó la cantidad de vagabundos en las calles a hijos ilegítimos y abandonados como consecuencia de estos enlaces.

La mujer caraqueña

     De la mujer caraqueña estableció o que era una verdadera belleza o lo era fea. Así, sin medias tintas. Para dar vigor a su aseveración trajo a cuentas que entre las habaneras eran muy pocas las que de verdad podrían considerarse hermosas, más bien eran graciosas, agradables, con sus pequeñas caras redondas. Adjudicó este aspecto a que La Habana, al igual que en la mayor parte de Cuba, fue colonizada por catalanes. En cambio, en Caracas y toda Venezuela fueron andaluces sus colonizadores. Rosti se enmarca en la tradición del pensamiento racialista, no racista que ha sido una disposición posterior, que fue un factor preponderante para definir el denominado carácter nacional, a la postre un uso mundial, junto con la importancia otorgada al medio físico, el clima y la ubicación de los espacios territoriales que le sirvieron de marco para su comparación entre habaneros y caraqueños.

     En su descripción estableció que entre ambas agrupaciones humanas el carácter del criollo, o descendiente directo de los peninsulares, se podía constatar la ambición y el deseo de dominio, el orgullo y el apasionamiento, la rudeza, la apatía e indolencia ilimitada y, de otra parte, la hospitalidad y rasgos de caballerosidad. Expresiones que aseveró haber confirmado en México y otros lugares donde el predominio del criollo estaba presente. A lo expresado sumó la reserva que mostraban hacia los extranjeros, las formas de gobierno con muchos desequilibrios, el fanatismo con su secuela de desventajas por estar impregnado de supersticiones y prejuicios contra sus connacionales, lo que mantenía al pueblo en la ignorancia y un sometimiento social de un grupo sobre otro. Por esto llegó a la conclusión que con ellos era difícil desviar el tránsito hacia el abismo social, el alejamiento del bienestar nacional, y lograr la evolución espiritual y el progreso.

     No dejó de recordar que Caracas producía melancolía en el extranjero quien estaba acostumbrado al ruido de las grandes ciudades, porque un silencio mortal reinaba en la ciudad semidestruida. Recordaría que los caraqueños se encerraban en sus habitaciones y dormían, almorzaban alrededor de las cuatro o cinco de la tarde y ya a las seis de la tarde las damas se sentaban en los ventanales de sus casas, mientras los jóvenes o señoritos cabalgaban cercanos a las casas para galantear a las muchachas que los observaban desde sus ventanas. Al llegar las ocho de la noche comentó que reinaba un absoluto silencio y sólo era posible encontrarse con los serenos o vigilantes nocturnos.

     En términos generales, el relato que ofreció Rosti no terminó en Caracas porque incursionó en los llanos venezolanos y ofreció una imagen del llanero que contrastó con las actitudes que los señoritos de la capital exhibían. Su narración muestra lo que parece haber impactado en su personalidad: el ámbito etnológico.

Humboldt y la Provincia de Caracas

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Humboldt y la Provincia de Caracas

Por: Jorge Bracho

      De seguro, quien emprenda la tarea de indagar acerca de la Venezuela, en especial su capital, durante el largo 1800 y sus características naturales, físicas, oro – hidrográficas, así como las peculiaridades de la sociedad, hábitos y costumbres, vestimenta de los grupos sociales que hacían vida en ella, plantas medicinales utilizadas para dolencias y afectaciones de la salud, en conjunto con algunos pormenores de la experiencia política, no debería dejar de lado algunos relatos de viajeros, naturalistas, botánicos o algún que otro narrador que se vio impelido a estampar en el papel observaciones acerca de esta comarca. Aunque son pocos los estudiosos de la historia que se atreven a examinar estos escritos, quizás, porque dan poco crédito a las representaciones ofrecidas a partir de vivencias muy puntuales, en que la propia experiencia del narrador se mezcla con lo que exponen en sus relatos.

     No se debe olvidar que son relatos en que los convencimientos personales se combinan con la visión de otro, que sirve de objeto de observación. Un objeto, la mayor parte de las oportunidades que se precisa a partir de una mirada ambivalente. Esto es, la de un objeto de observación, ya sea un evento, práctica religiosa, hábito alimenticio, festividades, costumbres localizadas, al que se le otorgan virtudes o carencias. Por esto se debe hablar del viajero con una percepción plagada de ambivalencia en que atracción y repulsión se entremezclan y fungen de hilo conductor de su relato.

     Durante el 1700 el territorio que hoy ocupa Venezuela recibió la visita oficial de algunos naturalistas y misioneros que dejaron sus impresiones de la realidad social, cultural y, especialmente, de las potencialidades naturales que ofrecía la colonia a la luz de las reformas Borbónicas. Sin embargo, fue en el diecinueve cuando exploradores y naturalistas, en especial provenientes de Alemania, quienes se establecieron temporalmente en esta provincia para ofrecer a sus gobernantes informes de los vírgenes recursos que ofrecía la zona tórrida.

     El explorador de mayor resonancia, entre finales del 1700 e inicios del 1800, fue el barón Alejandro de Humboldt (1769-1859) quien, antes de arribar a Venezuela, tenía como objetivo alcanzar Nueva España y La Habana, lugares que, entre sus proyectos exploratorios en la América hispana eran prioritarios. Sus aspiraciones comprendían un viaje de ida y vuelta por el mundo. El azar lo condujo al norte de la América meridional en tiempos de convulsiones políticas, antes de partir para Burdeos en 1804 visitó los lugares que originalmente le preocupaban. En Venezuela se estableció entre julio de 1799 y noviembre de 1800. El plan ambicionado por él era totalizante, tal como se muestra en su texto Cosmos (1845-1862). Instalado en Alemania se dedicó a organizar sus notas del viaje por el espacio hidrográfico y territorial por él denominado nuevo Continente o Mediterráneo americano.

     Pasarían algo más de treinta años para dar a conocer su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Por tal motivo, muchas de sus frases narrativas presentes en este texto se intercalan con el tiempo que pasó en algunos lugares de la Capitanía General de Venezuela, y lo que sucedió luego de 1804. Al igual los que describen la Caracas de entonces resaltan el impacto del terremoto de 1812 y la guerra a favor de la Independencia. Ambos eventos sirven de marco para justificar la escasez poblacional y la depresión económica que experimentó durante las primeras décadas del 1800, período de tempo que toma en consideración Humboldt en sus reflexiones sobre Venezuela. En este orden, expresó que el país podría salir de su declive gracias a la fertilidad de sus tierras y la pujante vida comercial de Caracas, a lo que agregó que con una administración juiciosa y tiempos de paz ello sería posible.
     De la Capitanía General de Venezuela expresó que contaba con un millón de habitantes, de los cuales 60.000 eran esclavos y 100000 indígenas. La Capitanía la dividió, en términos metodológicos, en tres zonas: la de los bosques, la de los pastos y las tierras labradas. En lo que se refiere a la distribución de la población le llamó la atención que iba de las costas hacia el interior del territorio. Humboldt, como pensador de su tiempo, deliberaba que el denominado carácter de los pueblos debía definirse de acuerdo con el origen de cada uno de sus componentes. Por ello propuso que, así como se debía considerar el origen de los indígenas había que hacerlo con los provenientes de España. Si en México fue mayoritaria la presencia de vizcaínos, los catalanes lo fueron de Buenos Aires. En cambio, en Venezuela fueron andaluces y canarios. En este orden de ideas, observó que las actividades económicas desarrolladas se definían también de acuerdo con el origen de quienes las hacían posible. Por ejemplo, peninsulares en el comercio al por mayor, y los españoles americanos predominaban en el menor. 

      Si uno de los objetivos primordiales de este naturalista era el de precisar la existencia de recursos minerales y potencialidades de una naturaleza exuberante, no dejó de lado las actividades ilícitas presentes en la Capitanía. Comercio intérlope que adjudicó a la amplia franja costera y la ineficacia de la administración colonial, así como que con el mismo se venía forjando la opulencia, un tipo de conciencia y el anhelo de un gobierno local con mayor autonomía de la Madre Patria, que mostraba disposición a la libertad y formas de gobierno republicanas. Muchos de los aspectos que hoy pueden adjudicarse a los estudios de la sociología fueron abordados por Humboldt y su fuerte disposición de abarcar el todo social.

     Así, al hacer referencia a los indígenas, en la provincia de Caracas, dijo que eran pocos y que en ésta solo quedaba de indígena el nombre de algunos espacios territoriales que la componían. Donde se les podía encontrar era en las misiones religiosas, adonde recibían formación religiosa y llevaban a cabo labores agrícolas. Dedicó mayores consideraciones al caso de los negros. Aspecto éste que no debe despertar sorpresas en el lector actual puesto que, desde 1792 el Guarico o Santo Domingo francés fue escenario de un movimiento de esclavos negros en contra de sus amos coloniales, todo ello alentado por los mismos revolucionarios franceses en contra de quienes habían hecho, de este espacio territorial colonial, una de las colonias más prósperas del momento. Teniendo en mente este acontecimiento, y que dio origen a Haití, dedicó mayores líneas a los negros.

     La situación, respecto a éstos, le llevó a establecer que era doblemente interesante tanto por una reacción violenta en contra de sus dueños como por su número o cantidad en una extensión territorial limitada.  En este sentido, razonó que ellos ocupaban un espacio que abarcaba el sur de los Estados Unidos de Norteamérica, una porción de México, las Antillas y las costas de Venezuela. Al interior de esta última se había otorgado la libertad a algunos esclavos no por motivos humanitarios o de justicia, más bien era por el temor que despertaba una posible sublevación de ellos contra sus dueños, además por su intrepidez, osadía, la capacidad para sobrevivir en circunstancias adversas y por su coraje. De los sesenta mil que hacían vida en la Capitanía, cuarenta mil estaban en la provincia de Caracas. De ahí que diera gran importancia a la ubicación en un territorio limitado y cercanía entre ellos ante un posible conflicto.

     Al hacer referencia a los blancos criollos o hispanoamericanos sugirió que, aunque mostraban interés por ideas liberales y mayor autonomía, habían preferido cobijarse en los intereses de familia y una vida tranquila. Otros mostraban temor ante una posible revolución porque no solo perderían sus esclavos, también existían temores a que se suscitara una experiencia similar a los sucesos de la Revolución francesa y los del Santo Domingo francés, por su secuela de muertes y ruina, así como que el clero sería perseguido y despojado de sus bienes, al lado de la posible aprobación de leyes que reconocieran la tolerancia religiosa, que se eliminase derechos de linaje y herencia. Sin embargo, no dejó de llamar la atención del anhelo que mostraban por una mayor libertad de comercio sin dejar de considerar que seguían siendo indolentes, al optar por una existencia que garantizaba sus posesiones. En lo referente a los peninsulares o españoles hizo notar su escasa cantidad frente a negros, indios e hispanoamericanos, lo que lo llevó a preguntarse cómo habían logrado sostener estas colonias americanas.

La Caracas de principios del siglo XIX

     Del lugar ocupado por la ciudad de Caracas se interrogó por qué razón no había sido edificada hacia el lado Este, donde el valle se mostraba con mayor anchura, de llanura extendida, como Chacao en que las aguas podían descansar en un terreno más nivelado.  Informó que su fundador, Diego de Losada, continuó las líneas trazadas por Fajardo. En ese tiempo de fundación la predilección era por la cercanía de las minas de oro en Los Teques y Baruta y con preferencia al camino que conducía a la costa. En lo que respecta a las vertientes de agua había tres pequeños ríos que bajaban por las montañas, Anauco, Catuche y Caruata. En Caracas, según su exposición, los habitantes preferían, para beber, la de Catuche. Los pobladores de mejor posición económica seleccionaban las aguas provenientes de El Valle y de Gamboa, a las que adjudicaban propiedades saludables porque corrían sobre las raíces de zarzaparrilla y no contenían cal ni emanaban aroma de materia extractiva.

    Describió las calles de Caracas como de extensión ancha y bien alineadas, tal como eran otras construidas por los españoles en América. De las casas llamó su atención el espacio amplio que ocupaban, pero muy altas para un país de movimientos telúricos. Rememoró que la casa que ocupó en La Trinidad fue destruida por completo con el terremoto de marzo de 1812. Según sus observaciones, la escasa extensión del valle de Caracas y la proximidad de las montañas que la bordean ofrecían una imagen tétrica y sombría, en especial entre los meses de noviembre y diciembre cuando la temperatura era más amable. No obstante, este aspecto melancólico contrastaba con lo que se podía experimentar en las noches de junio y julio, cuando el cielo era menos nuboso que, para un observador de constelaciones y estrellas era de vital interés.

     Dejó escrito que, a pesar de la fuerte presencia de la población negra, en La Habana y en Caracas se experimentaba más cercanía con Cádiz y los Estados Unidos de Norteamérica que en algún otro lugar del Nuevo Mundo. Según su percepción fue en Caracas que se habían mantenido, a lo largo del tiempo, las costumbres nacionales. Los integrantes de la sociedad no mostraban para él placeres o diversiones muy variados, pero sí entusiasmo, cortesía y amabilidad en sus acciones. Destacó que existían dos generaciones muy distintas. Una, menos numerosa, muy apegada a la tradición y los viejos usos, que detestaba todo cambio del estatus colonial, con prejuicios coloniales y temerosa de toda idea proveniente de la Ilustración.

   Otra, más pendiente del porvenir mostraba inclinaciones por hábitos e ideas novedosas, aunque a menudo sin mucha reflexión. También observó una fuerte disposición por adquirir títulos nobiliarios y el encono entre los peninsulares y sus descendientes criollos. Destacó que en Caracas había familias con gustos por la instrucción, el conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana, una alta estima por la música como expresión de las bellas artes y su disposición para acercar a los distintos grupos sociales.

     Realizó una comparación respecto al estudio las ciencias exactas en México y Santa Fe, ante quienes vivían entre una exuberante naturaleza como lo apreció en la Capitanía General de Venezuela. Con sorpresa comprobó, en un convento de franciscanos, la preocupación por la astronomía moderna por parte de un anciano que calculaba fechas para todas las provincias de Venezuela. No dejó de anotar su sorpresa por la curiosidad que mostró por conocer el funcionamiento de la brújula de inclinación y nuevos descubrimientos de la astrología. Idea con la que mostró su mesura en lo referente a la descripción de esta comarca.

Primer automóvil en Caracas

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Primer automóvil en Caracas

     Subirse hoy día a un automóvil, conducirlo o hablar de él es algo muy normal en cualquier sociedad y, si se quiere, hasta natural, pues, esta criatura de hierro forma parte de la vida cotidiana del ser humano. Sin embargo, muy pocos conocemos los orígenes de este singular vehículo en nuestro país. Historia que ya pasa los cien años.

     Sobre la historia del automóvil en Venezuela se han escrito muchos artículos de prensa e incluso algunos libros. En todos ellos se dan diversas fechas de llegada y distintos dueños.

      Para el pintoresco periodista Lucas Manzano, fundador y director de la recordada revista caraqueña Billiken (1919-1958), el primer automóvil que llegó a Venezuela fue “el que trajo de Europa el señor John Boulton, a mediados de 1906”.[1] Mientras que para el poeta y escritor Manuel Rodríguez Cárdenas, fue aquel que “importó el afamado óptico Constancio Vanzina allá por mil novecientos y tantos[2]; y para el fallecido Cronista de Caracas, el acucioso periodista Guillermo José Schael, “el primer automóvil que vino a Venezuela fue traído en 1904 por la señora Zoila Rosa Martínez de Castro, esposa del entonces Presidente de la República Cipriano Castro”. [3]

     Esta última versión es la más conocida en la historiografía del país, tanto que se tiene como un hecho cierto que el primer carro que llegó a Venezuela fue este, el de la señora Zoila. Sin embargo, después de una minuciosa investigación en las publicaciones periódicas que circularon en Venezuela, entre 1903 y 1906, logramos ubicar numerosas noticias sobre automóviles. Pero en ninguna de ellas se menciona el carro de doña Zoila. Y no podía ser de otra manera, pues el vehículo de la esposa del “Cabito” llegó al país en mayo de 1907, tres años más tarde de lo indicado por el periodista Schael.

     El carro de la Primera Dama fue adquirido en Francia, a principios de ese año, por los generales Manuel Corao y Román Delgado Chalbaud,[4] quienes lo enviaron a Venezuela a bordo del vapor inglés “Matadero”, el cual atracó en el puerto de La Guaira, el 7 de mayo.[5] Al parecer era un “Panhard & Levassor,” uno de los modelos de carro más prestigiosos de la época. 

 

[1]Manzano, Lucas.Trayectoria del Automovilismo en Venezuela.” En: Elite. Caracas, Nº 1961, abril    27, 1963; p. 35

[2]Rodríguez Cárdenas, Manuel. “Lo que va de Ayer a Hoy.” En: El Nacional. Caracas, febrero 14, 1954; p. 4

[3]Schael, Guillermo José. Apuntes para la Historia del Automóvil en Venezuela. Caracas: Gráficas    Arte, 1969; p. 19

[4]Manzano, Lucas. Ob. Cit.

[5]Agencia Pumar. Caracas, segunda edición, mayo 8, 1907; p. 1

El primer automóvil que llegó a Venezuela

     Entre las diversas noticias que localizamos en la prensa sobre la presencia de automóviles en nuestro país, estaba la del arribo del primer carro a nuestras tierras. La misma fue publicada por el diario caraqueño El Monitor, en su edición del 21 de abril de 1904.

     En dicha noticia se afirmaba que “el lunes (18 de abril) por la tarde transitó por las calles de Caracas por primera vez un lujoso automóvil, el cual ha sido traído por el señor doctor Isaac Capriles. Lo manejaba un individuo extranjero, quien sin duda habrá venido para generalizar entre nosotros el uso del cómodo vehículo. En su tráfico por la vía pública no tuvo ningún inconveniente”.

     Esta es, de acuerdo con la investigación que realizamos, la información más antigua sobre la presencia de un automóvil en Venezuela. De allí que afirmemos que, con toda seguridad, el primer carro que llegó al país no lo trajo doña Zoila Rosa Martínez de Castro, sino el médico de origen judío Isaac Capriles, yerno del general Joaquín Crespo, para más señas.

     El vehículo era un hermoso Cadillac, modelo 1904. Años más tarde, en 1931, se exhibió en Caracas, con motivo del X aniversario de la Corporación Venezolana del Motor. La revista Ecos de Gloria,[1] publico una gráfica del histórico automóvil, cuyo autor fue el célebre fotógrafo venezolano Luis Felipe Toro, “Torito”.

     La segunda información sobre la presencia de un automóvil en el país, la publicó el mismo diario El Monitor, el 24 de mayo de ese año 1904. La nota decía “que ayer llegó a Caracas el representante de la New York Bermúdez Company, capitán Wright, quien trae un automóvil, el cual lo veremos dentro de pocos días en las calles. Es probable que se importe libre de derechos de aduana; y la compañía aparecerá distrayéndose al fresco, por la avenida Castro del mal rato que le ha proporcionado su fracasado negocio con la revolución”.

     Ciertamente, la empresa norteamericana, una de las primeras transnacionales que se instaló en el país para explotar nuestro asfalto, había financiado la fracasada Revolución Libertadora (1901-1903), lucha armada que estuvo liderada por el banquero venezolano Manuel Antonio Matos y que pretendió derrocar al gobierno del general Cipriano Castro, por lo que tenía pendiente una demanda por dos millones de dólares ($ 2.000.000) que había introducido el Estado venezolano ante tribunales nacionales y extranjeros. De allí que, cuando Míster Wright trajo su automóvil, las autoridades venezolanas prohibieron su introducción al país, por lo que el carro fue devuelto a los Estados Unidos.

 

[1]N.º 14, septiembre de 1931; p. s/n

El Duende Encantado

     En agosto de 1904 arribó el tercer automóvil, segundo que circuló en el país. Fue importado de Francia por un comerciante de Barquisimeto, cuyo nombre no fue posible precisar, aunque se presume que haya sido el francés J. Hauser, dueño de una ferretería en la capital larense.[1] Este vehículo entró por Puerto Cabello, donde el Jefe Civil de esa localidad lo retuvo por más de dos semanas mientras llegaba de visita a esa población el presidente de la República, general Cipriano Castro.

     El 29 de agosto fue probado por las angostas calles de la población carabobeña, produciéndose, naturalmente, un gran entusiasmo entre los porteños, pues -decía el periodista- era la primera vez que un automóvil atravesaba las calles de Puerto Cabello”.[2]

     Después que el “Cabito” se marchó, a principios de septiembre, el automóvil emprendió, a través de los rieles del ferrocarril, su recorrido hacía Barquisimeto.

     En la travesía pasó por diversas poblaciones, causando, por supuesto, gran asombro. En Tucacas, por ejemplo, su llegada “fue de grande alarma entre sus habitantes, quienes corrieron a esconderse en sus casas por temor de aquel Duende encantado. La policía pretendió poner preso al dueño del automóvil por haberlo introducido allí sin previo aviso a los habitantes”. [3]

     Solucionado el incidente, el “duendecillo” continuó hacia Duaca, donde también causó sobresalto. Aunque nunca como en Tucacas, pues sus pobladores fueron advertidos con anterioridad de la presencia de ese “bicho”; así que, cuando llegó el carro, los duaquenses disfrutaron, no sin temor, viendo aquella pequeña criatura de hierro. Fue tal el revuelo que causó este vehículo, que los habitantes del pueblo le solicitaron al Jefe Civil, general Julio Couput, que lo retuviese allí algunos días para que los niños gozaran de las maravillas del “progreso”. Y así fue, el automóvil permaneció en Duaca unos días más, deleitando a grandes y chicos. Lamentablemente, al tercer día el bicho se quedó sin combustible, y no fue sino en diciembre de ese año cuando su propietario logró el permiso de las autoridades para trasladar hasta esa localidad varios envases con gasolina. Sin embargo, no se logró ponerlo en funcionamiento, por lo que su traslado a Barquisimeto se produjo “no en su macho talón ó por sus propias fuerzas locomotrices, sino muy encaramado en el ferrocarril”.[4]

     Una vez en la capital larense, el automóvil fue embargado por un tribunal local, desconociéndose hasta ahora las causas que motivaron tal decisión. Lo que sí se supo fue la pena que causó esa confiscación en la población barquisimetana, tanto que la prensa local se hizo eco de ello en los siguientes términos: “como ha dado lastima el embargo del automóvil. Cuantas carreras no hubiera dado por nuestras calles, a tiempo como llegó, y en vísperas de pascuas y año nuevo”.[5]

     En verdad que fue una lástima que los barquisimetanos no hayan podido disfrutar de ese espectáculo, de esa expresión de “desarrollo”, como dijo Lisandro Alvarado. Se imagina usted, amigo lector, lo que representaba para la época ver un automóvil en las estrechas y empedradas calles de Barquisimeto. Algo increíble, si tomamos en cuenta que tan sólo hacía un año (1903) que Henry Ford había ideado una industria que permitía producirlos en serie, por lo que su comercialización en el mundo era incipiente.

     Año y medio pasó el “duende” guardado en la ferretería del señor Hauser, hasta que el 29 de junio de 1906 lo embarcaron para Caracas, “en busca de mejor temperamento para su salud quebrantada; y ver que también como le fue en Duaca –decía el cronista– seguramente por la temperatura, igual a la de Caracas y parecida a la de Europa, de donde es oriundo. El calor de aquí le hizo mal y se fue en solicitud de otros aires. Lástima que no hubiéramos tenido el orgullo de verlo corretear por nuestros paseos”. [6]

      No sería sino en 1913 cuando los barquisimetanos pudieron sentirse orgullosos de ver un vehículo automotor corretear por sus angostas calles. [7] Pero esa es otra historia.

 

[1]Silva Uzcátegui, Rafael Domingo. Enciclopedia Larense. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la Republica, 1982; p. 234

[2]El Pregonero. Caracas, septiembre 1, 1904; p. 2

[3]El Pregonero. Caracas, octubre 6, 1904; p. 2

[4]El Eco Industrial. Barquisimeto, diciembre 21, 1904; p. 1

[5]El Eco Industrial. Barquisimeto, enero 5, 1905; p. 1

[6]El Eco Industrial. Barquisimeto, junio 30, 1906; p. 1

[7]El Impulso. Barquisimeto, febrero 6, 1913; p. 3

El Pobre Valbuena

     El tercer carro que circuló por las enlosadas calles de Caracas, lo trajo en 1905 el doctor Alberto Smith.[1] Posteriormente llegarían, a fines de ese año, tres (3) automóviles más: el de John Boulton, el de un señor de nombre Antonio y el del óptico Constancio Vanzina, el cual, por cierto, fue bautizado por los mamadores de gallo como “El Pobre Valbuena”,[2] porque se accidentaba más que el “Mozo de la Zarzuela”, personaje de la obra del mismo nombre, que para entonces ocupaba la atención de los espectadores del Teatro Caracas.

     Así, pues, que hasta diciembre de ese año de 1905 sólo había cinco (5) automóviles en Caracas y seis (6) en total en Venezuela, con el del comerciante larense; vehículo, por cierto, que desconocemos a manos de quien fue a parar una vez que lo embargaron. Tan sólo sabemos que fue, como señalamos, enviado a la capital de la República en 1906.

     Con la llegada a Caracas de este automóvil, el parque automotor de la ciudad se incrementó notablemente; ahora eran 6, según lo afirmó en una de sus crónicas el “Bachiller Munguía” (seudónimo del escritor Juan José Churión).[3]

     Esta cantidad de vehículos era lo suficientemente numerosa como para congestionar, sobre todo los domingos, la única calle que estaba pavimentada: la avenida Castro, que unía a Puente Hierro con El Paraíso. Esta avenida (hoy denominada José Antonio Páez) era, sin lugar a duda, “el Rendez-Vous de las familias de Caracas. La avenida recorría un trayecto lineal de 2 millas, bordeando las amenas vegas del río Guaire. El sitio era sumamente pintoresco; la amplitud de la vía, toda ella pavimentada de macadams y con anchas aceras de cimento romano; su doble alameda de copados arboles; las lujosas residencias particulares y artísticos chalets; sus parques y jardines; y su espléndido alumbrado eléctrico hacen de esta obra la más gallarda evidencia del progreso civilizado de la capital de Venezuela”.[4]

      A partir de 1907 comenzaron a incrementarse las importaciones de vehículos, los cuales, por supuesto, venían con su chofer. Así pasó con el de la propia señora Castro, que llegó con un francés de nombre Lucio Paúl Morand, quien se adaptó tanto al país, que residió en él hasta que falleció, en 1952.

 

[1]Agencia Pumar. Caracas, segunda edición, agosto 12, 1905; p. 1

[2]Rodríguez Cárdenas, Manuel. Ob. Cit.

[3]El Porvenir. Caracas, noviembre 8, 1905; p. 2

[4]El Monitor. Caracas, abril 28, 1904; p. 4

Los tres cochinitos y el cierre del diario El Nacional

Los tres cochinitos y el cierre del diario El Nacional

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Los tres cochinitos y el cierre del diario El Nacional

     Después del golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional del escritor Rómulo Gallegos, el 24 de noviembre de 1948, se constituyó una Junta Militar de Gobierno presidida por el comandante Carlos Delgado Chalbaud, quien hasta ese momento era el ministro de la Defensa de Gallegos; los otros dos integrantes de la Junta eran los tenientes coroneles Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez, quienes asumieron las carteras de Defensa y Relaciones Interiores, respectivamente.

     A partir de entonces, se inició un período de represión. Se ilegalizó el partido Acción Democrática, se persiguió a los militantes del Partido Comunista, se disolvió el Congreso Nacional, las Asambleas Legislativas de los estados, la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), el Consejo Nacional Electoral y los concejos municipales. El régimen limitó la libertad de expresión. Los opositores al gobierno fueron amenazados y perseguidos por las autoridades. El temor, poco a poco, se fue apoderando de la población. La información que publicaban de los medios impresos y radiales comenzó a hacer supervisada por el gobierno.

     En 1949, la Junta Militar establece la censura de prensa, para ello creó una Junta de Examen, compuesta por varios funcionarios a nivel nacional. Esa Junta decidía lo que se podía o no publicar. En Caracas estuvo integrada por los poetas Arístides Parra y Erwin Burguera, quien fue diputado y se hizo muy popular por sus versos líricos cargados de humor, Manuel Vicente Tinoco y el periodista zuliano Vitelio Reyes, quien se haría famoso por su “lápiz rojo” con el que tachaba los escritos que no podían ser publicados. Vitelio fue uno de los fundadores, en 1948, del Frente Nacional Anticomunista, formando parte de la directiva junto con Germán Borregales, Juan Penzini, Antonio Pulido Villafañe, Jorge Morrison y Graciela Arévalo González, entre otros. Fue autor también de varios libros de historia y artículos de prensa en los que defendía al régimen militar.

     Esa Junta de Examen, dependiente del Ministerio de Relaciones Interiores, se encargaba de revisar de noche los escritos que serían publicados en los periódicos, sobre todo los de mayor circulación a nivel nacional como lo eran Últimas Noticias, La Esfera, El Nacional, El Universal, Panorama, El Impulso y El Carabobeño. Hasta el propio periódico del gobierno, El Heraldo, era inspeccionado cuidadosamente. 

     “Cada nota, escrita a máquina, debía tener tres copias. Una para el jefe de información, otra para el taller, donde se montaba el periódico, y la tercera para la junta censora, si esta decidía que tal o equis información no iba, entonces el jefe de información debía bajar al taller para que la nota fuera retirada de la plancha. Era la época del linotipo. A veces no había más nada con que sustituir la noticia prohibida y entonces el espacio quedaba en blanco. Todavía en la Hemeroteca Nacional se puede apreciar ediciones de periódicos como La Esfera, El Universal y El Nacional, entre otros, con espacios en blanco. 

     A partir de entonces, la prensa se enfocó básicamente en información internacional, deportiva y cultural. No había noticias políticas más allá de la que suministrara el gobierno. Los programas radiales se dedicaban a hablar de efemérides, cumpleaños, ciertos problemas comunitarios y eventos deportivos. No obstante, el humor criollo no dejó de expresarse y mofarse de sus gobernantes.

Los Tres cochinitos

     Para la época estaba de moda un comercial radial que le hacía publicidad, con un ritmo contagioso, a un producto denominado Manteca los Tres Cochinitos, y en el que aparecían bailando tres cerditos. “Manteca los tres cochinitos, más sana, más pura, más fresca, purita manteca criolla para freír y amasar. Manteca los tres cochinitos”, decía el pegajoso estribillo Entonces, la jocosidad popular asoció esos tres puercos con los tres miembros de la Junta Militar: Delgado Chalbaud, Pérez Jiménez y Llovera Páez.

      El miércoles 19 de abril de 1950, comenzaron los trabajos de construcción del estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria. Esa mañana, los miembros de la Junta Militar y varios funcionarios públicos, así como periodistas e invitados especiales asistieron al acto de inicio de tan importante obra.

      Al día siguiente, el diario El Nacional publicó una reseña que daba cuenta de los inicios de los trabajos de construcción del mencionado estadio. La nota, firmada por EH (El Hermanito), seudónimo del periodista deportivo Napoleón Arráiz, hermano del poeta Antonio Arráiz, director fundador de ese diario, provocó un gran malestar en el alto gobierno y el cierre temporal del periódico, cuyos propietarios eran el escritor Miguel Otero Silva y su padre, Henrique Otero Vizcarrondo.

     La polémica reseña, publicada en las páginas deportivas bajo el título de “En Ciudad Universitaria fue Plantado Primer Pilote para el Estadio Olímpico”, indicaba que:

     “Entre los actos con que se conmemoró la fecha gloriosa de nuestra nacionalidad, el 19 de Abril, hemos de destacar nosotros uno que envuelve enorme trascendencia para el desarrollo deportivo que, tan auspiciosamente, se nota en todos los sectores. Nos referimos a la colocación del primer pilote para el Estadio Olímpico en la Ciudad Universitaria.

     En sencilla, pero emotiva ceremonia, con asistencia de la Junta Militar se procedió a plantar, a elevar en los terrenos escogidos, el primer pilote de lo que ha de ser gigantesca construcción de tribunas, campos, pistas, vestuarios y demás accesorios del Estadio Olímpico. PRESENTES ESTABAN LOS TRES COCHINITOS DE LA JUNTA (subrayado nuestro), personeros del Instituto Autónomo de la Ciudad Universitaria, ministros del Gabinete y directivos del Comité Olímpico Venezolano. Y todos aplaudieron entusiastas y contentos, porque el acto de hincar aquel primer pilote estaba pregonando a los cuatro vientos que el deporte figura y figura, preponderantemente, entre los principales asuntos a los cuales han de dedicar su atención sus actuales gobernantes. Se habló poco. Pero se acumularon muchas esperanzas en aquel acto sencillo y simbólico.

     Conociendo como conocemos el ritmo de trabajo que imprime el Instituto Autónomo de la Ciudad Universitaria a todas las empresas y construcciones que acomete, estamos seguros de que dentro de breve tiempo veremos erguirse en el campo, sólidas y amplias, las tribunas; que los atletas encontraran pistas adecuadas donde ejercitarse, con vistas a los próximos Juegos Olímpicos Bolivarianos. Y, en fin, cuando estos se realicen, en diciembre de 1951, Caracas podrá ostentar, orgullosamente, un Estadio digno de su categoría de gran capital y de las representaciones atléticas de los países hermanos que en tal ocasión nos visitaran.

     Las dimensiones del Estadio serán las estándar olímpicas, es decir, pistas, espacios para saltos, lanzamientos, etc., todo sujeto a las reglamentaciones olímpicas. Las tribunas tendrán 120 metros lineales, de los cuales 22 estarán techados; se dotará al campo de iluminación adecuada para eventos nocturnos. La estructura ha sido contratada ya a importante firma constructora, con un presupuesto que pasa de tres millones y medio de bolívares. Y los trabajos, iniciados el mismo día siguiente de la inauguración que comentamos, se realizaran con premiosa actividad, habiéndonos asegurado ingenieros vinculados al Instituto Autónomo, que, dentro de doce meses, o un máximo de catorce, estará completamente terminada la construcción del Estadio. En cuanto a las pistas, canchas, etc., podrán ser entregadas a los atletas o a los organismos que rigen las actividades atléticas en un plazo mucho menor, a fin de que se inicien las prácticas para los Bolivarianos con la debida antelación que garantice a nuestros representantes actuaciones dignas de la Nación Sede.

     Quedó, pues, inaugurado el primer pilote de construcción del Estadio Olímpico. Y dentro de poco podremos palpar esta magnífica realidad para el Deporte Venezolano.”

     Una orden de la gobernación de Caracas, emitida la noche del jueves 20 de abril, impidió que al día siguiente circulara el periódico. Tanto el periodista que escribió la nota como los jefes de taller y redacción, así como el propietario del célebre diario, Miguel Otero Silva, fueron detenidos. Se inició entonces una exhaustiva investigación para dar con el culpable o los culpables. Tres días más tarde, quedaron en libertad los cuatro detenidos, pero el cierre del periódico continuó hasta el 28 de abril, cuando la policía le informó al ministro de Relaciones Interiores, teniente coronel Llovera Páez, que no fue posible dar con el autor de tan “siniestra” travesura. El sábado 29 de abril de 1950, reapareció el diario El Nacional. Su propietario recibió una punzante advertencia del ministro: “La próxima vez que suceda algo similar clausuró el periódico y te meto presó indefinidamente”.

     El hecho de que a los investigadores les resultó imposible encontrar al culpable de este singular acontecimiento de la historia del periodismo impreso venezolano, permite traer a colación repetido episodio del denominado “duende” de taller o imprenta, desaparecido en las últimas décadas debido a que la tecnología acabó con las mesas de montaje.

     Con aquello de los “Tres cochinitos” no quedó más alternativa que echarle la culpa al “duende”, ese travieso fantasma o espíritu que habitaba en los lugares donde se imprimían los periódicos. Ese día, el espanto del taller de El Nacional tuvo la oportunidad de intervenir el texto de El Hermanito para mofarse de aquel alto mando gubernamental.

El día que “Chiquitin” frustró un magnicidio

El día que “Chiquitin” frustró un magnicidio

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El día que “Chiquitin” frustró un magnicidio

     El legendario periodista deportivo y multiatleta, Herman “Chiquitín” Ettedgui Landaeta, fallecido a la edad de 93 años, el 17 de junio de 2012, cuenta cómo se enteró y anticipó a las autoridades militares el desarrollo de  un complot para asesinar el 19 de abril de 1958, en el Nuevo de Caracas, durante la pelea de campeonato mundial entre el campeón argentino Pascual Pérez y el retador venezolano Ramón Arias, al Contralmirante Wolfgang Larrázabal, líder de la Junta de Gobierno que dirigió a Venezuela tras el derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez , el 23 de enero de 1958.

Este es su interesantísimo relato

     1º de enero de 1958. Pocas veces, muy pocas, mi familia disponía del tiempo necesario para ir a la playa. Los quehaceres hogareños de mi esposa Hilda y su preocupación por los estudios y los deportes de nuestros cinco hijos: estudios, exámenes, entrenamientos y demás controles. Mi primogénito Herman tenía 18 años cuando se casó con Ana Barrios Figueroa, de su misma edad, y ya tenían un varón: Herman III, de catorce meses de edad para este primero de enero. Norman había concluido sus estudios de bachillerato y también Morella. Alberto y Myriam estudiaban sus últimos años de la misma rama educacional.  Eso quiere decir que Hilda y yo éramos abuelos a los cuarenta años.  Después vendrían más nietos y bisnietos para formar una familia que superaba los cuarenta descendientes.

     Ese 1º de enero, miércoles, todo el mundo encontró el espacio necesario para ir al Litoral. Como si se tratara de un viaje alrededor del mundo, el 30 de diciembre planeamos” la gira a la playa”. El 31, después de la tradicional “Caimanera” de padres contra hijos en el Club Los Cortijos, acondicionamos y aperamos la camioneta ranchera para el siguiente día. Un viaje, común para todo el mundo, era una odisea para nosotros. Desayunaríamos en Camurí Grande, baños de mar y almuerzo en las Quince Letras, antes del regreso a Caracas. Cuento lo del viaje porque era apenas la segunda vez que la familia hacía el viaje a la playa. El anterior distaba aproximadamente cinco años.

     Bien temprano, con ansiedad insospechada, salimos de nuestra casa de Las Acacias. Al pasar por El Silencio vimos movimientos de soldados, lo que atribuimos a las festividades del Nuevo Año. Nos impresionamos por la agilidad y severidad de los ejercicios de la Infantería de Marina frente al Palacio de Miraflores. Habíamos escuchado ruido de aviones. Nada sospechamos de lo que sucedía en realidad, por lo que atravesamos Catia y enfilamos hacia el Litoral por la moderna autopista que había reducido en 48 minutos el viaje hasta Maiquetía, La Guaira y demás poblaciones litoralenses. Era una novedad aquella excursión. 

     La pasamos de lo mejor los nueve; ¡Herman II, Ana, Herman III, Norman, Morella, Alberto, Myriam, Mamá y Papá! Todo como había sido planificado. La presencia del nieto y sus zambullidas en el mar habían sido espectaculares y provocaron el regocijo de toda la familia. Cuando finalizamos el almuerzo en “Las Quince Letras”, nos enteramos del movimiento ocurrido en horas de la madrugada, con el levantamiento de la Aviación de Guerra. Aparentemente el Gobierno de Pérez Jiménez había controlado la situación. Los “rebeldes habían huido” a Barranquilla, pero la simiente estaba sembrada: 22 días después triunfó el Movimiento Cívico Militar. Pérez Jiménez y muchos de sus adictos más cercanos habían abandonado el país. Se constituyó una Junta de Gobierno y la presidió el oficial de más alto rango, el Contralmirante Wolfgang Larrazábal Ugueto, quien encontró receptividad en el pueblo caraqueño. Organizó en menos de un año, la situación política, con democracia total, y a finales de 1958 luchó democráticamente por la Presidencia de la República.

     A comienzos de abril de 1958, Larrazábal fue invitado para asistir al combate por el campeonato mundial peso mosca entre el titular Pascual Pérez, argentino y Ramón Arias, joven venezolano que contaba con gran legión de admiradores. La pelea, que se realizó el 19 de ese mes en el Nuevo Ciro de Caracas, tuvo una gran promoción y aunque a Pascual Pérez se le consideraba como uno de los más grandes de la historia, había gran esperanza en el joven maracaibero por su pundonor, coraje y buen boxeo.  Poco después del 23 de enero, en la reorganización del hipismo nacional recibí una llamada telefónica del nuevo presidente del Hipódromo, Teniente de Aviación José Luis Fernández quien me manifestó que se habían tomado muy en cuenta mis antecedentes hípicos para designarme Comisario de Carreras. Le respondí que agradecía profundamente la decisión de la Junta Directiva, pero que antes de aceptar debía conocer el nombre de mis compañeros. Me dijo que precisamente, ellos habían dicho lo mismo. Por supuesto, que al conocer la selección de Pedro Juliac y Jesús González Cabrera, no tuve objeción. Prestamos el juramento de rigor y comenzamos a desempeñar nuestras funciones.

     Ocurrió, como sucede casi siempre después de un cambio violento de régimen político, una tremenda protesta del público por triunfos en febrero de la yegua Inquietud y el caballo Montecristo. Hubiera preferido seguir mi carrera periodística, pero la protesta del público y las consecuente manifestaciones me obligaron a ejercer la administración de justicia en la hípica, cargo, por lo demás, muy honorable, especialmente después del cambio de régimen. Por otra parte, habría quedado como un cobarde ante la opinión pública. Así, pues, concluyeron 22 años de actividad profesional en el diario que me había hecho periodista: “El Universal”. Lo que me esperaba como Comisario de Carreras era una labor sumamente difícil por la conducta alebrestada de los aficionados y por la cantidad de intereses que regían y rigen nuestro hipismo. Pensé, también, que en poco tiempo volvería a mis actividades de periodismo escrito, lo cual resultó una razón equivocada: Me aguardaban quince años con diferentes equipos en el rango de Juez de Hipismo. Por otra parte, me animaba el hecho de la compañía de hombres honorables como González Cabrera y Juliac.

     Así estaba el ambiente en los comienzos del año 1958. Antes del fin de año habría elecciones presidenciales, pero las intentonas o conspiraciones eran frecuentes pues existían intereses de la reinstauración de una dictadura. Wolfgang siempre fue un hombre tranquilo, de actitudes cívicas muy pronunciadas. Había gente interesada en una revolución y ante la perspectiva de que Larrazábal estaba dispuesto a la celebración de elecciones libres antes de fin de año, precipitaron movimientos que nunca pudieron fructificar. Nadie sabía, pues lo que se preparaba antes de la fecha patria del sábado 19 de abril, precisamente la elegida para la pelea de campeonato mundial mosca entre Pascual Pérez y Ramoncito Arias. El 17 de abril tuve un contacto, verdaderamente inesperado, por lo que significaba; mi amigo y colega Eduvigis Tenorio, periodista político de “El Universal”, esperó mi salida del Ministerio de Relaciones Exteriores por la puerta de Principal a Conde. El Universal tenía su sede, precisamente, en la misma dirección, Edificio Ambos Mundos.

     Herman -me abordó- necesito hablar contigo algo de mucho interés, de vital importancia. Guardando las distancias, debo decirte que está encima el 19 de abril y que en 1810 Vicente Salías le dijo a Vicente Emparan que debía ir “a Cabildo porque está en juego la Salvación de la Patria”, o algo así.  Pues, con el debido respeto este 19 de abril de 1958 también está en juego la “salvación de la patria”.

     No pude menos que reírme, pues sabía que Tenorio, en ocasiones, era dramático y apelaba a recursos iguales para impresionar. Ni me imaginaba, ni tenía remota idea de lo que me quería informar mi amigo. Pero al ver mi expresión despectiva, reilona, me recriminó: Herman, ¡no es para reírse! ¡Lo que te voy a contar es auténtico y terrífico! Te lo voy a decir rápidamente y sin ambages: “Hay un complot para asesinar a  Larrazábal el 19 de abril cuando estén peleando Ramoncito Arias y Pascual Pérez.”

     Me quedé hecho una pieza. Jamás en mi vida había recibido una noticia tan escalofriante., Tenorio prosiguió: Yo sé que tú eres íntimo de  Larrazábal y tienes medios para hacerles llegar esta información. Si quieres, puedes hacer uso de mi nombre. Hay que hacerlo pronto. La cosa es seria: los conspiradores se reúnen en una hacienda del Guárico y tienen municiones y están dispuestos a todo. Si llega el caso, pretenden asesinar a los dos boxeadores, a Larrazábal y a todos sus acompañantes.

      Un terrible miedo se apoderó de mí. Tenorio hablaba con resolución y valentía. Le dije que si se lo decía a Wolfgang no me haría caso: “Lo resolveré, Tenorio. Muchas gracias” ¡La Casa Militar, si, La Casa Militar! era mi único recurso. Tenía muy buena amistad con el capitán Germán Peña Arreaza, jefe de la Casa Militar.  Estaba seguro de que procedería. Era un incondicional del presidente. Inmediatamente me fui para su casa en Santa Mónica.

  -Tengo algo que contarte, pero es una cosa seria. ¡Lo único que se me ha ocurrido es decírtelo a ti, aunque no me lo creas…!

-Te creo todo lo que me digas, porque tu rostro es de mucho miedo… Estás temblando.  ¿Qué pasa?

-Tengo un amigo periodista y me ha dicho que tiene una información precisa. Mira, Germán van a matar a Wolfgang el 19 de abril en la pelea de Pérez con Ramoncito. ¡Se puso más pálido que yo! ¡Lo juro! Y me conminó: “! ¡Dame los detalles que tengas!”

-Mi confidente es un hombre de toda mi confianza. Me autorizó para darte su nombre, si es necesario. Me ha dicho que hay un golpe el 19 de abril y que matarán a Wolfgang, a los ministros que vayan y hasta a los dos boxeadores. ¿Se lo decimos a Wolfgang?

– ¡Ni locos! Si se lo decimos irá de todas maneras. Lo que te voy a decir es que estoy confuso, porque no sé cómo se enteró tu amigo de lo que considerábamos como un secreto de Estado. Todo lo que te ha dicho es verdad, pero no te apures. ¡Hemos invadido la hacienda, decomisamos todo el arsenal: ¡Tenemos más de cien presos! Todo está controlado. Muchas gracias por tu valentía y también se lo agradecemos a tu amigo.  No pasará nada, pero de todas maneras tenemos que tomar toda clase de precauciones.

Fíjate lo que vamos a hacer: Me puse lo más atento que pude y confieso que me dio una tranquilidad pasmosa lo que me revelaba Peña Arreaza. Me dio gusto saber que la Casa Militar lo tenía todo controlado, pero, para mí, lo mejor venía a continuación: Mira, Chiquitín, la pelea la va a transmitir Radio Caracas Televisión. Está en un sitio donde no hay problemas. La pelea por radio va por “Ondas Populares” y el locutor es Yanes.  O, mejor dicho, era Yanes. Tú vas a ser el narrador de la pelea por radio. La mesa de transmisión quedará en la noreste y detrás de tu mesa estarán Larrazábal y los ministros.

Debió haber visto que me invadió el pánico cuando dije: – ¡Ah! Pero a mí…

No me dejo continuar: – “No, a ti ni a nadie le pasará nada. Todo está controlado, pero siempre son buenas las mayores precauciones. Larrazábal no sabe nada, tampoco los ministros. Cada vez que termine un round te paras frente al presidente y, si puedes, le buscas conversación.” Por supuesto, que nada contesté. Sólo tenía alientos para asistir moviendo la cabeza, hacia abajo y arriba. Debo confesar que las piernas me temblaban.

El presidente y sus ministros fueron puntuales; también los boxeadores y la ceremonia antes del combate. Dos jueces venezolanos: Santos Arismendi y doctor Luis Jota Rodríguez. El árbitro estadounidense Ben Maculan.

– ¡Todo está controlado! ¡No te preocupes! Me había dicho mi amigo el jefe de la Casa Militar. Y yo le creí fielmente.

“Pepe” Pedroza anunció los pesos de los boxeadores: Pascual Pérez, el campeón del mundo, 48 kilos 400 gramos, 106 libras y un cuarto; Ramón Arias, de Venezuela, 50 kilos y medio, 110 libras y media. Sonó la campana y se escuchó la gritería del público.  Ramoncito había ido al encuentro del campeón con su mano izquierda adelante. Lo jabeó y tiró su cruce que, el campeón, sereno, evitó con un brinquito hacia atrás.  Ramón atacó otra vez y entraron en abrazo fuerte, persistiendo el campeón en entender los atrevidos intentos del retador. Una buena derecha de Pérez paró al fogoso muchacho de Maracaibo antes de que sonara la campana. El segundo round se preveía de “espanto y brinco” como decían los muchachos de la época. Me había parado frente al presidente y le dije: “está bien, ¿verdad?” – Me contestó: “Sí, pero debe tener cuidado porque Pascual Pérez es un veterano y sabe mucho.” Al tirar su derecha en cruce, el venezolano demostraba no tener respeto por la jerarquía del campeón, pero valía la pena la acotación: respetar la jerarquía sin excederse. Y no se excedió.  Ramoncito siguió los planes: ¡Jab y cruce!; ¡Jab y cruce! Vino el cruce, tras un ganchito corto. El derechazo de Ramón fue tan convincente que, al recibirlo Pérez, trastabilló y cayó sentado, sorprendido de tener las posaderas en la tarima. Se levantó a la cuenta de cuatro y el árbitro le dio protección. El venezolano se fue encima y buscó desesperadamente otro cruce. En vano. El argentino era un veterano de mil lances y evitó los impactos, a veces retrocediendo, a veces agarrando. Lo cierto es que terminó el asalto y no parecía acusar el impacto: – ¡Tremenda derecha! dije.

– ¡Muy buena y con efecto. ¡Te aseguro que nunca pensé que Pascualito sería tumbado por Ramón!

     Había invertido los términos, picarescamente: al venezolano lo llamó Ramón y al argentino Pascualito. Antes del careo todo el mundo decía ¡Ramoncito y Pascual! El público gritó de lo lindo. Pensó en lo más grande. En un triunfo. Y la verdad es que faltó poco. Porque el combate fue bastante parejo, con esos dos puntos privando en la cuenta de los jueces por buen tiempo. En el cuarto asalto hubo choque de cabezas y Ramoncito –vale el diminutivo- salió malparado. Una herida sobre el arco superciliar izquierdo. Por allí pareció írsele el triunfo, porque en realidad fue perdiendo fuerzas a pesar de que con un gran coraje tenía pequeña ventaja hasta el asalto número doce.  Hasta entonces –con todos mis labores- pude llevar la puntuación- Ramoncito estaba adelante. No pudo más. Los tres últimos rounds fueron un calvario. Le pesaban las manos. Pérez terminó con una ventaja de dos puntos, según mi cuenta. Según la del árbitro el campeón tenía cinco puntos de superioridad 143-138. Los jueces venezolanos la vieron como yo: Arismendi 141-139, Luis Jota 146-144: ¡dos puntos favorables al campeón!

Mi consabida parada, esta vez al terminar el combate: – ¿Cómo la vio el presidente?

-Yo creo que peleó bien y fue valiente, pero no tuvo final. ¡Se agotó! –Era la opinión presidencial.

Me despedí de la audiencia, sin saber que a mitad de la pelea entre Ramoncito y Pascual se le había ido el “audio” a Radio Caracas TV. No hubo más remedio que tomar mi narración de “Ondas Populares” y así fue como transmití. Por Televisión, un combate de boxeo como si se tratara de narración por radio. Pero antes de salir del circo me apretó una mano fuerte por el brazo derecho. “Señor Ettedgui, por favor, ¡lo solicita el jefe de la Casa Militar! “Chiquitín” vas a tener que lanzar el “not hit no run”. ¡Te podemos necesitar si hay un mensaje por radio! Entré a la patrulla militar y hacia “La Guzmania” se ha dicho. No hubo necesidad de usar mi título de locutor. Pero me enteré de muchas cosas: Una conversación de Wolfgang Larrazábal con alguien. Supuse que era Castro León. Entendí muy bien las últimas palabras del presidente: ¡General, es mejor que usted se venga para La Guzmania! “De La Guzmania a la Planicie hay la misma distancia que de la Planicie a La Guzmania!” Hacía rato que habían mandado a encender las calderas de los barcos de guerra surtos frente a Mamo. Acompañado el presidente y sus ministros de fuerte escolta militar, especialmente de Infantería de Marina, volvimos a Santa Mónica.

– ¡Terminó tu labor, amigo Chiqui!  ¡La Nación te está profundamente agradecida! ¡Un abrazo y hasta mañana!

Con un simple ¡Encantado! Tuve la suerte de que lo de “hasta mañana” no tuvo lugar.

     Mas adelante, en mayo de ese año 58 vino al país el presidente estadounidense Richard Nixon: una crisis que estuvo a punto de estallar cuando no se le permitió llegar al Panteón Nacional. Y entre el 23 y el 24 de julio, otra vez el “Cabito”, remoquete que J. M. Castro León heredó de Cipriano Castro, fracasó en otro golpe. Una enorme manifestación respaldó a la Junta de Gobierno en el Silencio. Otro golpe que no cristalizó fue en septiembre, con el resultado de varios oficiales comprometidos sometidos a Consejo de Guerra. Otra vez Larrazábal recibió respaldo gigantesco de Caracas entera. En las elecciones del 8 de diciembre, Rómulo Betancourt le ganó la decisión a Wolfgang Larrazábal por la Presidencia de la República.

     Es una historia inédita que viví con verdadera emoción y mucho miedo. Pero también con patriotismo. ¡Lo juro!

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