Grupo Nueve Once

Grupo Nueve Once

Misión

Transformamos vidas a través de soluciones integrales en el área de salud, con un servicio profesional y un equipo comprometido, acompañando a los clientes, cuidando a nuestros pacientes, generándoles bienestar desde el primer contacto.

Visión

Ser la empresa pionera en Venezuela en desarrollar un sistema de salud sólido, confiable e innovador a nivel nacional, garantizando la calidad en todas las etapas del servicio, contribuyendo al bienestar integral de las personas y siendo modelo en la construcción del país.

Objetivos

  1. Consolidar los procesos internos de la organización, para generar procesos más eficientes y efectivos.
  2. Proyectar la marca GNO en el sector de servicios de salud y bienestar.
  3. Desarrollar nuevas unidades de negocio que contribuyan a la sostenibilidad de la organización.
  4. Mantener una ruta de innovación tecnológica en toda la cadena de prestación se servicios

Ofrecemos a las empresas la oportunidad de brindarles los mejores beneficios de salud para sus empleados, logrando evitar la fuga de talento y al mismo tiempo ayudándolos a contener costos médicos.

Contacto

Teléfono

(0800) 466-2400

Chocolates St.Moritz, C.A.

Chocolates St.Moritz, C.A.

Misión

Fabricar y distribuir chocolate de alta calidad que satisfaga plenamente a nuestros consumidores y clientes, optimizando la rentabilidad del negocio de nuestros accionistas, contando para ello con el respaldo y compromiso de nuestros proveedores así como la identificación con las metas de nuestra organización por parte del equipo laboral en un ambiente dinámico, y de alta motivación al logro.

Visión

Consolidar la imagen de Chocolates St.Moritz como una marca venezolana de prestigio; respaldo fundamental del chocolate que colocamos con esfuerzo, ética y responsabilidad en manos de nuestros consumidores y clientes.

Objetivos

  • Calidad, como garantía de nuestros productos.
  • Compromiso, con nuestros consumidores, con nuestros clientes, con nosotros mismos y con nuestro país.
  • Motivación al logro, de nuestros objetivos y nuestras metas

Chocolates St.Moritz es una empresa venezolana dedicada a la fabricación de chocolate

Certificaciones

  • Sello de Calidad Norven

Contacto

Teléfono

(058) (212) 251-0323

MENPA

MENPA

Misión

Prestar servicios jurídicos profesionales de excelencia.

Visión

Contribuir con excelencia a la construcción de una sociedad más justa.

Objetivos

Prestaservicios jurídicos a personas naturales y jurídicas, con criterios de excelencia.

Asesoría jurídica en las áreas tradicionales y emergentes del derecho

Certificaciones

  • Reconocidos entre los mejores escritorios de LA por Chambers, Latin Lawyer y The Legal 500

Contacto

Teléfono

(058) (212) 909-1611

El reloj de la catedral de Caracas

El reloj de la catedral de Caracas

En 1944, casi todos los habitantes de Caracas escuchaban diariamente la voz sonora del reloj de la Santa Iglesia Catedral, pero son muy contados los que han oído palpitar su corazón. Es el mismo caso del amigo que vemos y con el cual hablamos a menudo y cuya intimidad, sin embargo, desconocemos. Este reportaje fue escrito desde las entrañas de la torre guiados por uno de los mejores relojeros de Caracas, encargado desde 1937 de velar por el buen funcionamiento de los relojes públicos.

El primer reloj que tuvo la Catedral fue colocado en 1732.

El primer reloj que tuvo la Catedral fue colocado en 1732.

     “Nosotros hemos oído y hemos visto de cerca el corazón metálico del viejo reloj. Tiene el sonido seco de la gota de agua que horada la piedra: tac. . . tac. . . tac. . . Son los pases del tiempo avanzando implacable y silencioso de una eternidad a otra eternidad, por encima de los hombres y de las cosas.

     Encerrado en una gran caja de madera barnizada, suspendido a unos treinta metros dentro de la vetusta torre, sobre un polvoriento entarimado, se mueve incesantemente desde hace 56 años [1888], dando vida a las agujas y a las campanas que anuncian a los caraqueños la marcha de las horas.

     Ascender hasta el corazón del reloj catedralicio es una “excursión” por demás interesante. A nosotros nos sirvió de guía un hombre familiarizado con la vida íntima del viejo reloj. Un hombre que lo admira y lo cuida con cariño. Este es Simeón Pérez Yanes, uno de los mejores relojeros de Caracas, encargado desde 1937 de velar por el buen funcionamiento de los relojes públicos. Se entra en la torre por una pequeña puerta. Una rampa de madera y ladrillo se eleva en torno a una enorme mole maciza de ladrillo y argamasa, cuya altura aproximada es de treinta metros. Estamos en todo el centro de la Caracas bullanguera y, sin embargo, al subir por aquel oscuro túnel en espiral construido hace cientos de años, creemos hallarnos alejados de todo ser viviente, y por extraña sensación nos parece que en vez de subir bajamos a las entrañas de la tierra. Las angostas ventanillas que se abren en los gruesos muros de la torre, nos vuelven a la realidad al mirar a través de ellos retazos del abigarrado tráfico urbano y las verdes copas de los árboles de la Plaza Bolívar.

     Pérez Yanes se detiene repentinamente y nos muestra a la luz de una ventanilla varios pequeños agujeros en la robusta mole central.

–Son tiros –nos dice. –Aquí se hicieron fuertes unos piratas ingleses que saquearon a Caracas allá por el 1500 y pico.

     Pero dudamos de la exactitud del dato. Cierto que cuando la Catedral no había sido elevada a tal categoría y era todavía la Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol, unos corsarios ingleses se atrincheraron en ella. Esto sucedía en la última década el siglo XVI. Se cuenta también que cuando la guerra de los “Azules”, algunas fuerzas se encerraron en la torre y desde allí disparaban. ¿Cuál, pues, fue el origen de aquellos pequeños agujeros? ¿Habrán sido abiertos por los arcabuces de S. M. el Rey de España o por los viejos fusiles de los soldados de una de nuestras tantas guerras civiles?

     A medida que vamos ascendiendo nos asaltan multitud de recuerdos históricos relativos a la S. I. Metropolitana de Caracas que en sus 300 años de ida ha sido sacudida por cuatro terremotos. La Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol fue elevada a la categoría catedralicia en 1637. Apenas terminada de reconstruir en 1641, un terremoto la destruyó casi por completo. Refiérese que, al producirse el sismo, el Obispo Tovar, quien se encontraba en su habitación, pudo escapar a través de una grieta, entró en la Catedral y fuese hasta el Sagrario, lo abrió y tomó en sus manos a la Divina Majestad y salió a la calle pidiendo misericordia. Cuentan las crónicas que una anciana llamada María Pérez (dueña de los terrenos situados al Este de Caracas que han conservado su nombre en la contracción “Maripérez”), mujer rica y muy religiosa se hallaba en la Iglesia al ocurrir el terremoto y al ver al Obispo Tovar sacar el Santísimo Sacramento lo acompañó por las calles con una vela encendida.

El reloj cuyos secos latidos estamos oyendo ahora fue colocado en la torre en el año de 1889 durante la Administración de Juan Pablo Rojas Paúl.

El reloj cuyos secos latidos estamos oyendo ahora fue colocado en la torre en el año de 1889 durante la Administración de Juan Pablo Rojas Paúl.

     En 1665 se comenzó la construcción de una nueva iglesia y en 1674 otro terremoto le causó daños de consideración. Ampliada en 1709, vuelve a ser conmovida por un sismo en 1766. Reparada una vez más llegó el año 1812 en el cual se produjo el histórico terremoto que los curas realistas trataron de aprovechar políticamente atribuyéndolo a un castigo de Dios por la declaración de la Independencia, provocando la célebre respuesta de Bolívar: “Si la naturaleza se opone lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. El terremoto del año 12 causó tales estragos en la Catedral que hubo necesidad de hacerla de nuevo en su mayor parte. Después de esa última reconstrucción su fachada se ha conservado hasta la fecha actual sin grandes alteraciones.

     La Iglesia Catedral de Caracas carece por completo de valor arquitectónico. Y en nuestro concepto no valdría la pena conservarla. Ya en 1762 se la consideraba inapropiada para su categoría. Y en 1804, Francisco Depons se expresaba de esta guisa: “Causa asombro no hallar en una ciudad tan popular como Caracas y donde se venera tanto la religión cristiana, una Catedral que corresponda en realidad a la importancia del Arzobispado y de la ciudad misma”, añadiendo que la arquitectura y la construcción no tenía nada de majestuosa ni imponente. Después de las reparaciones que en su interior hizo el arzobispo Silvestre Guevara y Lira, en el año 1868, últimamente hicieronse en ella trabajos con el objeto de mejorar la construcción. Pero se ha seguido pensando en levantar una nueva y moderna catedral

Los relojes de la Catedral

     Ya estamos al fin de la rampa que trepa hasta un poco más arriba de la mitad de la torre. Ahora hay que subir por unas estrechas escaleras. Pasamos junto a las grandes campanas que llaman a misa y repican alegremente en las festividades religiosas. También doblan a muertos. Otra escalerilla más; Pérez Yanes levanta una tapa de madera encima de nuestras cabezas. Ascendemos a través del negro boquete. En la oscuridad llega hasta nosotros el seco palpitar del viejo reloj tac. . . tac. . . tac. . .

     El primer reloj que tuvo la Catedral fue colocado en 1732. Lo trajo de España el Obispo José Félix Valverde al venir a encargarse de la diócesis. Por esa fecha se creó la plaza de relojero con un sueldo de 50 pesos anuales y se nombró para desempeñarla a Juan Sánchez, clérigo tonsurado. Inutilizado este reloj, en 1778 se instaló el que debía marcar las horas históricas del nacimiento del Libertador, la Revolución de Abril y la declaración de Independencia.

     En 1856 el reloj que vio nacer la República fue sustituido por otro cuyo costo fue de 3.000 pesos. Este es el que actualmente se halla en la Iglesia de San José.

     El reloj cuyos secos latidos estamos oyendo ahora fue colocado en la torre en el año de 1889 durante la Administración de Juan Pablo Rojas Paúl. Lo construyó en Londres un famoso relojero español, J. R. Lossada, por encargo de Antonio Guzmán Blanco, a la sazón ministro de Venezuela en París, quien en su último gobierno había pensado en adquirir en Europa un buen reloj para la Iglesia Metropolitana de Caracas. Lossada fue también el constructor del actual reloj de la Abadía de Westminster. El precio de la obra se ajustó en 1.881 libras esterlinas. En setiembre de 1888 comenzó los trabajos el operario James Gossling, bajo la dirección de Lossada y en diciembre del mismo año el reloj estaba listo. Su peso es de 7.217 kilos. Tiene 11 magníficas campanas y un cilindro que adaptado a un mecanismo especial deja oír los acordes del Himno Nacional. Según parece, este cilindro funcionó hasta los años 1902 y 3.

     Da lástima que, por abandono de los anteriores Gobiernos, el mecanismo que hacía funcionar el cilindro no se hubiera reparado a tiempo. En la actualidad tiene varias piezas rotas y está cubierto de orín, pero es posible arreglarlo. Hay otro cilindro para siete piezas musicales religiosas cuyos nombres que aparecen grabados en una placa de cobre adherida a una de las paredes de la caja que encierra la maquinaria del reloj, son las siguientes: “Repique de Campanas, El Corazón del Niño Jesús, El Misericordioso Jesucristo, Canción de la Virgen, letanía de Santa Brígida, Adeste Fidelis y O Santísima”.

El reloj se mueve por un mecanismo de escape de áncora o péndola, mediante una pesa de gravedad de cien kilos atada a una guaya que se va desarrollando lentamente.

El reloj se mueve por un mecanismo de escape de áncora o péndola, mediante una pesa de gravedad de cien kilos atada a una guaya que se va desarrollando lentamente.

     Este cilindro parece que nunca fue tocado. Cubierto de polvo y oxidado, hallase dentro de una caja de madera.

     Nos acercamos al corazón del viejo reloj a la luz de una vela que sostiene en sus manos Pérez Yanes. Ruedas dentadas, volantes, cadenas, se mueven pausadamente. La maquinaria mide aproximadamente un metro 50 de longitud, por uno de alto y uno de ancho. En la base hay una inscripción: “J.R. Lossada, Londres 1888. –A.D.”

–El material es finísimo – dice Pérez Yanes. – fíjate en los “levees” del áncora–añade empleando frases técnicas, –están en perfecto estado, no se nota ningún desgaste, pese a que tienen más de 50 años.

–¿Cuánto crees tú que durara este reloj?

–Bien cuidado puede durar cien años más

–¿Qué clase de mecanismo mueve la maquinaria?

–Este reloj se mueve por un mecanismo de escape de áncora o péndola, mediante una pesa de gravedad de cien kilos atada a una guaya que se va desarrollando lentamente. Darle cuerda a este reloj consiste sencillamente en enrollar de nuevo la guaya con esa manilla que está ahí –nos dice– señalándonos una manilla más grande que las que se usan algunas veces para poner en marcha motores de explosión.

–¿Cada cuánto tiempo hay que “darle cuerda”?

–Cada tres días y tardo media hora en el trabajito. Es un poco pesado.

–¿Y el mecanismo de sonido?

 –También funciona por el sistema de pesas. El mecanismo de los cuartos tiene una pesa de 300 kilos y el mecanismo de la hora una de 150 kilos. Las campanas de este reloj –agrega– suenan exactamente como las de Westminster, por eso a esta combinación de notas musicales se llama “Sonido de Westminster”, que aquí conocemos por “Catedral”.

     En la parte superior de la maquinaria observamos dos hélices de más o menos 50 centímetros de longitud. Le preguntamos a Pérez Yanes, ¿qué papel desempeñan?

–Son frenos de aire –responde– para regular el mecanismo del sonido. Si no existieran, al desprenderse la pesa se oiría un ruido loco de campanas. Gracias a esas “mariposas” se distancia una nota de otra, según la inclinación que se les dé.

–¿Nunca se ha detenido este reloj?

–En el tiempo que ha estado a mi cuidado, jamás ha dejado de marcar las horas. El mecanismo de sonido sí estuvo detenido por una semana, pues tuve que reparar algunas piezas. Posiblemente en 1945 tendré que limpiarlo y entonces estará parado por varios días.

     El corazón del viejo reloj no se altera porque algunos intrusos nos hallamos inmiscuidos en su vida privada. Sigue golpeando quedamente: tac. . . tac. . . tac. . . mientras hablamos. De repente oímos un sonido extraño en la maquinaria, se mueven más velozmente que se costumbre algunas ruedas.

–Ya van a sonar las campanas –exclama Pérez Yanes.

     En efecto. Encima de nuestra cabeza recias campanadas anuncian las cuatro y tres cuartos de la tarde. Una de las hélices da vuelta con rapidez, gira el cilindro donde se arrolla la guaya que sostiene la pesa de los “cuartos” y ésta desciende unos metros. De nuevo, silencio. Solo escucha el golpe seco de la maquinaria.

     Unos metros más arriba, directamente bajo la cúpula que corona la torre, están las 11 lenguas sonoras del reloj. Son unas campanas finísimas sobre la cual golpean 27 martillos, de los cuales solo cinco funcionan en la actualidad. Un ligero toque de la yema de los dedos sobre las enormes campanas, arranca un suavísimo sonido de cristal, tal es la calidad del material con el cual están construidas.

     Desde esta parte de la torre, a unos 30 metros de altura –debe tener 35 en total– se divisa íntegra la ciudad de Caracas, a excepción de la barriada de Catia. Por el Este se alcanza a ver casi hasta Petare. El viejo Ávila aparece imponente ante nuestros ojos, cual un gigantesco monstruo de piel verdiazul que se hubiese tendido a descansar. La ciudad nos parece ahora más pequeña. Casi en nuestras manos tenemos las cúpulas amarillentas de la Iglesia de La Pastora. El Nuevo Circo está ahí mismo, detrás de las lomas de zinc del mercado público; ´podríamos tocar si quisiéramos la fachada desteñida del Hotel Ávila; ¿y ese anillo dorado al suroeste? Es el Hipódromo Nacional. A nuestros pies la gente se aplasta contra el asfalto y en la brisa fresca de la tarde asciende hacia nosotros el bullicio callejero. Por entre los matices verdes de la arboleda emerge la cabeza de bronce del Libertador. Avilán Jr. se harta de abrir y cerrar el obturador de su maquinilla.

     Al golpe de las cinco de la tarde comenzamos a descender por las escalerillas. De nuevo oímos el seco palpitar del corazón del reloj. Pasamos cerca de las esferas de vidrio lechoso, 150 centímetros de diámetro tienen cada una. En los gruesos muros de la torre hay varias firmas de personas que han subido hasta allí y han querido dejar constancia de su presencia, en la seguridad de que serán muy pocos los que ascenderán por la vieja torre catedralicia. Leemos: Tito Salas, 1919; Luis Correa, 1919, Francisco José Simonpietri, 1912. No resistimos la tentación de estampar también la nuestra.

     Dando vuelta en torno a la mole de ladrillo y argamasa llegamos de nuevo a tierra firme. Ha terminado nuestra “excursión” por la histórica torre. Arriba queda palpitando el corazón del viejo reloj”.

FUENTES CONSULTADAS

Élite. Caracas, núm. 957, 5 de febrero de 1944.

    Vida y costumbres de los caraqueños

    Vida y costumbres de los caraqueños

    Por Arístides Rojas*

    Era costumbre de los caraqueños colocar en sus casas imágenes de santos, en particular la Virgen Nuestra Señora de la Luz. El autor de una de las representativas imágenes de esta virgen fue el célebre pintor venezolano Juan Pedro López (1724-1787).

    Era costumbre de los caraqueños colocar en sus casas imágenes de santos, en particular la Virgen Nuestra Señora de la Luz. El autor de una de las representativas imágenes de esta virgen fue el célebre pintor venezolano Juan Pedro López (1724-1787).

         “En las casas de entonces, que eran amplias, frescas y sombrías, se hallaban por dondequiera las imágenes de los santos. Algunos de ellos tenían su sitio bien designado. Sobre la puerta de la calle estaba muchas veces escrito el nombre del santo patrón. En el zaguán había una imagen, ordinariamente la de aquel santo. Al entrar por el “entreportón” al corredor de adelante, se hallaba a mano derecha una pila de agua bendita con un letrero, casi siempre en latín, que decía: “Entrad purificado, buen hermano”. Al pasar por delante de los muebles del corredor, se llegaba a la puerta de la sala, muchas veces llena de adornos de curvas barrocas, y encima de ella casi invariablemente estaba la imagen de la Virgen de la Luz, una de las tres vírgenes caraqueñas. La sala, donde había sofá de damasco, sillas con pata de garra, tapizadas o con asiento de cuero y tachuelas doradas, alfombra o petate sobre ladrillos hexagonales, cortinas de damasco y hermosas arañas de cristal que colgaban de las doradas maderas del artesonado, comunicaba con la alcoba, en la que se veía la gran cama de cuatro pilares con su dosel. En ésta no faltaban el Ángel de la Guarda y las Ánimas Benditas, a las que se dedicaba un Padre Nuestro después del cotidiano rosario. Con frecuencia hacían compañía a las Ánimas, San Miguel o San Antonio o la Virgen de la Merced.

         Si salíamos de la sala, nos quedaba enfrente el gran patio cuadrado y su pila en el centro. Estaba todo empedrado con grandes lujas y en él brillaba vivo el sol para deleite de una turba de moscas que zumbaban con inquietud. En alguna que otra casa había varios tiestos de flores junto a la pila, pero esto era raro, pues las plantas tenían su sitio en el corral.

         Por allí cerca andaba el Oratorio, en las casas más principales. Era un cuarto no muy grande con su altar. Con frecuencia había reliquias de variado origen: el dedo de algún santo, una pequeña ampolla con sangre de pagano convertido, o una calavera desenterrada Tierra Santa. No faltaba aquí una cruz con el sudario, o la Virgen de la Concepción, y el Nacimiento, que era necesario transportar al dormitorio cuando la dueña de la casa iba a tener un nuevo niño.

         Muy rara vez faltaba sobre el caballete del tejado Nuestra Señora de la Guía, que muchos devotos tenía en Caracas, la cual desde aquel sitio eminente protegía contra duendes y brujas, pues era difícil por entonces diferenciar bien entre religión y superstición.

         Pasando el segundo patio se entraba en el mundillo de los criados. Los negros esclavos tenían sus devociones especiales. En la cocina, cerca del largo fogón de bahareque o de mampostería, presidía Santa Efigenia, tan negra como sus devotos. Con frecuencia figuraban por allí cerca San Isidro Labrador y Santa Rosa.

         El dormitorio de los esclavos, llamado el repartimiento, era de recular capacidad, pues allí dormían todos, escasos de vigilancia nocturna, ya que de las intimidades non sanctas que ocurrieren saldrían los amos gananciosos. Presidía el repartimiento San Mauricio, quien compartía la devoción con San Pedro, que era el patrón de toda la casa.

         En el corral campeaba San Silvestre, que por ser el último santo del año tenía el último lugar de la casa. Allí, entre algunos desperdicios, el hacinamiento de piedras para embostar, el botijón del agua y el cepo para los rebeldes, picoteaban las gallinas y circulaban los cochinos, junto a los plátanos, guayabos o naranjos, o por el sitio donde algunos claveles y rosales hacían compañía al frondoso cundeamor o la opulenta parcha granadina.

    En las habitaciones no faltaba la imagen de las Ánimas Benditas.

    En las habitaciones no faltaba la imagen de las Ánimas Benditas.

         Toda esta colección de santas imágenes, desparramada por toda la casa, requería atención y culto, lo cual a su vez proporcionaba edificante ocupación, principalmente a las damas. Poco a poco fue aumentando el número de los quehaceres domésticos y poco a poco fueron reglamentándose u ordenándose, hasta convertirse en interminable cadena. Había deberes sociales que no debían olvidarse o confundirse, porque podían dar origen a faltas muy graves. Por ejemplo, cuando llegaba algún ausente, era necesario ir a visitarlo, pues ignorar su regreso era un crimen de lesa etiqueta que daba origen a profundo resentimiento y frialdad en el trato. En tales casos era necesaria una reparación. El recién llegado, por su parte, debía corresponder a la visita de manera personal, o por esquela o por mensaje oral.

         A los amigos enfermos había que visitarlos y era obligatorio enviar todas las mañanas a uno de los criados por noticias de la salud del doliente. 

         Un caballero no podía visitar a una señora sin pedirle antes permiso, acaso por un recado matutino. Cuando el visitante llegaba, no podía introducirse a la sala sino después que la señora hubiera entrado por otra puerta y se hubiera instalado ceremoniosamente en el sofá; ya entonces podía la criada abrir la puerta de la sala y hacer entrar al caballero. Este ritual debía cumplirse con cuidado. Las visitas se hacían después de la comida de la tarde, entre las 5 y las 8 de la noche. El caballero, en las visitas de ceremonia, tenía que ir vestido con calzón corto y casaca de tafetán, de raso o de terciopelo laboreado, nunca de paño, salvo en casos de duelo, o cuando el paño estaba realzado con ricas bordaduras; debía llevar además chupa de tisú de oro o plata, o de seda bordada; su sombrero de tres picos, sus medias de seda y zapatillas con hebilla de plata, y su espada con puño de plata o de oro.

         Cuando una familia se mudaba a otra casa, tenía que mandar esquelas a los antiguos vecinos participándoles el nuevo domicilio y expresándoles el hondo pesar de abandonar su compañía, y a los nuevos vecinos otra esquela poniéndose a sus órdenes y expresándoles la honda alegría de vivir cerca de ellos. También se ofrecían a los vecinos los nuevos niños de la familia.

         Ambos ofrecimientos se correspondían con visitas, y si éstas no se efectuaban quedaban rotas las relaciones. Los días de santo se recibían tantas visitas que hubiera sido imposible recordarlas; por esto se colocaba en esas ocasiones una mesa con pluma, tinta y papel cerca de la puerta, para que cada quien escribiera su nombre.

         Estas visitas se pagaban los días del santo de los visitantes, y era un verdadero crimen de sociedad olvidar el día del santo de un amigo, lo que podía dar origen a una franca enemistad.

         Estos innumerables requisitos hacían de los caraqueños de entonces unos verdaderos esclavos de los convencionalismos. Las frecuentes visitas obligatorias, hasta a personas con quienes no se simpatizaba, pero con quienes había que cumplir, llegaron a matar la cordialidad y la franqueza, ahogadas entre ceremoniosos deberes. Todo el mundo era altamente susceptible, y alguna frase impropia, sobre todo si podía interpretarse como desdorosa para los antepasados, podía dar lugar a graves consecuencias. No se acostumbraba el duelo en cuestiones de honor, sino el recurso ante los tribunales, y había numerosos e interminables juicios por supuestas calumnias. En los últimos años del siglo se gastaban, según cálculos bien fundados, 1.500.000 pesos fuertes anuales en procesos tribunalicios. Todo esto contribuía a formar mentalidades cautelosas, y los caraqueños de entonces eran conservadores y de poca audacia en los negocios.

    José Antonio Calcaño (1900-1978) compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

    José Antonio Calcaño (1900-1978) compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

         Toda la vida familiar quedó sujeta a un programa rutinario. Por las noches, cuando no había visitas, mientras los señores jugaban a los naipes (si no era el tresillo, era el tute o el bobo o la carga la burra), el viejo contaba a los niños innumerables historietas; ya en aquellos tiempos figuraban en esos relatos Tío Tigre y Tío Conejo, que alternaban con Bertoldo y Bertoldino, con Barba Azul y con Pulgarcito, a quien llamaba Juan del Dedo. También eran de entonces la Cucarachita y el Ratón Pérez, y el livianísimo e indigesto Perico Sarmiento.

         Con éstos figuraban cuentos de brujas y aparecidos, la luz del Tirano Aguirre, el Coco, la Sayona, el Burro Pando, y a veces, por variar, algunas historias de santos, y hasta el jueguito indecente de María García, que se narraba abriendo y cerrando un papelito doblado. Al sonar entre el silencio de la noche las campanas de la Catedral dando el toque de ánimas, se arrodillaban los chicos y a la luz del candil hacían sus oraciones para irse luego a la cama, atravesando los corredores oscuros.

         Al día siguiente irían a la escuela de Meso Tacón los que allí estudiaban, para hacer sus palotes, contar hasta mil, leer decorado y repetir algo de doctrina cristiana, mientras Tacón, el terrible, empuñaba su palmeta. Era costumbre de este maestro de escuela dar una buena zurra a los niños los sábados, por las travesuras de la semana próxima. Ese era su sistema. Naturalmente, los que allí acudían eran los varones, pues las niñas de la casa no debían aprender mucho. Algunas madres preferían que sus hijas aprendieran a leer, pero no a escribir, porque esto era peligroso a causa de los novios clandestinos. Aprendían, pues, a coser y bordar, a tocar algo de música, a recitar versos y a preparar algunos platos caseros, como pastel de pollo, plátanos rellenos con queso, sabrosuras, empanadas o pimentones rellenos, que con frecuencia se comían por entonces, lo mismo que el sancocho y las hallacas, todo lo cual se rociaba con vino isleño y se asentaba con aquel chocolate colonial que se tomaba a todas horas, y que en las comidas de ceremonia se servía con bastante espuma, la cual se tostaba pasándole por encima unas brasas en una cuchara.

         Más avanzado el siglo, cambiaron los trajes, y las mismas jóvenes salían con sayas, basquiña y manto negro; los señores salían con chupa o levita de blanquín, sombrero de jipijapa, capote de tablero, o sea de grandes cuadros amarillos y rojos, sujeto al cuello con cadena de cobre. No usaban guantes, pero llevaban los dedos cargados de sortijas y empuñaban un bastón de puño de oro, cuando no llevaban su paraguas rojo de sempiterna o de bombasí; paraguas que era insignia de rango y que tantos años de litigios costó al pobre señor José Cornelio de la Cueva, porque se dudaba que tuviera calidad social para poder llevarlo. El calzón que se usaba era de tapabalazo, que a la par que adornaba servía de bolsillo. Completaban el cuadro borceguíes de tacón y cadena de reloj llena de cuentas.

         Algunas familias tenían la curiosa costumbre de vestir un día al año con casacas a los esclavos, mientras las damas se trajeaban de sirvientas, y les servían la comida en la mesa larga que estaba en la cocina.

         Los sábados abundaban los mendigos con más frecuencia que los otros días, aquellos mendigos de que estaba llena la ciudad y que dormían tendidos en las calles a lo largo de las paredes de las iglesias.

         La vida se había hecho tan pacífica, en contraste con los azares de la conquista, que los señores principales salían rumbo a sus haciendas de Petare, El Tuy o los valles de Aragua, en su mula, casi siempre sin armas, aunque llevaban talegos de dinero para los pagos de la administración, y jamás había un asalto en el camino, a pesar de que el viaje duraba varios días y se hacía con descanso, deteniéndose en alguna venta o durmiendo en la estancia de un amigo, donde se entretenían con partidas de naipes, aunque esto alargara el viaje por uno o dos días más. Se veían por el cielo con frecuencia bandadas de bulliciosos pericos que cruzaban en busca de otros sembrados, o algún grupo de canarios, azulejos o cardenalitos del Ávila”.

    * Caraqueño nacido en 1900 y fallecido 1978, compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.

    FUENTE CONSULTADA

    • Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música: Crónica musical de Caracas. Caracas: Fundarte, 1980. Págs. 81-85.

    Loading
    Abrir chat
    1
    Contacta a nuestro equipo.
    Escanea el código
    Contacta a nuestro equipo para aclarar tus dudas o solicitar información.