POR AQUÍ PASARON
Un viajero de hamburgo por Venezuela
“Viaje por Venezuela en el año de 1868” fue el resultado de la travesía por algunos lugares de Venezuela llevada a cabo por Friedrich Gerstacker, quien desde la edad de 21 años se dedicó a viajar y escribir acerca de su experiencia como viajante. Fue una práctica que inició a partir del año de 1827 y lo hizo por varios lugares del mundo. Visitó los Estados Unidos de Norteamérica, América del Sur, Australia, las Indias Neerlandesas y algunos espacios territoriales del norte de África. Su narrativa se caracterizó por exhibir un estilo basado en la crónica y con una tesitura novelesca. Algunos de sus relatos fueron: Los piratas del Misisipi (1848), Oro. La vida en California (1858) y En México (1871). La narración que estructuró acerca de Venezuela se editaría cien años después de su visita a esta comarca, en 1968, bajo los auspicios de la Universidad Central de Venezuela y con traducción de Ana Gathmann. Gerstacker visitó La Guaira, Caracas, los Valles de Aragua y los llanos de Apure. Hizo lo propio por las aguas del Orinoco desde donde alcanzó tierras de Ciudad Bolívar y de aquí llegar a Trinidad y partir, luego, a Europa.
Gerstacker dejó escrito, en las primeras páginas de su texto, haber imaginado Caracas rodeada y adornada de una rica y abundante vegetación, así como que, por ser una antigua ciudad española, estaría compuesta de casas bajas y achatadas, con calles amplias, pero al estar en ella constató lo apócrifa de su figuración y lo que sus ojos observaban. Más bien, las calles eran angostas y las casas, aunque bajas, no contaban con azoteas planas a la usanza española. Eran casas con techos inclinados cubiertos de tejas. Sin embargo, se sorprendió al ver faroles alumbrados con gas.
Friedrich Gerstacker, autor de Viaje por Venezuela en el año de 1868
Expresó que Caracas estaba edificada de “una manera particular”. Subrayó que en ella se apreciaba el antiguo estilo hispano, pero que sus habitantes le habían estampado un matiz de acuerdo con “el carácter” de sus habitantes. Llamó la atención el que las casas, “al menos las mejores”, se asentaran en un “cuadrado” que bordeaba un pequeño patio cubierto de flores, al frente de cada una de ellas. Esto lo indujo a expresar que “el venezolano” amaba el verdor y los adornos florales. En las casas observó la existencia de unas argollas utilizadas para amarrar caballos, “una necesidad de transporte en la ciudad”.
Las casas que visitó las describió como unos espacios en que los dormitorios se hallaban a los lados laterales. Cerca de la puerta de entrada se ubicaban otras partes como el salón de estar y otra para la recepción de los visitantes, con la característica de tener la misma altura de las casas. De las ventanas dejó asentado que eran de hierro “elegantemente” trabajado. De éstas subrayó que eran muy cómodas para visualizar el exterior desde dentro de las casas. Aunque resultaban un estorbo por la modalidad con la que fueron construidas en la parte de afuera de las casas. Quien caminara por la acera se veía constreñido a lanzarse a la calle para no tropezar con ellas y así no sufrir un golpe innecesario.
De los alemanes, que conoció en Caracas, dejó asentado que no había imaginado encontrar tantos de ellos en la capital de Venezuela. Los calificó como “una magnífica sociedad de todas las clases” y quienes estaban dedicados a distintas ramas comerciales.
Se mostró sorprendido que tanto en La Guaira como en Caracas los provenientes de Alemania, y permanentes en estos lugares, prefiriesen contraer nupcias con damas nacidas en el país de padres o abuelos españoles y quienes llevaban la más “feliz vida matrimonial”.
De la descendencia de estas coyundas agregó que no había conseguido en ningún otro país “tantos muchachos bonitos como en Venezuela”. Al comparar al “elemento alemán” en Venezuela, respecto a los alemanes que habitaban en los Estados Unidos de Norteamérica, dijo que en la nación suramericana ellos se imponían, mientras en la del norte los mismos se diluían.
Destacó que la gran mayoría de los residentes alemanes en el país fuesen notorios comerciantes, entre quienes eran evidentes los casos de artesanos y boticarios, sin embargo, se mostró sorprendido que sólo hubiese un médico. De éste recordó que residía en La Guaira y quien no se reunía con otros alemanes, por ello razonó que no podía considerarse alemán porque tenía escaso trato con sus coterráneos.
Uno de los aspectos que hizo notar su preocupación en los tratos de la sociedad, y que visualizó en su recorrido por Caracas, fue el de la vida militar y quienes la integraban. Muy parecido a lo que otros visitantes y viajeros ponderaron fue el paseo por lugares considerados de “gran belleza”, tal como lo destacó al pasar frente a grandes cafetales y distintas haciendas, rodeadas de viejos árboles “realmente suntuosos”. Sin embargo, esto contrastaba con las acciones y actitud que observó en el “general negro Colina”, conocido bajo el remoquete de El Cólera. De éste y sus acompañantes expresó que a “él mismo le sangraba el corazón” al ver como un gobierno “deplorable e inconsciente” maltrataba, chupaba y pisoteaba “este bello país”. Observó que la belleza de juncos, árboles y tierras de gran fertilidad contrastara con el borde de éstas porque “todo era desolación”, como si una plaga de langostas hubiese pasado por campos de maíz.
Recordó que a lo largo del recorrido se había topado con grupos compuestos de tres o cuatro soldados dedicados al robo y la pillería. Al no obtener paga por sus servicios se dedicaban a despojar a los otros de sus escasas posesiones, a delinquir y pedir limosna que, si no eran satisfechos sus pedimentos, los compensaban con el robo y el pillaje. Los poblados por los que había transitado observó casas abandonadas y desocupadas que los mismos soldados las utilizaban como refugio y escondite. En este orden, agregó que por cada tres soldados había un general. Sin medias tintas indicó que el general Falcón había creado un ejército de cuatro mil integrantes. De ellos, dos mil rangos fueron ratificados para reconocer generales, aunque se tratase “generalmente de populacho grosero”. No obstante, concluyó que el objetivo de Falcón era sostener hombres vinculados con la vida de las armas para él mantenerse con el poder del Estado.
Recordó que Falcón había logrado hacerse del poder cobijado en los llamados liberales, y contra los godos y aristócratas, “en estos países siempre las clases decentes”. Indicó que Falcón se hizo de una gran fortuna y consiguió una pequeña isla cerca de Curazao donde se dedicó a atesorar bienes conseguidos con un proceder poco ético. Aspectos como los mencionados le sirvieron de marco para comparar la idea de patria que él y sus coterráneos tenían como algo sagrado, frente a quienes, como en Venezuela, la utilizaban en provecho propio y de sus seguidores. La ambición personalista, convertida en revolución, servía a “los vampiros de toda república americana”, de la que no excluyó a Norteamérica y sus cazadores de cargos, que pedían cuatro años de gestión para luego, de haber recibido sueldos pírricos, retirarse como grandes rentistas, con independencia de pertenecer a algún partido de oposición o de gobierno. Nada más culminar un período de gobierno, comenzaban a tramar revoluciones para continuar con las exacciones y los abusos.
De acuerdo con lo visto en la experiencia política de Venezuela hubo una frase que llamó su atención: “Venezuela está insurrecta”. Esta locución la asoció con lo acontecido en otras repúblicas de Suramérica e incluso España. Explicó no haber experimentado una actitud de repulsión ante tal realidad. Pero, “le duele a uno el alma” el hecho de que un país que atesoraba tantas bellezas naturales, fuese presa de unos pocos ambiciosos y ávidos de dinero que “llevan la sangre y la ruina a un paraíso”. Lo más dramático, según sus ideaciones, era que las querellas en este orden fuesen constantes, porque no había terminado un enfrentamiento cuando otro volvía a la esfera pública. Por tal razón, expresó: “¡Pobre país! Tan rico, tan sobreabundantemente dotado por la naturaleza, y sin embargo, nunca en paz, nunca en calma”. Al contrario, sostuvo que cualquier ser humano encontraría en esta comarca, a cuenta de poco esfuerzo, lo necesario para llevar una “feliz existencia”. Por otro lado, acotó que el pueblo era explotado y maltratado por bribones a pesar de ser bueno y apacible, se le constreñía a incorporarse en uno de los bandos que luchaban por hacerse del poder. Con un dejo de decepción, indicó como querellas de este tenor eran frecuentes en otros lugares de la América española. La solución, para él, se hallaba en que “un día alguna otra raza tome las riendas en la mano”.
Confesó que le provocó risa lo que en Caracas se denominaba ferrocarril. Igualmente, experimentó asombro cuando a lo lejos observó una locomotora y vagones de pasajeros estacionados en un andén. Al acercarse al lugar donde se encontraban, “descubrí algo que nunca hubiera creído posible”. Sin embargo, lo imposible dejó de serlo al constatar que uno de los vagones estaba techado con “ladrillos rojos”. Manifestó haber reído cuando vio en Arkansas algo muy parecido, pero cubierto con tejas. Para él resultó un “espectáculo” plagado de comicidad, un vagón recubierto de ladrillos rojos que, más bien, parecía un establo o un lavandero. Quienes fungían como trabajadores del lugar le habían informado que los vagones eran utilizados como lugar de descanso o dormitorio.
Escribió que amigos de La Guaira le habían recomendado pasar por Caracas, en días de la Semana Mayor, para que apreciara las prácticas religiosas de sus habitantes. Según su testimonio sólo había estado en un evento similar en la Misión Dolores en California. La primera que vio en Suramérica fue la de Caracas. De ella dejó redactado algunas líneas que, es válido decir, coinciden con la de otros visitantes y viajeros que observaron más ostentación que misticismo en ellas. En su relato recordó que el día lunes, con el sonido de las campanas, se anunciaba el comienzo de la festividad. Por las calles vio caminar damas con “sus mejores galas”. Ellas se dirigían a las distintas iglesias, en especial a la catedral. Ya, a las cinco de la tarde, empezaba la primera procesión que pasaba por el frente del palacio arzobispal y continuaba su recorrido por distintas calles de la capital. Por ser la primera vez que apreciaba este tipo de celebración en tierras de Suramérica la observó “con bastante interés”.
Estuvo presente en la celebración religiosa, pero sin mostrar mayor devoción porque profesaba otro culto o creencia. En este sentido, advirtió que no miraba con desdén asuntos de la fe y de un credo diferente al que él practicaba. “Déjese a cada quien su fe, siempre que se adhiera a ella con fidelidad y de todo corazón”. No obstante, se interrogó, por la forma como acá se practicaba una festividad religiosa, si era una auténtica demostración de fe “cuando sólo la pompa externa parece ser lo primordial”. Llamó su atención que las damas capitalinas estrenaran “diariamente” un vestido. En días que el cristiano debería expresar pesar y tristeza, aquí se desplegaban las mayores galas posibles. Por esto aseveró que se debería dejar a cada uno arreglárselas con su Dios y su conciencia. Acerca de los fieles que vio asistir a los tres últimos días de procesión expresó sus dudas en torno a su devoción, porque la gente parecía ir a la iglesia por razones “muy distintas a las de rezar”. En las iglesias vio a todas las “razas” representadas. Las “señoras negras” llevaban trajes más sencillos y sin mayor pomposidad, “cosa que difícilmente pueda atribuirse a devoción”. Para él ello encontraba explicación en que no contaban con medios para ataviarse con indumentarias de mayor lujo, tal como las señoras de “sociedad”.