POR AQUÍ PASARON

El derrocamiento de Vargas visto por sus contemporáneos

     Para el año de 1835, cuando fue derrocado el presidente de la República, doctor José María Vargas, se encontraba en Caracas, como encargado de Negocios del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica, el señor John G. A. Williamson, a quien se ha adjudicado el ser amante de la chismografía y hombre portador de mal carácter. 

     Este estadounidense redactó un voluminoso diario que fue traducido al español bajo el título de Las comadres de Caracas. En éste se encargó de caricaturizar personajes y el ambiente social y político en el cual se desenvolvían los caraqueños. Igualmente, se encargó de relatar los sufrimientos que padecía por los fuertes dolores que experimentaba en la región hepática.

     En su escrito narró que para el día 8 de julio de 1835 se levantó de la cama a las ocho y treinta de la mañana. Media hora después, cuando corrió las cortinas del balcón, oyó un “extraño redoble de tambor” que provenía de la esquina La Palma. Escribió que, descubrió que se trataba de un bando, es decir, un grupo de veinte soldados que se apostaba en cada esquina para leer un decreto u orden del gobierno. Según contó, las puertas de las casas aledañas se encontraban cerradas, “circunstancia extraordinaria que no me podía explicar”. 

El médico Jose Maria Vargas, primer mandatario civil en la naciente República de Venezuela, 1834

     Una persona con la que había entablado amistad se encargó de contarle, de manera detallada y en pocos minutos, acerca de la explosión de una nueva revolución. Contó que, era un evento que no esperaba porque en su imaginación no cabía algún conocimiento de desacuerdo entre la clase política del momento. La misma persona le había informado que un grupo de hombres estaba en la casa del presidente, que nadie podía visitarlo y que, de hecho, estaba bajo prisión en su propio hogar, custodiado por veinte soldados y el coronel Pedro Carujo.

     En su narración escribió que al parecer, los conspiradores se habían reunido en la casa del marqués del Toro con la excusa de disfrutar de su espléndida hospitalidad. En la noche del 7 de julio se habían encontrado en la casa del general Diego Ibarra, en la calle Carabobo, a una cuadra de la Casa de Gobierno. A las dos de la madrugada, en grupos de trece, salieron a ocupar los puestos asignados. Anotó que, con seguridad, los soldados, al menos los de mayor confianza, estaban informados de la acción que se llevaría a cabo. A las pocas horas, continúa Williamson en su narración, los soldados ejecutaron la batida, tomaron posesión de la Casa de Gobierno e hicieron prisioneros al presidente y al vicepresidente en sus respectivos domicilios. De acuerdo con su relato, los artífices y adalides de esta asonada fueron el general Diego Ibarra y Pedro Briceño Méndez, “sobrinos del general Bolívar”. Otros de los que participaron en esta acción con “menores pretensiones” fueron Justo Briceño, Andrés Ibarra, Pedro Carujo, J. M. Melo, general Silva, Pelgrón, Manuel Quintero, Rendón Sarmiento, Manuel Landa, coronel Figueroa y “muchos otros de poca o ninguna importancia y cuya contribución fue solamente numérica”.

     Sin embargo, Williamson agregó a esta descripción el de contar con una información que no le fue proporcionada por su interlocutor, pero “sin duda verídica”. Prosiguió así: cuando Carujo le entregó un papel al presidente, señor Juan Nepomuceno Chávez, socio del señor Pérez, se lo arrebató, lo rompió en pedazos y exclamó: Viva la constitución. Viva el presidente. “Esto intimidó momentáneamente al asesino Carujo”. Sin embargo, éste se repuso de la inesperada respuesta. De inmediato dio la orden a sus soldados que dispararan contra él y a los que estaban presentes en el salón a menos que depusieran se actitud de oposición contra Carujo. Los amigos de Chávez lo llevaron fuera de la Casa Presidencial. Según Williamson, si Chávez hubiera liquidado a Carujo, el asunto habría terminado como un incidente sin trascendencia y el levantamiento militar no hubiera pasado de un día. Según sus palabras, faltó un hombre que frenará el primer asalto del ejército que en la mañana del ocho se componía de 250 hombres armados, habría decidido el destino de Caracas, sus habitantes, sorprendidos, “hablaban y discutían mientras sus vidas y haciendas caían bajo el yugo de un grupo despreciable de jefes militares”.

     Para Williamson, los perpetradores de la acción contra el gobierno establecido no merecían mejor suerte de haber procedido, a quien correspondía, en la eliminación física de Pedro Carujo. Para él con las piedras de las calles y las tejas de las casas hubieran podido repeler, atacar y derrotar a las fuerzas representativas de la usurpación. Pero, la “gran virtud de la obediencia pasiva característica de los caraqueños es tan constitucional, que ignoran que la resistencia a la presión es una virtud y una obligación moral”. Agregó a sus líneas que, si no se pudo encontrar un hombre que ofreciera su vida, menos se podía contar con cincuenta que, en ese día, a las ocho de la mañana, hubieran terminado en un instante con esa “farsa de hacer y deshacer gobiernos”.

     En este orden, no dejó de expresar que la gente de Venezuela tenía un concepto “muy extraño” del gobierno y de sus sagrados derechos. Por tal razón, jugaban con los asuntos gubernamentales como lo hacían los niños con un trompo o las piezas del juego de ajedrez.

     Según su percepción, lo que resultaba ser lo más sagrado entre otros pueblos, en Venezuela no era sino un pasatiempo de los jefes. Por eso en esa época de revoluciones se imaginaban que nada se podía ganar y nada se podía mantener sino por medio de revueltas, asonadas y la habitual revolución. En consecuencia, si se requerían enmiendas constitucionales, de la cual dependían la felicidad o la miseria de muchos, sólo se recurría a las revoluciones y sólo un hombre, caudillo o persona era la garantía de justicia y felicidad de los pueblos. Williamson agregó que, todos los hombres que habían sido “criados por Bolívar” se asumían como herederos de su mando y legado.

     Además, para legitimarse esos mismos individuos justificaban sus ilegales acciones al hacer creer, a los venezolanos que, si sus planes y propósitos no se llevaban a cabo, el país no florecería y menos alcanzaría el progreso. “Todo el secreto reside en creer que nadie debe gobernar si no es pariente, hermano de leche o hijo natural de Bolívar”.

     En su relato se encargó de recordar que los militares creían y asumían que sólo ellos lucharon y pelearon a favor de la patria, sin tener alguna consideración para con los individuos que también habían luchado y habían arriesgado vida y bienes por la misma causa, por tal razón tenían el mismo derecho de gobernar el país. “Y no es fuera de lo común oírles decir que es una desgracia tener que vivir gobernados por un presidente que es doctor, cuando uno de ellos debería ser el jefe”.

     Como se sabe, Vargas fue restituido gracias a la intervención de Páez. De inmediato, se lanzó un decreto donde se contemplaban penas diferentes contra los “reformistas”. Sin embargo, el decreto fue calificado de injusto e inconstitucional por personalidades públicas del momento, tal como fue el caso del publicista y periodista Tomás Lander quien, en una misiva dirigida a Vargas, con fecha 30 de marzo de 1836, le exigió lo revocara y que declarara la amnistía a favor de los sediciosos. Del golpe contra José María Vargas el nombre de la persona que ha sobresalido en la historiografía es el de Pedro Carujo como su ejecutor fundamental. Aunque, para ese año se mencionó como su artífice al general Santiago Mariño. Los sediciosos llamaron a su movimiento “Revolución de las Reformas”, porque su aspiración era la reforma de la constitución de 1830. En primera instancia, la asonada logró que tanto Vargas como su vicepresidente, Narvarte, fuesen desterrados. Sin embargo, antes de embarcar Vargas designó como jefe del ejército constitucional al general Páez. Este sometió a los golpistas y restituyó a Vargas en el cargo de presidente de la república. Varios de los participantes de la revuelta, entre ellos Mariño, fueron expulsados a las Antillas.

     Un publicista de la época, Francisco Javier Yanes, escribió en una de sus célebres Epístolas Catilinarias, publicadas en 1835 en la imprenta de Antonio Damirón, su versión acerca de los personajes principales de la revuelta. En la tercera de ellas describió el carácter y actitud de los ejecutores del golpe. De Mariño expresó que a éste había que reconocerle algunas “buenas prendas”. Aunque era un personaje dominado desde los inicios de su carrera militar por una “innoble y tenaz ambición”, porque jamás había dejado de lado medios ni sacrificios para saciarlas. Agregó acerca del mismo personaje que, ni el feo reato del crimen, ni el mal éxito de sus reiterados conatos, ni el interés sagrado de su fama habían bastado para frenarlo. No era por lo que había intentado en 1835 que su nombre evocara malas intenciones. Según Yanes, Bolívar lo había calificado como disidente en una antigua proclama y que al recordar las distintas disidencias en el país el nombre de Mariño estaba presente.

     Otro de los participantes del golpe al que hizo referencia Yanes fue el general Pedro Briceño Méndez, de quien anotó el de ser un hipócrita y ambicioso en grado superlativo. Se había ganado una reputación que no se merecía. Como sobrino de Bolívar, su secretario por varios años y su albacea, el pueblo había visto indignado su acompañamiento a Carujo. De Diego Ibarra expresó: ni Colombia ni Venezuela recordaban de él ningún hecho glorioso de “este hombre inepto”. Acerca de Justo Briceño destacó su actitud díscola y de insubordinación y que por ello Bolívar lo había separado del ejército. Aunque volvió a las filas castrenses gracias a los favores y súplicas, ante el Libertador, del general Rafael Urdaneta.

     En lo que respecta a Rufino González escribió que, había sido encontrado entre los españoles que habían atacado Puerto Cabello en 1823. De él resaltó que para ese momento era godo, luego, “por haber sido demagogo”, se auto calificaba como patriota “viejo”. Para Yanes no era más que un adulante de Bolívar a quien decía no saber en qué “especie de genio ubicarle”. Pero había sido el primero y el último en llamarle ladrón y pirata. El mismo Rufino González, de acuerdo con las líneas redactadas por Yanes, se había rebelado contra una constitución que había comparado con el arca de Noé. A Pelgrón lo calificó como hombre hogareño y dedicado a su familia, además de ser una persona de hábitos sobrios. Pero, se había acostumbrado a vivir de los empleos estatales y que por ello no se detenía a valerse de medios poco éticos para alcanzarlos.

     “Su genial turbulencia no se serena sino con la posesión de un destino”.

     A Miguel Quintero le recordó el lugar ocupado en la República de Colombia como escribano secretario de una corte de justicia. Al separarse Venezuela comenzó a darse a conocer y “salir de la oscuridad en la que vivía”. Agregó que para asombro de los patriotas “de capacidad” lo vieron convertido en presidente del Senado, a  pesar de su ineptitud y que sólo su engreimiento lo había estimulado a aspirar a grandes destinos sin merecerlos.

     A propósito del fallecimiento de Vargas el 13 de julio de 1854, en Nueva York, la Universidad Central de Caracas le encargaría, un año después, a Fermín Toro una biografía del expresidente. Toro declinaría a tal distinción, aunque en la carta de respuesta en la que expuso sus razones dejó escrito, entre otros asuntos, que Vargas había ocupado un lugar relevante en la política de Venezuela. Este había sido un mártir de la política, depuesto por causas aún ocultas y que una biografía de él requería de un juicio libre, imparcial y severo de los hombres y de los acontecimientos de la época.

     Toro eludió así un posible nuevo encontronazo con los detentadores del poder en ese momento y quienes lo habían obligado a refugiarse en las actividades agrícolas en su tierra natal.

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