El ingeniero inglés, John Hawkshaw, estuvo trabajando en Venezuela entre 1832 y 1834, tras lo cual publicó, en 1838, un libro titulado Reminiscencias de Sudamérica. Dos años y medio de Residencia en Venezuela, donde describe sus impresiones sobre este país
Sir John Hawkshaw (1811-1891) nació en Leeds, Inglaterra, y estuvo en Venezuela entre 1832 y 1834, trabajando en las famosas minas de cobre que habían pertenecido al Libertador, Simón Bolívar, bajo un contrato firmado con la Asociación Minera de Aroa. Se destacó como un importante ingeniero civil en Inglaterra donde fue uno de los especialistas en la construcción del ferrocarril de Manchester y Leeds. Durante 1845 y 1850 fue ingeniero consultor en Londres. En 1863 expresó sus favorables opiniones para la construcción del Canal de Suez. Respecto de un canal interoceánico en América propuso su construcción en tierras nicaragüenses. En el año de 1855 fue incorporado como miembro de la Royal Society y fue hecho caballero en 1873.
Hawkshaw inició su escrito haciendo referencia a la poca literatura existente sobre Venezuela. Confesó que al enterarse del trabajo que se le encomendó, en esta tierra americana, se dedicó a buscar literatura referente a un país nuevo, pero solo había encontrado lo redactado por Alexander von Humboldt quien había hecho referencia a este país cuando era una colonia española y cuando la población del territorio era el doble de la de 1838, año este en el que Hawkshaw publicó su libro Reminiscencias de Sudamérica. Dos años y medio de Residencia en Venezuela. Expuso que, si lo escrito en este texto le servía a cualquier persona que pretendiera visitar Venezuela, estaría satisfecho. “Pero me satisfará aún más si sirven para inducir a algunas de las Sociedades Misioneras a enviar la luz del Evangelio a un país cubierto por una densa nube negra”.
Luego de transitar por cuatro horas el camino que iba de La Guaira a Caracas al estar cerca de ésta, contó “Todo cuanto nos rodeaba era hermoso. Los brillantes tintes de las flores y el oscuro matiz de las hojas distinguían este paisaje del paisaje inglés, casi tan definitivamente como las oscuras y bronceadas pieles de sus habitantes los distinguen de los ingleses”.
Desde la cima de la montaña, a unos 5.000 pies de altura, observó la ciudad de Caracas de la que escribió “Nada puede ser más estupendo que la situación de esta ciudad”. De ella expresó que estaba edificada en una especie de anfiteatro o hemiciclo, “un hermoso valle, rodeado por todos lados por altas y fragosas montañas”.
No dejó de expresar la admiración que le provocaba el promontorio denominado La Silla. De la que admiró su presencia frente a las obras realizadas por los hombres en la ciudad construida. Recordó que Alexander von Humboldt había escrito que La Silla algún día pudiera llegar a convertirse en un volcán. Por tal noticia refirió que Caracas podía tener el mismo destino que Pompeya. Concluyó que lo expresado por el naturalista alemán pudiera suceder. Pero para él tenían mayor posibilidad de alcanzar el nivel de volcán Las Cocuizas y Naiguatá.
Luego de cuatro horas de camino alcanzó su destino. Ya en la ciudad contó haberse alojado con un caballero con quien tenía relaciones de negocios. De él expresó que residía en una isla de Las Antillas desde muy temprana edad y que “mantenía suficiente nacionalidad de carácter para constituirse en un genuino espécimen de la hospitalidad y la rectitud inglesas”.
Según lo escrito por Hawkshaw, Caracas había adquirido fama debido al terremoto de 1812. De acuerdo con las cifras que obtuvo habrían muerto cerca de 12.000 personas, también hubo pérdidas de vida en La Guaira y en poblaciones cercanas a la cordillera. Comparó el número de pobladores de Caracas existentes antes del terremoto y de la guerra contra España. De acuerdo con sus cálculos la cantidad de habitantes era el doble de la que existía al momento de escribir su libro. Lo que observó de los restos que aún estaban presentes de ambos cataclismos, el natural y el bélico, despertaron en él la desilusión que dejan la devastación y la destrucción. “Vivir en un país donde el demonio de la destrucción se ha desatado, y donde tan furiosamente ha actuado por tanto tiempo y tan universalmente como en esta infeliz tierra”, llegó a escribir que tal escenario llevaba a tristes y deprimentes reflexiones, en especial por ser las guerras uno de los males que las producía.
Portada del libro Reminiscencias de Sudamérica. Dos años y medio de Residencia en Venezuela, versión en español, 1975
Pasó de inmediato a reflexionar sobre la carga infrahumana representada en los conflictos bélicos y escribió que la forma como se desarrolló la guerra en Sudamérica merecía la reprobación de la humanidad en general. Recordó que le habían narrado cómo en La Guaira se lanzaron prisioneros aún vivos en candela viva con la justificación de ser enemigos de la república. Anotó que Inglaterra debía haber intervenido para obligar a los contrincantes a que libraran una guerra con la “mayor humanidad posible”.
En su relato destacó que la disminución del número de pobladores en Venezuela era notable en cualquier lugar de ella. “Fincas y haciendas cultivadas han sido abandonadas para que recaigan en su estado natural; y rastrojos y vegetación exuberante están cubriendo lo que una vez fueron escenas de productividad y prosperidad”. A esta visión pesarosa agregó que en la fecha que visitó el país éste mostraba recuperación y que con trabajo tesonero se podría recuperar. Valoró la cercanía con la proximidad de los Estados Unidos, un país con el que se podrían establecer alianzas comerciales. Las largas costas y ríos navegables de Venezuela guardaban un valioso potencial de progreso. “Tiene un suelo que en muchos de sus valles es maravillosamente productivo; y tiene tesoros minerales que, al ser plenamente explorados, pueden volverse más valiosos aún que el oro y la plata del Perú”.
Luego de esta digresión retomó la descripción de Caracas. De ella señaló que tenía mucho parecido con otras ciudades de la América española, con largas calles que se cruzaban en ángulos rectos y constituidos por plazas. En la capital de Venezuela la principal plaza era donde funcionaba el mercado donde se expendían diversidad de frutos y bienes. “Las calles están toscamente pavimentadas, y algunas tienen aceras muy estrechas, formadas por piedras más anchas y más planas, que difícilmente podrían llamarse losas”.
De las casas destacó que las mejor construidas contaban con un gran salón y que uno de sus lados daba hacia un patio de forma rectangular. Los tres lados restantes del patio lindaban con dormitorios y los otros dos daban a los cuartos de servicio y al comedor. Por lo general observó que en algunas casas la cocina estaba en la parte de atrás y contaba con un pequeño jardín. “Una galería, formada por columnas y arcos ligeros, rodea el patio principal, sin lo cual, los cuartos, que dan todos al patio, serían inaccesibles en la estación lluviosa”. Puso en evidencia que había varias iglesias “algunas de buen exterior”. El estilo de su arquitectura lo calificó como moro – español. En cuanto a los edificios observó que se habían edificado con piedras, adobe y cubiertos de una mezcla de tierra y paja, “son generalmente blancos y nunca más de dos pisos”. Comparó su apariencia exterior con un edificio enyesado o enlucido de Inglaterra.
En lo atinente al clima expresó que lo había disfrutado con agrado. “A una persona recién llegada de Inglaterra le parece una eterna primavera”. De la brisa que se experimentaba en el espacio territorial caraqueño no era especialmente fría, pero para quien estaba acostumbrado a otro clima le causaba temor. Hizo notar que los estudios de Derecho eran muy apetecidos por las personas que estaban en edad escolar, similar a preferencias en otros lugares de Suramérica.
A su llegada a Caracas, en 1832, los restos dejados por el terremoto de 1812 y la guerra emancipadora, despertaron en John Hawkshaw la desilusión que dejan la devastación y la destrucción
La parte interna de las iglesias le pareció “pobre”. Expresó que como acostumbraban los católicos, “los altares tienen muchos adornos; pero es pura basura mezclada con malas pinturas”. Según escribió, las piezas de mayor valor que en ellas estaban expuestas habían sido sustraídas con la revolución. Puso en evidencia que a las misas de los domingos asistían unas pocas mujeres, “pero en general el catolicismo está en estado de decadencia”. Esto lo evidenció a raíz de haber sido sometidas las iglesias a un nuevo rol en las repúblicas recién instauradas, debido a que muchas de ellas habían sido despojadas de bienes y era el Estado el encargado de la manutención de las principales figuras eclesiásticas. “Es evidente que el país está rápidamente virando hacia una situación que lo hará adecuado para recibir un más puro evangelio, o lo dejará sin religión alguna”.
Las procesiones que presenció las describió como aglomeraciones en que una “inmensa muñeca” representaba a la Virgen.
Ésta, a su vez, era llevada en hombros por algunos hombres, precedida y seguida por sacerdotes. Iban niños que entonaban canciones junto a otros que sólo llevaban cirios, “pero esto excita muy poco respeto; creo que hubo una época cuando una persona que no se quitara el sombrero al paso de una procesión corría el riesgo de recibir un bayonetazo en el sitio, en vez de un más prolongado acto de fe”.
Observó que los estudiantes de derecho utilizaban una capa parecida a las usadas entre los ingleses de la misma condición universitaria. Hizo notar que la presencia de mendigos no era tan pronunciada “como debieron haberlo sido en una época anterior. Los que vi eran individuos enfermos, a menudo de elefantiasis”. Justificó esta situación a la prodigalidad de recursos alimentarios proveídos de manera natural por una tierra pródiga. Subrayó que cuando los españoles gobernaban el caso de los mendigos y su presencia en las calles era notorio.
De su vuelta de una excursión por el centro del país regresó a Caracas en 1833. En su trayecto de regreso expuso ante el lector sus impresiones acerca de las pulperías que había conocido en los distintos parajes que visitó. De la pulpería destacó que eran especie de casas de posta al estilo sudamericano, un lugar en que se combinaba un almacén y una taberna. Describió que ellas consistían en una casa de estilo alargado y con dos salones, ambos en la parte baja de una edificación. Contaban con un techo que se extendía por ambos lados de la casa y que formaba una especie de corredor. Uno de los salones era el lugar donde se alojaba la familia y el otro era el espacio dedicado al almacén como tal, “en que todas las cosas están aglomeradas”. Puso de relieve que la mayoría de las pulperías que visitó, dentro y fuera de Caracas, contaban con una ventana cuadrada, por medio de la cual las personas demandaban y recibían sus pedidos, puesto que “no había sitio adentro para estar de pie o sentarse, si tal cosa fuera deseable en un país donde no se desea otro techo que el cielo, a no ser como protección contra el sol”.
De las mismas pulperías expuso que en ellas, por lo general, se alcanzaba a satisfacer sólo una parte de lo que requería cualquier comprador. “No hay, señor. Son las palabras más comunes en boca del dueño de una pulpería, y las pronuncia con la mayor indiferencia; a veces como si le fastidiara el esfuerzo que tiene que hacer para decirlas”. Igual daba si alcanzaba encontrar un guarapo para saciar la sed o lo fuera otro bien porque no había regularidad en las provisiones o las reposiciones dentro de cada uno de estos establecimientos. Cerró este tema aduciendo que si el dueño de alguno de estos establecimientos había recién surtido su negocio, ya fuera en Puerto Cabello, Valencia o La Guaira, el cliente podría con suerte conseguir la mayor parte de lo exigido. En fin, podía tener la suerte de encontrar variedad para satisfacer una demanda, “o puede no haber nada, como no sea ratas y carne cruda, tabaco y papelón”.
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