Yo me hice comerciante porque tenía hambre –dice reflexionando este hombre notable que hizo una de las mayores fortunas del país.
Interesante entrevista-reportaje con el científico y empresario William H. Phelps, realizada por Julio Navarro y publicada en la edición N° 926 de la revista Élite, de fecha 3 de julio de 1943, en la que ofrece interesantísimos detalles de su exitosa trayectoria en Venezuela.
El señor Phelps, quien nació en Nueva York el 14 de junio de 1875, visitó nuestro país por primera vez, a la edad de 21 años, en 1896, mientras elaboraba su tesis doctoral de la Universidad de Harvard. En ese primer viaje se dedicó a la recolección de datos sobre la variedad de aves que habitaban el cerro Turimiquire, en el estado Monagas.
En 1897 regresó a Venezuela y se hizo residente de nuestro país. Continuó con sus estudios científicos en materia de ornitología, los cuales alternó con el oficio comercial.
El mencionado trabajo periodístico de la revista Élite fue publicado cuando Mr. Phelps contaba 68 años de edad, estaba retirado de sus actividades empresariales y se dedicaba a darle los últimos toques a su largo trabajo sobre las aves en Venezuela, recopilación detallada de más de un centenar de expediciones por diversos lugares del país, para clasificar la más variada colección ornitológica.
Entre otras anécdotas de su prolífica actividad profesional, revela que a principios del siglo XX laboró como corresponsal en Caracas del diario New York Herald y como agente de la marca de automóviles Ford marcó exitosa actividad al introducir el novedoso sistema de venta por cuotas.
El señor William H. Phelps falleció en Caracas, a la edad de 90 años, el 9 de diciembre de 1965. Seguidamente ofrecemos la transcripción de la entrevista-reportaje con quien en diciembre de 1930 fundó la emisora radial YV1BC Broadcasting Caracas, primera estación radial privada de Venezuela.
VIDA EJEMPLAR DE WILLIAM H. PHELPS
–Yo me hice comerciante porque tenía hambre –dice reflexionando este hombre notable que hizo una de las mayores fortunas del país; que lanzó a nuestras gentes por primera vez en automóvil cuesta abajo –tardamos varios años en lograr que los carros subieran las pendiente, nos dijo más adelante en el curso de la conversación; –que estableció el sábado inglés entre nosotros; que inició en Venezuela y en el mundo el sistema de venta de automóviles a cuotas; que estableció la primera caja de ahorros para sus empleados y que dio un impulso enorme al comercio del país.
Mr. William H. Phelps agrega inmediatamente, como si fuera parte de una misma sentencia, como si fuera algo indisoluble:
–Sin embargo, han sido los pájaros lo que siempre me ha interesado. Vine a hacer plata para dedicarme luego a mi verdadera inclinación. Creí que dos o tres años bastarían para mi propósito; pero tuve que esperar largo tiempo. Desde julio de 1897 en que llegué a Venezuela. ¡Cuarenta y seis años!
¡El comercio y las aves! Ahí, como en una parábola de los tiempos modernos, quedaban sintetizados los elementos esenciales de la vida de este pionero de la ciencia y de la acción, cuya existencia llena de sacrificios, inquietudes y perseverancia, serviría de tema para una biografía magnífica y aleccionadora que, al estilo norteamericano, debería titularse: “De la nada a millonario”.
El comercio y las aves. Nada de esto tiene valor por sí mismo. La teoría de la utilidad marginal y la ornitología, desde un diván, sobre una terraza que da a un rincón umbrío del jardín o desde la columna de un periódico, constituyen abstracciones desconcertantes. Superfluas.
No es posible detener el vuelo del pájaro, dejarlo suspendido en el vacío para capturarlo más tarde, ni se asientan los libros de contabilidad con frases de propaganda: “No hay hogar feliz sin frigidaire o siga el desarrollo de la guerra con un radio X”.
Es necesario seguir el vuelo del ave y es necesario, por otra parte, obtener la mercancía, convencer al público de su utilidad, dar facilidades de pago, vencer al rival, luchar. La vida es todo lo contrario de la abstracción. Es inquietud, esfuerzo constante, noches en vela, es quizá, como en este caso del comercio y las aves, de la plusvalía y ornitología, paradoja.
La vida es realidad. Y la vida de este norteamericano notable, figura noble, erguida, de guedeja blanca que parte irregularmente su frente amplia, rostro de ojos vivos e inquietos –escrutadores– y nariz afilada que sugiere perfiles de águila, está hecha de realidades extraordinarias.
El hombre de ciencia
–¿Usted cree que puede interesarle a alguien esa entrevista que me pide? –pregunta después de recibirme e invitarme a sentar en el cuarto de trabajo de su museo particular, construido a prueba de humedad e incendios, en un ángulo tupido, frondoso de su extenso parque.
–Estoy seguro.
Una perrita extravagante, ladra agudamente desde un rincón. Su cabeza es delgada, de largo pelo blanco. Los ojos rojizos le asoman tímidamente entre los rizos ofreciendo una divertida interpretación de señora de edad con gorro de dormir.
–¡Está bueno! !está bueno! –reprende su amo para calmarla. Se acerca. La toma delicadamente sujetándola bajo el brazo, como un paquete, la lleva hasta una mesa distante en la que aparece un mullido almohadón y un teléfono y la abandona. Luego me hace una seña invitándome a entrar en lo que viene a ser un recinto sagrado: las naves del museo donde miles de pajarillos de brillante color y extraña contextura duermen un sueño de alcanfor.
Phelps fue el fundador de El Almacén Americano, uno de las tiendas más importantes del país, donde también comenzó a venderse automóviles Ford, en 1911.
Mr. William H. Phielps sintió desde su infancia una fuerte inclinación por la vida de las aves. En la Universidad de Harvard se dedicó con ahínco al estudio de la zoología y, especialmente, de la ornitología. Fue eso lo que le trajo a Venezuela, según nos va refiriendo entre el abrir y cerrar de sus grandes arcas de plumas. Formaba parte de una comisión científica dirigida a Maturín para estudiar especies desconocidas. Además de naturalista, Mr. Phelps era un gran observador de las cosas de los hombres. Nadie sabría decir qué le impresionó más: si la riqueza de nuestra fauna, el tornasol de nuestros pajarillos o las posibilidades comerciales de esta inmensidad terrestre.
Su viaje como naturalista encierra una doble o triple importancia. Si se contara cómo estancia en el país el tiempo de su expedición, indiscutiblemente sería el residente norteamericano más antiguo en Venezuela; pero si no es así, si solo se toma en cuenta la fecha de su llegada como residente, un año después, en julio de 1897, habría perdido ese rivalizado lugar a manos de Mr. Rudolph Dolge. En uno u en otro caso es siempre el norteamericano más rico residente entre nosotros.
–Hay pájaros que sólo se encuentran, en el mundo, en un cerro, –exclama con énfasis, haciendo resaltar lo extraordinario del estudio y de la empresa, mientras con el dedo índice señala una mancha oscura en la sierra Roraima y luego otra sobre el Auyantepuy.
Cada una de esas expediciones obtiene, generalmente, diez o quince especies nuevas. En un catálogo general se anota su entrada. Luego, una vez determinada la especie, se llena una ficha que lleva un cuadrito de color, determinado, según que la especie haya sido clasificada o no, o que sus subespecies aparezcan claramente fijadas. En este caso, o en el de no determinación, se envían los ejemplares al museo ornitológico norteamericano para su estudio comparativo.
El descubrir una especie nueva constituye una emoción difícil de expresar. Las alas rígidas de esas nuevas especies originan un revuelo en el mundo científico. Varios números de un folleto titulado “American Museum Novitates” que aparece sobre la mesa de trabajo, hablan de las nuevas especies descubiertas por este hombre de ciencia.
Un tesoro bien guardado
Tres, cuatro vueltas. Comienza a girar la rueda del complicado mecanismo. Primero a la izquierda. Otra vuelta. Ahora a la derecha. Finalmente tira de una manivela y se abre la caja de caudales. Del fondo extrae dos gruesos volúmenes. Uno se titula “Icones Aviv Mon”. Es el primer volumen sobre ornitología publicado en el mundo. La fecha de edición es de 1560. Su autor es Conradus Gernerv. El otro de los libros, en inglés, lleva por título “A Natural History of Birds”. Es mucho más moderno. Está impreso en 1750.
Sentado en un sofá situado en una galería cerrada con tela metálica, al fondo del museo, examina con verdadera fruición las obras ante nuestros ojos. No nos permite tener los libros en nuestras manos ni aún tocar sus hojas. De vez en cuando se detiene ante una lámina y nos da una explicación. Transcurre un momento de vacilación y nos revela algo sobre su tesoro.
–Quizás los colores hayan sido dados a mano posteriormente.
A mí no me parecen ni muy brillantes ni muy acertados. Al fin, exclamó.
–Bien pudiera ser.
Mr. Phelps parece no recibir con agrado aquella opinión de un profano, aunque corrobora su aserto, y replica vivamente:
–Bueno, yo no sé. Puede ser así o quizá no. Yo no sé. Yo no sé.
Se produce un silencio que viene a convertirse en intermedio político.
–El libro me lo regaló mi yerno, Pierre Cot, ministro francés que ocupó varias carteras. Fue ministro de Aviación del gobierno de Daladier. Pierre –agrega– fue siempre contrario a la colaboración o a la política de apaciguamiento del Eje. Renunció cuando esa tendencia se hacía demasiado manifiesta en el premier francés. Cot perteneció al Frente Popular y es, quizás, uno de los políticos galos que más odia a Hitler.
De las cosas terrenas pasamos a las divinas. Al “A Natural History of Birds”, el otro de sus valiosos volúmenes. Un curioso libro publicado por entregas, cada una de las cuales va dedicada a una figura notable. La dedicatoria viene a contribuir al pago de la edición. La entrega que guarda Mr. Phelps tiene la dedicatoria más extraordinaria aparecida en libro alguno: “A Dios, el Único, el Omnisciente, el Omnipotente. . .” Mientras leo noto cómo se esboza una sonrisa en mi interlocutor, que al fin exclama:
–¿No le parece que le echa una pila de flores?
Transcurren unos segundos y le pregunto:
–¿Cuál es su idea de Dios?
–¡Ah, no no! Yo no me voy a zumbar con eso –exclama en perfecto criollo.
William Phelps fundó en 1930 la emisora YB1BC Broadcasting Caracas, que posteriormente pasó a llamarse Radio Caracas Radio.
El hombre de empresa
Es una sensación topográfica. El mundo, para la mayoría, es una pendiente; escarpada: cuesta arriba. Más para los fabricantes de automóviles y sus agentes o quizás mejor para Williams H. Phelps comenzó siendo cuesta abajo. Al menos, según nos confiesa ahora, ese fue su sistema de venta en un principio. El vehículo diabólico era colocado al extremo de las pendientes en aquel rellano, frente al local de la empresa, entonces situada en lo que es hoy el Royal Bank. Ante las ruedas del Ford se extendía un largo camino en bajada: Camejo, Santa Teresa, Cipreses. Era todo un descenso hasta la misma orilla del Guaire.
¿Qué artefacto con ruedas no marcharía en estas condiciones? Sin embargo, existía una dificultad. Convencer al candidato a subir al aparato infernal. Obtenido esto, todo lo que había que hacer era quitarle los frenos y dominar el vértigo de la velocidad hasta llegar al último trozo en vertiente en que indefectiblemente, el agente de automóviles repetía la misma frase después de levantar el asiento delantero y destapar el tapón del depósito de gasolina, colocándose de modo hábil para que el presunto candidato no se diera cuenta del engaño: “Se nos acabó la gasolina”.
Eso era en 1908 y este norteamericano notable que había de pasar a ocupar una de las posiciones económicas más fuertes del país, residía aquí desde hacía varios años. Cabía por tanto preguntarse: ¿qué ha sido antes, el Ford o los pájaros? La respuesta, la respuesta personal de William H. Phelps está henchida de sabiduría. Ni sacrificó su ambición ni dejó de percatarse que para realizar ésta es necesaria una base práctica. La existencia es imaginación, ilusiones, proyectos, ambiciones y unos dólares en el banco.
–¿El Ford o los pájaros?
–¡El paludismo!
Los primeros seis años había sido un morirse de fiebre en el interior, sosteniéndose difícilmente con la pequeña utilidad de una máquina para beneficiar café. Existía un factor con el que nuestro hombre parecía no haber contado: ¡el clima! Por aquel entonces no existía defensa. La alternativa era cruel: o regresar a Norteamérica o morir. Volvió a Estados Unidos y regresó de nuevo a Venezuela. Esta vez, además de ornitólogo, ya graduado en ciencias de la Universidad de Harvard, era representante exclusivo de varias casas comerciales y periodista.
–El “New York Herald” me pagaba 150 dólares mensuales. Eran los tiempos de Castro con las confiscaciones de los intereses extranjeros y parecían abundar las noticias.
Fue en esa época, diez años después de su llegada, que Mr. Phelps había quitado el freno del pedal al Ford y se lo había puesto a la adversidad. Las pianolas, las máquinas de escribir, las cajas registradoras –antes de separarse de su socio Arvelo– comenzaron a abrirse paso entre nosotros. Las cosas marchaban bien. Surge la primera agencia en Ciudad Bolívar y poco más tarde, en 1912, otra en Maracaibo. Los negocios progresan. Hay que perseverar. Sobre todo, es necesario incrementarlos. La máquina extraña llega a Rubio, llega a Tovar, llega a todas partes. No por sí sola, sino desarmada, en piezas, sobre la cabeza de los peones contratados; pero llega. No es posible desmayar, no es posible conformarse. Y algo inesperado ocurre.
Ford mismo se asombra. Uno de sus agentes en un país llamado Venezuela ha revolucionado su sistema de ventas. Ya no es necesario tener dinero para comprar un Ford. Basta con tener una pequeña cantidad y pagar luego proporcionalmente. Es el sistema de cuotas aplicado a la venta de automóviles. Es también, para muchos, la ruina segura. Todos los pronósticos fracasan. William H. Phelps, agente de la Ford, ha visto aumentar sus ventas al quíntuplo. Es más, hasta ha logrado que el Ford, no solo anduviera en terreno plano, sino que subiera las cuestas, acontecimiento este último debido al señor Lewis J. Proctor, Gerente de la New York and Bemudez Company. William H. Phelps ha triunfado. Los pájaros se encuentran ahora más al alcance de su mano.
Ha sido un triunfo gradual. Sin golpes de suerte. De un modo racional, casi mecánico. Como un cambio de velocidad.
El Ford y Mr. Phelps han subido la cuesta. Ya todo es agua pasada. El negocio, llevado con sufrimiento e inspiración, ha concluido en un poema en dólares: “El Automóvil Universal”, el “Almacén Americano” y la “Compañía Anónima de Automóviles”. Varias de las más poderosas empresas del país controladas por aquel joven del paludismo y la máquina de beneficiar café.
–¿Cuál considera que ha sido la base de su éxito comercial?
Se quita los lentes y los hace girar sobre una de sus piernas:
–¡La venta a cuotas!
Ese ha sido el factor esencial pero no exclusivo. El decálogo comercial de Phelps abarca otros principios:
“La exclusividad del producto”
–Si hay que competir con un artículo análogo en manos de otro, forzosamente se tiene que llegar a una baja de precios para competir. Con precios bajos no hay ganancia.
“Inversión de las utilidades en la ampliación de la empresa”.
–Es el único modo de prosperar.
“Eliminación del socio capitalista”
–De no ser así la plata va a otra persona, sin justificación alguna.
“Espíritu de pionero”
–Es necesario tener visión. Saber prever. Anticiparse a los hechos.
Son las cinco de la tarde. Comienza a declinar. Nuestro interlocutor da señales de cansancio. Es verdad que desde hace cinco años se encuentra retirado de los negocios y encerrado en su museo, entregado a lo que ha sido su inclinación durante toda la vida; pero también es verdad que, como de costumbre, se ha levantado a las seis de la mañana y ha estado trabajando en sus libros desde las ocho.
Regresamos al cuarto de trabajo. Cierra amorosamente uno de los gruesos volúmenes repleto de datos acumulados por él con los que prepara su monumental estudio sobre nuestras aves, que aparece encima de la mesa.
–¿Cree usted terminarlo pronto?
Este hombre, nervio, voluntad y ambición, que nos ha ofrecido la más valiosa de las enseñanzas con su sentido armonioso, equilibrado, de la vida, con el juego maestro del deseo y de la realidad, no le agrada ser interrogado sobre sus planes.
–¡No sé! Quizá cinco, diez años.
Luego añade con serenidad.
–¡Quizá lo venga a terminar mi hijo!
Hay un silencio, la situación ha creado nuevas preguntas.
–¿Siente haberse apartado por cuarenta años de lo que constituía su verdadero interés? ¿Está satisfecho de la vida William H. Phelps a estas alturas?
La respuesta es sencilla, rápida, serena:
–¡Creo que hice lo que debí!
La luz se ha cernido. ¿Es el ocaso? Un leve gorjeo se eleva. Mr. Phelps, el hombre que supo hacer millones y reunir a la vez veinticinco tomos sobre la vida de las aves, ya no solo sigue el vuelo de las aves. Escucha su trino.
La luz es oscuridad. De los mangos cuajados a la orilla de la avenida de la “Casa Blanca”, apenas se distinguen las lenguas ígneas de sus hojas.
FUENTES CONSULTADAS
Élite. Caracas, Núm. 926, 3 de julio de 1943.
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