Un político liberal en Caracas

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POR AQUÍ PASARON

Un político liberal en Caracas

     Lo que en la narrativa historiográfica se reconoce como relatos de viajeros se podría ampliar con quienes se vieron obligados, por las circunstancias políticas, a buscar acomodo en lugares otros para preservar su integridad física. Quizás, el motivo cardinal de relatar su estadía aparezca como un elemento adicional de lo que anotaron con sus observaciones, del lugar que les dio albergue temporalmente. De igual modo, resulta de interés una aproximación a los testimonios y demostraciones sociales y culturales que delinearon en sus narraciones. Es el caso del colombiano, periodista, novelista y poeta, Alirio Díaz Guerra quien escribió Diez años en Venezuela (1885-1895), según sus palabras, a instancias de amistades que había cultivado en Caracas, en un momento cuando se vio en la necesidad de escapar de los conservadores luego de la derrota sufrida por los liberales en la batalla de La Humareda en 1885.

     El año de su nacimiento fue 1862. Al llegar a Venezuela apenas había alcanzado los veintitrés de edad. Fue expulsado en 1895 por quien le dio protección a su llegada al país, general Joaquín Crespo, por una falta grave que cometió y que pudo haber trascendido un simple malentendido diplomático. Se encargó en su escrito de asumir la culpa de lo fue causa de su expulsión. Se marcharía a Nueva York donde le fue publicada Lucas Guevara (1914) a la que se tienen como la primera novela sobre inmigrantes latinos en los Estados Unidos de Norteamérica. La fecha exacta de su deceso no está clara pues desapareció y no se ha tenido ninguna noticia desde entonces.

     Es importante revisar sus anotaciones, cargadas de anécdotas, porque ofrecen, en el tiempo actual, información de cómo era el mundo del letrado, publicista y polígrafo en las postrimerías del siglo XIX. Cuando se habla de viajeros se debe tener en mente que quienes relataron sus vivencias eran actores de una condición social y económica desahogada. Otro tanto guarda relación con lo observado y cómo son observadas costumbres, relaciones y la dinámica de la sociedad que les sirvió de objeto de examen. En consecuencia, lo que en estas líneas ofrezco se relacionan con apreciaciones, de un letrado o publicista, alrededor del poder político e intelectual de unas elites que muestran una faz de la sociedad no muy común entre los estudiosos de la historia.

     Desde su llegada a Venezuela le acompañó la diosa fortuna. El primer oficio con el que destacó fue el periodístico en uno de los impresos más conocidos de la época: La Opinión Nacional donde, a petición de su director Fausto Teodoro de Aldrey, publicó tanto poesía como pormenores del conflicto colombiano alrededor de la querella entre liberales y conservadores. También a Díaz Guerra le favoreció el hecho de haber sido editor, en Colombia, de un periódico llamado El Liberal y para alcanzar la secretaría de gobierno, en tiempo de Crespo, su militancia en el ala más radical del partido liberal colombiano. Situación que da un matiz muy particular a las elucubraciones presentadas en su libro, publicado en 1933.

     Desde las primeras páginas trajo a colación un elemento natural que ha maravillado, históricamente, a quien pisa, por vez primera, el valle caraqueño. La semblanza que delinea del cerro El Ávila lo lleva a calificaciones tales como: expresión de pomposa majestuosidad que era inspiración de los pintores, la poesía, la composición musical y en el que se podían degustar una gran variedad de frutos. Hizo notar que, desde sus alturas era posible la contemplación de las vegas y cultivos en las cercanías del Guaire y del Anauco, del que subrayó era un símbolo y canto a la esperanza, y como el azul del océano mostraba su despliegue como emblema de infinitud e inspiración poética.

La ciudad y sus personajes

     La travesía desde el puerto de La Guaira hasta la ciudad de Caracas la realizó por vía férrea. Al bajar de él varios cocheros ofrecían, de “forma amable”, sus servicios. Entre los hospedajes que le recomendaron estaban el Saint Armand, el preferido de diplomáticos y gente rica, el Hotel Benítez, cuya comida lo hacía atractivo, y el León de Oro, este último elegido por Díaz Guerra al estar a la par con los recursos económicos de los que disponía. Contó que por las mismas circunstancias con las que se vio obligado a emigrar su equipaje era exiguo. Indicó que su vestimenta, en especial el sombrero que llevaba en uso era objeto de curiosas miradas, incluso burlas, de algunos caraqueños. Por tal motivo se vio obligado, a pesar de sus escasos recursos, a adquirir un nuevo sombrero con lo que eludió las miradas no tan furtivas del otro.

Alirio Díaz Guerra

     Por muchos de los episodios que extrae de su memoria (la fuente de su testimonio es ésta) indicó que, durante su estadía en Venezuela lo reseñado en la prensa era muy tomado en consideración desde las esferas de decisión entre las que hizo vida. Uno de estos episodios lo reseñó al recordar los favores que un comerciante de pescado requirió de Crespo, para abastecer de este producto, de manera exclusiva, la demanda caraqueña. Según sus palabras uno de los argumentos que, para que tal pretensión no cristalizara, era el descrédito en que podría verse envuelto el presidente de ser aprobada una decisión a favor del posible monopolizador. Por supuesto, hago referencia a un escrito de un personaje privilegiado en la medida que se asuma que quien, en esa época, manejara la lectura y la escritura ocupaba un lugar de privilegio puesto que la escolarización, aunque ya se había aprobado un código de Instrucción Pública, no tenía una presencia preeminente en Venezuela sino a partir de finales de la década del treinta del 1900.

     Gracias al lugar que ocupó, en la esfera política y cultural de la Venezuela de las postrimerías del decimonono permite visualizar, al lector de hoy, cómo un grupo económico a través de favores políticos llegó a lugares de privilegio. Otro tanto lo indicó al rememorar el caso de un alemán, de quien hizo referencia como Hartman, el que había llegado a Calabozo, donde contrajo matrimonio, y se incorporaría a las filas de Crespo en un intento por ocupar un lugar en la sociedad que le dio cobijo. Por lo que indicó acerca de él, estuvo muy cerca de la comitiva presidencial pues no tenía un oficio definido en su desenvolvimiento.

     A través de los encuentros que tuvo con algunos personajes públicos mencionó atributos que exhibían las damas de la alta sociedad. Así, a una invitación que le hizo Agustín Aveledo para agosto de 1885 anotó que las damas caraqueñas se mostraban con su proverbial belleza. Igualmente, dejó asentado en su narración que Caracas había comenzado a fascinarle por la hospitalidad y generosidad de sus habitantes, a lo que agregó que probablemente no había otra sociedad así. En una jornada, previa a salir de cacería le ofrecieron café, o tintura de café como lo escribió, y que le informaron que el mismo servía como tónico estomacal, paliativo para el hambre y preventivo contra las fiebres del paludismo. Dejó asentado de un almuerzo, de tipo llanero, en el que se sirvió carne de distintos tipos y cortes, huevos fritos, arepas, pan, queso llanero y jarrones de leche.

     Por el lugar de privilegio alrededor del poder político que Díaz Guerra ocupó, narró situaciones que sirven para determinar entresijos relacionados con el nombramiento de funcionarios gubernamentales. Relató que tuvo un amigo a quien ayudó a enamorar una señorita. Díaz Guerra lo auxiliaba en lo referente a redacción de poesías de amor, cartas que expresasen este sentimiento y dedicatorias en libros que obsequiaba el amigo al objeto de su amor. El caballero enamorado pidió la mano de la señorita para el casamiento. No obstante, el joven enamorado no tenía oficio conocido y el cargo importante, que había tenido entre sus trabajos, había sido en una dependencia comercial que había quebrado. El padre de la novia consiguió una entrevista con Antonio Guzmán Blanco, en tiempos de La Aclamación, y éste le dio el cargo de ministro de Obras Públicas a sabiendas que no era ingeniero, lo que no causó mayor estupor entre quienes podrían haber sido afectados por tal nombramiento. Acción paradójica para quienes se asumieron como seguidores del liberalismo, ya que éste ha predicado, históricamente, el derecho a la no injerencia desde la esfera pública hacia la privada. El mismo caso de Díaz Guerra evidencia algo de esta situación porque gracias a su militancia, en su país de origen, en las filas liberales le abrió las puertas en Venezuela, a lo que se sumó, en grado menor según el mismo, haber sido fundador de un periódico en Colombia y redactar poesía.

     Narró otra situación, que vivió en la casa de Guzmán Blanco en Antímano donde fue invitado, junto a otros colombianos como gesto de agradecimiento por haber sido acogido, como exilado, en suelo colombiano. Además de esto Díaz Guerra agregó que uno de los motivos principales del presidente era conocer a comerciantes colombianos que para él eran importantes. Sólo que el encargado de hacer las invitaciones y preparar el almuerzo entendió que eran todos los colombianos de la ciudad de Caracas vinculados a la vida comercial. Nuestro narrador dejó escrito que la mayoría era de “raza indígena” y quienes contrastaban con lo que se pensaba en aquella época era gente de bien. El que cometió el yerro fue el General Landaeta quien, al percatarse de su equivocación, decidió colocar a los comensales, no deseados, en un rincón del salón alejados de la vista de Guzmán. La solución, o parte de ella, fue enzarzar a este último en una discusión sobre la política europea y paulatinamente desalojarlos furtivamente.

     En otra ocasión, Guzmán invitó a un sarao, en la casa que ocupaba en Antímano, lo que escribió en torno a uno de los escenarios acaecidos evidencia el gusto de sectores pudientes por las modas al estilo europeo, en lo concernientes a decoraciones y materiales utilizados para ambientar los hogares en aquella época. Describió que ella poseía un patio principal con una fuente rodeada de helechos y plantas tropicales. El baile se desarrollaba en los salones y en el mismo patio, cuyo fino piso de mosaico era muy resbaloso lo que impedía caminar de manera presurosa. En una de las pausas del baile, un caballero de edad avanzada y corto de vista tropezó y cayó en la fuente de agua con los resultados deprimentes y penosos que el lector debe suponer. Agregó Díaz que Guzmán, de forma socarrona comentó que, si pudiera invitar a muchos venezolanos, para que les sucediera igual, sería la forma que se lavaran por dentro y por fuera porque bastante falta les hacía.

Díaz Guerra publicó poesías en el periódico caraqueño La Opinión Nacional

     Escribió que, en ocasiones especiales recibía la vistita de notables escritores del momento. De algunos de ellos dejó sus percepciones. Arístides Rojas imponía como condición, para el compartir, presentarse con unas roscas provenientes de una panadería caraqueña para el almuerzo. José Antonio Calcaño, cliente de un frutero ubicado entre Gradillas y San Jacinto, llevaba una cesta de frutas para degustar con el almuerzo. Fernando Bolet, de quien dejó como descripción era un hombre de amplia ilustración, llevaba vinos de frutas preparados por el mismo. Cada quince días se reunían en la “lujosa mansión” de Ramón de la Plaza, donde no era usual el baile. En otras ocasiones lo hacían en la casa de los Boulton, Eraso, Santana, Vallenilla, Hellmund, Buroz o Travieso.

     Recordó que entre las esquinas de Principal y Conde funcionó el Club Venezuela, adonde coincidían intelectuales, comerciantes e industriales. Su fundación fue promovida por Jesús María Herrera Irigoyen, uno de los socios fundamentales de la productora de cigarrillos El Cojo. Este mismo personaje editaba una publicación denominada El Cojo Ilustrado cuyo período de existencia fue entre 1892 y 1915. Fue esta una publicación única en su género. En sus páginas fueron publicados una diversidad de trabajos de letrados de la época. Si algo se debe ponderar, de la narración de Díaz Guerra, es el acercamiento y hermanamiento entre escritores del momento y la elite económica en tiempos de edificación nacional liberal.

La tragedia de Santa Teresa

La tragedia de Santa Teresa

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La tragedia de Santa Teresa

Portada edicion extra del diario El Nacional 10 de abril de 1952

    Casualidad o castigo divino, no lo sabemos, pero el Miércoles Santo no ha sido un día de buenos recuerdos en la historia de la Basílica de Santa Teresa, iglesia caraqueña construida en 1870, bajo el mandato del entonces presidente de la República Antonio Guzmán Blanco e inaugurada con el nombre de Santa Ana, en recuerdo de su esposa Ana Teresa, nombre que perduró hasta 1876, cuando fue cambiado por el de Santa Teresa. El templo, ubicado entre las esquinas de La Palma y Santa Teresa, fue diseñado por el arquitecto venezolano Juan Hurtado Manrique (1837-1896).

     El 26 de marzo de 1902, Miércoles Santo, ocurrió en esta iglesia una tragedia, pero de menor proporción a la que padeció 50 años más tarde.

     La mañana de ese 26 de marzo, la Basílica de Santa Teresa se encontraba plena de feligreses, quienes escuchaban con atención la Santa Misa. De repente se escuchó un grito: “¡Misericordia, temblor!”. La muchedumbre comenzó a correr de un lado para otro, presa de pánico, todos querían salir al mismo tiempo. Minutos más tarde, no quedó nadie en el templo, (…) “sólo quedó el altozano alfombrado de paraguas y sombrillas, faldas y zapatos, carrieles y andaluzas e infinidad de cosas”, tal y como lo relató José García de La Concha en su admirable libro “Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas”.

     La prensa de la época calculó en unos 30 los heridos y algunos medios hablaron de dos mujeres fallecidas. Oficialmente nunca hubo cifras de lesionados ni muertos. Lo que si resaltó en los periódicos de entonces fue el nerviosismo que aun persistía en la mayor parte de la población, luego del terremoto que azotó a la ciudad dos años antes, el 29 de octubre de 1900. El diario La Religión insinuó, en más de una ocasión, que lo ocurrido el Miércoles Santo del 26 de marzo de 1902 se debió al trauma que un padecía el caraqueño por el terrible sismo de 1900. “La población está aún muy alterada, muy nerviosa por el inolvidable movimiento telúrico que causó terror y muchas muertes”.

El grito trágico de 1952 

 

    La madrugada del 9 de abril de 1952, Miércoles Santo, una multitud estaba aglomerada en las puertas de la Iglesia Santa Teresa, en pleno centro de Caracas, esperando a que abrieran las puertas para entrar y cumplirle una promesa al Nazareno de San Pablo o rendirle espontáneo homenaje a este Cristo milagroso de túnica morada.

     También había un gentío en torno a los puestos de venta de velas, yerbas e imágenes colocados en diversas partes de la plazoleta contigua a la basílica. Sobre cajones volteados se estableció un pequeño comercio que constituye parte de la tradición.

     El fluir de fieles es constante. Figuras heladas por el frío, envueltas en abrigos negros, arrastrando un niño; ancianos de paso lento; jóvenes de ojos hinchados por el reciente esfuerzo de vencer el sueño, madres con su hijo dormido en brazos, pequeños nazarenos inocentes vestidos de morado; señores impecables acompañados de sus esposas; familias enteras en grupo estrecho para no extraviarse, todos vienen desembocando frente a Santa Teresa unidos por el mismo llamado de la fe. Unos traen su velita en la mano; otros se apresuran a comprarla en la bulliciosa plazoleta o en todos los puestos establecidos alrededor del templo, que aún sigue cerrado.

Nazareno de San Pablo

El templo abre sus puertas 

 

     El encendido de las luces del interior de la iglesia parece ejercer una atracción misteriosa. La multitud se amontona en la puerta principal, que a las 2 de la madrugada abrió sus gigantescos portones lentamente. Poco después la plazoleta quedó vacía, con papeles regados como restos de una merienda en el campo, y esparcidos, los cajones de mercancía escoltados por sus dueños.

Los feligreses en la misa del tragico Miercoles Santo

     Continúan llegando los fieles ordenadamente, compran su velita en el puesto elegido, y la iglesia de Santa Teresa se va llenando poco a poco hasta los topes, hasta que no haya lugar para uno más; pero seguirá entrando más gente.

     El templo estaba completamente lleno. Lleno de fieles y velitas encendidas.

     Todo se desarrollaba normalmente. A las 4:30 de la mañana, el padre Hortensio Carrillo inició la misa desde lo más alto del púlpito, al tiempo que algunos regresaban ya a sus hogares después de la ofrenda de su devoción; otros llegaban para rendir su homenaje al Nazareno. Como todos los años, el flujo y reflujo silencioso de fieles era constante. Moverse de un lugar a otro dentro para encender una vela prometida se hace muy difícil. La capacidad del templo ha quedado reducida este año. La nave lateral derecha fue clausurada por normas de seguridad. La puerta que da acceso a esa nave fue cerrada. El movimiento de entrada y salida se realizaba con mucha dificultad.

     La apacible muchedumbre se encontraba apretujaba. Había mucho humo producto de las velas encendidas. El rumor de plegarias y conversaciones en voz baja, movimientos de bancos, toses y lloriqueos de niños se confundían por momentos con las palabras del padre Carrillo.

     De pronto, una voz agria y masculina grito FUEGO. Al principio hubo un instante de incertidumbre y confusión, pero de inmediato se precipitó el pánico.

     El padre Carrillo reclamaba serenidad, pero no lo escuchaban. En incontrolable estampida, provocada por un terror irracional, la multitud se atropellaba en búsqueda de alguna salida o vía de escape. Oponiéndose a ese terrible oleaje humano que no tenía otro objetivo que huir de ese recinto, otra ola pugnaba por entrar en el templo, queriendo averiguar la razón de aquel espantoso tumulto. Al pie de ese choque brutal fueron quedando los más débiles: niños, mujeres, ancianos, enfermos y discapacitados, muchos asfixiados, con los cráneos rotos, los pechos hundidos, rostros ensangrentados, inmóviles, sin vida.

     La policía rompió los paneles de la puerta lateral derecha, y grupos de personas alocadas salieron disparadas del templo, llenando de sollozos, gritos y heridos la plazoleta. El precio de este pánico colectivo fue horrible. La Iglesia Santa Teresa y sus alrededores quedaron sembrados de cuerpos sin vida envueltos en sus túnicas moradas.

     Los medios de socorro se movilizaron de inmediato. Los heridos recibieron atención inmediata. Los muertos fueron trasladados al Hospital Vargas y al Puesto de Socorro, en la esquina de Salas, justo donde hoy se encuentra el edificio sede principal del Ministerio de Educación. 

     Muchos niños perdieron a sus padres y lloraban desconsoladamente en algún rincón del templo o de una de las oficinas de la comandancia de policía, cercana al lugar de la tragedia.

     Dentro del templo y fuera de él se recogieron un montón de piezas de calzado, peinetas, dentaduras postizas, carteras, lentes y pañoletas, entre otras muchas cosas.

     El tétrico balance arrojó 49 muertos, entre ellos 24 menores, y más de un centenar de heridos. La Junta de Gobierno, presidida entonces por el doctor German Suárez Flamerich, decretó tres días de duelo nacional.

Heridos siendo trasladados al Hospital Vargas

Las causas de la tragedia

 

     Todo el mundo hizo conjeturas en torno al origen de la tragedia. El padre Carrillo atribuyó al hecho un propósito criminal: “Se oyó un grito, un grito lanzado con propósitos criminales: ¡Incendio!”. A su juicio, el grito salió de un lugar de la nave izquierda. No hubo, sin embargo, ningún incendio.

     La policía interrogó a más de 100 feligreses, a sacerdotes y monaguillos. También indagaron entre los vendedores ambulantes que estaban en la plazoleta.

     Nunca se pudo averiguar con plena certeza que fue lo que motivo la estampida de los feligreses, o en todo caso, jamás se supo de quien fue la voz que grito fuego o incendio.

El padre Hortensio Carrillo

     No obstante, la dictadura culpó a la oposición de haber organizado un ataque terrorista. Y el entonces recién nombrado director de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, comenzó una cacería de brujas. Acusó a los dirigentes de Acción Democrática Alberto Carnevalli y Leonardo Ruiz Pineda de haber diseñado un plan terrorista que incluía el asesinato del ministro de la Defensa, coronel Marcos Pérez Jiménez.

     Designó a Aníbal Rojas, jefe de la Brigada de Homicidios de la Seguridad Nacional, para que, al frente de un centenar de hombres, esclareciera los hechos. El presidente Suárez Flamerich, por su parte, se dedicó a visitar a los heridos en los puestos asistenciales y ordenó el pago de una indemnización vía beneficencia pública a aquellas sobrevivientes que hubiesen perdido a sus esposos en la tragedia.

     Semanas más tarde, Rojas reveló que la tragedia de la Iglesia Santa Teresa se produjo cuando una devota, de avanzada edad, rozó con el velo que llevaba en la cabeza una de las velas, incendiándose este, provocando una fugaz llamarada que indujo a que alguien creyera que se propagaba un incendio y diera la voz de alarma, generando toda la lamentable confusión y el pánico colectivo. Con esta versión de los hechos, se cerró el expediente de uno de los sucesos más lamentables en la historia de la Venezuela del siglo XX.

Fuentes consultadas

 

Elite. Caracas, N.º 1384, sábado 19 de abril de 1952
La Esfera. Caracas, sábado 12 de abril de 1952

García de La Concha, José. Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas. Caracas: Grafos, 1962

El alma llanera “pegó” desde el primer día

El alma llanera “pegó” desde el primer día

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El alma llanera “pegó” desde el primer día

     En el Teatro Caracas, inaugurado en 1854 y ubicado entre las esquinas de Veroes a Ibarras, nunca se había visto nada igual como lo que presenciaron los caraqueños la noche del sábado 19 de septiembre de 1914, cuando se estrenó la primera zarzuela nacional, “con verdaderas escenas de la vida de las sabanas venezolanas a las riberas del Arauca”.

     La obra fue montada como una pieza de teatro con el nombre de Alma Llanera: Zarzuela en un cuadro, con un guión conformado por 29 páginas. La escenografía estuvo a cargo de Leoncio Martínez, quien más tarde se convertiría en un célebre poeta y humorista.

     En esa ocasión, la obra fue interpretada por músicos de la Compañía española de Matilde Rueda y la Compañía de Opereta de Manolo Puertolas, cuyo nombre resaltaba en las marquesinas del Teatro y gozaba de mucho prestigio en Venezuela.

     El joropo “Alma Llanera” se convirtió desde entonces en uno de los símbolos musicales de Venezuela; en el himno popular de Venezuela.

     La obra fue escrita por el conocido periodista aragüeño Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) y musicalizada por el extraordinario compositor guaireño Pedro Elías Gutiérrez (1870-1954), director de la Banda Marcial del Distrito Federal para ese momento.

Pedro Elias Gutierrez compositor de la musica de Alma Llanera

     Los actores que participaron en el reparto del estreno fueron Jesús Izquierdo, Rafael Guinand, Matilde Rueda, Lola Arellano, Emilia Montes, María Argüelles y un negrito llamado Mamerto, quien, con su liquiliqui blanco, sombrero de cogollo y alpargatas, bailó joropo con un ritmo único, que le dio un toque especial a la presentación.

     Aun cuando la obra no fue del total agrado de los espectadores, la música y la canción interpretada por la soprano Matilde Ruedas impactó de tal manera a los asistentes que, muchos de ellos, salieron esa noche del teatro coreando un estribillo que decía: “Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador; soy hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol… y del sol”.

Rafael Bolivar Coronado autor de la letra Alma Llanera

    A su autor, Bolívar Coronado, tampoco le gustó la obra. Según comenta el insigne escritor venezolano Oscar Zambrano Urdaneta, “esa noche ocurrió algo muy curioso. Cuando ya la representación llegaba a su fin, Bolívar Coronado, que se hallaba disimulado entre el público, salió apresuradamente del teatro. Concluida la zarzuela el público pidió que su autor saliera a las tablas. Naturalmente aquel no se presentó, puesto que se hallaba ausente desde hacía unos momentos. Al día siguiente, cuando sus amistades le reclamaron aquella sorpresiva huida, por toda explicación respondió –Me fui porque imaginé que el público me iba a silbar”.

     La obra no se presentaría más sino a finales de año en un homenaje que se le rindió al actor venezolano Teófilo Leal, en el Teatro Municipal. Luego, a partir de 1915, la conocerían en el interior del país, donde también la música y letra de la canción cautivaron a los auditorios.  

     Meses más tarde del estreno de la obra, Pedro Elías acordó con Bolívar Coronado interpretar la música y la canción Alma Llanera en conciertos públicos. Así lo hizo y con la Banda Marcial de Caracas se presentó en diversos lugares de la ciudad, incorporando en su repertorio la mencionada pieza musical que, rápidamente, se fue haciendo muy popular. El 31 de diciembre de 1914, los caraqueños despidieron el año en la plaza Bolívar escuchando el Alma Llanera.

     Para 1917, la notoriedad que había alcanzado el Alma Llanera era tal, que fue incluida en las pianolas y organillos.  

     Desde entonces, Alma llanera ha sido interpretada por diferentes artistas nacionales e internacionales, siendo el tema más importante del cancionero popular venezolano. Entre los grandes artistas extranjeros que la han interpretado destacan Xavier Cugat, Jorge Negrete, Julio Iglesias, Plácido Domingo, Pedro Fernández y Gilberto Santa Rosa, entre muchos otros. He aquí la letra de la famosa pieza musical:

ALMA LLANERA

 

Yo nací en esta ribera
del Arauca vibrador
soy hermano de la espuma
de las garzas, de las rosas
Y del sol
Y del sol

 

Me arrulló la viva diana
de la brisa en el palmar
y por eso tengo el alma
como el alma primorosa
Del cristal
Del cristal

 

Amo, lloro, canto, sueño
con claveles de pasión
para ornar las rubias crines
al potro de mi amador.

 

Yo nací en esta ribera
del Arauca vibrador;
soy hermano de la espuma,
de las garzas, de las rosas
Y del sol
Y del sol

     El texto refleja un sentimiento de respeto y arraigo con la patria venezolana, en tanto que la música es netamente nacional, sacada de los aires del pueblo, con toda la vibrante emoción que se contagia a los nervios. Por ello, la pieza caló con rapidez en la memoria de la gente que, con el pasar de los años, comenzó a considerarla como un segundo himno nacional.

     Según el historiador Oldman Botello, fueron las llanuras de Apure y los alrededores de El Yagual, los escenarios que sirvieron de inspiración para que Bolívar Coronado diera vida a esta composición poética.

      Cuentan que fue en la Semana Santa del año 1913, al ir a visitar a su cuñado enfermo en una hacienda al sur de Villa de Cura, cuando el joven aragüeño escribió la reconocida canción.

Un escritor incansable

 

     Rafael Bolívar Coronado, quien nació en Villa de Cura, estado Aragua, el 6 de junio de 1884, estudió tan solo hasta sexto grado de primaria. No obstante, tuvo desde pequeño un gran hábito de lectura. Eso lo estimuló a escribir. Cuenta su biógrafo, Rafael Ramón Castellanos, en su libro: “Un hombre con más de seiscientos nombres”, que este célebre aragüeño fue un inagotable literato. Escribía semanalmente artículos cortos y reseñas que publicaba en las revistas y periódicos de mayor circulación de la época, como El Cojo Ilustrado, El Constitucional, El Tiempo, El Nuevo Diario y El Universal, entre otros.

     Tras el éxito del Alma Llanera, el gobierno del general Juan Vicente Gómez lo becó para ir a estudiar a España, pero su irreverencia lo hizo perder al poco tiempo el apoyo oficial. Despotricó a cuatro vientos sobre la criminal dictadura gomecista.   

     En la capital española trabajó con el también escritor venezolano Rufino Blanco Fombona, en el rastreo de obras de autores hispanoamericanos para su publicación en la Editorial América. Allí, Bolívar Coronado, dio vida a numerosos escritos bajo falsas identidades. Se hizo pasar por autores de la talla de Andrés Bello, Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz, José Martí y Amado Nervo, entre muchos otros. Era tal la calidad de esos escritos que nadie sospechaba que fueran apócrifos. Hasta que, en 1919, Blanco Fombona lo descubrió y juró matarlo. Como consecuencia de ello, Bolívar Coronado se fue a vivir a Barcelona. En esa urbe catalana, se hizo pasar por corresponsal de guerra en el Sahara, enviando crónicas sobre la situación en África a periódicos y revistas de esa localidad.

     Con apenas 40 años y sumido en una gran pobreza, falleció en esa ciudad española, en 1924.

Prodigioso músico y apasionado compositor

 

     Pedro Elías Gutiérrez nació en La Guaira, el 14 de marzo de 1870. Desde temprana edad se dedicó a la música. Tenía una enorme facilidad para aprender a tocar instrumentos de cuerdas. Fue un maravilloso ejecutante del contrabajo, habilidad que le permitió ingresar a la Banda Marcial de Caracas en 1901, donde llegó a ser director entre 1909 y 1946. Para esa banda realizó numerosas composiciones y adaptaciones.

     Como compositor cultivó el género de la zarzuela y el vals. Fue uno de los músicos pioneros de la industria discográfica venezolana. En 1917, grabó no menos de 20 composiciones para la empresa estadounidense «Victor Talking Machine Company», entre ellas, Alma Llanera, cuya partitura era una adaptación del vals Marisela, del también celebrado músico venezolano Sebastián Díaz Peña (1844-1926). 

     Asevera el escritor Jesús Colmenares que la tradición venezolana de concluir las fiestas con el Alma Llanera se debe al maestro Gutiérrez, quien cerraba las actuaciones de la Banda Marcial interpretando el Alma Llanera, para darle así mayor promoción a la mencionada pieza musical.  

     Pedro Elías falleció en Macuto, estado La Guaira, a los 84 años, en 1954.

Derechos del Alma Llanera

 

     En 1916, Pedro Elías Gutiérrez negoció los derechos de autor de la canción Alma Llanera con la empresa estadounidense “Victor Talking Machine Company” que, al año siguiente, la dio a conocer al mundo a través de su incorporación en las matrices de las pianolas y organillos. Estos derechos caducaron en los años treinta. Sin embargo, poco tiempo después, en 1942, el maestro Gutiérrez cedió nuevamente los derechos a otra compañía norteamericana denominada “Peer International Corporation”, dejando a un lado otra vez a los sucesores del escritor de la letra, la familia Bolívar Coronado, que nunca recibió pago alguno por los derechos de autor.

     En 1967, hubo una intensa campaña en los medios de comunicación para que los ingresos económicos producto del pago de derechos de autor fueran repartidos equitativamente entre ambas familias. Un año más tarde, la Asociación Venezolana de Autores y Compositores (AVAC Hoy SACVEN) contactó en Caracas a la señora Zoila Bolívar Coronado de García, hermana del autor, y comenzó a cancelarle el 50% de los derechos que le correspondían, según informó el periodista Rafael Rodríguez en un amplio reportaje que publicó en la revista Venezuela Grafica, del 15 de marzo de 1970.

     No obstante, muchos años más tarde, en 1984, el conocido periodista Raúl Vallejo aseguró en un escrito publicado en el diario El Nacional, del 6 de diciembre de ese año, que los herederos de Bolívar Coronado jamás habían cobrado los royalties que le correspondían y asomaba la idea de que, por decreto presidencial, Alma Llanera pase a ser patrimonio nacional, con lo cual los derechos serian del Estado venezolano.

      Hoy SACVEN tiene los derechos de Alma Llanera

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Perfil de Caracas

Por Aquiles Nazoa

     Aun quedan en la Caracas de 1945 algunos caraqueños ingeniosos y bien educados: don Pedro Emilio Coll, el Dr. Santiago Key Ayala, Eduardo Michelena, caraqueñísimo gerente de nuestra “Lotería de Beneficencia” que escriben y hablan un castigado e incisivo idioma y sienten horror físico y moral cuando leen en un periódico venezolano de estos días frases como la siguiente: “La culturización masiva del conglomerado promete ser exitosa”. El área geográfica de estos caraqueños, últimos depositarios del estilo, se extendía en dirección oeste-este, desde el guzmancista “Paseo del Calvario” con sus ninfas y estatuas de bronce a la moda de 1870 y su romántico jardín criollo, hasta el parque de la Misericordia, deteniéndose ―es claro― en sitios tan característicos como la Ceiba de San Francisco, el patio de la Academia de la Historia, la esquina de Las Gradillas, la plaza Bolívar con sus viejos guerrilleros que cuentan anécdotas de la  revolución de 1903 del “Mocho” y del “Caribe Vidal” y la antigua “Cervecería de la Torre”, y que hasta 1925 ofrecía a los trasnochadores unas deliciosas tostadas de queso amarillo y un casi sólido chocolate español. Todavía en 1936, Luis Correa era un insuperable “cicerone” de Caracas. Luis representaba como pocos caraqueños esa curiosa mezcla de costumbres francesa y española que se superpuso al misterio y azar de nuestra visa criolla y marcó el tono social de la pequeña metrópoli entre los últimos años del siglo XIX y los primeros cinco lustros del presente: la Caracas de la época que puede llamarse con una palabra antipática, “pre-petrolera”. Era la Caracas donde las mujeres se vestían con los modelos de la “Compañía Francesa” que parecían reproducir las figuras de Toulouse Lautrec y de Renoir, aunque el exceso de plumas, de cabellera y de punzones en el sombrero no estuviera de acuerdo con la circunstancia climática. Del “Colegio San José de Tarbes”, donde aprendieron la angulosa caligrafía francesa con sus letras enormes y un tanto afectadas, las muchachas de la buena sociedad o de la clase media pudiente salían para casarse con tanta ostentación que durante una semana la crónica de los periódicos publicaba la heteróclita lista de los regalos. Estos comprendían desde los más caros aderezos de la casa Gathman hasta unas horribles estatuillas de terracota italiana con escenas pastoriles, cazadores de Tirol o muy sonrosadas aldeanas del lago de Como, de aquellas que describió Manuel Díaz Rodríguez en sus “Sensaciones de viaje” (1896). El desecho de esa Caracas que se fue, las últimas formas retorcidas del 1900 se pueden observar todavía en algunas casas de San José o San Agustín o en las “chiveras” como la del antioqueño Restrepo, quien con su cultura y formalidad colombiana ha actuado como un verdadero Proust del comercio siempre a la busca del tiempo perdido.

     El francecismo caraqueño de entonces predominaba en trajes y perfumes, en el exceso de Champagne Cliquot en los matrimonios y grados académicos, en la Literatura de la generación de “El Cojo Ilustrado”, que escribió cuentos a lo Maupassant, “manchas de color” y “análisis de almas. Prevalecía, además, en algunos restoranes ya desaparecidos como el “Louvre”, cuyos menús organizaban de modo insuperable los últimos “gourmets” que he conocido: Luis Correa o el Dr. Francisco Izquierdo, Gustavo Manrique Pacanins, ahora Procurador General de la Nación y adepto, por mandato médico, al Agua de Vichy o al “Evian”, quien fue hasta pocos años un excelente anfitrión. Las nuevas generaciones ―hay que decirlo― han pedido el sentido del gusto y hasta cometen el sacrilegio de beber whisky durante la comida. Pero aquel francesismo no chocaba, de ningún modo, con el españolismo más popular de viejos cafés, hoteles y botillerías como el difunto “Barcelonés”, el antiguo “Hotel Continental”, de grandes balcones gaditanos, cierto “Hotel Familias”, última Thulé de los cómicos y banderilleros sin contrata, ni con el entusiasmo por las corridas de toros, las inmensas apoteosis tributadas a Belmonte y al “Gallo” y la paciencia para escuchar recitales de Villaespesa, de Eduardo Marquina o de Juan José Llovet. Todavía en 1942 en alguna casa de la calle de Candelaria, en medio de una reunión con música y canto, la señorita recitadora que cultivaba como una orquídea su tuberculosos incipiente, disparaba ante el pequeño público os verso aprendidos en la “Academia de Declamación” de Fernández de Arcila:

En tierra lejana

Tengo yo una hermana

…………………………

() de manera más cálida

…Iba muerto de sed. Tú voz tenía

un trémulo frescor de agua corriente

     Era tan grande la separación de los sexos (aunque el fox y el one step representaron una verdadera revuelta moral frente al vals y la mazurca) que a través de los versos, muchachas y muchachos en plena combustión afectiva se decían lo que hubieran preferido decirse en el más elemental y eterno lenguaje de las manos.


El francecismo caraqueno de entonces predominaba en trajes y perfumes

     Mucha gente ―y es la diferencia con los presentes días― estaba entonces, como fuera de la circunstancia histórica. Apenas se podía afirmar que vivían. No era solo el horror de la dictadura gomecista que impuso casi a cada familia el tributo de un preso político, sino la mezquindad y pobreza de una clase media ―que aún no se atrevía a llamarse de ese modo― y el silencio y abandono del pueblo. Las pensiones de estudiantes por donde el 1922, 1923 los que teníamos veinte años entonces padecimos hambre e incomodidad, eran frecuentemente comandadas por señoras de muchas campanillas, aspirantes a conseguir una protección fija del Estado como descendientes de próceres o de los veinte mil generales que a través de las guerras civiles se sacrificaron por el país, y mientras la patria las premiaba, parecían cobrarse un anticipo de nosotros. Se puede hacer una novela triste y barojiana de aquellas pensiones de estudiantes. Están en la novela todos los elementos: el culto del pasado con la anciana señora que de su preterido esplendor efímero conserva zarcillos con que fue a un baile guzmancista cuando el centenario del Libertador; la tragedia de los “punta de raza” que interpretaron en algunos cuentos Pocaterra y Urbaneja Achelpohl; la del estudiante cuyo romanticismo contradictorio quiere conciliar el platónico amor, a base de versos, flores y cartas y la “enfermedad de trascendencia social” de que está padeciendo, y la inesperada presencia en la casa de dos policías de “la secreta” que vinieron a buscar a uno de los jóvenes “porque se había expresado mal del gobierno”. Y ya se sabía demasiado en los días de Gómez, cuál era el itinerario de quienes no trataban al Gobierno con irreprochable cortesía.

     Una Caracas plutocrática reemplazó ya, muy definidamente, hacia 1925 a la Caracas afrancesada y andaluza de los comienzos de siglo. La antigua economía agrario-pastoril era sustituida por la vertiginosa e imperialista Economía del petróleo. Naturalmehte que los grandes jefes petroleros de aquellos años, los ingenieros de Texas que vinieron a perforar nuestro subsuelo y los “advisers” políticos que toda compañía americana paga para entenderse con la mañosa gente criolla, visitaban al General Gómez y en las concesiones que el Gobierno hacía a las empresas, se reservaban algunas “royalties” de privilegiados del regimen. Así os últimos años de la dictadura constituyeron una invitación al enriquecimiento. Entre que nio siquiera se habían capacitado para ser ricos, saltando todas las etapas sociales y culturales, se veían de pronto con una ingente masda de millones. Si los venezolanos del 1900 bebían en las botillerías españolas de grandfwesw espejos y mesas de mármol o en los “Clubs” de “La Concordia”,  “La Alianza”,  ”La Unión”, ”La Amistad” y ”El Comercio” que existían en las capitales de provincia su cognac “Hennesy” o sus capitosos vinos andaluces y tarareaban cuando estaban borerachos, el dúo de “Los Paraguas” o la romanza del “Caballeo de Gracia”, desde 1925  el “whisky and soda” sustituyó a los licores mediterráneos y una borrachera ―cuando había norteamericanos― podía concluir con el idiota estribillo de una de las primeras películas habladas de entonces:

If I had a talking picture

of you…

     Las tertulias familiares con valses románticos, sangría preparada en la casa y poemas de Andrés Mata, fueron reemplazadas por los “parties” a la yanqui, en los “Country Clubs”. La muchacha nadadora o tennista tuvo más validez social que la recitadora. Entre 1925 y 1936, Caracas edificó para el exclusivo disfrute de una plutocracia satisfecha algunos de los más bellos clubs campestres de la América del Sur: el “Country” con sus grandes avenidas de Chaguaramos y mangos y el estupendo atersonado de su comedor; los “Palos Grandes” con sus terrazas que se recuestan junto al Ávila y proyectan el mejor balcón para dominar todos los verdes del valle; el  “Club Florida” con sus acacios rojos y su gran piscina de azulejos; el “Club Paraíso”. También ―y como la otra cara de la medalla― un infeccioso mal gusto de gentes que necesitaban mostrar su dinero, se divertía en algunas quintas de las urbanizaciones, quintas de doscientos a trescientos mil bolívares. 

     En Maracaibo, ciudad más afectada aun que Caracas por esta riqueza sin estilo ni raíces, el General Pérez Soto hacía erigir el complicado y costosísimom merengue, revestido den chocolate, fresa y sapote, de la “Basílica de Chiquinquirá”. El pueblo venezolano asistía mudo y desengañado a esta bacanal de los ricos; apenas los domingos en las pulperías del barrio de Catia mientras vaya su canción mexicana o su tango argentino la última victrola o radio estrepitosa perifonea las carreras consumían su “berrito” y su “caña” mala que daban a los hpspitales su cuota de desnutridos, tuberculosos o cirrósicos. Para la “consunción”, el “pasmo”, la“bola de fuego en el estómago”, el “quebranto de huesos” o la “lombriz de cuatro cabezas”, el viejo brujo criollo ofrecía sus pócimas, sus parches, yerbas y bejucos. Y hasta el Dictador Gómez, que nunca perdió el alma de labriego supersticioso y soprendido, consultaba al yerbatero Negrín. Desconfiado de todo ―hasta de su policía― había hecho traer de la montaña a una legión de mocetones sanos y analfabetos (a quienes se les hacía creer  que los “caraqueños” podían “madrugárselos”) para constituir la feroz banda de chácharos. En alguna oculta casa y por misterioso sistema de “células”estudiantes y chicos con deseo de emancipación se reunían para disvutior las bases del “materialismo dialéctico”. La censura intelectual la ejercitaban, a veces, en las librerías los “chácharos” que alcanzaron a aprender el “Libro Segundo” y que tenían órdenes de incautyarse de cuanto papel pareciera sospechoso. Pero se cuenta que una roja edición de “El Capital” de Marx pudo mostrarse impunemente durante largo tiempo en una librería porque su título parecía a los censores coincidente con el pensamiento del general Gómez. ¿No era el “Benemérito”, como decían los periódicos, “defensor del Capital y de los hombres de trabajo?”

     Para reposar y seguir mirando sus prados, los grandes bueyes zebú traidos de la India, los camellos de dos jorobas que eran ornato de su jardín zoológico y escuchar de madrugada las coplas del ordeñador, el General Gómez había construído para sí y para los suyos que fueran muriendo una alta tumba en forma de mirarete islámico, en la verde y jugosa campiña de Maracay. Allí duerme hasta ahora inalterable sueño, a partir de un trajinado mediodía de diciembre de 1935. Murió confortado por los auxilios humanos y divinos y hasta asistente al Solio Pontificio, porque Su Santidad lo hizo Conde romano, Caballero en grado máximo de la Orden Piana y lo emparentó con los Chigi y los Torlonia, los príncipes que desde hace siglos montan guardia junto al primer trono de la Cristiandad. 

     Sin embargo, se parecía, más bien, a los califas de las Mil y Una Noches en cuanto era profundamente desconfiado, hablaba en apólogos que se hacía necesario traducir al lenguaje lógico de Occidente y practicó casi que por obligación ritual ―porque era ascético más que voluptuoso― la más seria poligamia. Aunque parezca extraño, hay muchas gentes que todavía lo recuerdan y le rinden invisible culto porque, entre otras cosas, la Venezuela surgida después de 1935 les impone mayor esfuerzo mental. Por enero de 1936 los viejos parques de Caracas y hasta los dos circos taurinos (el “Metropolitano” y el “Nuevo Circo”) se convirtieron en foros ideológicos. Los emigrados que volvían de los más antípodas sitios del mudo, que vieron la “Plaza roja”, los mitines parisienses del “Vel d’hiver” o la huelga de los mineros asturianos, abrieron ante los ojos de la ávida multitud su caja de sorpresas políticas. Se arengaba y se discutía: había liberales, socialdemócratas, socialistas de la II Internacional, comunistas, troskistas y aun numerosos inconformes que aspiran a establecer su propia teoría sobre el Estado y la Sociedad. El lenguaje criollo que se estancara en la simpleza aldeana y la continua represión exigida por la dictadura o en la formas ya convencionales de los “dicursos de orden” y del pseudo-clasicismo académico, recibía un continuo aporte de barbarismos o de nuevas nomenclaturas para revestir las cosas. Surgieron palabras pedantes y difíciles como “culturización”, “conglomerado”, “estructuración social”. Una manifestación como la que en febrero de 1936 fue a pedir al General López Contreras que “ampliara el radio de libertades públicas”, (para hablar en lenguaje de aquellos días), se llamaba un “desfile masivo”. Pero, a través de las nuevas palabras, y aun contra el rechazo d els académicos, penetraba en la vida venezolana mayor emoción social y sentido de justicia. Hasta la mujeres prefirieron a su antiguo “Nocturno” en el piano, junto al novio pálido y el ramo de rosas, la organización de centros culturales y filantrópicos, de casas-cunas, casas hogares, y aun pronunciar arengas de lucha en la “Federación de Estudiantes” o en los incipientes partidos «democráticos”. El gobierno no podía menos que empezar a descubrir algunas palabras que como “Sindicato” habían sido proscritas del vocabulario oficial. En los periódocos podía decirse que en el llano habíam paludismo; que en el Estado Yaracuy la única forma de propiedad agraria es el latifundio y que los maestros primarios ganaban sueldos de hambre. Y aun contra todos los prejuicios (de los ricos contra los pobres, de una plutocracia irresponsable y satisfecha contra los intelectuales, de la mediocridad titulada contra el hombre inteligente, de los viejos contra los jóvenes, del venezolano que no salió nunca y se siente depositario e intérprete de cierta misteriosa realidad autóctona que no podrán comprender quienes vivieron en el extranjero), mucho se empezó a hacer. Surgieron nuevos hospitales, unidades sanitarias, escuelas, comedores escolares, institutos y servicio público de toda índole.

     Al pueblo y la clase media se le dieron facilidades para adquirir vivienda propia sin tener que pagar a los bancos el honorable interés del 12 por ciento y gravar todo lo mueble e inmueble con la más sólida hipoteca,. Junto a las urbanizaciones de los ricos aparecieron las de los trabajadores y modestos empleados como “Bella Vista”, “Pro Patria”, “Lídice”. En los grandes bloques del actual “Silencio” en que han trabajado arquitectos de fina sensibilidad como Villanueva y Bergamín no se escatiman el aire, la luz, los prados verdes para que corran los niños. Son como la maqueta y prefiguración de una nueva Caracas más aséptica, justiciera y luminosa que la que desapareció con la dictadura. En la Caracas de hoy ―como lo puede afirmar en Dr. Baldó― la tuberculosis ya no es una enfermedad de moda. Y la caraqueña prefiere su rostro y su espalda “arrosquetada” por el sol del deporte a la “palidez lilial” de otros días.

     Hay, naturalmente, grandes problemas por resolver. La vida es cara y economistas y sociólogos analizan los efectos que nos produce la racha petrolera. Se ha hecho bastante por la educación del pueblo, pero nos falta todavía un claro y preciso plan de alta cultura. A los veinte años los muchachos quieren ser ricos, miembros de los Clubs más plutocráticos, irresistibles dominadores de la Sociedad, pero carecen de calma para prepararse.

     Quieren realixar, a veces, la Revolución o el Capitalismo sin cumplir las etapas previas que las dos metas antagónmicas necesitan. El temprano discurso de mitin ahoga en algunos chicos que tienen talento, todo serio trabajo de estudio y documentación. Ya repetirán con una voz que de armoniosa se hará gastada, las mismas consignas que fueron nuevas y que se van descolorando. Las damas, en lugar de conversar, con su nativa gracia de pájaros, prefieren juntarse a jugar “bridge” o “rummy” . Lo que la vida social pierde en ingenio, buenas maneras y espiritualidad, se sustituye por inagotables rondas de whiskey y de cocktails. Lo más necesario para el éxito caraqueño no es la imaginación diabólica o el racionamiento calculador de los personajes balzacianos, sino el hígado a prueba de “bombas”y de trasnochos. Junto a los dorados “high balls” se hacen negocios.

     Y algún inmigrante audaz que llegó hace poco tiempo, aprendió pronto las mañas de los criollos y sobre esas mañas edificó su alta especulación, nos mira con piedad a los que en esta tierra tan próspera seguimos escribiendo o leyendo libros. Sin embargo, contra todos y contra la misma prosperidad, hay que seguir en nuestro duro oficio de ser venezolanos. La virtud nativa, por excelencia, es esta estoica y casi intemporal virtud del “aguante”. Ella le pone a la ilusión y esperanza con que es necesario seguir combatiendo y soñando por el país, un revestimiento duro y viril como el de la “pitahaya” que bajo su corteza espinoza acendra tan tónica frescura.

     Compréndame bien. Yo so caraqueño. Yo amo a Caracas. Por eso me duele ver mi ciudad convertida en la misma ciudad standard que vemos en todas partes. Asómese al balcón. A Caracas la quieren convertir en una ciudad de colmenas. Carlos Manuel Moller

 Infomación tomada de la revista Elite. Caracas, N°1.398, 19 de julio de 1952; Páginas 8-11

Navidad

Navidad

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Navidad

Por Aquiles Nazoa

     Tal vez el atributo que le confiere a la Navidad tan conmovedora significación humana sea el trasfondo melancólico que matiza su bulliciosa alegría. Un resplandor de inefable tristeza convoca en Navidad el corazón de los hombres hacia la memoria de cosas muy lejanas y un tiempo amadas. Pero es también esa la fiesta de la esperanza, de la fraternidad y del amor. El alma del niño que una vez fuimos divaga entre los olores caseros del turrón y las ropas de estreno; la sonrisa de nuestra primera novia tiene la boca llena de uvas. La Navidad nos pone a vivir en dos tiempos. Nos bastaría subirnos en el trineo de esta hermosa tarjeta, para viajar con el sueño hasta el país de los cocuyos; pero una rápida mirada por la ventana, hacia el radiante cielo nocturno de diciembre, nos restituye a la fe en que este instante del mundo es también hermoso, puesto que aún podemos de un solo trago celeste, llenarnos los párpados de estrellas.

Navidad caraqueña

     En todos los países se asocia la Navidad a la idea de niñez; lo que permite definirla como la fiesta más bella que se haya inventado, es precisamente el hecho de ser unas efemérides cuyo personaje central es un niño. Es igualmente la Navidad entre las fechas del cristianismo, la más popular y extendida en el mundo, pues merced a los atributos de ternura que reviste, es la que más hondo llega al corazón de los hombres en todas las latitudes. Tórnense en esos jubilosos días los ojos espirituales de la humanidad hacia el resplandor de la esperanza en que envuelve a la tierra, desde los cielos más azules del año, la Estrella de Belén, anunciadora de paz y buen tiempo para los habitantes del mundo. Ya en las gélidas tundras que entristecen el mundo blanco de los trineos, ya en las grandes ciudades septentrionales que en estos tiempos se recogen en su sueño melancólico y sereno, algodonados los días por el perezoso descenso de los copos ya en las comarcas cálidas de América, donde la tierra se exorna con el azul infantil de las flores de pascua, animados todos los seres de un misterioso impulso de regreso en el tiempo, diríase que para esa época jubilar del corazón, los pueblos se hacen niños y en el culto inocente, casi pueril, que dedican por entonces a la figura encantadora del Niño Jesús, realizan idealmente el anhelo, que a todos nos asiste en lo más secreto de nuestra intimidad, de retornar alguna vez por siquiera un instante, al mundo iluminado de nuestros siete años.

     Es por eso la Navidad la fiesta de los juguetes y de las golosinas, la que trasciende el sentimiento religioso para asumir el acento de los cuentos y de las fábulas: centrada en la figura de un niño, la ternura del símbolo auspicia su maravillosa atmósfera de infancia. Trineos, pastorcillos, nieve, menudos corderitos, reyes mágicos: todo ese elenco humano, todo ese decorado y fabulosa utilería que adornan tantos siglos de tradición navideña, parecen más que los componentes de una conmemoración religiosa, los del más lindo de los cuentos.


San Nicolas, símbolo de alegría navidena

     Lo que es hoy la Navidad remonta sus orígenes a tiempos remotísimos de la historia. Como la conocemos hace 19 siglos consagrada en ese tiempo a festejar el nacimiento de Cristo, ya la celebraban mucho antes del cristianismo los romanos y se la consagraban a la primavera, en la figura de Ceres, deidad pagana de las cosechas, y también en la de Venus, diosa del amor. Siempre se la relacionaba con la idea del nacimiento, pues se refería precisamente a la estación en que la tierra se despoja de las nieves que durante el invierno la mantuvieron como muerta bajo su melancólico sudario, y resurge a la vida, cubierta de hojas nuevas y coronada de flores, mientras los ríos reinician la música de su viaje, derretidos ya los hielos del invierno por el padre sol, que aparece victorioso en el limpísimo cielo de primavera.

      La gente entonces se contagiaba de la alegría del mundo que reasumía el júbilo y la belleza del vivir. Las fiestas se ilustraban con actos hermosos de fraternidad y amistad. Como hoy todavía, los ciudadanos se prodigaban en sonantes abrazos, se hacían regalos y se congregaban en imponentes comilonas. Los dignatarios comparecían fastuosamente vestidos, en compañía de su familia, a la puerta de sus palacios, para recibir las felicitaciones de sus súbditos, criados y amigos. Estos traían la felicitación finamente caligrafiada en una tablilla, y antes de entregársela al anfitrión se la leían de viva voz. Así nacieron las que hoy son nuestras tarjetas de Navidad. Las redactaban y caligrafiaban unos escribanos públicos llamados tabeliones, que eran a la vez poetas y artesanos, y para aquellas ocasiones se instalaban con su equipo en las plazas públicas. Los tabeliones romanos son los precursores más antiguos de las imprenticas que con idéntica finalidad de imprimir tarjetas de felicitación, se establecen por el tiempo de las Pascuas en los mercados de Caracas.

     La más conmovedora manera de celebrar la Navidad es quizá la que se practica en algunas regiones de Alemania. El acto con que las fiestas comienzan es aquel en que los niños de la ciudad van en procesión hasta el cementerio para ponerles en sus tumbas regalos a los niños allí enterrados. En la Unión Soviética la fiesta no es religiosa, pero es igualmente bella. En esa época, todos los escolares y estudiantes se van a los campos para prepararles sus cuevas y nidos o guaridas a los animalitos, a fin de que las conserven dispuestas, accesibles y tibias durante las terribles nevadas que azotan en esa época a la tierra rusa. En Inglaterra es tradición que, los niños, de los dulces y panes que se sirven en Navidad, reserven unas migajas para ponérselas ellos mismos en las ventanas a los gorriones, que durante el invierno se quedan sin alimentación. En Venezuela la tradición navideña no ha conservado su genuidad sino en los Estados Andinos. Allí para estos días se usa todavía el adornar las casas con ramas de la planta aromática llamada Albricias, palabra que designa el regalo que se hace como recompensa al que nos trae una buena noticia. Ese es el sentido simbólico de las albricias andinas: es la recompensa que el pueblo le ofrenda al Niño Jesús por la buena nueva que trae, de que el hombre se salvará. Es muy estrecha en todas las expresiones de la tradición, la relación entre las plantas y la fiesta de Pascuas, por lo mismo que más o menos visiblemente, la celebración sigue fiel a su origen pagano, que la refería al renacer de la Naturaleza. Esa simbología vegetal se conserva vivísima en la figura del arbolito. El arbolito de Navidad es siempre un pino, árbol que desde antiguo emblematizó en los países nórdicos la vitalidad invencible de la naturaleza, pues el pino es el único árbol que, en el invierno crudo del Norte, permanece indemne a la acción del frío, además de ser en aquellas comarcas un proveedor insustituible de calor para la casa.

Estrella de Belen anunciadora de paz y buen tiempo para los habitantes del mundo

     Los niños en muchos países de Europa bailan alrededor de un pino que ellos mismos trajeron del bosque y lo han colocado en su casa graciosamente paramentado. Al dar las doce la Nochebuena, apagan las luces y todos se sientan en silencio a cierta distancia del arbolito, por creer que a esa hora aparecerán debajo de sus ramas elfos y gnomos. En otras partes, Austria y Alemania, los emblemas de Navidad se conservan hereditariamente a lo largo de siglos a veces, en una misma familia. Cada año se enciende a media noche un rato y luego se vuelve a apagar. Su simbología es aún más antigua: se relaciona con los cultos prehistóricos relativos a la conservación del fuego por el hombre.

     Los regalos de Navidad tienen desde los tiempos del paganismo una significación supersticiosa: se creía que lo obsequiado en aquel momento alboral del nuevo año, se multiplicaría luego, lo mismo para el obsequiado que para el donante. Se llamaban augurios, palabra que define en su origen latino, adivinación del porvenir por el vuelo de las aves. Los aguinaldos –en su sentido de regalo navideño– son de origen celta. Au gui L’anne neuf designaban en la Francia antigua a una planta de hoja muy decorativa que parasita de la encina. Tiene como el pino esa planta la facultad de resistir el invierno; por eso adquirió la significación simbólica de sobrevivencia, que le otorgaron los druidas. La cortaban en los tiempos de Navidad, en medio de magníficas ceremonias y fiestas, utilizando una hoz de oro. Esa tradición ha sobrevivido en casi toda Europa, y se continúa en los Estados Unidos. La hoja tal no es otra que el muérdago, cuyas coronas u otras formas de arreglo son por estos tiempos industrias de consumo. La figura de Santa Claus participa con todos estos atributos del gran elenco navideño que entre nosotros se embellece con la imagen más tierna de la hagiografía cristiana, el Niño Jesús. San Nicolás, castellanización de Santa Claus, es santo perteneciente a la rama ortodoxa del catolicismo. Griego de origen, fue adoptado como personaje Simbólico del espíritu navideño por los holandeses. Los colonos que partieron de Holanda para fundar la ciudad de Nueva York adornaron con su efigie el célebre barco «May Fair» en que hicieron el viaje. Se lo aplicaron a la nave como mascarón de proa. Así como Santiago es el patrón de nuestra Caracas, el de la ciudad de Nueva York es ese anciano rozagante, el simpático Santa Claus, circunstancia que hace de aquella gran urbe una especie de capital espiritual o Santa Sede de la tradición Navideña.

     Los aires finísimos de diciembre se ocupan ahora de colorear con sus acuarelas de alegría las mejillas de la ciudad, para la fiesta que ya enciende sus primeras estrellas de juguete sobre el cielo venezolano. A toda prisa prepara el Ávila su magnífica escenografía, compuesta para esta ocasión, de nubes a lo Botticelli, y suntuosa tapicería de esmeraldas y crepúsculos. De un momento a otro se abrirán los antiguos balcones de la montaña tutelar, para que a ellos se asome, como una reina modelada en fulgores de oro, la Estrella de Belén, cuya significación como emblema de paz y de amor para todos los seres, traduce la emoción venezolana en palabras tan perfumadas de tradición y animadas de fraterno impulso como «¡Felices Pascuas!».

La Navidad es la fiesta de los juguetes centrada en al figura de un nino

Tomado de Las cosas más sencillas. Caracas: Oficina Central de Información (OCI), 1972

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