Eleazar Sananes (Rubito) y Julio Mendoza (Julito), dos de los toreros venezolanos más importante de la historia, mantuvieron una enconada rivalidad que dividió al país entre “rubiteros”, que seguían a Sananes, y “juliteros”, partidarios de Mendoza.
En una travesura periodística de Carlos Eduardo Misle (Caremis), se reencontraron, muchos años después de retirarse de los ruedos, los toreros caraqueños Julio Mendoza y Eleazar Sananes, mediante un ameno reportaje de seis páginas que publicó la revista Élite, en su edición del 15 de febrero de 1964. Mendoza y Sananes acapararon el favoritismo de la afición taurina capitalina en las décadas de 1920 y 1930, por ser de los primeros toreros de nuestro país que alcanzaron rotundos éxitos en plazas de América y España.
Los aficionados de viejo cuño recuerdan con nostalgia los “mano a mano” que estos dos toreros protagonizaron en la arena del Nuevo Circo de Caracas. En su obra “El Toreo en Venezuela” (2007), el periodista y reconocido crítico taurino, Víctor José López (El Vito), afirma que en su época Mendoza y Sananes, “eran los dos toreros venezolanos más importante, por su enconada rivalidad y porque dividieron al país entre rubiteros, que seguían incondicionalmente a Sananes, y juliteros, los partidarios de Mendoza”.
Para la fecha del mencionado reportaje, de allí la travesura de Caremis, Mendoza se encontraba convaleciente de una intervención quirúrgica en la casa de un cuñado en Catia, y el periodista se presentó de visita junto con Sananes. Juntos, ambos matadores evocaron interesantes episodios de sus exitosas trayectorias.
Mendoza, nacido en Caracas el 17 de agosto de 1900, falleció unos seis meses después de publicado el reportaje, el 26 de agosto de 1964. Sananes nació en Caracas el 5 de enero de 1900 y murió a los 71 años, el 25 de febrero de 1971. Este es el reportaje de Caremis: Ahora, de nuevo…Los ídolos frente a frente. El encuentro fue un mano a mano de evocaciones y sonrisas. . .
“Cuando a Eleazar Sananes (Rubito), auténtico y perdurable ídolo taurómaco le propuse que fuésemos a visitar a Julio Mendoza, su eterno rival de los ruedos, hoy postrado por cornadas que no le han dado los toros, me contestó con viva palabra que se le sobrepuso a una mirada nostálgica:
–¡Vamos!
De azul intenso los ojos, pelo dorado que a los 65 años se le oscurece de rubio (!), o se le blanquea de canas muy luchadoras ante tal color, Eleazar soltó la lengua. Desbordó su locuacidad especial de amigo de mi padre, de mi abuelo, de mis tíos. De buen amigo mío. Sin precisiones cronológicas, pero con chispa de caraqueño y abundancia anecdótica, evocó su paso por las plazas de Venezuela y el mundo.
Desde luego que aludimos también a su competencia con Julio Mendoza. Tan apasionante y rabiosa para quienes la protagonizaron, vieron o recuerdan. ¡El gran Julio! Hijo de otro matador de toros venezolanos, Vicente Mendoza (El Niño), que ya había sostenido una llamativa pugna a fines de siglo y principios del presente con Pablo Mirabal (El Rubio). Desde entonces se habían puesto las bases para competencias frenéticas entre toreros venezolanos. Con la ñapa de otro atractivo, que un torero era blanco y otro de color.
Con caraqueños como estos la ciudad y el país se iban a dividir, entonces y después, en bandos irreconciliables: mendocistas y rubistas; primero, rubiteros y juliteros, después.
Tales toreros salían a la plaza a matarse o dejarse matar en pos del triunfo. Y los aficionados que formaban esas banderías también se mataban. . . Por lo menos con discusiones interminables dentro y fuera de las plazas de toros.
–¡Pero ¡qué fuerte es ese Julio, caray! –exclama Eleazar de pronto, recordando que Julio hasta hace poco seguía toreando, a pesar de las arrobas y los pitones que tiene el almanaque, inexorable.
–Y tú no le llevas sino un año. . . –le comento.
–Por eso mismo, por eso mismo. . . –me responde con sonrisa socarrona, que no sé por qué me recuerda la de su tocayo Eleazar López Contreras, que hasta su colega es ya que lidió aquella temporada del 35-36.
Preocupado y a la vez complacido, Sananes toma de nuevo el capote de la palabra:
–Me dicen que las operaciones han sido tremendas y que le viene otra. . . Pero ¡a Dios gracias!, ese Julito es de hierro. . .–¡Ya lo vas a ver!
Entonces le cuento una de mis visitas a Julio Mendoza y Palma en la clínica. Y ahora se las narro a ustedes, mientras rueda el carro con “Rubito” a bordo, hacia la casa de Julio, en Catia.
Julito le muestra a Rubito un hermoso capote de su época de torero. Observan, el historiador taurino Carlos Salas y el cronista Carlos Eduardo Misle (Caremis).
La casta inagotable que agota el papel
El matador de toros Julio Mendoza Palma, siempre ha sido un profesional de muy desmesurada casta. Precisamente por eso cuando este maestro estaba de cuidado en el Hospital Clínico, no me le iba a aparecer con cara compungida o de circunstancias.
Sin preguntarse cómo se sentía, así de sopetón, casi le grité con optimista euforia:
–¡Cónfiro, matador, tú eres una cosa seria; hasta aquí en el Clínico agotas el papel!
Ante el término que equivale al “no hay entradas” que sobre las taquillas enorgullece tanto a los toreros, el viejo ídolo explayó a todo lo ancho de su enflaquecida cara su más desborda sonrisa, requetesatisfecho.
Y era verdad que había agotado “er papé”. Ante la noticia de que estaba muy grave –y otras más exageradas–, un gentío fue al Hospital y no quedaba una sola tarjeta para visitante en la recepción.
Las cornadas quirúrgicas
La sonrisa de Julio era entonces la de Julito o “Niño II”: esa juvenil y perdurable sonrisa que lo hemos conocido en amarillentos retratos. Esa fugaz sonrisa dio una “vuelta al ruedo” por el cuarto. Pero después lo poco triunfal del recinto y lo nada agradable que persiste cuando se tienen dos operaciones delicadas y se está preparando para la otra, hizo que Julio perdiera el momentáneo centelleo de la mirada. Con esta y con una mano me dijo, porque no puede hablar:
–Mira catire: fíjate en esta dos “cornás”.
Como un “ecce hommo” señalaba e redondo hueco de la traqueotomía. Arriba a la izquierda, en equis, la otra cornada que no le hizo un toro para quitarle la vida, sino un médico para salvársela.
Los quites de la ciencia
Después de estas intervenciones de la ciencia –más que cornadas son auténticos quites–, se llevaron a Julio a su casa. A la casa de su cuñado Paquito de La Torre, que es como si fuera la que Julio tiene en Madrid o la que ocupaba en la subida del Manicomio antes de irse a radicar un tiempo a España, la tierra de su esposa.
La de Paquito queda en la Avenida Sucre y en ella también vive la madre del matador, con sus flamantes e incansables 86 años. En estos días preguntaba por teléfono cómo seguía Julio y cuando le enviaba saludos a doña Felicia, el nieto me informó:
–Ahorita está planchando…!
¡Como si nada! Pero doña Felicia no solamente es un caso de vigor y entereza, sino también en lo taurómaco; esposa y madre de toreros. De dos grandes y muy valientes matadores de toros venezolanos. Vicente “El Niño”, que tomó la alternativa en el Metropolitano, de manos del viejo Manuel Jiménez Chicuelo, en 1905, y de Julio (“Niño II” en sus comienzos), que la tomó en España en 1927, en la plaza de . . .
Eleazar Sananes “Rubito”, primer torero venezolano que recibió la alternativa en Madrid (1922), y primer ídolo deportivo nacido en Venezuela.
El abrazo de los ídolos
Pero vamos a saltarnos a la torera el tema histórico para reanudarlo deseos porque ya estamos tocando en la casa del torero en compañía de otro. Ambos fueron ídolos. Tienen mucho tiempo que no se ven.
Me adelanto a la habitación donde yace Julio. Este levanta la mirada y me saluda con ella y con un gesto afectuoso. Retribuyendo con una palmada en el hombro menos adolorido por consecuencias de la operación y le digo:
–Mira, matador, no vengo solo. . . Allí está “Rubito”.
Julio se incorpora con la mirada brillante, el gesto audaz, la firme decisión de levantarse del todo. “Rubito” casi lo encuentra de pie. Y el saludo es virilmente enternecedor. En el abrazo no están solamente 129 años de edad. La fría cifra de tantos años. . . Están el calor, el color; brilla y calienta el rescoldo de incontables emociones para ellos y los demás. Las tardes de las grandes faenas, de los fracasos, de los toros inmortalizados o incomprendidos: La historia taurina de Venezuela en una áurea etapa de “toro grande y billete chico”, de desprendimientos, retos y competencias palmo a palmo y toro a toro.
Ruedo de recuerdos
Julio no puede hablar. No puede dedicarse a uno de sus entretenimientos preferidos: hablar. Hablar hasta por los codos. Y hablar de toros constantemente. Y muy bien. Porque hay toreros que no saben hablar de toros o no les gusta.
Julio no puede hablar. Se dedica a oír. Pero se le sale la casta por un minúsculo, imperceptible chorrito de voz, que más se adivina que se oye. . .
Pero –¡eso sí! –, este negro es un demonio cabal y se ayuda admirablemente con una muleta excepcional: la seña. Y en el ducho manejo de la seña ya ha tomado la alternativa. . . Algunos gestos se pasan de picarescos. Y como caballitos de batalla ha esgrimido varias expresiones mínimas que normalmente el venezolano remata con un “míííííííí. . . muy sostenido”.
Se generaliza la charla de toros y de todos. “Villa” exhibe una feria verbal de su motilonismo gitano. El camarógrafo Hugo Díaz, como aficionado novel, se asombra del gran pietaje taurómaco que contienen las dimensiones del cuarto. El historiador vernáculo de la fiesta de toros en nuestro país, el gran curruña de todos los presentes, Carlos Salas, matiza la charla con sus expresiones vividas como julitero en plaza y amigo personal de Eleazar. “Lo cortés no quita lo julitero”.
Los avíos del matador
De repente Julio me hace una seña y me pide lo acompañe a un escaparate. Y lo ayudo a sacar “avíos” . . . ¡Avíos de torear! Aunque sabía que regresaba a Venezuela para hacerse unas delicadísimas operaciones, aunque va a cumplir 64 años en este que corre, –“porque nací con el siglo”–, Julio Mendoza y Palma no acepta que a su bien ganado título de matador de toros se le coloqué esa “r” de retiro. No admite que a tal rango se le anteponga esa partícula “ex” que es muy ratificadora de añejas e intensas glorias, pero que también es tan definitiva para señalar el tiempo pasado.
Enseñó la montera, abrió el capote de paseo, quiso decir que el terno era de “la aguja” y no siguió sacando cosas porque se le advirtió que no debía ajetrearse tanto. Todo lo trajo de España. Y seguramente se ilusiona mucho pensando en el estreno de los avíos y en la reaparición de él. El caso es asombroso, pero no se ve fuera de sitio. Por dos cosas. Primero porque Julio nació para torear y –como su padre–, nunca ha pensado seriamente en dejar de hacerlo. Y segundo: porque su prestigio, lo que hizo en los ruedos con los toros que eran unas catedrales en años, pitones y genio, le permite lo romántico del gesto. . . Comenté al grupo: ¡En cambio hay toreros que sí pueden parecer unos disfraces de tales si les sale un toro como los que Julio se metía en el bolsillo!
Eleazar Sananes decía que sí con la cabeza.
Homenaje mano a mano
El mejor mano a mano que ahora podían torear ambos no sería en el “Nuevo Circo”, sino en un lugar menos peligroso y más merecido: en la esquina de Las Monjas. A este par de caraqueños que dieron tanta gloria al país. El ilustre Concejo Municipal del Distrito Federal debería honrarlos con homenaje que esté a la altura de la gallardía artística, el valor personal y la calidad humana de ellos.
Casta que les sobró y les sobra. Por eso me cuchicheaba la mamá de Julio, esa indomable Misia Felicia cuando vio a Julio atravesar el patio.
–¡Ay, caramba: ya Julito se paró! Eso fue porque vino “Rubito. . . pero él debe cuidarse. ¡Ni que fueran a toreá!”
Y no le faltaba razón a la madre –madre al fin– del torero. Lo de Julio parecía un reto. Torero de reto pertinaz, de permanente competencia: no puede olvidar ni aquel ni esta. No los puede olvidar ni siquiera enfermo, con algunos años y fuera del ruedo, en un cuarto de convaleciente que espera estoicamente otra cornada de bisturíes que quieren ser definitivamente salvadores”.
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