Por Arístides Rojas*
Era costumbre de los caraqueños colocar en sus casas imágenes de santos, en particular la Virgen Nuestra Señora de la Luz. El autor de una de las representativas imágenes de esta virgen fue el célebre pintor venezolano Juan Pedro López (1724-1787).
“En las casas de entonces, que eran amplias, frescas y sombrías, se hallaban por dondequiera las imágenes de los santos. Algunos de ellos tenían su sitio bien designado. Sobre la puerta de la calle estaba muchas veces escrito el nombre del santo patrón. En el zaguán había una imagen, ordinariamente la de aquel santo. Al entrar por el “entreportón” al corredor de adelante, se hallaba a mano derecha una pila de agua bendita con un letrero, casi siempre en latín, que decía: “Entrad purificado, buen hermano”. Al pasar por delante de los muebles del corredor, se llegaba a la puerta de la sala, muchas veces llena de adornos de curvas barrocas, y encima de ella casi invariablemente estaba la imagen de la Virgen de la Luz, una de las tres vírgenes caraqueñas. La sala, donde había sofá de damasco, sillas con pata de garra, tapizadas o con asiento de cuero y tachuelas doradas, alfombra o petate sobre ladrillos hexagonales, cortinas de damasco y hermosas arañas de cristal que colgaban de las doradas maderas del artesonado, comunicaba con la alcoba, en la que se veía la gran cama de cuatro pilares con su dosel. En ésta no faltaban el Ángel de la Guarda y las Ánimas Benditas, a las que se dedicaba un Padre Nuestro después del cotidiano rosario. Con frecuencia hacían compañía a las Ánimas, San Miguel o San Antonio o la Virgen de la Merced.
Si salíamos de la sala, nos quedaba enfrente el gran patio cuadrado y su pila en el centro. Estaba todo empedrado con grandes lujas y en él brillaba vivo el sol para deleite de una turba de moscas que zumbaban con inquietud. En alguna que otra casa había varios tiestos de flores junto a la pila, pero esto era raro, pues las plantas tenían su sitio en el corral.
Por allí cerca andaba el Oratorio, en las casas más principales. Era un cuarto no muy grande con su altar. Con frecuencia había reliquias de variado origen: el dedo de algún santo, una pequeña ampolla con sangre de pagano convertido, o una calavera desenterrada Tierra Santa. No faltaba aquí una cruz con el sudario, o la Virgen de la Concepción, y el Nacimiento, que era necesario transportar al dormitorio cuando la dueña de la casa iba a tener un nuevo niño.
Muy rara vez faltaba sobre el caballete del tejado Nuestra Señora de la Guía, que muchos devotos tenía en Caracas, la cual desde aquel sitio eminente protegía contra duendes y brujas, pues era difícil por entonces diferenciar bien entre religión y superstición.
Pasando el segundo patio se entraba en el mundillo de los criados. Los negros esclavos tenían sus devociones especiales. En la cocina, cerca del largo fogón de bahareque o de mampostería, presidía Santa Efigenia, tan negra como sus devotos. Con frecuencia figuraban por allí cerca San Isidro Labrador y Santa Rosa.
El dormitorio de los esclavos, llamado el repartimiento, era de recular capacidad, pues allí dormían todos, escasos de vigilancia nocturna, ya que de las intimidades non sanctas que ocurrieren saldrían los amos gananciosos. Presidía el repartimiento San Mauricio, quien compartía la devoción con San Pedro, que era el patrón de toda la casa.
En el corral campeaba San Silvestre, que por ser el último santo del año tenía el último lugar de la casa. Allí, entre algunos desperdicios, el hacinamiento de piedras para embostar, el botijón del agua y el cepo para los rebeldes, picoteaban las gallinas y circulaban los cochinos, junto a los plátanos, guayabos o naranjos, o por el sitio donde algunos claveles y rosales hacían compañía al frondoso cundeamor o la opulenta parcha granadina.
Toda esta colección de santas imágenes, desparramada por toda la casa, requería atención y culto, lo cual a su vez proporcionaba edificante ocupación, principalmente a las damas. Poco a poco fue aumentando el número de los quehaceres domésticos y poco a poco fueron reglamentándose u ordenándose, hasta convertirse en interminable cadena. Había deberes sociales que no debían olvidarse o confundirse, porque podían dar origen a faltas muy graves. Por ejemplo, cuando llegaba algún ausente, era necesario ir a visitarlo, pues ignorar su regreso era un crimen de lesa etiqueta que daba origen a profundo resentimiento y frialdad en el trato. En tales casos era necesaria una reparación. El recién llegado, por su parte, debía corresponder a la visita de manera personal, o por esquela o por mensaje oral.
A los amigos enfermos había que visitarlos y era obligatorio enviar todas las mañanas a uno de los criados por noticias de la salud del doliente.
Un caballero no podía visitar a una señora sin pedirle antes permiso, acaso por un recado matutino. Cuando el visitante llegaba, no podía introducirse a la sala sino después que la señora hubiera entrado por otra puerta y se hubiera instalado ceremoniosamente en el sofá; ya entonces podía la criada abrir la puerta de la sala y hacer entrar al caballero. Este ritual debía cumplirse con cuidado. Las visitas se hacían después de la comida de la tarde, entre las 5 y las 8 de la noche. El caballero, en las visitas de ceremonia, tenía que ir vestido con calzón corto y casaca de tafetán, de raso o de terciopelo laboreado, nunca de paño, salvo en casos de duelo, o cuando el paño estaba realzado con ricas bordaduras; debía llevar además chupa de tisú de oro o plata, o de seda bordada; su sombrero de tres picos, sus medias de seda y zapatillas con hebilla de plata, y su espada con puño de plata o de oro.
Cuando una familia se mudaba a otra casa, tenía que mandar esquelas a los antiguos vecinos participándoles el nuevo domicilio y expresándoles el hondo pesar de abandonar su compañía, y a los nuevos vecinos otra esquela poniéndose a sus órdenes y expresándoles la honda alegría de vivir cerca de ellos. También se ofrecían a los vecinos los nuevos niños de la familia.
Ambos ofrecimientos se correspondían con visitas, y si éstas no se efectuaban quedaban rotas las relaciones. Los días de santo se recibían tantas visitas que hubiera sido imposible recordarlas; por esto se colocaba en esas ocasiones una mesa con pluma, tinta y papel cerca de la puerta, para que cada quien escribiera su nombre.
Estas visitas se pagaban los días del santo de los visitantes, y era un verdadero crimen de sociedad olvidar el día del santo de un amigo, lo que podía dar origen a una franca enemistad.
Estos innumerables requisitos hacían de los caraqueños de entonces unos verdaderos esclavos de los convencionalismos. Las frecuentes visitas obligatorias, hasta a personas con quienes no se simpatizaba, pero con quienes había que cumplir, llegaron a matar la cordialidad y la franqueza, ahogadas entre ceremoniosos deberes. Todo el mundo era altamente susceptible, y alguna frase impropia, sobre todo si podía interpretarse como desdorosa para los antepasados, podía dar lugar a graves consecuencias. No se acostumbraba el duelo en cuestiones de honor, sino el recurso ante los tribunales, y había numerosos e interminables juicios por supuestas calumnias. En los últimos años del siglo se gastaban, según cálculos bien fundados, 1.500.000 pesos fuertes anuales en procesos tribunalicios. Todo esto contribuía a formar mentalidades cautelosas, y los caraqueños de entonces eran conservadores y de poca audacia en los negocios.
José Antonio Calcaño (1900-1978) compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.
Toda la vida familiar quedó sujeta a un programa rutinario. Por las noches, cuando no había visitas, mientras los señores jugaban a los naipes (si no era el tresillo, era el tute o el bobo o la carga la burra), el viejo contaba a los niños innumerables historietas; ya en aquellos tiempos figuraban en esos relatos Tío Tigre y Tío Conejo, que alternaban con Bertoldo y Bertoldino, con Barba Azul y con Pulgarcito, a quien llamaba Juan del Dedo. También eran de entonces la Cucarachita y el Ratón Pérez, y el livianísimo e indigesto Perico Sarmiento.
Con éstos figuraban cuentos de brujas y aparecidos, la luz del Tirano Aguirre, el Coco, la Sayona, el Burro Pando, y a veces, por variar, algunas historias de santos, y hasta el jueguito indecente de María García, que se narraba abriendo y cerrando un papelito doblado. Al sonar entre el silencio de la noche las campanas de la Catedral dando el toque de ánimas, se arrodillaban los chicos y a la luz del candil hacían sus oraciones para irse luego a la cama, atravesando los corredores oscuros.
Al día siguiente irían a la escuela de Meso Tacón los que allí estudiaban, para hacer sus palotes, contar hasta mil, leer decorado y repetir algo de doctrina cristiana, mientras Tacón, el terrible, empuñaba su palmeta. Era costumbre de este maestro de escuela dar una buena zurra a los niños los sábados, por las travesuras de la semana próxima. Ese era su sistema. Naturalmente, los que allí acudían eran los varones, pues las niñas de la casa no debían aprender mucho. Algunas madres preferían que sus hijas aprendieran a leer, pero no a escribir, porque esto era peligroso a causa de los novios clandestinos. Aprendían, pues, a coser y bordar, a tocar algo de música, a recitar versos y a preparar algunos platos caseros, como pastel de pollo, plátanos rellenos con queso, sabrosuras, empanadas o pimentones rellenos, que con frecuencia se comían por entonces, lo mismo que el sancocho y las hallacas, todo lo cual se rociaba con vino isleño y se asentaba con aquel chocolate colonial que se tomaba a todas horas, y que en las comidas de ceremonia se servía con bastante espuma, la cual se tostaba pasándole por encima unas brasas en una cuchara.
Más avanzado el siglo, cambiaron los trajes, y las mismas jóvenes salían con sayas, basquiña y manto negro; los señores salían con chupa o levita de blanquín, sombrero de jipijapa, capote de tablero, o sea de grandes cuadros amarillos y rojos, sujeto al cuello con cadena de cobre. No usaban guantes, pero llevaban los dedos cargados de sortijas y empuñaban un bastón de puño de oro, cuando no llevaban su paraguas rojo de sempiterna o de bombasí; paraguas que era insignia de rango y que tantos años de litigios costó al pobre señor José Cornelio de la Cueva, porque se dudaba que tuviera calidad social para poder llevarlo. El calzón que se usaba era de tapabalazo, que a la par que adornaba servía de bolsillo. Completaban el cuadro borceguíes de tacón y cadena de reloj llena de cuentas.
Algunas familias tenían la curiosa costumbre de vestir un día al año con casacas a los esclavos, mientras las damas se trajeaban de sirvientas, y les servían la comida en la mesa larga que estaba en la cocina.
Los sábados abundaban los mendigos con más frecuencia que los otros días, aquellos mendigos de que estaba llena la ciudad y que dormían tendidos en las calles a lo largo de las paredes de las iglesias.
La vida se había hecho tan pacífica, en contraste con los azares de la conquista, que los señores principales salían rumbo a sus haciendas de Petare, El Tuy o los valles de Aragua, en su mula, casi siempre sin armas, aunque llevaban talegos de dinero para los pagos de la administración, y jamás había un asalto en el camino, a pesar de que el viaje duraba varios días y se hacía con descanso, deteniéndose en alguna venta o durmiendo en la estancia de un amigo, donde se entretenían con partidas de naipes, aunque esto alargara el viaje por uno o dos días más. Se veían por el cielo con frecuencia bandadas de bulliciosos pericos que cruzaban en busca de otros sembrados, o algún grupo de canarios, azulejos o cardenalitos del Ávila”.
* Caraqueño nacido en 1900 y fallecido 1978, compositor, crítico musical y autor de varias obras históricas relacionadas con la música y las costumbres cotidianas del venezolano.
FUENTE CONSULTADA
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Calcaño, José Antonio. La ciudad y su música: Crónica musical de Caracas. Caracas: Fundarte, 1980. Págs. 81-85.
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