Considerada como la mejor revista cultural latinoamericana de su época, El Cojo Ilustrado marcó una etapa en la vida literaria y artística de Venezuela; fue característica suya una impecable presentación gráfica. Fue la primera publicación del país, donde se utilizaba un taller de fotograbado mecánico en su reproducción. Circuló entre 1892 y 1915.
Por Hermann Garmendia*
Jesús María Herrera Irigoyen, empresario, socio de Manuel Echezuria en la fábrica de cigarrillos El Cojo (1882), funda en 1892, junto con Echezuria, la revista El Cojo Ilustrado, cuya dirección asume desde el primer número hasta la desaparición de la revista el 1 de abril de 1915.
Quizás sean escasos los venezolanos que no hayan escuchado referencias de “El Cojo Ilustrado” y de su significación en la historia de nuestras letras. La publicación, recargada de ilustraciones retorcidas, quizás sea la única manifestación de fin de siglo que no halla inspirado diatribas humorísticas entre los contemporáneos. Casi todas las expresiones del siglo pasado han sido inventariadas, irreverentemente. Los bigotazos mosqueteriles de sus poetas, la palidez de las damas, los juegos de salón, los gestos de los políticos y toda esa moda rococó que el general Antonio Guzmán Blanco puso en boga en Caracas copiada de la Francia del Segundo Imperio y de la Inglaterra victoriana, han dado tópico para más de una risueña invectiva. Pero “El Cojo Ilustrado”, inspira las respetuosas apreciaciones que sugieren las instituciones útiles que le dieron brillo al país.
“El Cojo Ilustrado”, llevando sus mensajes a los pueblos más extraviados de Venezuela, duró poco menos de un cuarto de siglo (1892-1915), con una vida próspera y feliz. No afrontó momentos de adversidad, ni crisis económica, ni desajustes en los comandos de la dirección. Casi todas las revistas que surgieron paralelas a su existencia, tuvieron un destino común: el del meteoro que brilla momentáneamente, deja una huella luminosa y luego se extinguen en el vacío. Tal “Cosmópolis”, donde puso su empeño constructivo Pedro Emilio Coll. Nacían de un lírico y momentáneo impulso desinteresado, del seno de algunos escritores afines en tendencias, dispuestos a propagar sus credos literarios. Como de una consunción vital moría prematuramente la publicación como siguiendo aquella ley de que la llama que arde de prisa es la primera en apagarse.
Según don Santiago Key Ayala, “El Cojo Ilustrado” vino al mundo publicitario por un procedimiento inverso al de las otras revistas de su misma índole. Justamente aquí radicó la clave de su éxito. Su cuna fue humildísima, como la de cualquier arrapiezo callejero. En efecto: nació como la humilde flor publicitaria de una fábrica de cigarrillos criollos que estaban humeando por la boca de todos los caraqueños. El dueño de la popular fábrica –el señor Manuel María Echezuria– andaba por las calles de Caracas repartiendo saludos y simpatías. Los pitillos empezaron a llamarse espontáneamente “Cigarrillos el Cojo”.
El suceso de la aparición de “El Cojo Ilustrado” lo ubica Key Ayala en 1881: periodiquillo de cuatro páginas, en papel satinado, lleno de fáciles conseciones al gusto del público en chascarrillos y amenidades de fin de siglo. Un poeta bohemio, al redactarlo ganaba lo suficiente para su ración de roncitos en los tarantines de su predilección, recitando versos románticos.
Hubo un tiempo en que la Empresa Cigarrillera floreció en buenos dividendos y se transformó pomposamente en la firma comercial de J. M. Irigoyen & Compañía y entonces, el periodiquillo travieso y burlón, pronto adquirió gran tamaño. Sentado en su mesa de dirección Manuel Revenga, hombre de saludable sensibilidad literaria le comunicó los primeros impulsos.
El Cojo Ilustrado circuló entre 1892 y 1915, con frecuencia quincenal. Es considerada la mejor revista cultural latinoamericana de su época. Fue la primera publicación del país, donde se utilizaba un taller de fotograbado mecánico en su reproducción.
Es, durante aquel tiempo, cuando se opera un curioso fenómeno en el siempre contradictorio mundo de las letras. Toda la efervecencia literaria del momento corre, en busca de su cauce, hacia aquel delta anchuroso, donde desembocaban, confundiéndose en una sola aspiración de cultura, las más disímiles corrientes del pensamiento en la persona de los escritores más notables de la época. Coexistían en aquellas columnas los viejos académicos del general Guzmán Blanco –ya calvos y abuelos– y quienes, jóvenes, expresaban ideas de renovación literaria, contrarias a la tradición expresada por los abizcochados académicos. Tal ciscunstacia liberal le imprimia animación a las páginas de “El Cojo Ilustrado”, imparcial y acogedor, con gran sentido de selección en la discriminación del material. Ya orientados firmemente en la vida literaria, espigaban José Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, Pedro Emilio Coll, la novísima generación por la que empezaba a sentir debilidades su director Revenga.
Ante el éxito de la publicación, ante su interna armonía, cabría preguntarse: ¿Qué voluntad, cuál carácter vigilaba la dinámica por encima de aquella gran empresa de cultura nacional? Según los conocedores de las íntimas palpitaciones de “El Cojo”, quien realizó tal milagro de estabilidad fue Don Jesús María Herrera Irigoyen. No fue un accidente en la Revista: fue su nervadura central. El milagro lo realizó la circunstancia de un gran carácter. Don Jesús María poseía un temperamento emoliente pero firme para evitar las rozaduras entre colaboradores de espíritu opuesto y personificaba un meticuloso orden de boticario. Por lecturas y referencias que tenemos a mano, la primera condición que reunía el director de la Empresa era su mística por no desajustar el orden del ambiente, por no contribuir con complacencias al descrédito de la revista. De ahí surge un pintoresco anecdotario. Porque una voluntad regida por normas tan concluyentes, tenía que chocar con el desorden de los poetas y escritores que formaban el cortejo de colaboración.
La mística por el orden y la responsabilidad de Don Jesús María envolvió hasta los humildes cajistas de la imprenta.
Sabían los obreros acordarse oportunamente de la ortografía que olvidaban los grandes literatos o los empinados funcionarios del gobierno que expedían sus comunicados oficiales. Los cajistas desde sus componedores se sentían identificados con el prestigio de la revista como abejas unánimes en defender las excelencias del panal. En este tiempo de acelerados linotipos y superficial corrección de pruebas, cuesta trabajo creer que la omisión de una simple coma, provocara en los Talleres una serie de complicadas averiguaciones para ubicar al responsable del error y multarlo.
Porque la corrección de pruebas alcanzaba la solemnidad de un rito: la responsabilidad de un sacerdocio irreprochable. Don Jesús María era el más alto tribunal. En el orden de sus archivos guardaba todas las etapas de la corrección con el fin de deslindar responsabilidades en caso de un error.
Manuel María Echezuria fue uno de los accionistas fundadores de la revista; su condición física (era cojo) dio parte del nombre a la revista y lo de Ilustrado se debió a las excelentes y llamativas imágenes que se presentaban en la publicación.
Si como comentan los biógrafos de Balzac, alguna vez los cajistas de París se negaron a parar sus originales por lo que solía añadirle o quitarle, los tipógrafos de “El Cojo Ilustrado” veían con suma complacencia los “destrozos que algunos escritores hacen de sus pruebas”.
Pensaban los obreros que el autor, al mejorar su texto, contribuía al realce de la revista. ¿No tiene todo esto un plácido sabor de edad de oro?
Don Felipe Tejera, desde su severidad académica, motejó a don Jesús María de “Tirano” en sentido juguetón. Pero el director era un psicólogo. Tanto para desvirtuar la tesis de su “tiranía” como para abrir la espita del humorismo entre sus agudos colaboradores, tuvo una pintoresca idea original. Organizó un álbum para que allí escribieran sus colaboradores todo “lo malo que pensaran de él”.
Le debemos a don Eduardo Carreño haber salvado para la posteridad algunas de esas pintorescas invectivas. Pedro Emilio Coll dejó estampado allí: “Sospecho que el señor Herrera oculta bajo su calva comercial un germen de chifladura literaria; aún más, creo que en el mayor secreto escribe poemas decadentes.
Acaso su más grande ideal es ser colaborador de “El Cojo Ilustrado”; desgraciadamente, el severo director no quiere aceptarle sus versos. . . porque son muy malos”. Y Francisco de Sales Pérez:
Si ponéis en infusión
una libra de quinina,
un caribe, un escorpión,
una garra de león,
un colmillo de pantera,
y un frasco de ají chirel,
la suegra más dura y fiera,
tendréis un retrato fiel
de la sonrisa de Herrera
Y, Alejandro Fernández García, “Este álbum es una nueva demostración de la vanidad del señor Herrera Irigoyen, quien, cansado como las viejas coquetas del rumor de las alabanzas, quiere escuchar ahora la voluptuosa acrimonia de los dicterios”.
FUENTES CONSULTADAS
- Elite. Caracas, 2 de agosto de 1958; Página 50
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