La pandemia mató a su hijo más querido (Alí Gómez), pero él no quiso verlo por temor a contagiarse. El general recibía los periódicos previamente desinfectados para enterarse de los “muérganos centrales” que se iban muriendo. . .
Por José Rafael Pocaterra
Durante la Gripe Española de 1918, el general Juan Vicente Gómez se encerró para evitar el contagio.
En la extraordinaria obra de José Rafael Pocaterra “Memorias de un venezolano en la decadencia”, consta el capítulo que insertamos en seguida sobre la gripe de 1918 en Venezuela. El gran escritor narra ahí cómo murieron del flagelo mundial, el más querido hijo de Gómez, Alí, y otro miembro de su familia. El dictador se encerró para evitar el contagio; no se tomaron medidas para evitar el contagio; no se tomaron medidas en defensa de la población; hubo hostilidad visible contra Caracas. Todo eso cuenta Pocaterra, en las brillantes frases propias de su estilo; castiga severamente a quienes cree que debe castigar, y fustiga con vehemencia a los responsables de la propagación de la peste.
“Una mañana la pandemia de gripe que hacía su trágica gira universal, surgida de las miasmas del inmenso campamento europeo o traída en las alas de un soplo de expiación por la vasta iniquidad inútil, apareció en La Guaira. . . Un caso, dos, tres, seis, cien. Sobre la capital cayó como una niebla. La ráfaga barrió implacable desde los extramuros hasta el centro. Gómez, el amo de los venezolanos, el “hombre fuerte y bueno”, que ama a sus compatriotas y tiene tres lustros sacrificándose por ellos, huyó a refugiarse en su caverna estableciendo prevenciones ridículas. Como la epidemia azotaba a la capital cada vez con mayor furia e iba invadiendo ya los alrededores, el déspota cobarde se aisló aún más severamente en su guarida de Maracay. Allá fue a golpear la muerte. A su puerta. Uno de sus hijos, quizás el más querido, Alí, cayó enfermo y en horas murió. No quiso verle. Temía contagiarse. Luego otro miembro de su familia, Y aquí y allá, enfermos, muertos.
La gripe galopaba frenética sobre los nublados de noviembre, caía sobre los villorrios, atravesaba por los valles de Aragua, e iba a hacer presa en Valencia. El “héroe” por falta de abnegación rudimentaria, de noción de responsabilidad, con mayor miedo a las toses que ahogan que a los tiros que oyó siempre de lejos, voló a refugiarse en una aldea de aguas sulfurosas que está ante el abra de los llanos.
San Juan de los Morros vio a aquel tirano implacable, a aquel hombre tan frío, tan ajeno a la piedad, a la compasión, a la solidaridad humana, refugiarse en las grietas de sus farallones como los jaguares del Bajo Apure que las candelas del llano hacen escapar hacia los riscos. . . Se llevó a su hermano Juancito, Gobernador del Distrito Federal; recogió su tribu y allí se estuvo mientras la ciudad, –de la que el doctor Márquez Bustillos apenas se atrevió a separarse unas cuadras en un burgo vecino, con más miedo de Gómez que de la peste –sucumbía atenida a sus recursos, con una policía brutal que acosaba por temor a motines todas las obras pías de la comunidad, en manos de la parte ejecutiva del gobierno de un tal Delgado Briceño, un pobre diablo aventado a la superficie en aquellos días de descomposición como esos batracios que la creciente arroja a la orilla y engorda de despojos. Ese hombre se volvió loco de inquisición, de enredos, de persecuciones pueriles.
Un ejemplo, de paso, servirá para dar una idea cómica de ese malhechorete oscuro. Se editaba en Caracas por aquellos días un diario humorístico “Pitorreos”. En cama casi todos los redactores de periódicos hubo semana en que las ediciones se hacían por los cajistas sólo. En esos días había leído una excelente traducción de “la Máscara de la Muerte Roja”, de Edgard Poe, y la di a las cajas del diario citado, de cuya empresa era socio. Y el propietario de la imprenta, el señor Eduardo Coll Núñez, se las vio negras y tuvo que apelar a un Larousse para probarle a aquel infeliz que Poe existía, que había sido un poeta americano. El hombre estaba empeñado en que eso de Poe era un seudónimo mío o de otro “enemigo del gobierno”– y que aquello era una alusión al “general Gómez”.
En la terrible epidemia de gripe que azotó al mundo en 1918, falleció en Maracay el hijo predilecto del general Juan Vicente Gómez, Alí Gómez.
Al fin, entre el prefecto Carvallo y el atribulado Coll pudieron dejarle satisfecho a medias. Detrás de aquella suerte de “Scotland Yard” y del “grand guignol” nuestra labor continuaba enérgica y resuelta. De los nuestros murieron algunos. Una cólera sorda, una indignación general venía en oleajes a chocar con los diques que la reserva misma del proyecto iba imponiendo. El cuadro de la capital abandonaba a la hora de un peligro como aquel y cuyos habitantes en vez de sentir alivio de “la mano fuerte”, sólo conocían los maltratos brutales de los agentes de Pedro García o las sigilosas asechanzas de la prefectura; la actitud insolente del pobrete de la Gobernación en pleno delirio de grandezas, queriendo quedarse con once mil y pico de bolívares de la Junta Recaudadora presidida por el Arzobispo; las historias populares que siempre corren; un tal Véjar, barbero de los Gómez y celador del cementerio, desenterraba los muertos ricos para revender las urnas que como artículo de la primera necesidad estaban por las nubes; la indiferencia, el desdén con que los explotadores de la jarca maracayera escapaban a refugiarse en los pueblecitos recónditos. . . ¡No se les vio en una obra de caridad, en una recaudación pública, en el ejemplo vivo que hasta el último limpiabotas daba llevando víveres y medicinas por los vecindarios!
El odio de esta gente a la ciudad revelado de súbito, desenmascarado su deseo recóndito, al fin, en vías de realizarse, de que Caracas sucumbiese y pagase la risa y la ironía de sus epigramas en una tragedia del destino que mataba a los buenos y respetaba la canallocracia, este conjunto de circunstancias hizo erguirse la vieja Caracas que halló en sí misma recursos y que vio a todas sus clases en una como unión sagrada desde el licenciado Aveledo hasta Juan Nadie, arrojarse valientemente a socorrer a los hermanos en desgracia, sin temor al peligro común. Por algunos días ¡fueron la última llamarada de un gran corazón que se iba a consumir en podredumbres insólitas!, vi desfilar en la hora de la catástrofe ante la expectativa de la patria el alma risueña, dolorida y heroica de la ciudad del Libertador.
Aquel castigo formidable hirió todas las fibras, conmovió todos los corazones, unión todas las voluntades. Y respondiendo a los clásicos organizadores de “cruces rojas” decorativas y de cuerpos filantrópicos con reglamento y junta directiva, en un impulso unánime, el heroísmo de los muchachos de la Universidad, perseguidos, disueltos, ultrajados, desposeídos del derecho a una profesión –pues que el bárbaro había clausurado la Universidad desde 7 años antes– aquellos niños, de última reserva de una sociedad que se marchitó sin florecer, aquellos niños que han enterrado sus líderes con marcas de grilletes en las piernas y devorado su angustia ante el prestigio insolente de media docena de indolentes académicos, aquellos adolescentes, blasón de la raza, orgullo santo de la madre que les parió y de la patria nutriz de sus ideales, mientras conspiraban para la caída del déspota miedoso, cumpliendo dos santos deberes es un solo impulso, lanzáronse al socorro de la ciudad procera.
Un grupo de niñas valerosas abrió un local y púsose a la obra de preparar medicinas y organizar servicios de alimentación. Mientras Caracas alimentaba y curaba y hasta remitía dinero y recursos para otras poblaciones del interior atacadas ya por la epidemia, Gómez, sus familiares y sus genízaros engullían en San Juan de los Morros tajadas de buey y esperaban los periódicos de la capital, previamente desinfectados, para enterarse de los “muérganos centrales” que se iban muriendo”.
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