POR AQUÍ PASARON

Un paseo por el norte de Caracas

Jenny de Tallenay dejó sus impresiones de viaje por el país (1878-1881) en su libro “Souvenirs du Venezuela”

     Al igual que otros viajeros provenientes del continente europeo, Jenny de Tallenay mostró asombro y emoción ante el espectáculo de la naturaleza en las tierras que ocupa Venezuela. No perdió tiempo para hacer comentarios de plantas, flores, frutas, animales e insectos que encontró en sus excursiones a zonas más verdes a las afueras de la ciudad. Y esto se debe a que ella no limitó su tiempo en Venezuela a estar solo en la capital, por el contrario, como ya habían hecho otros visitantes europeos, se trasladó fuera de ella para el encuentro de otros paisajes y nuevas experiencias. En su recorrido anduvo por el litoral, conoció Puerto Cabello y su Cumbre, hasta llegar a las minas de Aroa en el actual estado Yaracuy, para retornar a la capital del país por la vía de Valencia y Maracay. Se debe agregar que, a sus consideraciones acerca de una naturaleza pródiga y exótica, sumó observaciones sobre hábitos y costumbres de los caraqueños, así como de otros habitantes de los lugares que visitó. Asunto, este último que, por lo general, se suele soslayar por parte de quienes reseñan su texto.

     En continuidad con lo expresado por parte de Jenny de Tallenay en su diario de viaje cuyo título fue Recuerdos de Venezuela que, como lo hemos expresado en anteriores oportunidades, ofrece una valiosa información acerca de la Caracas de finales del 1800. 

     Sin embargo, se debe recordar que no todo lo anotado por esta dama de origen francés puede ser asumido al pie de la letra, no sólo por evidentes yerros históricos y geográficos, así como por la cantidad de juicios de valor emitidos, los que son importantes a tomar en consideración al momento de utilizar el texto como un testimonio valido en toda la extensión de la palabra.

     Junto con el secretario de la Legación de España en Caracas, Tallenay y sus acompañantes, comenzaron una excursión hacia los lados de Catuche y el río del mismo nombre que cruzaba el lugar. La dirección que tomaron fue hacia lo alto de la ciudad para presenciar la naturaleza que se ofrecía espléndida. De acuerdo con su narración mientras se adentraban al lugar de destino se toparon con una pared de adobe de un metro de ancho por dos de largo e indicó “aquí, la ciudad; más allá, el campo”, según su valoración, era el traslado sin transición de la animación a la soledad. En un lugar “edificios apretados”, en el otro una “llanura inculta” cubierta de matorrales, de plantas entremezcladas de espinos y manojos de flores.

     Anotó que los alrededores de Caracas estaban henchidos de barrancos y que los terremotos habían agrietado el suelo arcilloso del valle, así como que las aguas habían contribuido a ensancharlo más. El mismo proceso natural había formado grandes precipicios, anchos en proporción y que se extendían en grandes surcos o quebradas, a grandes distancias. Ella los llamó “vallecitos” que se desplegaban hasta la ciudad capital, adonde se podían apreciar, al lado de calles concurridas, hundimientos repentinos, llenos de una vegetación exuberante.

     El camino que siguieron los llevó a la cima de uno de los precipicios. Observaron en su caminata un amplio terreno cercado y rodeado de murallas. La primera impresión que tuvieron del mismo, cuenta Tallenay, era la de un cementerio, pero al cabo de un momento apareció una persona que les abrió la puerta. Al traspasarla observaron una “bella sabana de agua cuya superficie, brillante de luz, estaba levemente rizada por la brisa matinal”. De este modo constataron que se trataba de un depósito de agua o toma de agua, cuyo propósito era abastecer del importante líquido a uno de los lugares cercanos a la ciudad. Según sus palabras se trataba de un “trabajo hermoso” encargado por el general Antonio Guzmán Blanco. Sus aguas provenían del río Catuche, eran muy claras y transparentes. Eran aguas que se tenían como de efecto muy higiénico. Efecto atribuido a que en su recorrido lo hacían sobre raíces de zarzaparrilla y por ello eran las preferidas de los caraqueños.

El agua que se consume en Caracas, en gran proporción proviene del río Catuche; “son aguas muy claras y transparentes”

     En su incursión atravesaron el río Catuche para incorporarse al bosque. Contó que el contraste del paisaje era “violento”, porque una suerte de oscuridad sucedía a los vivos resplandores de la llanura, una humedad fría y penetrante se experimentaba con los ardores del sol. Advirtió sobre la presencia de grandes árboles con gruesas ramas cargadas de orquídeas y flores de gran variedad que, a su vez, estaban acompañadas de floridas lianas y rodeados de extensos matorrales. Su sorpresa ante el impresionante bosque la expresó de esta manera: “! Cómo describir este mundo de vegetales, este asalto al espacio por estas masas de vegetación, estos insectos zumbantes, estos pájaros de alegre plumaje, esta maraña de cosas vivas siempre en acción subiendo del suelo hacia el cielo azul ¡”

     No dejó de mostrar su admiración y rememorar tiempos de encanto infantil y juvenil cuando comenzó a experimentar los prodigios de la naturaleza. A medida que avanzaban en su expedición, observaba gruesas matas floridas, rocas, troncos que interrumpían el paso hacia el bosque. 

     Al cabo de un rato se encontraron de nuevo con el río Catuche, pero en las alturas lucía un torrente impetuoso. Anotó que entre las raras plantas que consiguieron estaba el Guaco, utilizado como antídoto entre los pobladores que hacen vida en los alrededores del Orinoco y del Cauca contra el veneno de cierto tipo de serpientes. Indicó que entre algunos pobladores del país era utilizado de manera preventiva, al recordar que los “indios llegan a inocularse en la muñeca algunas gotas y se pretende que pueden arrostrar por lo menos durante un tiempo, a consecuencia de esta operación, los colmillos acerados del más terrible crótalo”.

     En su travesía observaron árboles de dimensiones medias de Onoto “que da un hermoso color de grana”. Narró que la tintura se obtenía de una especie de bayas del tamaño de un hueso de cereza. Su recolección era por temporadas y que para obtener la tintura se les debía pasar por agua hirviente. Al pasar por agua hirviente se abrían y se espesaban poco a poco y de ahí resultaba un hermoso matiz rojizo y listo para utilizar. Según su opinión, se utilizaban para teñir cobijas y mantos. “Los indios del interior tiñen con onoto las plumas de su tocado y lo emplean para tatuarse el cuerpo. Las mujeres caribes fabrican con él brazaletes para adornar sus brazos y tobillos”.

     En su recorrido pararon para almorzar en un lugar llamado los Mecedores, cuyo nombre se debió a que los árboles estaban entrelazados unos con otros por grandes lianas, “algunas de las cuales forman columpios naturales, lo cual valió a esta localidad la denominación que le fue dada”. Mientras degustaban su almuerzo se apareció una culebra de un metro y medio de tamaño. Sus acompañantes hombres le aplastaron la cabeza y luego la expusieron ante sus ojos. Tallenay puso en evidencia que era un crótalo “adolescente aún porque no tenía sino tres cascabeles al extremo de la cola”.

     A propósito de este inoportuno encuentro rememoró que en algunos lugares se rezaban oraciones a San Pablo luego de la mordedura de una serpiente, con lo que aseguró, llena de ingenuidad, “que basta llevar con uno para estar asegurado de una protección eficaz contra todo peligro”. Argumentó que existían algunos individuos que tenían el privilegio de curar por medio de rezos y con ello neutralizar los efectos del veneno. “Estos curanderos son muy venerados entre sus compatriotas y pronto su fama se extiende de un pueblo a otro”. En este orden, narró que, si a algún peón lo mordía una serpiente, enviaba de inmediato a un mensajero para traer al curandero más cercano y recitar la “Oración mágica”. Agregó que parecían haber casos de curación, aunque se usaban cataplasmas no se sabía que era lo más efectivo, si esta aplicación o la oración mágica.

Hermoso grabado tomado del libro de Tallenay

     Gracias a la sorpresiva presencia del inoportuno reptil habían descubierto una flor denominada Rosa de la Montaña, cuya forma y tamaño era similar a tres alcachofas juntas. La describió como una planta de una gran belleza, contaba con matices que iban desde el color rosado pálido a la púrpura más intensa y con una exquisita armonía. De acuerdo con su conocimiento, parecía ser una planta muy rara de encontrar en el país porque no volvió a ver otras de la misma especie en los lugares que visitó. Sería en las cercanías de Puerto Cabello en donde un cazador se la había mostrado como una planta curiosa e interesante.

      Contó que, a las cinco de la tarde decidieron volver al lugar donde se hospedaban y que había sido la repentina aparición en el firmamento de nubarrones negruzcos, los que estimularon el afán de regresar. Al tomar el camino de regreso se volvieron a topar con el guardián de la toma de agua. Se mostró sorprendida al ver que en una de sus manos sostenía un gran insecto bastante largo, delgado y que movía las patas de forma desesperada. Lo llamaban Caballito del Diablo, muy común en América de acuerdo con su percepción, “cuyas formas tan extrañas parecen casi incompatibles con una organización vital regular”.
     Al entrar a Caracas indicó que caía una fuerte lluvia. “Es necesario haberse encontrado bajo un chaparrón tropical para formarse una idea de él”. Comparó este gran chaparrón con un diluvio y que a medida que caía el agua se formaban a su paso torrentes y cataratas, la comparó con una tromba acuosa que barría todo a su paso. Contó que, mojados hasta los huesos, en medio de las calles transformadas en ríos, no les quedó otra posibilidad que refugiarse en la primera casa que encontraron. 

     Según indicó, la casualidad los condujo a la morada de una “honrada familia” inglesa que se había radicado en estas tierras desde hacía bastante tiempo. Según escribió, fueron atendidos con gran amabilidad y cordialidad por parte de esta familia asentada en Venezuela.

      Al día siguiente, fueron invitados a una corrida de toros que se celebraría al domingo siguiente. La invitación fue por parte de los miembros del cuerpo diplomático acreditado en el país. Estableció que en Venezuela era muy común que las esposas y señoras ocuparan las ventanas, para apreciar actos como el mencionado, mientras los hombres ocupaban el centro del salón y conversando entre ellos. Agregó, además, que las damas se colocaban en dos círculos, uno correspondiente a las mujeres casadas, otro con las jóvenes solteras. Los hombres se situaban en distintas partes ya lo fuera en el patio, o en un reducido salón anejo a la sala de recepción o de pie en las puertas. Para ella esta costumbre no posibilitaba un verdadero diálogo entre los integrantes de la sociedad. Lo que para ella mostraba la poca atención que se prestaban los unos a los otros.

      En la “fiesta”, tal como la denominó, se presentaron algunos hombres a caballo, en mangas de camisa, quienes perseguían con voces altisonantes a unos “apacibles rumiantes” que eran estimulados por otros hombres y que a poco lanzaban cornadas y perseguían a sus incitadores. Para los caballeros la actividad consistía en tomar por la cola a uno de los toros y con un rápido movimiento y torsión derribar al animal. “Una pandilla de negritos que chillaban, silbaban, sacudían sus harapos, seguía el grupo ecuestre, blandiendo largas hojas de plátanos a manera de estandartes”. Para ella, el espectáculo se mostraba con alegría, con la calle orlada con las banderas de Venezuela y de otros países, combinadas con guirnaldas. Era una fiesta de gran colorido que, “bajo este cielo azul, deslumbraba la vista”. 

La joven Jenny de Tallenay, hija de Henry de Tallenay, encargado de negocios y Cónsul general de Francia en Venezuela, llegó al país en 1878 y desde entonces se dedicó a recorrer algunas partes del país. Sus impresiones de esas incursiones que les dejaría su estancia de tres años por estas tierras, las publicaría en un libro titulado “Souvenirs du Venezuela”, acompañado de ilustraciones de Saint-Elme Gautier y editado en París por la editorial Plon en 1884.

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