La Caracas de Guzmán Blanco
William Eleroy Curtis, periodista estadounidense, quien en 1896 publicó un titulado “Venezuela la tierra donde siempre es verano”, donde plasma sus impresiones sobre Caracas.
En uno de los apartes del libro Venezuela la tierra donde siempre es verano, escrito a finales del siglo XIX por el periodista estadounidense, William Eleroy Curtis (1850-1911), éste llamó la atención de la cantidad de epitafios con los que se rendía honores a los hombres públicos de la República. Por eso escribió que pocos de sus gobernantes pudieron haber vivido o muerto en paz entre los suyos.
“Mientras la capital de su país está decorada con sus monumentos, los edificios públicos embellecidos con sus retratos y el Museo Nacional lleno de sus reliquias y recordatorio de sus carreras, casi todos han muerto en el exilio o la prisión”.
Bajo este marco anotó que en el Museo de Caracas existía un salón separado dedicado a Simón Bolívar, “como el del santo entre los santos, para la conservación y exhibición de sus reliquias, reunidas con gran sacrificio en todas partes del mundo”. Así, se había logrado recopilar correspondencia, incluyendo algunas originales, conseguidas en Ecuador, Colombia, Perú, Bolivia, de los Estados Unidos y Europa.
Añadió que habían aparecido publicaciones relacionadas con la figura de él como cartas firmadas, edictos, leyes y decretos con el propósito de dar a conocer sus realizaciones, así como un medio para inspirar los sentimientos patrióticos que su imagen representaba entre los venezolanos.
Reseñó las efigies, dedicadas al Libertador, que observó en lugares públicos, plazas y espacios gubernamentales. Además, indicó que en los edificios públicos había retratos. “Su busto en mármol, bronce o yeso se ve en todas partes y las litografías de su rostro cuelgan en casi todas las tiendas y casas. Como su rostro aparece impreso en todos los billetes y acuñado en todas las monedas, resulta muy familiar”. Luego de estas consideraciones se dedicó a elaborar una breve semblanza del Libertador como sus amoríos y visita a Europa.
Por otro lado, resulta de gran interés seguir al pie de la letra la descripción que tramó respecto a los espacios públicos de Caracas y “los muchos monumentos de Guzmán Blanco”. En este orden, señaló que en una “hermosa” plaza, cerca del mercado, estaba erigida, confeccionada con bronce, una estatua de Antonio Leocadio Guzmán. De inmediato, Curtis anotó la inscripción que acompañaba la representación del padre de Antonio Guzmán Blanco. A renglón seguido indicó: “Nadie reprueba la devoción filial que indujo a Guzmán Blanco a erigir un monumento en memoria de su padre, quien durante su larga y memorable vida fue uno de los políticos más distinguidos y hábiles del país”.
Agregó, en este sentido, que la línea que recibió mayores críticas era aquella con la que pretendió acreditarle a su padre una porción de la gloria representada por Bolívar. Curtis hizo alusión a una de las líneas que acompañaba al monumento y que rezaba “El congreso nacional de 1822 expresando los deseos del pueblo erigió este monumento”. A Curtis le pareció algo exagerado porque, según escribió, si bien Antonio Leocadio Guzmán había sido secretario de Bolívar, lo había traicionado y además había firmado la orden en la que se pedía la expulsión del Libertador del territorio venezolano.
El “Saludante” es uno de “los muchos monumentos de Guzmán Blanco” que hay por diversas partes de la ciudad. Esta estatua estaba frente a la sede de la Universidad (hoy Palacio de las Academias).
Luego de hacer referencia acerca de algunos hombres públicos de Venezuela como el caso de Páez y los hermanos Monagas, y finalizar con Guzmán Blanco de quien escribió que no era modesto, aunque éste “era quizá el menor de sus pecados”, pasó a reseñar algunos pormenores de la vida política en Venezuela. De la elección de los presidentes expresó que se hacía de “manera muy curiosa”. Al hacer alusión a la oficialidad y altos mandos del ejército le llamó la atención que fueran, por lo general, “jóvenes apuestos de las mejores familias, que se alistan de buena gana en el servicio militar y lo disfrutan. Andan siempre bien vestidos en sus uniformes, se comportan con buenos modales y son casi siempre egresados de la Universidad”.
En lo que se refiere a las monedas, fuesen de oro o plata, no servían de patrón para un circulante general ya que en ellas no se estampaban el valor de lo que representaban cada una. Contó que en Caracas había sólo dos bancos siendo, uno de ellos, el Banco de Venezuela el centro de pago y de depósito para la secretaría del tesoro.
Páginas más adelante hizo referencia al pueblo caraqueño y venezolano del que expresó que era “muy musical”. En su relató añadió que en el Teatro Municipal, ubicado en Caracas, se presentaban funciones de ópera dos veces a la semana y durante todo el año. En algunas oportunidades se presentaban obras con compañías extranjeras. De las que llegaban a Caracas, y donde eran invitadas el gobierno éste sufragaba los gastos para presentar diversiones públicas.
Recordó que el Teatro Municipal había sido edificado a instancias de Guzmán Blanco y era “uno de los edificios más vistosos de la ciudad”. Describió que la platea o patio, poseía butacas similares a las instaladas en los Estados Unidos en las que solo se sentaban los hombres. Las mujeres “preferían” la parte baja del teatro, según escribió.
De igual manera, reseñó que las personas que ocupaban los palcos vestían de forma elegante. En el segundo y el tercer piso, expuso en su relato, había dos lujosos salones de descanso. En éstos las personas se ubicaban o daban vueltas durante los entreactos, aquí se servían helados, dulces, vinos y coñac entre otros productos. De las funciones dijo que eran largas y que, por lo general, comenzaban a las ocho de la noche y se podían extender más allá de las dos de la mañana.
En lo referente a las inquietudes artísticas y musicales que apreció lo llevó a decir que había mucho talento, tanto en la composición como en la ejecución musical. Añadió que existían varios conservatorios de música, así como la presencia de pianos en casi todas las casas. “Los barrios residenciales de la ciudad recuerdan a cualquier hora del día, excepto aquellas dedicadas a la siesta, los corredores de los internados de señoritas, porque a través de las ventanas abiertas de casi todas las casas fluyen los inconfundibles sonidos de una diligente y enérgica práctica”.
Contó que a horas de la noche, los días jueves y domingo, una banda musical perteneciente a la comandancia del ejército ejecutaba distintas piezas musicales en la Plaza Bolívar, desde las ocho hasta las once de la noche. Según observó, en ella se agolpaban multitud de personas quienes paseaban por los bulevares que mostraban buena iluminación o se sentaban en círculo para conversar. En la misma plaza unas señoras ofrecían en alquiler sillas por unos cuantos centavos y algunos jóvenes ofrecían bebidas, helados y dulces.
Cerca del mercado de San Jacinto estaba erigida, confeccionada con bronce, una estatua de Antonio Leocadio Guzmán, padre de Guzmán Blanco.
En lo que denominó uno de los lugares más vistosos y concurridos de la ciudad como lo era Puente Hierro le llamó la atención que en él también se reunían personas. El lado sur de la ciudad que pasó a describir no sólo fue el puente que había mandado a construir Guzmán Blanco durante su mandato. Puso a la vista de los lectores la exhibición de palmeras imponentes a lo largo de la avenida, además de una estación del ferrocarril, una alameda de mangos, “varios botiquines más o menos respetables, e innumerables diversiones baratas”.
En esta parte sur de Caracas había visto a varias personas que se reunían entre las cinco y siete de la tarde. “Pero los días sábados al atardecer y casi hasta la medianoche es cuando, con la música de fondo de alguna banda militar de la ciudad, se reúne un conglomerado de las clases media y baja que se dedica a jugar, comer, beber y divertirse. Las señoras de la aristocracia permanecen vigilantes en sus carruajes junto a la alameda, siguiendo con cuidado las situaciones que son siempre graciosas y hasta, muchas veces, cómicas, mientras los hombres y, en particular, los jóvenes, se mezclan entre la multitud y se pavonean ante alguna muchacha del pueblo, de entre las que, por cierto, las hay muy guapas”.
En su descripción acotó “Caracas es como una París de un solo piso”. De acuerdo con la perspectiva de su mirada, las tiendas mostraban productos provenientes de la capital francesa. Además, los que administraban y atendían en ellas eran originarios de esta comarca de Francia. “Nada tiene de extraño ver a todas las damas en vestidos importados durante una comida, y cuando salen de paseo, aquellas que pueden permitírselo, llevan puesto un sombrero de París, como lo harían sus hermanas y primas en algunas latitudes más al norte”. Puso a la vista de sus potenciales lectores que, cuando las damas iban a misa no exhibían trajes o sombreros nuevos. “Cuando atienden al servicio de la mañana, la mayoría de ellas, las señoras de Caracas van vestidas, por lo general, con un sencillo traje negro con un lazo blanco o negro anudado a la cabeza. Algunas de las matronas anticuadas llevan simplemente un chal negro que hace las veces de una mantilla española”.
De inmediato pasó a describir algunas características de las casas que observó en Caracas. De las ventanas agregó que eran amplias, que estaban protegidas con rejas o barrotes que sobresalían hacia las aceras. Por lo general, tenían un antepecho donde se sentaban las damas, en especial jóvenes, que desde esa posición entablaban conversación “con el primer conocido que pase. Si se pasea una tarde por las elegantes calles residenciales es casi seguro que uno descubra todas las ventanas ocupadas por una o más señoras luciendo sus más atractivos vestidos, y son muchos los amoríos y galanteos que se hacen de esta manera”.
Más adelante destacó la extrañeza que experimentó por los nombres que se utilizaban en estos territorios y los que se exhibían en centros de moda, lugares de trabajo, casas y personas. Destacó el nombre de una “modistería” de la ciudad que combinaba el inglés, el francés y el español. El cartel de este establecimiento decía así: “High life parisien salón para modes y confections”. De lo que denominó “nombres extravagantes” lo ostentaban algunas casas de campo como “La Rosa de Sharon”, “La Esmeralda” un comercio atractivo para él, mientras “La Fuente del Placer” y “La Gracia de Dios” eran nombres de pulperías o botiquines.
Bajo este mismo marco, hizo referencia a los nombres que eran utilizados para bautizar a los niños. “Por lo general, se les da el nombre del santo cuyo aniversario esté más cerca del día de su nacimiento y todo niño que nazca en vísperas de la navidad, se llama Jesús”, aunque añadió que el nombre más común era Salvador. En cuanto a las niñas evidenció que los nombres que se les daba se relacionaban con algún episodio de la vida de la Virgen Santísima o en las de los santos como Concepción, Anunciación, Asunción o Trinidad.
Llamó la atención de sus potenciales lectores que cada niño tuviera un “protector” denominado Padrino y una “protectora” llamada Madrina, “de quienes se espera que cumplan literalmente con los juramentos que hicieran ante la fuente bautismal, y que, por lo general, lo hacen”.
Pasó de inmediato a reseñar el papel que ambos debían cumplir al faltar uno de los progenitores del niño o la niña. Por ser costumbre que ambas figuras atendieran las necesidades espirituales de sus ahijados, así como las económicas la tendencia era a buscar personas pudientes. “Es por esta razón que los hombres adinerados y los políticos se ven siempre tan solicitados por sus ambiciosos e indigentes amigos; aunque generalmente limitan sus favores a sus parientes y aquellos por los que sienten un especial interés”.
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