En 1863, tras la culminación de la Guerra Federal, el nuevo gobierno se encontró con un país en la bancarrota, por lo que tenía la apremiante necesidad de resolver la situación fiscal, la deuda pública y cumplir con las obligaciones internacionales vencidas y por vencerse. Ante esto, el vicepresidente de la República, general Antonio Guzmán Blanco, inició gestiones para conseguir para conseguir un empréstito. Con esa misión viajó a Inglaterra donde firmó un convenio con la Compañía General de Crédito y Finanzas de Londres, que de inmediato envió a Venezuela un representante para que se encargara de conseguir las garantías necesarias para dicho préstamo. Es así como, en octubre de 1864, llega al país Edward Eastwick (1814-1883), quien visitará La Guaira, Caracas, Puerto Cabello y Valencia. Sus impresiones de ese viaje fueron publicadas originalmente en la revista literaria londinense All the Year Round, en 1866. Posteriormente, en 1868, se publicarían en forma de libro bajo el título: Sketches of Life in a South American Republic (Bosquejos de la vida en una República sudamericana).
Allí, luego de escribir sus impresiones acerca de lo que vio como manifestaciones de devoción religiosa, observación a partir de la cual puso en duda la sinceridad de las damas que participaban en el acto litúrgico, Eastwick presentó una comparación de lo visto en Caracas frente a lo visualizado por él en regiones de la India. Al respecto señaló: “me acordaba yo de la India y de las procesiones de Durga y Krishnah. En realidad, los yátrostsavahs del Indostán y las fiestas de la América del Sur, presentan un origen común”.
De acuerdo con su particular visión, estas fiestas constituían el desahogo de “un pueblo perezoso, y sirven de pretexto para ostentar lujosos atavíos, holgazanear y entregarse al juego y al amor”. De igual manera, escribió haber sido informado que en Santiago las chicas enviaban cartas a la Virgen, “algunas piden maridos y novios, y otras trajes de baile y pianos; y, por increíble que parezca, las peticiones son contestadas y aun atendidas en aquellos casos en que se considera político hacerlo”.
Más adelante, escribió que el paraje sobre el cual se sostenía Caracas “merecería la predilección de un monarca oriental”. La comparación a la que recurrió fue la de Teherán, capital de Persia, hoy Irán, además de lo expresado con anterioridad, por mostrar otra semejanza relacionada con las vías de acceso desde otros lugares del país. A lo que de inmediato agregó, “unas cuantas baterías certeramente emplazadas, podría impedirse por completo que ningún enemigo procedente de la costa se acercara a Caracas”. En cuanto a esta aseveración sumó que sólo los ingleses podrían romper esa barrera, tal como había sucedido en el siglo XVI con Francis Drake.
Luego de relatar algunos pormenores del pirata inglés en Caracas, aseveró que Caracas era de acceso difícil, en especial si se entraba desde La Guaira y el mar que le sirve de lindero. En cambio, desde la parte sur el ingreso a ella era menos tortuoso. Rememoró que algunos autores criticaran el que Caracas se hubiese edificado en el lugar actual y no en los lados que daban hacia el Este, cercano al “villorrio” de Chacao. Uno de los que se había preguntado por qué razón la capital de Venezuela se había emplazado en el terreno que ocupaba, desde el siglo XVI, y no hacia los lados de Chacao donde los terrenos eran más planos y con cercanía lacustre que podía permitir el despliegue de una ciudad en ellos, fue Alejandro de Humboldt. De éste, Eastwick citó una de sus aseveraciones respecto a las desventajas de Caracas frente al interior del país. “A causa de la situación de las otras provincias, Caracas no podrá ejercer nunca una poderosa influencia política sobre las regiones de que es la capital”.
A Eastwick le cautivó el “Ferrocarril del Este”, que estaba situado a una corta distancia del centro de la ciudad.
Contó que había conocido Caracas y sus alrededores gracias a las nuevas cabalgaduras que a diario le ofrecían “para que saliese a pasear por la mañana y por la tarde”. De los caballos que montó en Caracas expresó que eran briosos y de buena anatomía, pero pequeños, y los comparó con jacas o yegua de poca altura, “a no ser por sus pretensiones y airecillo altanero que – preciso es reconocerlo – saben justificar a veces con brillantes hazañas, pues demuestran gran valentía cuando se trata de conducir a su jinete a la batalla, o cuando se les utiliza para dar muerte a toros embravecidos y de corpulencia dos veces superior a la de ellos”.
En su relató indicó que su primer paseo por la ciudad fue hacia el lado este, para Petare, “aldea de cierta importancia situada a unas siete millas de Caracas”. El trayecto que transitó lo describió como sigue. Al salir del hotel donde se hospedaba, el Saint Amande, se encontró con la Gran plaza, “donde hay mercado todos los días”. De los edificios que observó a su alrededor llegó a decir que eran de baja altura. No así el palacio de gobierno y la Catedral. De esta última añadió que no encontró nada digno de ser destacado, “a no ser la tumba de Bolívar, que es de mármol blanco, y esculpida con muy buen gusto”.
De esta última señaló “El Libertador aparece de pie, en su uniforme de general, y a sus plantas se ven tres figuras femeninas que representan – según creo – las tres naciones que a él deben su libertad”. En este sentido indicó que al contemplar el monumento, erigido en honor a Bolívar, le estimuló el recuerdo de palabras estampadas en las Sagradas Escrituras: “Pidió pan, y le dieron una piedra. En efecto, Bolívar – cuyas cenizas son tan veneradas en la capital de su ciudad nativa – murió en el destierro, muy lejos de aquí y en medio de la mayor miseria”.
En su paseo por la ciudad, a pocos metros de la catedral, encontró un teatro. A propósito de esta experiencia anotó que las cosas habían cambiado algo después de la visita de Humboldt y de sus anotaciones acerca de Caracas.
El teatro que vio el naturalista alemán estaba desprovisto de un techo, ahora, el que observó Eastwick, había dejado de estar a la intemperie. “Durante mi permanencia allí, no había compañía de ópera; y las piezas que se representaban eran, por lo general, tediosas tragedias en las que todos los personajes iban siendo asesinados uno tras otro, lo que al parecer causaba gran satisfacción entre los espectadores”.
Más lejos de la catedral, al cruzar un puente, observó dos “excelentes” plantaciones de café. Se mostró maravillado por el paisaje que estaba frente a sus ojos, al mirar un valle con campos bien labrados. Sin embargo, lo que más cautivó su mirada fue el “Ferrocarril del Este”, el que estaba situado a una corta distancia del puente que había cruzado. “Me bajé del caballo para inspeccionar la estación, pero como ésta se hallaba completamente desierta, tuve que trepar por una cerca de quince pies de altura para entrar en ella”. Anotó que los rieles se encontraban cubiertos de maleza, así como las locomotoras y los vagones, “tristes emblemas del sopor en que ha caído la empresa, y del cual parece dudoso que pueda despertar alguna vez”.
Ya en Petare llegó a una posada que estaba ocupada por bastantes personas, allí observó a la gente que fumaba y jugaba billar, el villorrio, como calificó a esta localidad ofrecía una dinámica de prosperidad mayor a la que él se había imaginado. “Hay unas quinientas casas en la aldea, y muy bellas fincas en sus inmediaciones. Sin embargo, jamás podría contarse con el tráfico suficiente para resarcirse del desembolso que ocasionaría la construcción de un ferrocarril, a menos que la línea fuese continuada hasta Valencia”.
Su otra excursión fue para el lado norte, en las faldas del cerro Ávila. Describió una ciudad, visualizada desde este lugar, en forma de cuadrado con largas calles paralelas que se cruzaban de norte a sur, y con una plaza principal, lugar éste donde funcionaba el mercado justo en la parte del centro. Se sorprendió, al estar situado en la parte noreste, de los estragos que había causado el terremoto de 1812. “Ni una sola casa parece haber escapado, y aunque algunas han sido restauradas, las señales del desastre son aparentes por donde quiera, y todavía se ven sin remover muchas hileras de escombros”.
Puso a la vista de sus potenciales lectores lo que le había relatado un Mayor del ejército de aquel año y que aún estaba con vida. Luego de describir el evento telúrico agregó que las personas quedaron aterrorizadas y que no pudieron regresar a sus actividades habituales, se dedicaron a la oración y al ejercicio de ceremonias religiosas. “Muchas parejas que venían llevando vida concubinaria, se casaron a toda prisa, y quienes habían cometido fraude restituyeron lo mal habido, sobrecogidos por los horrores de aquel espantoso día, y temerosos de que se repitieran”.
En su excursión al cerro el Ávila llegó a observar algunas casas, en especial una denominada El Paraíso que había sido propiedad de un representante del gobierno británico. Indicó que le llamó la atención el cementerio católico del que se decía era el más hermoso de Suramérica. “Está situado en una elevación de terreno, y es espléndido el panorama que desde allí se domina. Su característica más singular es que los altos muros están revestidos en su parte interior, por una especie de casillero gigantesco. Cada compartimiento… se utiliza para depositar en ellos los ataúdes. A todo el que pueda pagar los derechos respectivos, montantes a treinta y cinco pesos, se le concede el privilegio de colocar la urna del pariente muerto en uno de estos receptáculos durante tres años… Al cumplirse los tres años, se sacan los ataúdes; y, en caso que así lo desee la familia, se la entregan a ésta los restos del difunto. De lo contrario, los arrojan a una gran fosa, llamada el carnero”.
Unos kilómetros más allá de este cementerio se acercó a un terreno en el que se encontraban sepultados cadáveres de personas que habían muerto a causa de un brote de cólera. De acuerdo con información recabada escribió que había sido tal la cantidad de fallecidos que hubo la necesidad de utilizar este terreno para darles cristiana sepultura a las víctimas de esta epidemia. “Tanto el cementerio inglés como el alemán se encuentran ubicados en las inmediaciones de la ciudad, en la parte sur, y son sitios de mísero aspecto en comparación con el camposanto católico”.
De la parte norte de la ciudad agregó que lo que había llamado su atención era la denominada “La Toma”, reservorio desde el cual se abastecía de agua a la ciudad capital. “Se halla situada en un barranco cubierto de espeso boscaje… En este paraje se requiere andar con mucha cautela, pues a causa de lo denso de la espesura y de lo escasamente frecuentado del lugar, las culebras abundan en cantidades increíbles. Me aseguraron que, en una pequeña terraza rocosa, desnuda de vegetación, se podían ver algunas veces cuarenta o cincuenta serpientes de cascabel y de otras especies tomando el sol. Con semejantes protectores, parece que fuese innecesaria la presencia de guardianes humanos”.
Sin embargo cerca de la caja de agua vivía un inspector y su familia. La esposa de éste, junto a una hija, confeccionaba sandalias. Ella le informó a Eastwick que podía terminar dos docenas al cabo de un día. También le dijo que por dos docenas le pagaban seis pesos y medio, es decir una libra esterlina aproximadamente. “Este es apenas un ejemplo, entre los muchos que vi, de los precios enormemente altos a que se paga el trabajo en Venezuela”.
En su excursión decidió no trasladarse al lado oeste de Caracas, por donde ya había pasado cuando llegó a La Guaira. No obstante, resolvió practicar una caminata por el cerro El Calvario. De este lugar destacó su importancia como valor histórico por haber sido escenario de una batalla en 1821.
Del lado sur de la ciudad escribió que existía un excelente camino, construido por un ingeniero europeo, que conducía al pueblo de Los Teques. Lugar del que recordó la existencia de minas de oro y que atrajeron la atención de los conquistadores españoles.
0 comentarios