Secuestro y asesinato de Julio Iribarren Borges (Parte I)

Secuestro y asesinato de Julio Iribarren Borges (Parte I)

OCURRIÓ AQUÍ

Secuestro y asesinato de Julio Iribarren Borges (Parte I)

     El viernes 3 de marzo de 1967 fue hallado en las inmediaciones de una quebrada cercana a la carretera Panamericana, el cuerpo del médico Julio Iribarren Borges, ex director del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, quien fue secuestrado por integrantes del movimiento guerrillero Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) en la urbanización caraqueña de los Palos Grandes, la mañana del miércoles 1 de marzo.

     Desde La Habana, Cuba, el 4 de marzo, Elías Manuitt Camero, un ex capitán del ejército venezolano, convertido en comandante guerrillero de las FALN, emitió declaraciones atribuyéndole el vil asesinato a su organización como “aplicación de justicia revolucionaria sobre un alto personero del gobierno, cómplice de engaño, de los desafueros que se cometen con los obreros venezolanos a través del Seguro Social Obligatorio, que hasta hace pocos días él dirigió, donde además realizó labor de espionaje y delación en favor de la DIGEPOL”. 

     Fidel Castro, gobernante comunista cubano, negó vínculos con el asesinato, mientras la plana mayor del movimiento subversivo-terrorista venezolano anunció que tomaría medidas contra los autores del crimen, que provocó que el gobierno nacional dictara una nueva medida de suspensión de garantías.

      La revista caraqueña Élite, en su edición del 18 de marzo, presentó una detallada crónica del secuestro y asesinato del doctor Julio Irribarren Borges, hermano de Ignacio Iribarren Borges, quien para entonces era el canciller de la República, la cual transcribimos a continuación:

El día anterior secuestraron a un comerciante al confundirlo con Iribarren

     El abogado Julio Iribarren Borges desapareció la mañana del miércoles 1° de marzo, mientras su esposa hacía las compras en un mercado del este de la ciudad. Pero la historia espeluznante había comenzado en realidad el día anterior. El martes 28 de febrero, poco antes de las 8 de la mañana, un hombre alto, de unos 50 años y de rostro arrugado, detuvo su Chevy II de color azul frente al edificio Saint-Morris, en el cruce de la calle Andrés Bello con la Segunda transversal de los Palos Grandes. El conductor esperaba distraído a uno de los hombres que trabaja con él en la firma Fitzer en Los Ruices. Entonces se le acercaron dos muchachos, que no querían preguntarle la hora, precisamente: “¡Córrase hacia el centro!”, le dijeron mientras uno le mostraba un revólver. Joaquín M. Portas, que así se llamaba el asaltado, no tuvo más que obedecer. Inmediatamente le pasaron unos anteojos que tenían adhesivos negros por dentro. Le colocaron esparadrapo en los ojos y le dijeron: “Póngase los anteojos”. Y como si eso no bastara, enseguida le pasaron un periódico: “Lea”. Y Portas tuvo que sujetar el diario en sus manos, como si la noticia que miraba lo tuviera muy entretenido, porque sentía el cañón del arma en sus costillas.

     Portas ha contado que lo llevaron por un lugar donde el tráfico estaba muy congestionado. Luego sintió el aire en su cara y el sonido de los cauchos, señal inequívoca de que iban por una autopista, a gran velocidad. Después metieron el carro por un campo tortuoso que lo hacía saltar en el asiento. Lo hicieron bajar, lo tomaron de un brazo y caminaron con él a través de un cerro. Cuando bajaron a una quebrada, lo registraron. Hallaron sus papeles. Portas oyó que uno decía: ¡” Qué broma”! Este no es el doctor Iribarren Borges. Eso, sin embargo, no cambió la situación de Portas. Permaneció en la quebrada como hasta las 3 de la tarde. Habían pasado 7 horas que a él le parecían más largas que todos los años que había vivido. Uno de los secuestradores le dijo entonces que lo iban a dejar libre, que no intentara salir antes de 20 minutos, porque le podía pesar. Portas dijo que no podía saber cuánto tiempo permaneció allí, porque le habían quitado no solo los documentos, sino también el reloj. Le contestaron: “Sus cosas se las dejaremos en la guantera de su carro. Para que no se cree problemas, cuente sin apuro, hasta 500, y entonces se saca la venda”. Portas dijo que haría eso. Cuando pasaron unos minutos se sacó el adhesivo de sus ojos y en el primer instante creyó que no podía ver. Después se dio cuenta de que estaba en una quebrada. Un sendero lo condujo hacia la carretera. Estaba cerca de Los Teques; Se aproximó allí y puso la denuncia.

     La policía no alcanzó a investigar ni a prevenir. A las 8 de la mañana del día siguiente fue secuestrado Julio Iribarren Borges.

Secuestrado el Dr. Iribarren Borges

 

     Julio Iribarren Borges, después de la larga batalla que dio por la ley del Seguro, había quedado agotado. Cuando nombraron una nueva directiva del IVSS, decidió descansar un tiempo antes de aceptar un nuevo cargo público o volver a su profesión de médico. Había pensado viajar a España por 3 meses. La noche del martes 28 de febrero salió a buscar distracción. Estuvo en el night club donde José Feliciano arrancaba aplausos. Por eso se acostó tarde. La mañana del miércoles se hubiera quedado en la cama hasta tarde, de no haber tenido que llevar a Julito y Cristina, sus hijos de 9 y 8 años, a sus colegios. Miguel Nai, el chofer de la familia, podía haber hecho eso, pero él se había acostumbrado a ello, y además, después de las 7 de la mañana jamás podía dormir. Su esposa, Chichí Sucre de Iribarren, decidió ir con él y pasar por un mercado. Julio Iribarren Borges no pensaba bajarse de su Cadillac modelo 1954 y por eso no se puso zapatos. Para no llamar la atención se puso un flux gris claro sobre el piyama con flores, y salió en pantuflas a ponerse al volante de su automóvil.

     De su residencia, la quinta “San Juda Tadeo”, ubicada en la avenida principal del Country Club, la familia salió poco antes de las 8 de la mañana del miércoles 1° de marzo de 1967. En el asiento delantero iba el matrimonio y, atrás, los dos hijos, y Juanita, una muchachita de uno de los servicios de la casa. Los niños iban a ser dejados en los colegios San Juan Bautista y San Ignacio de Loyola. Julito, sin dejar de moverse en el asiento trasero, vio que 3 hombres jóvenes los seguían en un auto deportivo rojo: “Los dos que iban en los asientos delanteros me parecieron bien jóvenes; el que iba atrás, en cambio, me pareció más viejo. Yo le dije a papá que esos hombres parecían estarnos siguiendo. Él me contestó que no me dejara influenciar por la televisión”. El muchacho dice que los del auto los siguieron siempre, que él los vio, hasta que se bajó en el Colegio San Ignacio de Loyola. “El carro tenía una parrilla, y sobre ella, los hombres llevaban una bolsa de papel. Tal vez allí llevaban sus pistolas y la cuerdas para atar a mi padre. Pero, ¿por qué lo hicieron?” Y el muchacho que cursa tercer grado volvió a sollozar.

     Después de haber dejado a los colegiales, el matrimonio Iribarren-Sucre se dirigió a Los Palos Grandes. Iribarren Borges detuvo su carro frente a los edificios “Lassie” y “Pinale”, en la esquina de la Primera Avenida y Primera Calle de Los Palos Grandes. La señora Chichí de Iribarren se bajó para hacer unas compras en el supermercado “La  Lucha”. Su marido se quedó en el auto, sentado al volante.

     Unos 20 minutos después, cuando salió con su bolsa de víveres, por la que había pagado 51 bolívares y 15 céntimos al cajero José Rodríguez, no vio el carro donde había quedado estacionado. Aunque a esa hora, por allí no había tanto tráfico, pensó que su marido se había aburrido esperándola y estaba dándole vuelta a la manzana para entretenerse. Lo esperó en la esquina más de 5 minutos y cuando el Cadillac negro no apareció, comenzó a impacientarse. Recordó que, a raíz de la ley del Seguro Social, su esposo había sido amenazado por voces anónimas, más de una vez. Recordó también que el 24 de diciembre del año pasado, entre los presentes mandados a su marido había una vela de regular tamaño con una tarjeta fúnebre que decía: “Tus días están contados”. Doña Chichí Sucre de Iribarren  regresó al supermercado y preguntó si su marido había pasado buscándola. Le dijeron que no. Ella llamó entonces a su casa y de allí le contestaron que el señor no había regresado.

El Cadillac negro que conducía Iribarren Borges al momento de su secuestro

     Después de esperar unos minutos más, ella volvió a su casa en un taxi y cuando había pasado más de una hora y su marido no la llamaba, ella llamó a la policía. Si él hubiera salido vestido, su desaparición lo habría extrañado menos. Pero así, con pantuflas, y el piyama asomándosele por debajo del pantalón, no podía ir a ninguna parte. Era posible que hubiera sido asaltado.

     Desde ese mismo momento las policías de Caracas, bajo un comando unificado, comenzaron a buscar al ex Director de los Seguros Sociales. Buscaban un Cadillac negro, placas B7-18-22.

     A las diez de la mañana, la presunción se había convertido en una certeza y la esposa de Iribarren, víctima de una gran crisis nerviosa, no podía atender a los policías y periodistas.

     Mientras las patrullas recorrían la ciudad de Caracas y sus alrededores y eran visitados los estacionamientos, a la quinta “San Judas Tadeo” comenzaron a llegar los amigos de la familia. A la una y media de la tarde del miércoles, llegó a la quinta el presidente Leoni y su esposa. La señora de Iribarren Borges, sollozando, les dijo: “Estoy loca con esto que está pasando”. El presidente Leoni la consoló. Toda la policía buscaba a su marido. Quienes lo tuvieran secuestrado lo pondrían luego en libertad, cuando supieran que detectives y guardias nacionales les pisaban los talones.

      Pero el miércoles terminó sin que la policía tuviera la menor pista. En otras oportunidades, los secuestradores, miembros de una  organización clandestina, se habían apresurado a llamar a las radios, dando la nueva. Esta vez no. En otras oportunidades los policías habían conseguido luego el carro utilizado en la operación. Esta vez el Cadillac tampoco aparecía.

 

Información tomada de la revista Élite. Caracas, N° 2.164 18, marzo de 1967; Separata de 8 páginas

Richard Casanova: la libertad de expresión y la protesta son un derecho

Richard Casanova: la libertad de expresión y la protesta son un derecho

Richard Casanova: la libertad de expresión y la protesta son un derecho

Por: Alejandra Camino

     El arquitecto y dirigente político Richard Casanova, en entrevista con Leonardo Palacios para el programa Tributos y Algo Más, dio su opinión con respecto a la marcha convocada por Juan Guaidó este 10 de marzo .

     Casanova, a su vez habló sobre la importancia de no permitir que se le prohíba al ciudadano protestar o expresarse libremente ya que ambos son derechos constitucionales y siempre se debe defender.

Escuche el audio completo aquí:

Caracas en 1957, Parte V

Caracas en 1957, Parte V

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte V

Mariano Picón Salas,

Sigue el paseo

 

     El paseo por Caracas, buscando lugares y gentes significativas del nuevo estilo de existencia, nos llevaría muy lejos y acaso no requiera el lápiz enunciador de un cronista, sino una fantasía diabólica y descubridora como la de Balzac.

     Habría que revisar sitios tan contrarios como las casas y los salones elegantes y las oficinas de Policía, donde identifican a una banda de ladrones de automóviles que cambiaba las placas de los vehículos usurpados y los iba a vender de contrabando a la República de Colombia. O el retrato del falso conde europeo que vendía condecoraciones imaginarias a los coleccionistas de títulos y medallas. O la muchacha húngara y francesa, que para que fuéramos perfectamente civilizados, fundó una “cava” existencialista con chicas voluntariamente desgreñadas, músicos y cantantes de sexo indeciso, en un tranquilo barrio rural. O el italiano que vive en una covacha, pero que firma escrituras en el Registro por más de cuatro millones. O los transeúntes que a la media noche del sábado se acumulan en los “Sellados del 5 y 6” a adelantar su conjuro hípico para las carreras del domingo. O la historia inaudita, que empapa los periódicos del lunes, del que acertó a las patas de los caballos y con un cuadro de ocho bolívares obtuvo ochocientos mil, y los reporteros le preguntan qué piensa hacer en su nueva profesión de millonario.

     Y entre tantos éxitos, el suicidio del inmigrante inadaptado, que trajo de la guerra o de su antiguo campo de concentración un trauma irremediable. Gentes, rostros, problemas para que los analicen sociólogos, economistas y psiquiatras.

     Junto a los ricos y aventureros, las multitudes más pacíficas y estoicas que pueblan los autobuses o habitan los grandes bloques de apartamentos en los cerros. El pueblo matinal que madruga y la sociedad próspera que sale en la madrugada de las fiestas opulentas. La igualitaria democracia que se aglomera, después de la media noche, en las ventas de tostadas y criollísimas “arepas”, donde nuestro viejo pan cumanagoto, adobado con queso y chicharrón, acerca en su fragancia conciliadora a todas las clases: al caballero de “smoking” que viene del baile, y al conductor de camiones y gandolas, que parte a las lejanas carreteras.

     La abundancia de divisas trae, no sólo un cosmopolitismo humano, sino otro de productos y prodigalidad. Las tiendas de Caracas, con frecuencia empachadas de mercancía, son como anticipo y prefiguración de las exposiciones universales. Made in Germany, Made in Italy, Made in Japan, y alguna vez “Hecho en Venezuela”.

Bloques de apartamentos sector 23 de enero, Caracas

     Se puede comprar en la misma tienda una porcelana de Sajonia y un biombo japonés. Frente a comercios muy feos, que aún recuerdan la decoración del extinto pasaje Ramella en los días del 1900, hay tiendecillas que pudieran estar en Paris, Viena o Florencia. Los modistos franceses exhiben los modelos más caros. Aunque haya calor, se puede vender armiños y martas cibelinas. Hay también el cosmopolitismo del olfato y del gusto. Los vidriados y niquelados “Super-Market” a la norteamericana, contienen la más varia antología del sabor.

Avenida Fuerzas Armadas, Caracas 1957

     Se consumen por igual sardinas de Margarita y esturiones del Mar Negro. Los alimentos yanquis ofrecen su infantil y entretenida manipulación mágica. Se echa un poco de agua o de leche y se pone al horno el polvillo que contenía el sobre, y dentro de pocos minutos veremos cómo se esponja –sin perder su olor de química y farmacia- un pastel de limón o de chocolate. Hay abundantes e inverosímiles juguetes de niños para escape de nuestra curiosidad o nuestro derroche, para ocupación de almas vacías.

     Naturalmente que dentro del inmenso prisma de apariencia que es la vida caraqueña de 1957; de la luz de neón que nos inunda de anuncios comerciales, de la invitación a un perenne viaje por islas encantadas con palmeras de oro y danzantes cubiertas de flores, a que nos conminan las agencias de viajes; de las esmeraldas y diamantes de las joyerías, de los automóviles de todas las marcas que corren como galgos de lujo por las autopistas, hay también un mundo de más desgarrada realidad, de inalterable esencia.

     Todavía los caraqueños conocen el amor y la muerte, la angustia de vivir y la zozobra de comprender. Una droga que se ha generalizado en ciudad tan presurosa y que se llama “ecuanil” no logra calmar del todo la cavilación de las gentes.

     Con equiparables choques; con los misterios de un subconsciente colectivo, que aún no asciende a la comarca clara de la percepción, se está todavía formando el espíritu de esta ciudad de Caracas, que, a pesar de sus cuatro siglos de fundada, nunca lució tan terriblemente adolescente.

     Sigue creciendo y edificándose sin tregua; en el día y en la noche, en las horas de vigilia y en las horas de sueño. La amamos y también nos querellamos con ella, porque resume en su dinamismo y perplejidad la esencia de una patria en ebullición, que todavía gira sobre el futuro. El monte Ávila se recuesta en la ciudad con la turgencia de un pecho amoroso o fija sobre el valle, cambiante y agitado, su cimera de eterno granito. Hermosearla a la escala del servicio y el amor humano; pulir su alma para la solidaridad, la justicia y la belleza, debe ser su prospecto moral que se concilie, con el plan técnico de los ingenieros. Sólo el espíritu habrá de salvarla de la excesiva tensión de la aventura y aún de las demasías del dinero.

Caracas en 1957, Parte IV

Caracas en 1957, Parte IV

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte IV

Mariano Picón Salas,

Personas y lugares

 

     Salgamos a pasear y detengámonos en algunos sitios de la ciudad, que reflejan su ritmo y alma presente. Si consultásemos una guía turística o formásemos parte de aquel cortejo itinerante que desembarca cada miércoles, haciendo su “crucero” por el Caribe en los vapores de la Compañía Grace, el cicerone bilingüe nos ofrecería un programa demasiado conocido. Nos llevaría, por ejemplo, a la Casa del Libertador, al salón Elíptico del Palacio Federal, al Panteón, a los Museos, y, por último, a refrescarnos el gaznate en la Terraza del Hotel Tamanaco, frente a las sensuales bañistas que flotan y bracean en una piscina extremadamente azul.

Vista de la autopista del este, sentido centro, y de los edificios de la urbanización Bello Monte

     Pero la Catedral, el Panteón, la Casa de Bolívar, pertenecen a la inalterable historia de Caracas, y tiempos y personas pasan por ellas sin cambiarlas sensiblemente. Son como el último y más tenso hilo de Historia que une a las nuevas y viejas generaciones. El patio de los granados con su pequeña alberca; la neoclásica y severa tumba del Libertador, cuyo buen gusto se salva frente a otros monumentos heroicos que se irguieron después, son sitios que invitan a la meditación y nos transportan a otras zonas de la conciencia.

     Y el caraqueño de estos días casi no tiene ganas de meditar o prefiere dispararse con la luz de cada mañana a donde le esperan un torrente de negocios, transacciones y aventuras. Un paseo tan añosamente caraqueño como El Calvario, casi no es concurrido por los venezolanos, y sirve, en cambio, para que conozcan la flora tropical y cobijen sus primeros romances amorosos los inmigrantes recién llegados. Si acaso, sube hasta allí, a repasar sus tablas de logaritmos un estudiante de Matemáticas cuando llega la temporada de exámenes.

     Los caraqueños se han hecho excesivamente cómodos, y cuando se le invita a una excursión urbana, inquieren primero si encontraran sitio para estacionar el automóvil. Prefieren al paseo despacioso que saborea todos los detalles, la marcha frenética por las autopistas. Y ya los carruajes girarán por una inmensa cinta blanca, sin detenerse en ningún sitio. Otra generación ha de nacer que utilice sus piernas y se entregue al gratuito deleite de descubrir y gustar cosas a medida que las acendra la mirada. Crepúsculos, auroras, noches de luna, se prefieren ahora velocísimas, sin que interfieran con alucinaciones y con sueños el tránsito cabal de las carreteras.

     Debemos ver, pues, otra Caracas que gesticula, negocia o actúa. Entrar, por ejemplo, a mediodía, en los bares y comedores del Hotel Tamanaco. Con su arquitectura de pirámide azteca, no sólo es espléndida balconería de la ciudad, sino animado foro de relaciones públicas. Concurrido de inversionistas de todas partes; de magnates del hierro y del aceite, la dinamita y el rayón, de banqueros y estrellas de cine y aún de solicitantes de amistades útiles, el vitaminado lunch del “Tamanaco” crea lo que en la jerga mercantil se llaman los “contactos”. Es antesala de empresas y negocios. Después de un Martini en el bar o un refrescante “whisky and soda”, la ensalada tropical, acompañada de camarones frescos, permite el buen trato humano sin alterar la digestión.

     El ingeniero puede demostrar allí al capitalista –sin que parezca inelegante- el croquis somero de una urbanización; el abogado, el proyecto de una compañía anónima. Se puede telefonear a New York sin que se interrumpa el almuerzo. Y en las aulas de conferencias se reúnen los directorios de compañías y asambleas de accionistas o se dan cursos que enseñen el difícil arte de vender y de negociar, de contratar seguros, combatir la timidez y salir por el mundo como alígero halcón en busca de su presa económica. Ese “Tamanaco”, tan mercantil del mediodía, es diferente ya del de la noche, que congrega, en las pistas de baile o en los saloncillos más penumbrosos, la más granada y alegre juventud. Para el extranjero ambicioso que viene a Venezuela y puede afrontar los gastos de las primeras semanas, el “Tamanaco” es una necesaria batalla social. Desde allí se inicia la red de las relaciones, y cuando se tiene cálculo y estrategia, puede ser el anchuroso vestíbulo de la fortuna. Para quienes saben descubrirlo y conocen las palabras mágicas, Aladino va, a veces, por las calles de Caracas con su lámpara de milagro que ofrece concesiones mineras, terrenos por urbanizarse, empresas por crear.

     La plaza Bolívar es punto de encuentros rápidos para los inmigrantes que no podían llegar a hoteles costosos, y salieron con sus gruesos zapatos de obreros y labriegos, sus chaquetones de pana, después de comer la “fabada” de la fonda portuguesa, a tomar también contacto con el ruido y la luz del extraño valle. Andan todavía desconcertados ante el excesivo brillo del sol y la coloración de los árboles. En grupos atraviesan las calles de la vieja ciudad, tropezando y agazapándose frente a los andamios de los edificios en construcción.

     Pero, por fin, llegan al pie de la patinada estatua donde el caballo del héroe se encabrita para saltar quién sabe qué abismo. Un Bolívar demasiado teatral y barroco al gusto grandilocuente de la época guzmancista; venerable reliquia de 1874. Hay allí un diálogo babélico de todas las lenguas; el Libertador parece proteger la inmigración, y diríase que a él se encomiendan como a un nuevo San Jenaro, las gentes que buscan trabajo. Acude un contramaestre que solicita albañiles para una empresa de construcción, o se leen, casi en comunidad, las largas columnas de avisos económicos con oferta de empleos. Hay entre los inmigrantes –y esto sí resulta trágico- uno que fue profesor de latín y lenguas clásicas en la venerable Universidad de Cracovia, o un actor cómico de la Ópera de Budapest. ¿Dónde colocarlos? A veces terminan de vendedores en un puesto de gasolina o de “contables” en una casa de abastos. O emprenderán desde Caracas un camino de azar que puede concluir, ejerciendo los oficios y profesiones más varios, en Acarigua, Estado Portuguesa, o en San Fernando, Estado Apure.

Aviso venta de apartamentos en la urbanización Santa Mónica, Caracas 1957

     Era la Plaza, antiguo Ágora de conversación venezolana. Los viejecillos que no tenían para pagar las cuotas de un club acudían a la caída de la tarde a establecer sus anacrónicas tertulias que parecían traídas y extraídas de las boticas provincianas, en el tiempo de las sillas de suela y los faroles de gas.

   Se evocaba allí una Venezuela de fines del siglo pasado o de comienzos del presente con sus revoluciones y guerras civiles, sus cuentos de caudillos, sus lances difíciles o inverosímiles. O se hablaba con la mayor erudición heráldica de las familias de Zaraza, de Trujillo o de Mérida. Se contaban chistes políticos que ya habían aparecido en las crónicas costumbristas de 1895 o en las caricaturas de “El grito del pueblo”, en 1909.

     Era la historia de una Venezuela de pocas personas que se conocían, por lo menos de vista o referencia, y repasaban sus recuerdos como quien hojea un álbum de retratos. Con sus bastones de vera, sus trajes de dril o de alpaca, sus desusados relojes y leopoldinas, eran estos viejecitos los últimos depositarios de la tradición más coloreada y cuentera.

     Las biblias de su añejo sabor autóctono eran la Historia Contemporánea de González Guinan o la Gran Recopilación de Landaeta Rosales. Pero la oleada inmigratoria comienza a correrlos de la plaza, y ahora, cuando logran encontrarse e improvisar un pequeño corrillo, denigran de esas gentes nuevas que ya nadie conoce y que, según su primario nacionalismo emocional, le arrebatan el derecho al sol, a la sombra de los árboles, a sus intraducibles anécdotas.

– ¿Qué va a ser de este país? – preguntan nostálgicamente.

     Pero en la emulsión y trituración de sangres y corrientes culturales que vienen a sumarse a nuestro tricolor mestizo, nadie podría aventurar la profética respuesta.

Caracas en 1957, Parte III

Caracas en 1957, Parte III

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte III

Mariano Picón Salas,

Varios meridianos

 

      El movimiento y color de la ciudad se reparte en varios meridianos. Hay todavía lo que queda de ciudad vieja en las calles adyacentes a la Plaza Bolívar. El límite de las dos Caracas se fijaba hasta hace pocos años en el añoso parque de la Misericordia, más allá del cual comenzaban las calzadas más amplias que se empezaron a edificar por 1930.

    Entre la Caracas tradicional y el “Country Club” o Los Palos Grandes –lejanas urbanizaciones en la década del 30 al 40– mediaban haciendas y trapiches, los bucares más rojos y los mijaos más corpulentos del valle. Ahora las Avenidas de Sabana Grande y la Miranda enlazan ya los extremos.

     Las tiendas más hermosas y los comercios más abastecidos se trasladaron hacia el Este. El prolongamiento oriental de la ciudad invade el Estado Miranda; se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petare, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a “temperar”; ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire.

     Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalación y enlace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas. Los moradores de El Junquito y San Antonio de los Altos, los turistas del Hotel Humboldt encenderán en las tardes los leños de sus chimeneas y se vestirán de ropas invernales, mientras en la caliente Guarenas puede recomendarse en un día de agosto poner en movimiento los ventiladores eléctricos. Quizás ninguna otra ciudad del mundo ofrezca en tan pocos kilómetros semejante antología de temperaturas. “Caracas, capital de todos los climas”, es un sencillo y expresivo slogan que pudiéramos vender para sus próximos carteles a una agencia de turismo.

     Quizá el mayor problema de la gran urbe en proceso es la falta de un eje central desde donde se determine el nacimiento de las calles, la clara matemática de un buen ordenamiento urbanístico. Por eso, en el laberinto de las urbanizaciones, es la ciudad del mundo donde parece más difícil encontrar una dirección desconocida. Como a veces no basta el nombre de la calle, se da también el de la casa; pero hay más de dos “Avenidas Los Cedros”, varias “Acacias” y un millar de quintas puestas bajo la advocación de la “Virgen de Coromoto”.

     A veces un telegrama enviado del exterior resulta costosísimo, pues sólo la dirección del destinatario comprende varias frases: “barrio de El Paraíso, frente a la puerta de campo del Hipódromo Nacional”. En otras capitales de América, los moradores de los barrios periféricos van al “centro”, que puede ser la Avenida Madero, en México; la calle Florida, en Buenos Aires; el Girón de la Unión, en Lima; las calles Estado y Ahumada, en Santiago de Chile.

Torres del Centro Simón Bolívar, emblema de la Caracas moderna.
Inicios de la construcción de la urbanización Prados del Este, Caracas 1955

     Pero ¿cuál es el verdadero centro de Caracas? Hasta 1930 o 1935, parecía la Plaza Bolívar, siguiendo el plano en damero de las ciudades coloniales. Después se pensó que iba a ser el Parque de Los Caobos o aquella encantadora frontera entre lo viejo y lo nuevo, que fijaba la plaza de los Museos. En 1945, otro núcleo quiso establecerse en la plaza de “El Silencio”, desde donde partiría la Avenida Bolívar. Cinco años después había surgido un nuevo meridiano en la Plaza Venezuela, con las bonitas tiendas y comercios de la Gran Avenida.

     Quizá para 1960, el eje central imaginario habrá que correrlo hasta la Plaza de Altamira. Y, por el momento, Caracas es como una confederación de burgos y urbanizaciones, separadas por árboles, túneles, quebradas y colinas.

     Las pocas parroquias que mencionaba en su “Guía de Venezuela para el año 1904” don Nicolás Veloz Goiticoa, se multiplicaron en nuevos y desordenados conjuntos urbanos. Hasta 1925, los caraqueños nacían o morían en Catedral, Altagracia, San Juan, La Pastora, San José, Candelaria, Santa Rosalía, El Paraíso, y los más proletarios en un arrabal de la entonces pobrísima Catia o en un cerro como el Monte de Piedad.

     Treinta años después, Catia es la más congestionada área industrial de la metrópoli; las parroquias foráneas se unieron a las urbanas, y ni el caraqueño más avezado pudiera definir todos los lugares y toponímicos de la nuestra cambiante geografía administrativa. Ya pertenece al folklore de un pasado reciente aquello de que se vivía en La Pastora por su buen clima, propicio para las dolencias del pulmón; de las ventanas de la calle de Candelaria con sus castos idilios románticos; de la agresividad de San Juan, con sus valentones siempre dispuestos a una pelea a cabezazos; de la altísima burguesía de El Paraíso, con sus jardines y villas a la francesa, sus pequeños castillos de Amboise y las gentiles institutrices que enseñaban a la familia pasos de baile, modos de saludar y lenguas extranjeras. Toda una estratificada división de estilos, castas y fortunas comenzó a romperse y abigarrarse con el desarrollo económico y urbano después de 1936.

     Y como emancipándose de la tradición, otra Caracas se aleja y embellece hacia las faldas del Ávila, las colinas de Bello Monte y Las Mercedes o la Avenida Miranda, que cada día recuerda más a Los Ángeles, California.

     Los trescientos mil vehículos de motor que según una estadística reciente circulan por el territorio venezolano, algún día del año parecen darse cita en Caracas y producen una marejada de ruido y combustible quemado, que quita a los peatones el higiénico deseo de las caminatas. El caraqueño es hombre motorizado, y la misma dispersión de las cosas en los más opuestos barrios, anula el gusto de andar a pie. No hay, como en otras capitales de América, que conservaron dentro de su desarrollo moderno parte de la estructura colonial, portales de plateros y botoneros, de mercaderes y escribanos.

     No hay calles exclusivas para cafés, teatros y platerías, como en México o en Lima. Un comercio abigarrado prolifera en todas las zonas, y junto a un garage puede colocarse una pastelería vienesa. A veces el acierto de un arquitecto que planificó los edificios de una calle logra que florezca un conjunto de cierta gracia y armonía urbanística, y descubrimos de pronto que la Avenida Vollmer se puso muy bonita con sus cuidados árboles, las terrazas de sus hoteles y restaurantes, el espléndido edificio de “La Electricidad de Caracas” y los pequeños cafés y pastelerías. O vagamos por las tiendecillas, librerías, peluquerías, logradas con tan sobria y clara gracia en el gran bloque del Edificio Galipán. O un amigo nos hace subir por casi medrosa rampa a la modernísima casa que se edificó en Bello Monte o Alta Florida, desde donde el valle luce condecorado de autopistas, de mazos de verdor, de hormigueros de automóviles, de collares de luces. “Caracas allí está”, pero no como en la paz casi agraria y añorante de la vieja elegía de Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del Caribe.

Plaza Venezuela, entrada UCV, década de 1950

Loading
Abrir chat
1
¿Necesitas ayuda?
Escanea el código
Hola
¿En qué podemos ayudarte?