Caracas en 1957, Parte V

Caracas en 1957, Parte V

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte V

Mariano Picón Salas,

Sigue el paseo

 

     El paseo por Caracas, buscando lugares y gentes significativas del nuevo estilo de existencia, nos llevaría muy lejos y acaso no requiera el lápiz enunciador de un cronista, sino una fantasía diabólica y descubridora como la de Balzac.

     Habría que revisar sitios tan contrarios como las casas y los salones elegantes y las oficinas de Policía, donde identifican a una banda de ladrones de automóviles que cambiaba las placas de los vehículos usurpados y los iba a vender de contrabando a la República de Colombia. O el retrato del falso conde europeo que vendía condecoraciones imaginarias a los coleccionistas de títulos y medallas. O la muchacha húngara y francesa, que para que fuéramos perfectamente civilizados, fundó una “cava” existencialista con chicas voluntariamente desgreñadas, músicos y cantantes de sexo indeciso, en un tranquilo barrio rural. O el italiano que vive en una covacha, pero que firma escrituras en el Registro por más de cuatro millones. O los transeúntes que a la media noche del sábado se acumulan en los “Sellados del 5 y 6” a adelantar su conjuro hípico para las carreras del domingo. O la historia inaudita, que empapa los periódicos del lunes, del que acertó a las patas de los caballos y con un cuadro de ocho bolívares obtuvo ochocientos mil, y los reporteros le preguntan qué piensa hacer en su nueva profesión de millonario.

     Y entre tantos éxitos, el suicidio del inmigrante inadaptado, que trajo de la guerra o de su antiguo campo de concentración un trauma irremediable. Gentes, rostros, problemas para que los analicen sociólogos, economistas y psiquiatras.

     Junto a los ricos y aventureros, las multitudes más pacíficas y estoicas que pueblan los autobuses o habitan los grandes bloques de apartamentos en los cerros. El pueblo matinal que madruga y la sociedad próspera que sale en la madrugada de las fiestas opulentas. La igualitaria democracia que se aglomera, después de la media noche, en las ventas de tostadas y criollísimas “arepas”, donde nuestro viejo pan cumanagoto, adobado con queso y chicharrón, acerca en su fragancia conciliadora a todas las clases: al caballero de “smoking” que viene del baile, y al conductor de camiones y gandolas, que parte a las lejanas carreteras.

     La abundancia de divisas trae, no sólo un cosmopolitismo humano, sino otro de productos y prodigalidad. Las tiendas de Caracas, con frecuencia empachadas de mercancía, son como anticipo y prefiguración de las exposiciones universales. Made in Germany, Made in Italy, Made in Japan, y alguna vez “Hecho en Venezuela”.

Bloques de apartamentos sector 23 de enero, Caracas

     Se puede comprar en la misma tienda una porcelana de Sajonia y un biombo japonés. Frente a comercios muy feos, que aún recuerdan la decoración del extinto pasaje Ramella en los días del 1900, hay tiendecillas que pudieran estar en Paris, Viena o Florencia. Los modistos franceses exhiben los modelos más caros. Aunque haya calor, se puede vender armiños y martas cibelinas. Hay también el cosmopolitismo del olfato y del gusto. Los vidriados y niquelados “Super-Market” a la norteamericana, contienen la más varia antología del sabor.

Avenida Fuerzas Armadas, Caracas 1957

     Se consumen por igual sardinas de Margarita y esturiones del Mar Negro. Los alimentos yanquis ofrecen su infantil y entretenida manipulación mágica. Se echa un poco de agua o de leche y se pone al horno el polvillo que contenía el sobre, y dentro de pocos minutos veremos cómo se esponja –sin perder su olor de química y farmacia- un pastel de limón o de chocolate. Hay abundantes e inverosímiles juguetes de niños para escape de nuestra curiosidad o nuestro derroche, para ocupación de almas vacías.

     Naturalmente que dentro del inmenso prisma de apariencia que es la vida caraqueña de 1957; de la luz de neón que nos inunda de anuncios comerciales, de la invitación a un perenne viaje por islas encantadas con palmeras de oro y danzantes cubiertas de flores, a que nos conminan las agencias de viajes; de las esmeraldas y diamantes de las joyerías, de los automóviles de todas las marcas que corren como galgos de lujo por las autopistas, hay también un mundo de más desgarrada realidad, de inalterable esencia.

     Todavía los caraqueños conocen el amor y la muerte, la angustia de vivir y la zozobra de comprender. Una droga que se ha generalizado en ciudad tan presurosa y que se llama “ecuanil” no logra calmar del todo la cavilación de las gentes.

     Con equiparables choques; con los misterios de un subconsciente colectivo, que aún no asciende a la comarca clara de la percepción, se está todavía formando el espíritu de esta ciudad de Caracas, que, a pesar de sus cuatro siglos de fundada, nunca lució tan terriblemente adolescente.

     Sigue creciendo y edificándose sin tregua; en el día y en la noche, en las horas de vigilia y en las horas de sueño. La amamos y también nos querellamos con ella, porque resume en su dinamismo y perplejidad la esencia de una patria en ebullición, que todavía gira sobre el futuro. El monte Ávila se recuesta en la ciudad con la turgencia de un pecho amoroso o fija sobre el valle, cambiante y agitado, su cimera de eterno granito. Hermosearla a la escala del servicio y el amor humano; pulir su alma para la solidaridad, la justicia y la belleza, debe ser su prospecto moral que se concilie, con el plan técnico de los ingenieros. Sólo el espíritu habrá de salvarla de la excesiva tensión de la aventura y aún de las demasías del dinero.

Caracas en 1957, Parte IV

Caracas en 1957, Parte IV

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte IV

Mariano Picón Salas,

Personas y lugares

 

     Salgamos a pasear y detengámonos en algunos sitios de la ciudad, que reflejan su ritmo y alma presente. Si consultásemos una guía turística o formásemos parte de aquel cortejo itinerante que desembarca cada miércoles, haciendo su “crucero” por el Caribe en los vapores de la Compañía Grace, el cicerone bilingüe nos ofrecería un programa demasiado conocido. Nos llevaría, por ejemplo, a la Casa del Libertador, al salón Elíptico del Palacio Federal, al Panteón, a los Museos, y, por último, a refrescarnos el gaznate en la Terraza del Hotel Tamanaco, frente a las sensuales bañistas que flotan y bracean en una piscina extremadamente azul.

Vista de la autopista del este, sentido centro, y de los edificios de la urbanización Bello Monte

     Pero la Catedral, el Panteón, la Casa de Bolívar, pertenecen a la inalterable historia de Caracas, y tiempos y personas pasan por ellas sin cambiarlas sensiblemente. Son como el último y más tenso hilo de Historia que une a las nuevas y viejas generaciones. El patio de los granados con su pequeña alberca; la neoclásica y severa tumba del Libertador, cuyo buen gusto se salva frente a otros monumentos heroicos que se irguieron después, son sitios que invitan a la meditación y nos transportan a otras zonas de la conciencia.

     Y el caraqueño de estos días casi no tiene ganas de meditar o prefiere dispararse con la luz de cada mañana a donde le esperan un torrente de negocios, transacciones y aventuras. Un paseo tan añosamente caraqueño como El Calvario, casi no es concurrido por los venezolanos, y sirve, en cambio, para que conozcan la flora tropical y cobijen sus primeros romances amorosos los inmigrantes recién llegados. Si acaso, sube hasta allí, a repasar sus tablas de logaritmos un estudiante de Matemáticas cuando llega la temporada de exámenes.

     Los caraqueños se han hecho excesivamente cómodos, y cuando se le invita a una excursión urbana, inquieren primero si encontraran sitio para estacionar el automóvil. Prefieren al paseo despacioso que saborea todos los detalles, la marcha frenética por las autopistas. Y ya los carruajes girarán por una inmensa cinta blanca, sin detenerse en ningún sitio. Otra generación ha de nacer que utilice sus piernas y se entregue al gratuito deleite de descubrir y gustar cosas a medida que las acendra la mirada. Crepúsculos, auroras, noches de luna, se prefieren ahora velocísimas, sin que interfieran con alucinaciones y con sueños el tránsito cabal de las carreteras.

     Debemos ver, pues, otra Caracas que gesticula, negocia o actúa. Entrar, por ejemplo, a mediodía, en los bares y comedores del Hotel Tamanaco. Con su arquitectura de pirámide azteca, no sólo es espléndida balconería de la ciudad, sino animado foro de relaciones públicas. Concurrido de inversionistas de todas partes; de magnates del hierro y del aceite, la dinamita y el rayón, de banqueros y estrellas de cine y aún de solicitantes de amistades útiles, el vitaminado lunch del “Tamanaco” crea lo que en la jerga mercantil se llaman los “contactos”. Es antesala de empresas y negocios. Después de un Martini en el bar o un refrescante “whisky and soda”, la ensalada tropical, acompañada de camarones frescos, permite el buen trato humano sin alterar la digestión.

     El ingeniero puede demostrar allí al capitalista –sin que parezca inelegante- el croquis somero de una urbanización; el abogado, el proyecto de una compañía anónima. Se puede telefonear a New York sin que se interrumpa el almuerzo. Y en las aulas de conferencias se reúnen los directorios de compañías y asambleas de accionistas o se dan cursos que enseñen el difícil arte de vender y de negociar, de contratar seguros, combatir la timidez y salir por el mundo como alígero halcón en busca de su presa económica. Ese “Tamanaco”, tan mercantil del mediodía, es diferente ya del de la noche, que congrega, en las pistas de baile o en los saloncillos más penumbrosos, la más granada y alegre juventud. Para el extranjero ambicioso que viene a Venezuela y puede afrontar los gastos de las primeras semanas, el “Tamanaco” es una necesaria batalla social. Desde allí se inicia la red de las relaciones, y cuando se tiene cálculo y estrategia, puede ser el anchuroso vestíbulo de la fortuna. Para quienes saben descubrirlo y conocen las palabras mágicas, Aladino va, a veces, por las calles de Caracas con su lámpara de milagro que ofrece concesiones mineras, terrenos por urbanizarse, empresas por crear.

     La plaza Bolívar es punto de encuentros rápidos para los inmigrantes que no podían llegar a hoteles costosos, y salieron con sus gruesos zapatos de obreros y labriegos, sus chaquetones de pana, después de comer la “fabada” de la fonda portuguesa, a tomar también contacto con el ruido y la luz del extraño valle. Andan todavía desconcertados ante el excesivo brillo del sol y la coloración de los árboles. En grupos atraviesan las calles de la vieja ciudad, tropezando y agazapándose frente a los andamios de los edificios en construcción.

     Pero, por fin, llegan al pie de la patinada estatua donde el caballo del héroe se encabrita para saltar quién sabe qué abismo. Un Bolívar demasiado teatral y barroco al gusto grandilocuente de la época guzmancista; venerable reliquia de 1874. Hay allí un diálogo babélico de todas las lenguas; el Libertador parece proteger la inmigración, y diríase que a él se encomiendan como a un nuevo San Jenaro, las gentes que buscan trabajo. Acude un contramaestre que solicita albañiles para una empresa de construcción, o se leen, casi en comunidad, las largas columnas de avisos económicos con oferta de empleos. Hay entre los inmigrantes –y esto sí resulta trágico- uno que fue profesor de latín y lenguas clásicas en la venerable Universidad de Cracovia, o un actor cómico de la Ópera de Budapest. ¿Dónde colocarlos? A veces terminan de vendedores en un puesto de gasolina o de “contables” en una casa de abastos. O emprenderán desde Caracas un camino de azar que puede concluir, ejerciendo los oficios y profesiones más varios, en Acarigua, Estado Portuguesa, o en San Fernando, Estado Apure.

Aviso venta de apartamentos en la urbanización Santa Mónica, Caracas 1957

     Era la Plaza, antiguo Ágora de conversación venezolana. Los viejecillos que no tenían para pagar las cuotas de un club acudían a la caída de la tarde a establecer sus anacrónicas tertulias que parecían traídas y extraídas de las boticas provincianas, en el tiempo de las sillas de suela y los faroles de gas.

   Se evocaba allí una Venezuela de fines del siglo pasado o de comienzos del presente con sus revoluciones y guerras civiles, sus cuentos de caudillos, sus lances difíciles o inverosímiles. O se hablaba con la mayor erudición heráldica de las familias de Zaraza, de Trujillo o de Mérida. Se contaban chistes políticos que ya habían aparecido en las crónicas costumbristas de 1895 o en las caricaturas de “El grito del pueblo”, en 1909.

     Era la historia de una Venezuela de pocas personas que se conocían, por lo menos de vista o referencia, y repasaban sus recuerdos como quien hojea un álbum de retratos. Con sus bastones de vera, sus trajes de dril o de alpaca, sus desusados relojes y leopoldinas, eran estos viejecitos los últimos depositarios de la tradición más coloreada y cuentera.

     Las biblias de su añejo sabor autóctono eran la Historia Contemporánea de González Guinan o la Gran Recopilación de Landaeta Rosales. Pero la oleada inmigratoria comienza a correrlos de la plaza, y ahora, cuando logran encontrarse e improvisar un pequeño corrillo, denigran de esas gentes nuevas que ya nadie conoce y que, según su primario nacionalismo emocional, le arrebatan el derecho al sol, a la sombra de los árboles, a sus intraducibles anécdotas.

– ¿Qué va a ser de este país? – preguntan nostálgicamente.

     Pero en la emulsión y trituración de sangres y corrientes culturales que vienen a sumarse a nuestro tricolor mestizo, nadie podría aventurar la profética respuesta.

Caracas en 1957, Parte III

Caracas en 1957, Parte III

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte III

Mariano Picón Salas,

Varios meridianos

 

      El movimiento y color de la ciudad se reparte en varios meridianos. Hay todavía lo que queda de ciudad vieja en las calles adyacentes a la Plaza Bolívar. El límite de las dos Caracas se fijaba hasta hace pocos años en el añoso parque de la Misericordia, más allá del cual comenzaban las calzadas más amplias que se empezaron a edificar por 1930.

    Entre la Caracas tradicional y el “Country Club” o Los Palos Grandes –lejanas urbanizaciones en la década del 30 al 40– mediaban haciendas y trapiches, los bucares más rojos y los mijaos más corpulentos del valle. Ahora las Avenidas de Sabana Grande y la Miranda enlazan ya los extremos.

     Las tiendas más hermosas y los comercios más abastecidos se trasladaron hacia el Este. El prolongamiento oriental de la ciudad invade el Estado Miranda; se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petare, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a “temperar”; ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire.

     Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalación y enlace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas. Los moradores de El Junquito y San Antonio de los Altos, los turistas del Hotel Humboldt encenderán en las tardes los leños de sus chimeneas y se vestirán de ropas invernales, mientras en la caliente Guarenas puede recomendarse en un día de agosto poner en movimiento los ventiladores eléctricos. Quizás ninguna otra ciudad del mundo ofrezca en tan pocos kilómetros semejante antología de temperaturas. “Caracas, capital de todos los climas”, es un sencillo y expresivo slogan que pudiéramos vender para sus próximos carteles a una agencia de turismo.

     Quizá el mayor problema de la gran urbe en proceso es la falta de un eje central desde donde se determine el nacimiento de las calles, la clara matemática de un buen ordenamiento urbanístico. Por eso, en el laberinto de las urbanizaciones, es la ciudad del mundo donde parece más difícil encontrar una dirección desconocida. Como a veces no basta el nombre de la calle, se da también el de la casa; pero hay más de dos “Avenidas Los Cedros”, varias “Acacias” y un millar de quintas puestas bajo la advocación de la “Virgen de Coromoto”.

     A veces un telegrama enviado del exterior resulta costosísimo, pues sólo la dirección del destinatario comprende varias frases: “barrio de El Paraíso, frente a la puerta de campo del Hipódromo Nacional”. En otras capitales de América, los moradores de los barrios periféricos van al “centro”, que puede ser la Avenida Madero, en México; la calle Florida, en Buenos Aires; el Girón de la Unión, en Lima; las calles Estado y Ahumada, en Santiago de Chile.

Torres del Centro Simón Bolívar, emblema de la Caracas moderna.
Inicios de la construcción de la urbanización Prados del Este, Caracas 1955

     Pero ¿cuál es el verdadero centro de Caracas? Hasta 1930 o 1935, parecía la Plaza Bolívar, siguiendo el plano en damero de las ciudades coloniales. Después se pensó que iba a ser el Parque de Los Caobos o aquella encantadora frontera entre lo viejo y lo nuevo, que fijaba la plaza de los Museos. En 1945, otro núcleo quiso establecerse en la plaza de “El Silencio”, desde donde partiría la Avenida Bolívar. Cinco años después había surgido un nuevo meridiano en la Plaza Venezuela, con las bonitas tiendas y comercios de la Gran Avenida.

     Quizá para 1960, el eje central imaginario habrá que correrlo hasta la Plaza de Altamira. Y, por el momento, Caracas es como una confederación de burgos y urbanizaciones, separadas por árboles, túneles, quebradas y colinas.

     Las pocas parroquias que mencionaba en su “Guía de Venezuela para el año 1904” don Nicolás Veloz Goiticoa, se multiplicaron en nuevos y desordenados conjuntos urbanos. Hasta 1925, los caraqueños nacían o morían en Catedral, Altagracia, San Juan, La Pastora, San José, Candelaria, Santa Rosalía, El Paraíso, y los más proletarios en un arrabal de la entonces pobrísima Catia o en un cerro como el Monte de Piedad.

     Treinta años después, Catia es la más congestionada área industrial de la metrópoli; las parroquias foráneas se unieron a las urbanas, y ni el caraqueño más avezado pudiera definir todos los lugares y toponímicos de la nuestra cambiante geografía administrativa. Ya pertenece al folklore de un pasado reciente aquello de que se vivía en La Pastora por su buen clima, propicio para las dolencias del pulmón; de las ventanas de la calle de Candelaria con sus castos idilios románticos; de la agresividad de San Juan, con sus valentones siempre dispuestos a una pelea a cabezazos; de la altísima burguesía de El Paraíso, con sus jardines y villas a la francesa, sus pequeños castillos de Amboise y las gentiles institutrices que enseñaban a la familia pasos de baile, modos de saludar y lenguas extranjeras. Toda una estratificada división de estilos, castas y fortunas comenzó a romperse y abigarrarse con el desarrollo económico y urbano después de 1936.

     Y como emancipándose de la tradición, otra Caracas se aleja y embellece hacia las faldas del Ávila, las colinas de Bello Monte y Las Mercedes o la Avenida Miranda, que cada día recuerda más a Los Ángeles, California.

     Los trescientos mil vehículos de motor que según una estadística reciente circulan por el territorio venezolano, algún día del año parecen darse cita en Caracas y producen una marejada de ruido y combustible quemado, que quita a los peatones el higiénico deseo de las caminatas. El caraqueño es hombre motorizado, y la misma dispersión de las cosas en los más opuestos barrios, anula el gusto de andar a pie. No hay, como en otras capitales de América, que conservaron dentro de su desarrollo moderno parte de la estructura colonial, portales de plateros y botoneros, de mercaderes y escribanos.

     No hay calles exclusivas para cafés, teatros y platerías, como en México o en Lima. Un comercio abigarrado prolifera en todas las zonas, y junto a un garage puede colocarse una pastelería vienesa. A veces el acierto de un arquitecto que planificó los edificios de una calle logra que florezca un conjunto de cierta gracia y armonía urbanística, y descubrimos de pronto que la Avenida Vollmer se puso muy bonita con sus cuidados árboles, las terrazas de sus hoteles y restaurantes, el espléndido edificio de “La Electricidad de Caracas” y los pequeños cafés y pastelerías. O vagamos por las tiendecillas, librerías, peluquerías, logradas con tan sobria y clara gracia en el gran bloque del Edificio Galipán. O un amigo nos hace subir por casi medrosa rampa a la modernísima casa que se edificó en Bello Monte o Alta Florida, desde donde el valle luce condecorado de autopistas, de mazos de verdor, de hormigueros de automóviles, de collares de luces. “Caracas allí está”, pero no como en la paz casi agraria y añorante de la vieja elegía de Pérez Bonalde, sino como la más desvelada, quizá la más demoníaca ciudad del Caribe.

Plaza Venezuela, entrada UCV, década de 1950

Caracas en 1957, Parte II

Caracas en 1957, Parte II

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Caracas en 1957, Parte II

Mariano Picón Salas

Retrato de un caraqueño

 

     Así como los pintores flamencos destacaban en el marco de una vidriera gótica, con los árboles del campo y los torreones medievales al fondo, la silueta de sus eclesiásticos, humanistas, príncipes o mercaderes, pudiéramos imaginar el retrato arquetípico de un caraqueño de hoy.

     Mientras escribo con la ventana abierta, mirando y oyendo los autos que pasan por la avenida incesantemente ruidosa, observo, también, en la calle lateral un inmenso montículo de tierra removida. Es alto mediodía y los obreros que trabajan en la construcción (predominan los italianos y portugueses) suspendieron un rato la tarea para tomar un pequeño refrigerio. Empinan las botellas de innocua Pepsi cola y muerden el largo panetón aviado con lonjas de cochino y de queso.

     Al fondo, también descansa la máquina dentada que durante toda la mañana engulló tierras y trituró pedruscos como si fueran avellanas. Tiene cara de tigre y gigantesca cola de dragón. La tierra excavada se amontona en un extremo, con la simetría de una pirámide egipcia. Las sombras del mediodía parecen abocetar el rostro de una esfinge invisible. Dentro de unos minutos habrá de reanudarse en todos los barrios de la ciudad el ruido de las palas mecánicas, la misma trituración o levitación de materiales. Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el escombro, para que comience a levantarse –acaso más feliz- la Caracas del siglo XXI.

Caracas años 50

     Y el retrato más peculiar de un caraqueño sería el del hombre que sentado en su mesa de ingeniero, contempla desde la ventana “funcional” el paisaje de estructuras arquitectónicas inconclusas que tiene de fondo el perfil de una “caterpillar”. Si el pintor que hiciera el retrato se inclinase al detallismo fantástico –a lo Brueghel el Viejo o a lo Jerónimo Bosch- habría que pintar, como en otras bandas panorámicas, las varias gentes que suben por las escaleras o están tocando a las oficinas. El caraqueño puede haber abrazado la lucrativa profesión de contratista, y allí llaman a la puerta obreros de pesados zapatos que desembarcaron apenas hace dos días del vapor portugués; maestros y capataces italianos, delineantes españoles o bachilleres verbosos que dicen tener psicología y elocuencia para las relaciones públicas. No faltará tampoco, un periodista colombiano o de las Islas Canarias que ofrezca, como otra mercancía, los adjetivos de un reportaje.

     Y en extraña dualidad, en conflicto de valores y estilos, parece ahora moverse el alma del habitante de Caracas. Hace apenas dos o tres lustros se le educó al tradicional modo romántico suramericano, en que el mundo de las emociones contaba más que el mundo de los cálculos. La dimensión de la hombría la daba el coraje y la prodigalidad, la listeza y el ingenio; los éxitos en el amor y la popularidad con los amigos. Era un ideal estético –aunque no estuviera desprovisto de cinismo– en que el hombre más perfecto era el capaz de exponer la vida o derrochar el dinero; en que el mejor camino de la conducta no parecía el análisis prudente sino el impulso irracional de la “corazonada”. Y aupado en un dulce viento de cinismo o de simpatía, la vida se deslizaba sin mayor sorpresa en el fácil y pequeño universo de gentes conocidas.

     Muchos venezolanos reclamaban, en la hora de los repartos, que eran descendientes de próceres; que una prima suya casó con un ministro; que, en su familia, a través de largas generaciones, todos tuvieron puestos públicos.

El Country Club, Caracas, óleo de Miguel Cabré

     Pero otro espíritu de mudanza y áspera aventura empezó a soplar en los últimos años. Ya era imposible reconocer en una sala de cine a los nuevos y bulliciosos espectadores, y como hormigueros diligentes salían de los sótanos, subían por los andamios de las estructuras arquitectónicas, compraban giros en los bancos, negociaban y vendían las más desconocidas gentes.

     Las escotillas de los barcos arrojaban en el terminal de La Guaria o en los muelles de Puerto Cabello millares de inmigrantes. Y el que fue hace diez años obrero, ahora puede ser propietario de una empresa de construcción. A los ricos por herencia, bonanza política o linaje, se opusieron los nuevos creadores de fortuna. Aun los venezolanos más privilegiados tenían que despertar de su antiguo ritmo sedentario y correr en esta nueva maratón de empresas y aventuras.

     Quizás estemos ahora en un momento transitorio que pulirán los tiempos, ya que el dinero se ha trocado en el casi exclusivo valor social. E innumerables caraqueños toman su matinal café con leche leyendo el movimiento de acciones en la bolsa, los avisos de venta de terrenos, las urbanizaciones que se proyectan. Hay otros de fantasía más distante que apuestan a las hazañas económicas que se cumplirán en los bosques de Guayana cuando ya esté produciendo la Siderúrgica o se arremansen en gigantescas turbinas las caídas de agua del Caroní, o cuando en el húmedo valle de Morón, en tierras de Yaracuy, se yerga el vasto conjunto industrial de la Petroquímica.

     Y no hay que olvidar en el cardumen de negocios y rentas con que muchos quieren detener la muerte y asegurar el futuro, otras inversiones en distintos puntos estratégicos del territorio venezolano: Puerto La Cruz ha de ser el mayor puerto petrolero del Oriente; El Tigre se parece a aquellas ciudades–hongos que surgían en el siglo pasado en los Estados Unidos cuando se conquistaba la frontera y se marchaba en busca del oro de California; Punto Fijo, mero punto en el calcinado desierto de Paraguaná hasta hace dos lustros, hoy es centro bullicioso y pobladísimo; Puerto Ordaz, centro exportador del hierro, se fundó hace tres años; Acarigua y Barinas son pequeñas capitales de la madera y el algodón; Calabozo y otro pueblos llaneros resucitan con la represa del Guárico; Maracaibo, Barquisimeto, Valencia, Maracay multiplican cada años sus cifras económicas y demográficas. ¿Ha de seguir aquí una civilización de tipo latinoamericano con nuestro amor por las formas estéticas, nuestro orden emocional, nuestra simpática “corazonada”, o habitaremos, más bien, en un aséptico y reglamentado mundo tecnócrata donde lo colectivo y abstracto predomina sobre lo personal e individualizado?

     Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los estilos y formas económicas del Estado de Texas. Si el impacto norteamericano no iba a consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por ser demasiado sanos y optimistas. Si el viejo ideal de señorío y sosiego a la manera hispánica, “el sentimiento trágico de la vida”, no sería reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el individualismo criollo –para tener una norma colectiva– adoptaría la de los “clubs” de hombres de negocios de los Estados Unidos. Si domesticaran con agua helada, deportes, comidas sin especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro menosprecio hispanocaribe; esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos. Quizás la inmigración europea –principalmente de Italia y de España– esté modificando aquel esquema y acentuará, más bien, -como en la Argentina una nueva latinidad.

Hotel Tamanaco

     El caraqueño que en el retrato imaginario miraba desde la ventana el cráter de las demoliciones, dejó de escribir o trazar líneas en su achurado papel topográfico; bajó por el ascensor y se detuvo en el pequeño café italiano a saborear un concentrado “expresso”. Le sirve una muchacha rubia que parece escapada de “La Primavera” de Botticelli. El consumidor pregunta:

-Lei è de Firenze, Signorina?

-De Prato – contesta la muchacha.

     Y si el venezolano es culto, tiene frescos sus estudios de Liceo y hace poco viajó por Italia, acaso recuerda que Prato queda en la ruta de Bolonia a Florencia por la “direttissima”. Es ciudad industrial con un campanile de Giovanni Pisano y un Palazzo Pretorio donde se guardan madonas de Filippo Lippi y mayólicas de Giovanni della Robbia.

     Y el gusto del café fuerte, la melodiosa voz de la muchacha y su semejanza con las musas y las madonas renacentistas hace pensar al venezolano que se mantendrá en este país –con las audacias y aventuras tecnológicas que permita el siglo– una emocionada y conversadora civilización latina. Preferimos el encanto de esa muchacha al más prometedor plano topográfico. Nos conmueven más Botticelli y Filippo Lippi que aquel feroz ingeniero norteamericano que inventó el sistema Taylor.

Un político liberal en Caracas

Un político liberal en Caracas

POR AQUÍ PASARON

Un político liberal en Caracas

     Lo que en la narrativa historiográfica se reconoce como relatos de viajeros se podría ampliar con quienes se vieron obligados, por las circunstancias políticas, a buscar acomodo en lugares otros para preservar su integridad física. Quizás, el motivo cardinal de relatar su estadía aparezca como un elemento adicional de lo que anotaron con sus observaciones, del lugar que les dio albergue temporalmente. De igual modo, resulta de interés una aproximación a los testimonios y demostraciones sociales y culturales que delinearon en sus narraciones. Es el caso del colombiano, periodista, novelista y poeta, Alirio Díaz Guerra quien escribió Diez años en Venezuela (1885-1895), según sus palabras, a instancias de amistades que había cultivado en Caracas, en un momento cuando se vio en la necesidad de escapar de los conservadores luego de la derrota sufrida por los liberales en la batalla de La Humareda en 1885.

     El año de su nacimiento fue 1862. Al llegar a Venezuela apenas había alcanzado los veintitrés de edad. Fue expulsado en 1895 por quien le dio protección a su llegada al país, general Joaquín Crespo, por una falta grave que cometió y que pudo haber trascendido un simple malentendido diplomático. Se encargó en su escrito de asumir la culpa de lo fue causa de su expulsión. Se marcharía a Nueva York donde le fue publicada Lucas Guevara (1914) a la que se tienen como la primera novela sobre inmigrantes latinos en los Estados Unidos de Norteamérica. La fecha exacta de su deceso no está clara pues desapareció y no se ha tenido ninguna noticia desde entonces.

     Es importante revisar sus anotaciones, cargadas de anécdotas, porque ofrecen, en el tiempo actual, información de cómo era el mundo del letrado, publicista y polígrafo en las postrimerías del siglo XIX. Cuando se habla de viajeros se debe tener en mente que quienes relataron sus vivencias eran actores de una condición social y económica desahogada. Otro tanto guarda relación con lo observado y cómo son observadas costumbres, relaciones y la dinámica de la sociedad que les sirvió de objeto de examen. En consecuencia, lo que en estas líneas ofrezco se relacionan con apreciaciones, de un letrado o publicista, alrededor del poder político e intelectual de unas elites que muestran una faz de la sociedad no muy común entre los estudiosos de la historia.

     Desde su llegada a Venezuela le acompañó la diosa fortuna. El primer oficio con el que destacó fue el periodístico en uno de los impresos más conocidos de la época: La Opinión Nacional donde, a petición de su director Fausto Teodoro de Aldrey, publicó tanto poesía como pormenores del conflicto colombiano alrededor de la querella entre liberales y conservadores. También a Díaz Guerra le favoreció el hecho de haber sido editor, en Colombia, de un periódico llamado El Liberal y para alcanzar la secretaría de gobierno, en tiempo de Crespo, su militancia en el ala más radical del partido liberal colombiano. Situación que da un matiz muy particular a las elucubraciones presentadas en su libro, publicado en 1933.

     Desde las primeras páginas trajo a colación un elemento natural que ha maravillado, históricamente, a quien pisa, por vez primera, el valle caraqueño. La semblanza que delinea del cerro El Ávila lo lleva a calificaciones tales como: expresión de pomposa majestuosidad que era inspiración de los pintores, la poesía, la composición musical y en el que se podían degustar una gran variedad de frutos. Hizo notar que, desde sus alturas era posible la contemplación de las vegas y cultivos en las cercanías del Guaire y del Anauco, del que subrayó era un símbolo y canto a la esperanza, y como el azul del océano mostraba su despliegue como emblema de infinitud e inspiración poética.

La ciudad y sus personajes

     La travesía desde el puerto de La Guaira hasta la ciudad de Caracas la realizó por vía férrea. Al bajar de él varios cocheros ofrecían, de “forma amable”, sus servicios. Entre los hospedajes que le recomendaron estaban el Saint Armand, el preferido de diplomáticos y gente rica, el Hotel Benítez, cuya comida lo hacía atractivo, y el León de Oro, este último elegido por Díaz Guerra al estar a la par con los recursos económicos de los que disponía. Contó que por las mismas circunstancias con las que se vio obligado a emigrar su equipaje era exiguo. Indicó que su vestimenta, en especial el sombrero que llevaba en uso era objeto de curiosas miradas, incluso burlas, de algunos caraqueños. Por tal motivo se vio obligado, a pesar de sus escasos recursos, a adquirir un nuevo sombrero con lo que eludió las miradas no tan furtivas del otro.

Alirio Díaz Guerra

     Por muchos de los episodios que extrae de su memoria (la fuente de su testimonio es ésta) indicó que, durante su estadía en Venezuela lo reseñado en la prensa era muy tomado en consideración desde las esferas de decisión entre las que hizo vida. Uno de estos episodios lo reseñó al recordar los favores que un comerciante de pescado requirió de Crespo, para abastecer de este producto, de manera exclusiva, la demanda caraqueña. Según sus palabras uno de los argumentos que, para que tal pretensión no cristalizara, era el descrédito en que podría verse envuelto el presidente de ser aprobada una decisión a favor del posible monopolizador. Por supuesto, hago referencia a un escrito de un personaje privilegiado en la medida que se asuma que quien, en esa época, manejara la lectura y la escritura ocupaba un lugar de privilegio puesto que la escolarización, aunque ya se había aprobado un código de Instrucción Pública, no tenía una presencia preeminente en Venezuela sino a partir de finales de la década del treinta del 1900.

     Gracias al lugar que ocupó, en la esfera política y cultural de la Venezuela de las postrimerías del decimonono permite visualizar, al lector de hoy, cómo un grupo económico a través de favores políticos llegó a lugares de privilegio. Otro tanto lo indicó al rememorar el caso de un alemán, de quien hizo referencia como Hartman, el que había llegado a Calabozo, donde contrajo matrimonio, y se incorporaría a las filas de Crespo en un intento por ocupar un lugar en la sociedad que le dio cobijo. Por lo que indicó acerca de él, estuvo muy cerca de la comitiva presidencial pues no tenía un oficio definido en su desenvolvimiento.

     A través de los encuentros que tuvo con algunos personajes públicos mencionó atributos que exhibían las damas de la alta sociedad. Así, a una invitación que le hizo Agustín Aveledo para agosto de 1885 anotó que las damas caraqueñas se mostraban con su proverbial belleza. Igualmente, dejó asentado en su narración que Caracas había comenzado a fascinarle por la hospitalidad y generosidad de sus habitantes, a lo que agregó que probablemente no había otra sociedad así. En una jornada, previa a salir de cacería le ofrecieron café, o tintura de café como lo escribió, y que le informaron que el mismo servía como tónico estomacal, paliativo para el hambre y preventivo contra las fiebres del paludismo. Dejó asentado de un almuerzo, de tipo llanero, en el que se sirvió carne de distintos tipos y cortes, huevos fritos, arepas, pan, queso llanero y jarrones de leche.

     Por el lugar de privilegio alrededor del poder político que Díaz Guerra ocupó, narró situaciones que sirven para determinar entresijos relacionados con el nombramiento de funcionarios gubernamentales. Relató que tuvo un amigo a quien ayudó a enamorar una señorita. Díaz Guerra lo auxiliaba en lo referente a redacción de poesías de amor, cartas que expresasen este sentimiento y dedicatorias en libros que obsequiaba el amigo al objeto de su amor. El caballero enamorado pidió la mano de la señorita para el casamiento. No obstante, el joven enamorado no tenía oficio conocido y el cargo importante, que había tenido entre sus trabajos, había sido en una dependencia comercial que había quebrado. El padre de la novia consiguió una entrevista con Antonio Guzmán Blanco, en tiempos de La Aclamación, y éste le dio el cargo de ministro de Obras Públicas a sabiendas que no era ingeniero, lo que no causó mayor estupor entre quienes podrían haber sido afectados por tal nombramiento. Acción paradójica para quienes se asumieron como seguidores del liberalismo, ya que éste ha predicado, históricamente, el derecho a la no injerencia desde la esfera pública hacia la privada. El mismo caso de Díaz Guerra evidencia algo de esta situación porque gracias a su militancia, en su país de origen, en las filas liberales le abrió las puertas en Venezuela, a lo que se sumó, en grado menor según el mismo, haber sido fundador de un periódico en Colombia y redactar poesía.

     Narró otra situación, que vivió en la casa de Guzmán Blanco en Antímano donde fue invitado, junto a otros colombianos como gesto de agradecimiento por haber sido acogido, como exilado, en suelo colombiano. Además de esto Díaz Guerra agregó que uno de los motivos principales del presidente era conocer a comerciantes colombianos que para él eran importantes. Sólo que el encargado de hacer las invitaciones y preparar el almuerzo entendió que eran todos los colombianos de la ciudad de Caracas vinculados a la vida comercial. Nuestro narrador dejó escrito que la mayoría era de “raza indígena” y quienes contrastaban con lo que se pensaba en aquella época era gente de bien. El que cometió el yerro fue el General Landaeta quien, al percatarse de su equivocación, decidió colocar a los comensales, no deseados, en un rincón del salón alejados de la vista de Guzmán. La solución, o parte de ella, fue enzarzar a este último en una discusión sobre la política europea y paulatinamente desalojarlos furtivamente.

     En otra ocasión, Guzmán invitó a un sarao, en la casa que ocupaba en Antímano, lo que escribió en torno a uno de los escenarios acaecidos evidencia el gusto de sectores pudientes por las modas al estilo europeo, en lo concernientes a decoraciones y materiales utilizados para ambientar los hogares en aquella época. Describió que ella poseía un patio principal con una fuente rodeada de helechos y plantas tropicales. El baile se desarrollaba en los salones y en el mismo patio, cuyo fino piso de mosaico era muy resbaloso lo que impedía caminar de manera presurosa. En una de las pausas del baile, un caballero de edad avanzada y corto de vista tropezó y cayó en la fuente de agua con los resultados deprimentes y penosos que el lector debe suponer. Agregó Díaz que Guzmán, de forma socarrona comentó que, si pudiera invitar a muchos venezolanos, para que les sucediera igual, sería la forma que se lavaran por dentro y por fuera porque bastante falta les hacía.

Díaz Guerra publicó poesías en el periódico caraqueño La Opinión Nacional

     Escribió que, en ocasiones especiales recibía la vistita de notables escritores del momento. De algunos de ellos dejó sus percepciones. Arístides Rojas imponía como condición, para el compartir, presentarse con unas roscas provenientes de una panadería caraqueña para el almuerzo. José Antonio Calcaño, cliente de un frutero ubicado entre Gradillas y San Jacinto, llevaba una cesta de frutas para degustar con el almuerzo. Fernando Bolet, de quien dejó como descripción era un hombre de amplia ilustración, llevaba vinos de frutas preparados por el mismo. Cada quince días se reunían en la “lujosa mansión” de Ramón de la Plaza, donde no era usual el baile. En otras ocasiones lo hacían en la casa de los Boulton, Eraso, Santana, Vallenilla, Hellmund, Buroz o Travieso.

     Recordó que entre las esquinas de Principal y Conde funcionó el Club Venezuela, adonde coincidían intelectuales, comerciantes e industriales. Su fundación fue promovida por Jesús María Herrera Irigoyen, uno de los socios fundamentales de la productora de cigarrillos El Cojo. Este mismo personaje editaba una publicación denominada El Cojo Ilustrado cuyo período de existencia fue entre 1892 y 1915. Fue esta una publicación única en su género. En sus páginas fueron publicados una diversidad de trabajos de letrados de la época. Si algo se debe ponderar, de la narración de Díaz Guerra, es el acercamiento y hermanamiento entre escritores del momento y la elite económica en tiempos de edificación nacional liberal.

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