En la Caracas de comienzos del siglo XIX, se perdían cosechas de tabaco por la falta de mano de obra.
Sir John Hawkshaw (1811-1891) estuvo en Venezuela entre 1832 y 1834, con el cargo para trabajar en las conocidas minas de cobre que habían pertenecido al Libertador, Simón Bolívar, contratado por la Asociación Minera de Aroa. De su experiencia en Venezuela redactó un texto titulado Reminiscencias de Sudamérica. Dos años y medio de residencia en Venezuela el cual fue publicado en Londres durante 1838 por la imprenta Jackson y Walford. Su breve estadía le permitió visitar algunos lugares de Venezuela en un momento crucial. Llegó a este territorio en pleno desarrollo de la edificación republicana. En esta ocasión haré referencia a sus consideraciones sobre la población del país. Si bien ellas tienen que ver con Caracas no dejó de considerar lo que observó en otros lugares del país.
En lo atinente al número de pobladores de esta comarca señaló que era imposible ofrecer una cifra precisa. Sin embargo, añadió que los habitantes del territorio eran menos de los que había antes de la Revolución de Independencia. Contó haber presenciado la pérdida de cosechas de tabaco por la falta de mano de obra.
En las minas era menor el impacto respecto a la carencia de trabajadores porque en ellas los salarios eran más atractivos. Escribió que desde el gobierno nacional se estaban realizando esfuerzos para superar esta situación. Contó que la administración gubernamental había realizado algunas reformas legales para permitir el ingreso de inmigrantes de cultos diferentes al católico.
Observó que la población “consiste en blancos, que pueden dividirse en dos clases: los que han nacido en Europa y los nacidos en el país; indios, o aborígenes, que, en su forma pura, constituyen una muy pequeña parte de la comunidad; y negros, algunos de los cuales fueron importados por los españoles, y algunos que habían venido de la isla de San Domingo, y escapados de las otras islas vecinas”. No obstante, la mayor proporción de los ocupantes del territorio venezolano eran de “raza mezclada de negro, indio y español”. Escribió que de éstos había una gama de matices “desde el bronce oscuro del zambo, hasta los más claros tonos del mulato y el mestizo”. A su vez, expresó que de estos grupos estaban surgiendo nuevas mezclas “de piel más clara que los aborígenes, de más fuerte contextura, y de mayor actividad mental”.
De acuerdo con sus observaciones más de la mitad de la población tenía estas características, muy distinta a la “raza pálida amarillenta”. “Raza” que, de acuerdo con sus términos, podría ser la futura de Sudamérica. “Mucho dependerá del número y el origen de los inmigrantes que lleguen a estas playas. Si una gran proporción de éstos fueran blancos, sus razas de color se harían más claras; pero por ahora parecería que estos países no atraen mucho al hombre blanco”. En este sentido, reflexionó acerca del descendiente de africano y sus potencialidades mentales e intelectuales. Dijo al respecto que al cabo de tres años tuvo la oportunidad de estudiar el carácter de “los hombres de color y sus matices, desde el más leve tinte hasta el más oscuro ébano, y sólo pude llegar a la conclusión de que el despreciado africano era tan capaz de elevarse, por medio de la cultura mental, a la cátedra del Profesor”.
Dicho esto escribió que en Venezuela los más altos cargos estaban dispuestos para “hombres de color”. De esta manera, puso a la vista del lector el caso de José Antonio Páez como uno de sus ejemplos. “En este país, por tanto, el negro no sufre por los prejuicios; y si es libre, toma inmediatamente su sitio tan alto en la escala social como su capacidad e inteligencia se lo permitan”. A esta aseveración agregó otra que no deja de ser atrevida para los tiempos que experimentamos. Así como el negro, según sus propias palabras, “tiene mayor fuerza física, también me pareció que tenía mayor vigor mental que el indio”. No se mostró exagerado ni fuera de tono al hacer estas consideraciones. Agregó que uno de los grandes inconvenientes con los que se tropezaban los negros era el de haber sido sometidos a siglos de esclavitud. Atribuyó a esta circunstancia las debilidades del desarrollo intelectual que mostraban respecto a otros grupos étnicos.
Los caraqueños son pocos dados a reunirse en sus propias casas y prefieren encuentros en el teatro, el salón de bailes, el salón de billares o en las corridas de toros.
Hawkshaw gustaba de las generalizaciones. Así como escribía acerca de los sudamericanos lo equivalía con los venezolanos y los caraqueños. De éstos expresó que sus “maneras” guardaban cierto grado de similitud con la de los españoles, “teñidos como están, más o menos, del tipo de orgullo que se llama castellano; hasta los peones están imbuidos de eso”. Sumó que al orgullo heredado de los españoles se había agregado el que surgió en conjunto con la edificación republicana. Según él, los oriundos del país mostraban cortesía en el trato, “hasta los más pobres obreros, y en su porte y andar son más naturales y elegantes que mis propios paisanos”.
Por lo que experimentó, eran pocos dados a reunirse en sus propias casas y preferían encuentros en el teatro, el salón de bailes, el salón de billares o en las corridas de toros. De los sectores más adinerados dijo que eran poco ostentosos en sus casas y en su forma de llevar la vida, las que vio como sobrias y frugales. “Ni la ciencia ni la literatura tienen muchos cultivadores, ya que hay demasiada indolencia en las costumbres de la comunidad para entusiasmarse por el estudio o por cualquier cosa que exija una atenta aplicación mental”.
De los extranjeros observó que los nacionales mostraban celos hacia ellos de forma considerable. Atribuyó esta actitud a que los extranjeros, o la mayoría de ellos, controlaban los grandes comercios y eran los más adinerados. La razón de que comerciantes ingleses, alemanes y estadounidenses se ligaran entre sí se debía a los recelos que los venezolanos les mostraban. “Aparte de la falta de cordialidad con otras naciones, los venezolanos no han aprendido aún a disfrutar de las reuniones sociales, y no han adquirido la facultad… de apreciar una buena comida”.
De las mujeres vio que eran muy caseras y que poco salían de sus casas, “y en cuanto se refiere al cultivo de sus mentes, muy abandonadas”. La mayoría de ellas sabían ejecutar el arpa española y algunas tocaban el piano, “y como los pinzones reales, a quienes se alimenta y se les enseña a cantar, se les considera suficientemente logradas para el tipo de jaulas que ocupan”. Además agrego que bailaban, al igual que todos los venezolanos, con donaire, pero para él eran cosas superficiales porque “en todas las demás virtudes más substanciales son lamentablemente deficientes”. Anotó que las mujeres de estos lares caminaban mejor que las inglesas, “pero esto proviene, en alto grado, de que tienen menos afanes: nunca tienen prisa, y este es un país de poco ajetreo. Nunca se ven personas apresuradas, andando como si en ello les fuera la vida: en efecto no hay ocasión para ello. Su porte, por tanto, es el que pueden adquirir personas que caminan por caminar, no con el propósito de llegar a algún sitio a una hora precisa”.
En cuanto a la indumentaria anotó que no había exhibición de trajes y que era usual observar el uso de peinetas de carey, “de las más costosas, talladas y trabajadas con primor”, largos velos de color negro, que cubrían la cabeza y casi todo el cuerpo, el uso de “zapatos de satén, y medias que revelan mucha labor”. Los hombres a caballo utilizaban espuelas labradas con plata, “y no es raro ver una espuela de plata colocada en un pie descalzo”. Observó a mujeres de “clase baja” que colgaban en su cuello cuerdas que pendían tres o cuatros pequeñas monedas de oro. De igual manera, constató que prestaban mucho cuidado al cabello y, por lo general, lo trenzaban de diversas formas, “y que es tan largo, que cuando se suelta llega casi al suelo”.
Según John Hawkshaw, las mujeres caraqueñas que eran muy caseras y salían poco de sus casas, “y en cuanto se refiere al cultivo de sus mentes, muy abandonadas”.
Por las calles que recorrió confesó no haber presenciado hombres en estado de embriaguez. Pero si actividades lúdicas, por ello escribió: “lo que yo consideraría el pecado nacional es el juego”. Según observó, era esta una propensión generalizada en todos los sectores sociales. Dijo haber presenciado cómo trabajadores perdían lo ganado en tres meses de trabajo en una partida de dados, sin que mostraran pena por ello. Al día siguiente volvían a la faena, recibían nueva paga y retornaban al juego que practicaban sin cesar.
Si en los sectores de mayores posibilidades económicas los bailes eran poco frecuentes, no sucedía igual con los grupos de escasos recursos económicos que montaban bailes denominados fandango. El vicio del cigarrillo estaba muy extendido, “hasta las mujeres de las clases bajas lo hacen”. Por otro lado, le sorprendió que los habitantes del territorio se recuperaran de dolencias físicas con extrema rapidez y que mostraran crueldad entre ellos mismos y al sacrificar animales para ser consumidos como alimento. “A veces nuestros sirvientes eran sorprendidos cortando las patas de las gallinas mientras estaban vivas, o comenzaban a desplumarlas antes de estar muertas”. Llegó a escribir que esta manera cruel la practicaban “por puro deporte”.
De los peones observó que llevaban navajas, las que utilizaban en las peleas entre ellos pero sin llegar a provocar la muerte del contrario. Delineó haber presenciado la decadencia del catolicismo, aunque en el calendario nacional había gran cantidad de fiestas. Según percibió “la religión hace tiempo ha desaparecido”. Sin embargo, lo que precisó como un mal hábito que se mantuvo eran “aquellas partes del ceremonial que tenían afinidad con su indolencia, o que ahogaban sus conciencias, eran mantenidas por muchos”.
Respecto a los matrimonios, bendecidos sacramente, eran escasos, en especial fuera de Caracas por falta de curas, según estampó Hawkshaw.
“Pero la causa es también, en alto grado, por lo que los curas cobran por realizar el rito, junto con la baja estima en que la ceremonia del matrimonio se tiene, y la gran inmoralidad que prevalece”.
Con cierta sorpresa escribió no haber visto personas con “deformidades”. Para dar vigor a esta aseveración citó a Humboldt quien había dicho que las personas de “raza más oscura estaban libres de deformidades”. Aunque se mostró en desacuerdo porque en “épocas más rudas las razas más blancas de la humanidad estarían igualmente libres de deformidades”.
Agregó que era de gran utilidad reseñar el trato que daban a los niños. Su descripción va como sigue: en primer lugar, escribió, no les colocaban fajas, ni los “fastidiaban” con ropaje de ninguna clase “por los primeros dos o tres años”. A los pequeños se les colocaba en el piso, o en esteras, con lo que se podían mover a placer. Así se les mantenía hasta que pudieran moverse por sí solos y mantenerse de pie. La forma de llevarlos cargados llamó su atención porque se les permitía estar erguidos a diferencia de los ingleses que llevaban los niños “encogidos”.
Anotó haber presenciado personas que tenían loros que no estaban encerrados en jaulas. En las cercanías del mar presenció niños que se sumergían en la aguas del mar, propio de los climas cálidos, y se convertían en grandes nadadores.
Finalmente, escribió que su percepción de la moral del pueblo, en general era poco favorable. “Son crueles y licenciosos, aunque esto deja de sorprender cuando consideramos cuán poco se ha hecho por ellos. Han tenido una religión consistente solamente en ritos supersticiosos, administrados por curas sensuales, y sus mentes han sido dejadas casi tan sin cultivar como las selvas de su vasto país. Pocos saben leer; aun menos, escribir: y se les ha dejado, por parte de aquellos que debían haber sido sus maestros, seguir los dictados de sus malas pasiones, ayudados por malos ejemplos”.
La situación de los iletrados estaba tan presente que muchos de los jueces de paz no sabían leer ni escribir. Aunque contaban con “buenas leyes, imitadas de los estadounidenses” su aplicación no era efectiva.
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