Por Pedro Moreno Garzón
“Mantener joven el espíritu es una de las condiciones indispensables para no dejarse envejecer físicamente, y tal vez sea la receta que pueda darnos el ruso-venezolano Naum Imber, a quien hace poco le ha venido un hijo ya grandecito en el Guillermo “Guillo” Meneses. Si hay quien pretenda hallar en esto algún jeroglífico, es preciso salirle al paso para explicarle muy despacito que el “Guillo” es, desde hace pocos meses, hijo político del ex ciudadano soviético Naum Imber, porque una de las hijas del mencionado caballero le robó el corazón, de la misma manera que otra de las descendientes de Imber le había hecho aflorar el tornillo sentimental al doctor Coronil para hacerlo caer en las encantadoras redes en complicidad con Cupido.
Si ha quedado un poco rebuscado el parrafito es culpa de la dificultad de explicar monda y lirondamente un fenómeno tan claro como la luz del día, pero el cual, según me ha dicho el propio Imber, constituye uno de sus grandes orgullos.
–Yo me siento cada día más venezolano, –me dice en ese pintoresco español que usa, y en el cual se advierte el acento eslavo que parece como si cortara las palabras, igual que ocurre cuando se sintoniza una estación provista del aparato inversor para guardar el secreto de las comunicaciones.
En cambio, sus dos hijas, hablan un venezolano tan perfecto, que cualquiera diría que nacieron en un pueblecito de Aragua. Sin embargo, la costilla del “Guillo”, con una ingenuidad que encanta, me ha confesado rotundamente que las primeras lecciones de español que tuvo y en la cuales fue de las más deslumbrantes y aprovechadas discípulas, fueron las groserías que decían en la placita de La Victoria los muchachos que por allí vagaban. Los ajos y demás condimentos formaron la base de tan criollo idioma, que un espíritu de eslava frialdad se convirtió en algo que sabe a venezolano hasta la médula. Los morenos hijos de La Victoria sentían que se les agrandaban los ojos al ver una muchachita tan blanca bajo estos soles que hasta a las piedras dan el color arrosquetado que se fijó en la raza venezolana desde hace mucho como una de las características más especiales. Y los negritos de la costa se quedaban con la bocaza abierta, dejando ver sus dientes blanquísimos como el único homenaje inconsciente a esos copos de algodón que saltaban como pajarillos locos, de aquí para allá, con una risa que era como una música y con una alegría sana que ellos no habían conocido jamás.
Naum Imber está muy contento de que Rusia haya demostrado su fuerza en esta guerra, en la cual se trata de salvar los principios de la democracia. Él no ha sido político, y más bien fue una de las víctimas de la revolución bolchevique, pues ella le despojó de sus propiedades, que alcanzaban a una suma respetable. Sin embargo, él no tiene reproches de ninguna clase, ni odios, porque considera que las revoluciones no pueden detenerse, y más bien recuerda con gran cariño a sus campesinos, que fueron los que le salvaron la vida, cuando las hordas de forajidos se apoderaron de todo.
–Yo siempre he sido agricultor y los agricultores no miramos sino al campo, sin que la política llegue en forma alguna a interesarnos. Yo confieso que, durante la época zarista, los campesinos llevaban una vida precaria, sin instrucción, sin que se les abriese el horizonte de espíritu. Había malos patronos que los explotaban miserablemente, pero también había muchos que les tenían cariño paternal. Yo nunca tuve problemas con mis agricultores porque siempre estaba trabajando con ellos, acompañándolos en las faenas que ellos hacían y trabajando más que ellos, si era posible, de manera que se acostumbraron a verme, no como a un patrono, sino como a un compañero. Jamás tuve revueltas en mi hacienda, porque inmediatamente que notaba síntomas de cualquier descontento, acudía presuroso a remediar el mal en favor de los humildes. Por ese motivo, cuando vino la revolución, ellos fueron los que salvaron la vida tanto a mi como a mi familia.
–¿Recuerda usted algún incidente con sus agricultores?
–Ellos estaban orgullosos de que yo personalmente llevase su misma vida sencilla y comiese sus mismas viandas y les acompañase en las faenas sin desmayo. Pero es que yo siempre he sido un agricultor por vocación, por amor a la tierra, sentimiento que heredé de mis mayores. Lo que despierta el descontento en las masas campesinas es ver que el dueño de la tierra se aleja de ella por grandes temporadas y no va a ella sino a recoger el dinero para gastarlo después en lujos, borracheras y bailes en las ciudades.
–Muy interesante. ¿Qué otra observación hizo usted en ese sentido?
–En los países de tradición los agricultores constituyen la espina dorsal de la nación. Los trabajos del campo forman hombres fuertes, los cuales ven con cierto desprecio a los ciudadanos que no son capaces de cruzar a nado un río ni de cortar un árbol a golpes de hacha. Cuando los fundos agrícolas caen en manos de personas que viven en las ciudades, los agricultores no los ven como a sus iguales sino como a seres inferiores físicamente, que no pueden montar a caballo sin ampollarse las piernas, ni manejar un tractor, ni hacer una gavilla, ni comerse un lechón, ni beberse una bota de vino a chorro continuo.
Naum Imber nació en Ucrania, Rusia, en 1872. Fue militar en la época zarista con el grado de subteniente, pero como los agricultores estaban exentos de ir a la guerra, no participó en la campaña contra Japón.
La mayoría de sus trabajos agrícolas los hizo en compañía de nobles rusos poseedores de grandes latifundios, como el general Kimrod, pariente del Zar, y con el conde Knyas Kovaliensky. En esa época, en un pueblo de ocho o diez mil habitantes, tan solo había una escuela.
Imber se hizo experto en trigo y en fabricación de azúcar de remolacha. Más tarde adelantó estudios especiales en lechería y otros ramos de granjas. En su hacienda siempre hubo prosperidad, y la cuenta del banco iba creciendo rápidamente hasta el día que llegó la revolución y acabó con todo.
Sus agricultores se presentaron para facilitarle la fuga, y Naum Imber tuvo que despedirse de su tierra querida, la misma que había regado con el sudor de su frente durante tantos años. Lía, su hija mayor, hoy doctora en Medicina de la Universidad de Caracas, estaba pequeñita, de modo que le fue preciso al papá sobornar a los soldados en el Dniester para que les permitieran pasar, metidos en un tonel, y llegar a Besarabia.
Pero en Rumania se habían presentado continuas revoluciones que no daban estabilidad al agricultor, por lo cual pensó Imber en América, hasta que, finalmente, se cumplió su deseo de conocer a Venezuela, a donde llegó en el año 29, con sus dos hijas, Lía, que había estado estudiando en Besarabia, y terminó su bachillerato, y la pequeña, que había nacido en Rumania. Encontró aquí gran semejanza de carácter con las buenas gentes de su patria, y poco a poco fue reconstruyendo su nido más o menos como el que había dejado allá, en las fértiles tierras ucranianas.
Como era natural, se presentó en Maracay con el objeto de ver si obtenía trabajo, porque el general Gómez era el único que se lo podía dar, pero los áulicos del expresidente le preguntaban si quería hablar con “el viejo” para que le diera unos centavos. Imber no quería limosnas, sino trabajo, y cansado de esperar, decidió abrirse camino por su cuenta. Muerto el general Gómez, fue Imber durante cuatro años jefe de la Región Norte de Coticita.
Cuando se habla con este hombre sencillo y magnífico, se le ve que su gran deseo es poderse expresar bien en castellano, cosa que no ha logrado, aunque tiene buena voluntad, porque el aprendizaje de un idioma a una edad avanzada no es fácil generalmente. Pero en un castellano-soviético me hace la afirmación de su cariño enorme por Venezuela y de su deseo de entrar aquí en el definitivo descanso, porque tiene sus hijas casadas con venezolanos, y comienzan a florecerle nietos, que son nuevas prolongaciones de la propia vida.
Cuando llegó a Venezuela encontró que era un país nuevo y maravilloso para explotarlo agrícolamente. Sobre los comunistas dice que no les conoce durante su gobierno, pero por cartas que ha recibido de sus parientes en Rusia, sabe que, aunque al principio hubo mala situación debido a la dificultad en implantar los sistemas nuevos, después hubo prosperidad y todo el mundo tenía un máximo de comodidades, por lo cual sus parientes rehusaron recibir de él algún socorro, diciendo que no lo necesitaban.
Ha perdido ya la esperanza en aprender correctamente el español. Pero cree que dentro de poco habrá enseñado el ruso a Guillo, para que lea a Dostoiewsky en su idioma nativo. Yo creo que Meneses ha hecho ya grandes progresos en el idioma de los eslavos, porque le pasa lo mismo que a la lechuza del inglés, que, aunque no habla, se fija muchísimo. A mí me consta, porque mientras su esposa platicaba con su padre en ese suavísimo idioma, el Guillo la miraba y sonreía inteligentemente mientras yo trataba de iniciar una conversación para que no me notasen que tenía abierta la boca.
Yo creo que el viejo Imber ha cumplido ya lo que le faltaba. Tener un nieto. El primer ya está en el hogar de la doctora Imber de Coronil. Ahora le tiene prometido otro el Guillo, que, como hombre formal, está echando sus cálculos, porque dentro de poco se va como huésped de El Silencio. Cualquier día de éstos vamos a formar el gran escándalo sus amigos, encabezados por “el viejo Avilán”, y lo vamos a sacar en hombros por la puerta grande de El Silencio el día en que aparezca en una ventana un guantecito diminuto orgullosamente enarbolado, en señal de que el Jefe Civil tiene que estar “ojo pelao” para inscribir un nuevo ciudadano en la lista de los Imber de Caracas que, Dios mediante, será muy grande, como lo va siendo ya la lista de los Coronil emparentados con ellos, y quienes según el papá Marco Aurelio Rodríguez es la gente de mejor apetito que ha conocido en Venezuela, porque los Rodríguez Coronil son algo especial en la mesa, en el gasto de los zapatos y ahora en sus aficiones a la equitación.
El viejo Imber, contestando la pregunta final sobre las diferencias raciales en Rusia, afirma que los judíos en su país son muy queridos, y que jamás se les ha mirado como extraños. Rusia no ha tenido prejuicios de raza, con lo cual se ha hecho amar de todas las numerosas razas que pueblan su territorio, cuya extensión no puede parangonarse con ningún otro país en el mundo.
Naum Imber es naturalizado venezolano, Mañana cuando sus nietos ocupen lugar prominente en este país, podrán señalar con orgullo que tuvieron como genitor a un hombre sano. Gran trabajador, jovial y que, de haber podido dominar el idioma venezolano, hubiera sido uno de los más notables mamadores de gallo de Caracas, que es mucho decir.
Él mismo afirma, en serio y conmovido, que no le pesa haber perdido su fortuna porque ha encontrado una patria nueva y una familia para la cual no tiene sino corazón.
En su cartera lleva permanentemente una colección de retratos de sus hijas, hijos políticos y nietos, que se va abultando a medida que pasa el tiempo. ¿Quién sabe si los Imber, pasado el tiempo, van a llegar a ser tan numerosos que podrían ellos solo fundar un pueblecito?”
Nota:
Lya Imber (1914-1981)
Médica pediatra rumana-venezolana. Primera mujer en obtener un título médico en Venezuela. Vicepresidenta de la UNICEF y fundadora de la Sociedad Venezolana de Puericultura y Pediatría
Sofía Imber (1924-2017)
Periodista rumana-venezolana, promotora del arte y fundadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas
FUENTE CONSULTADA
- Élite. Caracas, 5 de agosto de 1944
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