Para finales del siglo XIX, ya no era necesario en la sociedad caraqueña, la presencia de los padres, ni de una dama de compañía, para que una joven pudiera recibir en su casa la visita de un amigo.
Venezuela la tierra donde siempre es verano muestra lo que su autor, William Eleroy Curtis (1850-1911), observó de Caracas y algunas regiones del país en las postrimerías del mandato gubernamental de Antonio Guzmán Blanco y la presidencia de Rojas Paúl. Esta crónica sirve para una aproximación a lo que la Venezuela del momento experimentaba a través de varios de los integrantes de la sociedad caraqueña. De los descendientes de españoles directos puso a la vista de sus potenciales lectores que conservaban algunas costumbres de antaño. Sin embargo, los viajes al exterior al lado del contacto con forasteros y la dinámica social de una antigua colonia española ofrecían atributos que Curtis precisó en su escrito.
Destacó que las rígidas costumbres de la antigua aristocracia española habían experimentado algunos cambios bajo el influjo de dinámicas modernas. Expuso como un ejemplo de estos cambios que años antes se consideraba impropio visitar a una dama de familia sin que estuvieran presentes sus progenitores o esposos. Constató que si alguna dama recibía la visita de un caballero en su casa a solas su reputación quedaba en entredicho. “Pero nada de eso rige ahora. Siempre se espera que los caballeros visiten a las esposas y a las hijas de sus amigos, y como nunca es oportuno hacerlo en días de negocios, se escogen los domingos por la tarde, cuando las señoras permanecen siempre en su casa para recibirlos”.
De igual manera sucedía si una joven recibía la visita de un joven caballero. Para el momento de la observación de Curtis ya no era imprescindible la presencia de los padres para recibir la visita y tampoco la presencia de una dama de compañía, sino que eran recibidos tal cual sucedía en los Estados Unidos, de acuerdo con sus anotaciones. “Antes solía ser necesario que un joven cortejara a su enamorada a través de su padre, pero hoy día se toma el asunto en sus propias manos y se ´sienta´ con su enamorada igual que lo haría en Massachusetts o en Illinois”.
Agregó que no era bien visto que una dama asistiera sin compañía al teatro o a otros lugares de diversión públicos, menos a bailes o fiestas ya que para ellos si requerían de una dama de compañía. Aunque durante el día podían caminar solas por la calle, “puede pasear con su prometido y llevarlo de compras con ella, y hasta podrían tomarse un helado si tuvieran una oportunidad”.
Puso a la vista de los lectores que en Caracas había sitios donde se podía beber una limonada. Indicó que se podía adquirir soda inglesa, aunque la servían caliente. De igual manera se conseguían artículos de consumo llamados helados. Para él no tenían el mismo gusto que los helados de su país y consistían en un poco de jugo de piña diluido y congelado en una copa de hielo. “Es flojo e insípido, pero a los nativos parece gustarle este tipo de cosas y gastan todo su dinero en saciar su apetito que merecería algo mejor, y los que han estado en Nueva York y han tomado soda y han comido helados, siempre hablan de esto como de uno de los encantos de la vida norteamericana”.
Escribió que las señoras caraqueñas recibían y dispensaban visitas, al igual que las de los Estados Unidos, a parientes y amigos. En sus casas se ofrecían bailes, ágapes, cenas, tés y veladas musicales, entre otros encuentros de “buen gusto” según dejó anotado. Aunque preparaban picnics al aire libre, preferían los encuentros bajo el techo de sus hogares. También las excursiones a las haciendas de café eran muy frecuentes. Según precisó Curtis, los encuentros en el momento de su estadía eran más fáciles de realizarse gracias a la comunicación telefónica. Uno de los sitios de preferencia era Antímano donde la temperatura era mucho más baja que la de Caracas, “y donde hay parques y huertos privados hermosamente dispuestos, embellecidos con plantas, flores y frutas tropicales”.
El general Antonio Guzmán Blanco ofrecía esplendidos agasajos en su mansión de Antímano, en la que pasaba algunas temporadas. Gracias a una ruta de ferrocarril se podía llegar rápidamente a ese lugar situado en las afueras de Caracas.
Los caraqueños de finales del siglo XIX se refrescaban con helados y limonadas. También con sodas, aunque las servían caliente.
A propósito de este lugar anotó que el general Antonio Guzmán Blanco poseía una gran mansión, en la que pasaba algunas temporadas y ofrecía espléndidos agasajos. Gracias a una ruta de ferrocarril de Caracas a Antímano hacía muy fácil el trayecto para llegar a su propiedad, así como el tránsito de carruajes era posible gracias al buen estado de la vía. De la casa que habitaba en Caracas señaló que era muy elegante. La describió como algo parecido a un vapor de cabotaje, con maderas doradas y filigranas, con paisajes y escenas domésticas estampadas en los entrepaños de las puertas y paredes de los salones. “Su comedor es uno de los más imponentes a los que he entrado alguna vez, pero lo arruina el hecho de que este decorado con tanta cursilería y con el despliegue de tanta porcelana china y vajillas de plata dispuestas sobre aparadores y repisas”.
Llamó su atención de manera especial la cantidad de retratos del mismo Guzmán Blanco a lo largo del salón. Comparó este afán de promoción de sí mismo con Catalina segunda de Rusia quien también tuvo a su servicio una gran cantidad de pintores y artistas para que estamparan sus imágenes en el lienzo. Aunque no era sólo en casa del Ilustre Americano que se podían ver sus retratos, porque en ministerios y oficinas públicas sucedía igual. También pudo apreciar como en casas particulares había retratos del mismo gobernante en las paredes de los salones de ellas. Sumó a su descripción que uno de los ornamentos más llamativos en la casa de Guzmán Blanco era un retrato, del tamaño natural, de James G. Blaine (1830-1893), congresista y secretario de estado estadounidense. Retrato que se había traído de una visita a Washington en 1884.
Por otra parte, de los periódicos en Venezuela expresó que no circulaban muchos en Venezuela. En Caracas observó que había cerca de media docena en circulación, “pero sólo tres o cuatro merecen llamarse por ese nombre”. De las publicaciones periódicas indicó que surgían en momentos de diatribas locales y que desaparecían cuando las disputas desaparecían. A ello agregó los que circulaban a la luz de campañas políticas. “Sus columnas aparecen atiborradas de los más bajos elogios para el hombre que los mantiene, argumentos en favor de su elección, una semblanza actual de su vida, esquelas anónimas o firmadas por sus amigos recomendándole ante los electores, arengas suyas aquí y allá, y otros artículos calculados para mantener en alto su popularidad y atraerle votos”.
Describió que cada aspirante propiciaba su propia publicación o también de amigos vinculados con el poder establecido. De estas publicaciones, que Curtis denominó “volantes pasajeros”, solo circulaban en tiempos de elecciones y de ganar el que los auspiciaba podían tener una existencia más duradera. Señaló que hacía poco tiempo no existía la prensa libre, pero al momento de su visita a Venezuela coincidió con la libertad de prensa. Esto fue posible gracias a la salida del poder de Guzmán Blanco. En este orden de ideas, se detuvo en uno de los medios impresos llamado El Diario de Caracas del que expresó había sido dirigido con gran “habilidad”.
La década final del siglo XIX verá surgir revistas y periódicos políticos y de interés general, en un ambiente de recobrada libertad de prensa. El Cojo Ilustrado será una de las publicaciones más importantes.
La pericia o táctica a la que hizo referencia era la de apoyar al gobernante de turno, tal como había acontecido con Guzmán Blanco en su momento. De este mismo impreso indicó que no recibía despachos cablegráficos, sino que se dedicaba a publicar unos cuantos telegramas que recibía de otros lugares de la república y que recogía de forma gratuita de envíos gubernamentales. De las cartas que se publicaban en él añadió que eran amenas y provenían de Europa y de diversos lugares del país. En el mismo impreso se daban a conocer asuntos relacionados con decretos presidenciales y relaciones de funcionarios del gobierno. Los editoriales iban en tres o cuatro columnas, al igual que las historias que aparecían en serie por cada edición. Del estilo de las crónicas que en él observó indicó que eran amenas y que no mostraban el intento de causar sensación. En lo referente a los ingresos monetarios que sustentaban su existencia expuso que los avisos publicitarios les generaban, a sus editores, buenos dividendos.
Enumeró las características de otros medios impresos como “El Pregonero” del que expresó que sus editoriales eran temerarios y eran escritos en un tono de gravedad. Otro impreso era El Liberal que mostraba noticias relacionadas con el mercado y asuntos propios de los intercambios comerciales. “En los periódicos se publica una buena cantidad de poemas inéditos, y con frecuencia, ensayos sobre los temas más abstrusos, así como debates políticos, sociales y teológicos. Los anuncios le resultarían graciosos a cualquier lector americano”.
Luego de reseñar algunos anuncios y obituarios dedicó unas líneas a lo que dio en llamar curiosas costumbres funerarias que, de acuerdo con su percepción, estuvieron presentes en los últimos años y ligadas con la herencia de los españoles. Expuso que los funerales que vio en Caracas se llevaban a cabo a la usanza de los de Estados Unidos. Sin embargo, si los difuntos provenían de la antigua prosapia borbónica la usanza tradicional era la que se imponía. En Caracas se veían las mayores innovaciones en las costumbres, no así en otras ciudades del país.
Describió que al morir una persona de cierta posición social, se acostumbraba que sus deudos distribuyeran tarjetas de participación e invitación para el sepelio. Las invitaciones se llevaban a casa de los invitados y el encargado de ello era un empleado de la agencia funeraria. “Estos mensajeros van de medias largas, calzones cortos, chaleco y casaca, toda de seda negra, y tricornios de los que cuelgan por detrás largas tiras de crespón. Esta lóbrega librea cobra cierta alegría cuando se le cose un cordón de plata sobre las costuras del pantalón, alrededor de las mangas de la casaca y del sombrero, y si el difunto es un niño, llevan corbata y guantes blancos, en vez de negros, y un chaleco blanco”.
Por otro lado, se seleccionaba entre los parientes más cercanos al difunto y sus más íntimos amigos para los servicios que se llevaban a cabo en las casas. Mientras que la invitación de los que iban para la iglesia era de un mayor número. Cuando finalizaba la ceremonia en la casa, se tenía la costumbre de escoger a alguna persona, por lo general hombres, para que ofreciera un testimonio escrito a favor de la memoria del difunto. Luego de haber sido leído ante los concurrentes se doblaba y se depositaba en el ataúd antes de ser cerrado de manera definitiva. Describió que el cadáver era luego trasladado hasta la iglesia, donde se oficiaba una misa, y de ahí pasaban al cementerio. Indicó que las personas que habían sido invitadas a la casa volvían, después del sepelio, al mismo lugar para disfrutar de un almuerzo o cena que era acompañada de vinos y otras complacencias.
Durante los diez días siguientes era usual que los asistentes al funeral se acercaran a dar sus condolencias a la viuda o viudo junto con sus hijos. Sobre los cementerios describió que estaban rodeados de altos muros. El lugar donde se depositaban los ataúdes los comparó con palomares muy grandes. Eran lugares que se alquilaban por un período de un año o se podían adquirir como morada definitiva. Existía, igualmente, un cementerio para personas de menor poder económico, donde existía una fosa común denominada El Carnero. Al final anotó el nombre del cementerio, con curiosidad y gracia, llamado El Paraíso.
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