El comisionado financiero inglés Edward Backhouse Eastwick (1814-1883), autor del libro Venezuela o apuntes sobre la vida en una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864.
El comisionado financiero inglés Edward Backhouse Eastwick (1814-1883) fue un especialista en estudios orientales que estuvo en Venezuela a propósito del empréstito a Venezuela de 1864. A raíz de su visita escribió el libro titulado Venezuela o apuntes sobre la vida en una república sudamericana con la historia del empréstito de 1864 el cual fue editado e impreso en Londres durante el año 1868, momento durante el cual aparecieron dos ediciones.
Eastwick llegó a Venezuela a mediados de 1864, apenas culminada la Guerra Federal y comienzos de un gobierno defensor del federalismo. Eastwick contaba con el título de Caballero de la Orden del Baño, Fellow of the Royal Society y antiguo Secretario de la Legación Británica en Teherán. Sin embargo, en esta ocasión vino en representación de los banqueros ingleses.
Arribó como representante del General Credit Company, entidad financiera radicada en la capital inglesa con la cual Antonio Guzmán Blanco había contratado el empréstito por parte de la Federación al alcanzar el poder político. El memorándum que preparó Eastwick ofreció detalles de la negociación y las obligaciones necesarias que debían cumplir el estado venezolano para hacer efectiva la hipoteca solicitada.
Al cumplir su tarea de contratar la negociación, Eastwick decidió viajar, con el propósito de reunirse con Juan Crisóstomo Falcón, para Valencia y Puerto Cabello. Una porción de su viaje por estas tierras, la estampó en este texto en el que plasmó algunas de las características que observó, a partir de la mirada de un aristócrata inglés, relacionadas con la geografía, el relieve, datos estadísticos, la historia, hábitos de los pobladores las que mezcló con anécdotas y comentarios enmarcados en la mirada del otro.
Antes de tomar la decisión de publicar sus notas, en un libro impreso, había dado a conocer sus impresiones sobre Venezuela en una revista que editaba Charles Dickens en Londres. Para esta nota tomaré como referencia la edición primera que se hizo en Venezuela durante el año de 1953.
En el prefacio a la primera edición Eastwick comunicó que el día 7 de junio de 1864 recibió la invitación para viajar a este país suramericano, como Comisionado Financiero de la General Credit Company. En el mismo informó que el encargo se le había ofrecido a Lord Holbart quien no lo aceptó. Según su apreciación las “condiciones eran liberales”. Vendría con todos los gastos cubiertos y recibiría un millar de libras esterlinas por los servicios a cumplir por tres meses. Al recibir la propuesta no dudó en aceptarla, escribió al respecto “el placer de visitar un país nuevo, de aprender otro idioma, y la experiencia financiera que me dejaría el desempeño de semejante cometido, representaban para mí, atractivos todavía mayores que me inducían a no rehusar la designación”.
En otro párrafo agregó que había regresado a su país el mismo año, en los últimos días de octubre. Para 1865 e inicios de 1866 escribió acerca de su experiencia en territorio venezolano para la revista de Dickens, All the Year Round, algunos de los capítulos que sirvieron para estructurar el libro. Entre los propósitos de llevar a cabo la redacción de su escrito fue la de brindar “una idea general de Venezuela y de su pueblo, de modo que lo allí descrito no debe tomarse al pie de la letra”. Respecto a la parte del libro relacionada con la tarea que vino a cumplir, “ya de mayor seriedad, referente a la misión que me tocó desempeñar”. Advirtió, en este orden, que había intentado suministrar información lo más fiel y exacta que logró acumular, “a fin de que puedan servir de guía a aquellos que – al viajar al extranjero en cumplimiento de misiones similares, con tan escasa experiencia como la mía – podrían correr el riesgo de naufragar en su empresa, al encontrarse con escollos cuya existencia no ha sido nunca señalada con la debida precisión”.
El desembarco en el Puerto de La Guaira La Guaira es a menudo muy peligroso, pues el mar está siempre muy picado.
De La Guaira y su llegada al país escribió que anclar en cualquier puerto, luego de un largo viaje, resultaba una experiencia de reposo. “No ocurre tal cosa en La Guaira, que en verdad no es ningún puerto, sino una rada abierta, donde – aunque rara vez el viento muestra demasiada fuerza – el mar está siempre muy picado, de tal forma que en cualquier tiempo el desembarco resulta difícil, y a menudo peligroso”.
En las primeras líneas de su escrito se interrogó “¿Conque esta es Venezuela, la Pequeña Venecia?” De inmediato agregó que no veía ninguna semejanza entre Venecia y “estas grandes montañas, que parecen amontonadas unas encima de otras por Titanes que quisieran escalar alguna ciudad entre las nubes”. Hizo notar que era un nombre inapropiado y que mejor hubiese sido colocarle un nombre similar a los Pirineos o los Alpes, despojado de su nieve.
Al desembarcar, luego de ser auxiliado para pisar tierra por parte de las personas que lo acompañaban, dejó escrito que no existían motivos para entusiasmarse de lo que en el momento observó. “unos edificios oscuros impedían ahora la contemplación de las montañas, y la atmósfera era tan sofocante, y estaba tan impregnada del mefítico aroma del pescado en descomposición y de otros perfumes aún peores, que no había entusiasmo suficientemente poderoso para resistirlo. Sería conveniente que los venezolanos quienes se sienten tan orgullosos de su país y que se muestran tan sensibles ante las observaciones de los extranjeros se preocuparan por acondicionar un desembarcadero más limpio para sus visitantes”.
Su primera experiencia fue en un hospedaje que no le causó mayor placer, tanto por el calor sofocante como por los olores fétidos que describió al principio. Luego pasó a otro hospedaje que no le disgustó, pero si la comida que servían por estar muy condimentada con ajo. De distracciones en las calles escribió que eran escasas, en especial por las costumbres de los comerciantes alemanes que provenían de Hamburgo y eran los que controlaban la mayor cantidad de negocios.
En el trayecto hacia Caracas pudo constatar la frescura de la temperatura que variaba a medida que bajaban por la montaña. En medio de su relato describió la impresión que la habían causado algunos nombres utilizados en la comarca, en especial, Trinidad o Dolores. Por el camino se tropezaron con lugares donde vendían aguardiente y en el que los arrieros, carreteros y cocheros se instalaban para proveerse de un trago. Escribió que los costados de la carretera, de hondos precipicios, causaban en él cierto malestar, en especial, por la forma como el cochero italiano los pasaba.
Asentó en su texto que la llegada a Caracas le pareció sorpresiva, porque el camino transitado para llegar a ella no permitía visualizarla con claridad. Se hospedó en el hotel San Amande, lugar que describió como una casa cuadrada de dos pisos, cerca de la plaza donde funcionaba el mercado, muy cerca del centro de la capital. La habitación que le correspondió estaba situada frente a un gran salón que servía como comedor. Del lado izquierdo había tres dormitorios que servían para el hostelero y su familia. “El conserje era un negro corpulento que, por haber ocupado anteriormente un puesto en la aduana, conservaba grandes ínfulas de empleado público y se había puesto tan obeso que obstruía completamente la entrada”
Del hostelero escribió que era una persona muy callada y que había llegado al país en calidad de coleccionista de museo. Había contraído matrimonio con una dama descendiente de ingleses y que había accedido a la instalación del hotel para acumular fortuna. También vivía allí una dama soltera que la mayor parte del tiempo estaba sentada al piano interpretando melodías. En cuanto a la servidumbre estaba compuesta de dos camareras de origen indígena y un mulato. De la cocinera sumó que era una mulata “enormemente gorda”. Describió con palabras halagadoras la habitación y el mobiliario que la acompañaba, además de la pulcritud del lugar.
Agregó que el primer día fue invitado a cenar en casa de una persona en la que había habitaciones “muy hermosas”. La sala, escribió, contaba con un mobiliario como “el más elegante salón de París”. Observó un patio en la parte central de la casa en cuyo alrededor estaban las habitaciones, con un jardín “con profusión de hermosas flores y una fuente de agua clara”.
Luego de esta velada, cerca de la medianoche, se había marchado para el hotel que le servía de albergue y donde esperaba descansar sin perturbación alguna. Sin embargo, a las tres de la mañana los ruidos de un campanario alteraron la quietud de la noche. Pensó que los caraqueños anunciaban, de este modo, algún percance como incendios o terremotos, o algún levantamiento armado. Junto con el sonar de las campanas comenzó a escuchar ruidos de cohetes y descargas de mosquetería. Expresó que tuvo la intención de acercarse a la ventana a ver que sucedía, pero el temor a los zancudos y a las niguas le persuadieron a no hacerlo. Espero a que aclarara un poco y ver con sus propios ojos el motivo de tanto ruido y escándalo. Caminó un poco y vio a una multitud que bordeaba una iglesia muy iluminada.
De inmediato preguntó de qué se trataba el asunto y le respondieron que era la fiesta de los isleños, “o sea los nativos de las Canarias, quienes forman en Caracas toda una colonia”. Aprovechó esta circunstancia para escribir que, en América del Sur, cada quien tenía un santo patrono, y en homenaje al suyo, los isleños se dieron sus artes para que el sueño huyera de los párpados de todos los que a aquellas horas dormían a pierna suelta en mi barrio”.
Todavía, a plena luz del día, escribió, los nervios estaban alterados por el tañido de las campanas y los fuegos artificiales, que acompañaban a la jornada de toros coleados y a las procesiones. Sin embargo, esperaba que en algún momento la celebración llegara a su final y la tranquilidad se recuperara. Pero constató que los eventos católicos estaban muy presentes, así que los cohetes y el repicar de campanas fuese frecuente. “Durante semanas enteras, me tocó vivir en medio de semejante bullicio, y nunca logré acostumbrarme, ni disfrutar de aquel sueño gustoso y profundo que Sancho ensalza como la mejor de las mantas”.
Sin embargo, a pesar de las incomodidades que estas festividades le produjeron agregó que tenían un atractivo para los extranjeros y los visitantes. Esto lo expresó porque, según su versión, el “bello sexo” se mostraba ataviado con indumentaria vistosa, tal como lo constató en la festividad en honor de Nuestra Señora de la Merced. “Para conceder entonces la manzana de oro a la Venus criolla, con preferencia a las demás beldades, tendría uno que poseer la parcialidad de un París, tan hermosos son los rostros que nos deslumbran bajo la coquetona mantilla, y tan graciosas aparecen las figuras que cruzan cimbreantes por las calles”. Ponderó que estos rostros, de mejillas sonrojadas y tez muy blanca, quizá su pudieran apreciar en otros lugares, “pero nunca tan rasgados ojos negros, dientes de tan alucinante blancura, talles tan esbeltos, pies y tobillos de tanta perfección, como los que posee la mujer venezolana”.
En lo referente a la devoción practicada por estas damas comentó “es cosa que debe descartarse enteramente”. Según su propia convicción, las mujeres salían a la calle “para que las miren”. Mientras los hombres “se reúnen en grupos en las gradas de la iglesia, o forman corro dentro de éstas, para mirar a las mujeres”. De los cuadros que había al interior de las iglesias dijo que no tenían ningún valor. Las imágenes que logró observar dentro de estos recintos le parecieron contrarias al sentido común, “dejando aparte lo que se refiere a la devoción”. En horas del mediodía se realizaban procesiones, encabezadas por eclesiásticos y soldados. “De cuando en cuando, alzan la hostia, y todo el mundo cae de rodillas. Se disparan fusiles y cohetes, y hasta el uso de petardos y buscapiés se considera como señal de devoción en semejantes ocasiones”.
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