Armando Reverón, uno de los artistas de más amplia trayectoria en todas las épocas de las artes plásticas en Venezuela, complementó muy joven su pasión por la pintura con estudios en Europa, becado por la Municipalidad de Caracas, a principios de la segunda década del siglo XX.
Tras seguir cursos en academias españolas de Madrid y Barcelona y visitar estudios de artistas en la capital francesa, el pintor que se especializó en el impacto de la luz tropical, comenzó a figurar en los medios de comunicación de la época como una promesa de la pintura
El jueves 16 de diciembre de 1915, en la sección APUNTES DEL MOMENTO, publicada en la primera página de El Nuevo Diario, le dedican amplio espacio y anticipan que el muchacho que entonces contaba 26 años de edad, será gran figura, en reportaje-entrevista que firma AMADIS, seudónimo con el que entonces firmaba sus trabajos Eduardo Carreño (1881-1954), destacado poeta, biógrafo y critico. A continuación, transcribimos el texto titulado: UN PINTOR VENEZOLANO
“Caracas, 10 de diciembre de 1915. Noche de retreta. La muchedumbre gregaria recorre las extensas avenidas, a los compases de la música jacarandosa, que pone alas en los pies y fuego en los espíritus. Bajo el dosel purpúreo de una acacia, no lejos del bronce que perpetúa al Libertador, hay un corrillo en el cual charlan personas que me interesan. Me acerco. Leoncio Martínez tiene la palabra. Con desbordante entusiasmo elogia las aptitudes de sus compañeros del Círculo de Bellas Artes. Cobra vivacidad el palique; y de pronto detiénese en un nombre: el de Armando Julio Reverón, cuyos talentos pondera.
–No le pierdas de vista–díceme el buen Leo; –es un joven pintor que promete mucho. Tiene un solo defecto: que está tocado de extrañas manías.
–Ese no es un defecto propiamente dicho–le arguyó; –porque, para que un individuo se vuelva lunático, ha menester la materia prima, o sea el cerebro en este caso.
–Déjate de paradojas.
Creí al principio que se trataba de uno de esos muchachos sin relieve que se la dan de locos, por dárselas de algo; y que cometen toda clase de desatinos, amparándose del misterioso don, cuya excelencia proclamó hace siglos el ilustre Erasmo de Rotterdam.
A tal propósito recordé la gran suma de tiempo y de tinta empleados para desvirtuar la supuesta divina locura de Simón Bolívar y la frase de un amigo: ¡Un hombre normal! ¡Dios nos libre de semejante monstruo!
Impertinentes disgresiones aparte, es lo cierto que Reverón no era para mí un desconocido, pues había admirado sus lienzos en el salón exhibitorio del Círculo de Bellas Artes.
Muy joven, Reverón empuñó la brocha gorda; y pintó fachadas y paredes interiores con el propósito de reunir dinero para viajar a Europa.
Después supe de algunos episodios de su vida aventurera; de su torturadora inconformidad y de que andaba por lueñes [lejanas] tierras. En su retorno al terrazgo nativo, quise conocerle; y a fe que hemos hecho muy buenas migas.
Reverón nació en Caracas; y a los trece años aficiónose a la pintura. Ingresó como alumno en la Academia Nacional de Bellas Artes, bajo la dirección del inolvidable maestro Herrera Toro. Allí estuvo hasta que frisó con los dieciocho; y fue entonces cuando emprendió el éxodo hacia Barcelona de España.
La Ciudad Condal «archivo de la cortesía» llamábale con voz de sirena; lió sus bártulos y llegó a la floreciente urbe catalana. En la Academia de Bellas Artes tuvo como Director de colorido a Climent y Borrás, previos los estudios preliminares. A los pocos meses trasladóse a Madrid, donde logró inscribirse en la célebre Academia de San Fernando. Y fue como sigue: llegó a la puerta del local y allí topóse con un pintor estudiante, cojo por añadidura. Preguntóle:
–Tenga la bondad de informarme, ¿quién es el director de esta Academia?
–El señor Muñoz Degrain, a quien es difícil ver, porque se necesita audiencia.
Reverón, un tanto desalentado por la respuesta del paticojo, despidióse y al punto se dirigió al domicilio de Muñoz Degrain, cuyas señas conocía de antemano. Llegó, tocó y salióle una criada:
–Me hace el favor, ¿don Antonio Muñoz Degrain está en casa?
–Espere.
De súbito contestó una voz de adentro:
–¿Quién es? ¡Que pase adelante!
–¿Es usted don Antonio?
–Servidor
–Pues bien, yo soy americano, y habiendo visitado el Museo de Arte Moderno, vi sus paisajes de Granada. . . ¡Y me encantaron!
–¡Ah, esos tiempos de Granada la bella! Pero, en fin, venga usted conmigo para que vea. Y le enseñó entre otras cosas unos tomates, cuya perfección pictórica era tal, que provocaba comérselos.
Reverón, sin más preámbulos, tomó lápiz y papel y le hizo un croquis.
–Mire este apunte–le dijo a Muñoz cierta persona que hallábase en el estudio.
Armando Reverón es considerado uno de los más importantes del siglo XX en América Latina. Sus restos están sepultados en el Panteón Nacional.
Entonces giró la conversación sobre el prodigioso Ignacio Zuloaga, de quien no se mostró nada afecto Muñoz Degrain, dizque porque honraba poco a España con cuadros de cenceños picadores y caballos canijos, de toreros y majas cursis. Cuando terminó la contumelia, Reverón le manifestó sus deseos y designios.
–Sí, pase mañana por la Academia a las once. Al siguiente día acudió con toda puntualidad; le presentó a varios pintores; autorizóle para que sacase matrículas y llegaron a estimarse de tal modo que, más que maestro y discípulo, fueron dos inseparables camaradas.
Reverón se captó asimismo el afecto del profesor de anatomía en la Academia, don José Parada y Santín, quien se fijó en el claro-oscuro de las «manchas» del aprendiz, insinuándole:
–Usted le agradaría mucho a Zuloaga. Y le aconsejó que fuese a Segovia en esa primavera. Hacia allí enderezó los pasos, no sin antes recibir algunas admoniciones para presentarse ante el pintor egregio.
–Procure no hablarle y haga una de sus tantas locuras.
Llegó a Segovia. Encaminóse a la residencia de Zuloaga, al tiempo en que éste salía con la capa a medio rebozo, No quiso importunarle; y fue después de algunos días, en el campo, cuándo y dónde le conoció. Corolario de la charla que hubo allí, fue el llevarle Zuloaga a su taller.
Mostróle el maestro varias de las obras que estaba ejecutando; luego pidióle opinión. El muchacho no supo qué contestar, pues ante tanta maravilla la palabra hubiese sido irreverente.
Zuloaga marchóse a París; Reverón a Madrid, donde vendió unos lienzos y pudo trasladarse a Lutecia. Se le agotaron los pocos recursos con que contaba; Lorenzo González ingenióse para allegarle una exigua suma; y Tito Salas concluyó una tela que Reverón había empezado, con el mismo objeto. Partió de nuevo a Barcelona y luego restituyóse a Caracas. Aquí, todo un dilecto artista como él, empuñó la brocha gorda; y pintó fachadas y paredes interiores con el propósito de reunir unos cuartos para tornar a Europa. Así lo hizo; y a no ser por la pícara neurastenia, allá estuviese. Gallardo testimonio de que invirtió bien el tiempo, son los paisajes que se trajo de un victorioso colorido.
A puro esfuerzo propio ha hecho como Colón tres viajes para descubrir la Belleza. Una de las perennes obcecaciones suyas es El Greco. En él está todo–me dice: –mientras en la comisura de los labios dibújase la flor de una sonrisa. . .”
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