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Pinto Salinas murió acribillado a la edad de 38 años – Parte I
En junio 2023 se conmemorarán 70 años de la desaparición física de Antonio Pinto Salinas, uno de los dirigentes políticos más importantes del país durante la primera mitad del siglo XX, asesinado por el gobierno dictatorial del general Marcos Pérez Jiménez, el 10 de junio de 1953.
Economista de profesión y poeta de vocación, Pinto Salinas entregó la vida a favor de la democracia en momentos en que se desempeñaba desde la clandestinidad como secretario general del partido Acción Democrática. Cuando intentaba salir de Venezuela para asilarse en Trinidad, fue apresado en el estado Anzoátegui por una comisión de la Seguridad Nacional. De vuelta a Caracas fue acribillado de manera cobarde en una carretera guariqueña, mientras voceros del régimen trataron de imponer en los medios la versión del enfrentamiento.
Rigoberto Henríquez Vera, miembro del Comando Nacional de AD en la clandestinidad, cuenta en extensa crónica publicada en el diario caraqueño La República, el 11 de junio de 1964, con ocasión de los once años del crimen de su compañero, interesantísimos detalles de la captura y del vil, asesinato cometido por los esbirros de la dictadura.
Antonio Pinto Salinas, dirigente politico de Acción Democrática, asesinado por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez
Así asesinaron a Pinto Salinas
Apresarlo vivo o muerto. Nos encontrábamos en nuestro último refugio clandestino de los Palos Grandes, Antonio Pinto Salinas, Simón Alberto Consalvi, Gustavo Mascareño y yo. Comenzaba el mes de junio de 1953 y la persecución política nos tenía prácticamente acorralados. Las “conchas” escaseaban y cada día se hacía más precaria nuestra situación de dirigentes de la resistencia contra la dictadura.
Centenares de presos políticos eran torturados bárbaramente en la Seguridad Nacional y a todos se les preguntaba por nuestro paradero. Particularmente a Pinto Salinas se le buscaba con furia, con la orden de Pedro Estrada de “apresarlo vivo o muerto”. Fue entonces cuando el comando clandestino nacional de Acción Democrática, del cual era yo su Secretario General, decidió que Pinto Salinas se refugiara en una embajada y saliera fuera del país por algún tiempo.
Antonio se negó a solicitar asilo diplomático. Nos argumentó y convenció de que, pese a los riesgos que se corrían, su refugio en una embajada produciría una repercusión negativa y desmoralizadora en la base del partido, por lo que prefería en todo caso, salir al exterior por la vía clandestina. Por intermedio de nuestro “piloto”, aparato de radio operado por Pedro Fonseca desde un extramuro capitalino, nos comunicamos con el Comando Exterior con asiento en Costa Rica y le hicimos conocer en breve mensaje cifrado, nuestra decisión de que Pinto Salinas, Secretario de Organización para el momento, realizara un viaje por algún tiempo. La respuesta no se hizo esperar y dos días después recibimos mensaje de Luis Beltrán Prieto Figueroa, donde se nos decía que compartían nuestro criterio y de que a toda costa deberíamos salvar la vida del valiente y abnegado compañero, quien iba a cumplir tres años de intensa actividad clandestina.
Por la ruta de oriente
Se preparó entonces la salida por la ruta de oriente, hacia Trinidad. Se llamó a Hernán Contreras Marín, destacado por el Partido en Monagas, para que lo trasladara a Güiria, donde nuestro eficaz aparato de “Belandeo” lo recibiría para llevarlo sin pérdida de tiempo, en una pequeña lancha a la vecina Antilla. Se recomendó a Gustavo Mascareño la misión de buscar un chofer con auto propio, el compañero Eulogio Acosta, para realizar la primera etapa. Cuando ya todo estaba cuidadosamente preparado y estudiado, se fijó la noche del 9 de junio como fecha de partida. Mascareño y Eulogio esperarían a Pinto Salinas (su seudónimo era Luzardo) a las siete en punto en la Avenida del Country Club, donde lo llevaría en su auto Consalvi. De allí partirían esa noche por la ruta de “La Mariposa” ̶ vía Charallave ̶ a pernoctar al amanecer en Puerto La Cruz.
Tremendamente dolorosa fue la despedida. Nos abrazamos sin pronunciar palabra. Nos dolía la separación del hermano y compañero, sin presentir el horrendo drama que sobrevendría después. Había llegado la hora cero y Antonio abandonaba nuestro común lugar de los Palos Grandes. Media hora después Consalvi y Mascareño regresaban para dar cuenta de la misión cumplida.
Nos asalta la seguridad
Mascareño era nuestro contacto con la calle. El hombre de confianza absoluta. Le dijimos que se quedara esa noche en la casa para no despertar sospechas entre los vecinos, con el entrar y salir de personas a nuestra “concha”. Las horas trascurrieron luego pesadamente. Nuestros ánimos estaban deprimidos. Yo tomé un libro me tendí a leer en mi lecho. Otro tanto hizo Consalvi en la habitación vecina, donde también se encontraba Mascareño. Eran las doce de la noche las estaciones de radio despedían sus programas con las notas del “gloria al bravo pueblo”.
En efecto, los esbirros de Pedro Estrada rodearon nuestra morada y penetraron violentamente sin darnos tiempo ni siquiera de incorporarnos. A mi habitación, la más próxima al patio de atrás, entraron en tropel los asaltantes armados de ametralladora. Eran cuarenta en total. “¡Ese no es Pinto Salinas! . . . ¡Es el doctor Henríquez Vera!. . . ”, gritó el “Loco Hernández”, jefe de la comisión. Su grito oportuno me salvó la vida, pues la barbarie oficializada iba allí precisamente a matar a Pinto Salinas. Sin embargo, los esbirros apuntaban sus armas contra mi cuerpo inerme. Así tendido, boca arriba sobre el lecho, se me mantuvo un buen rato. De la habitación vecina traían ya maniatados a Consalvi y Mascareño. Nos preguntaban por Pinto. Dijimos que no lo veíamos desde hacía cinco días y que ignorábamos su paradero en Caracas. Mascareño dijo entonces: “yo los llevaré al lugar donde se encuentra. . . ” y salió seguido de unos cuantos agentes. Consalvi y yo pensamos de qué se trataba de una salida hábil de nuestro “contacto” para salir de aquella apremiante situación, que los llevaría a algún supuesto lugar de la capital. Esposados se nos condujo de inmediato a la Seguridad. Con nosotros venía también el señor Manilo Castro, encargado de la casa, de nacionalidad española, apresado también allí.
Luis Rafael Castro, mejor conocido como El Bachiller Castro, uno de los grandes esbirros de la Seguridad Nacional
Nos asalta la seguridad
Mascareño era nuestro contacto con la calle. El hombre de confianza absoluta. Le dijimos que se quedara esa noche en la casa para no despertar sospechas entre los vecinos, con el entrar y salir de personas a nuestra “concha”. Las horas trascurrieron luego pesadamente. Nuestros ánimos estaban deprimidos. Yo tomé un libro me tendí a leer en mi lecho. Otro tanto hizo Consalvi en la habitación vecina, donde también se encontraba Mascareño. Eran las doce de la noche las estaciones de radio despedían sus programas con las notas del “gloria al bravo pueblo”.
En efecto, los esbirros de Pedro Estrada rodearon nuestra morada y penetraron violentamente sin darnos tiempo ni siquiera de incorporarnos.
Diario El Nacional, edición del día siguiente del crimen cometido contra Pinto Salinas
A mi habitación, la más próxima al patio de atrás, entraron en tropel los asaltantes armados de ametralladora. Eran cuarenta en total. “¡Ese no es Pinto Salinas! . . . ¡Es el doctor Henríquez Vera!. . . ”, gritó el “Loco Hernández”, jefe de la comisión. Su grito oportuno me salvó la vida, pues la barbarie oficializada iba allí precisamente a matar a Pinto Salinas. Sin embargo, los esbirros apuntaban sus armas contra mi cuerpo inerme. Así tendido, boca arriba sobre el lecho, se me mantuvo un buen rato. De la habitación vecina traían ya maniatados a Consalvi y Mascareño. Nos preguntaban por Pinto. Dijimos que no lo veíamos desde hacía cinco días y que ignorábamos su paradero en Caracas. Mascareño dijo entonces: “yo los llevaré al lugar donde se encuentra. . . ” y salió seguido de unos cuantos agentes. Consalvi y yo pensamos de qué se trataba de una salida hábil de nuestro “contacto” para salir de aquella apremiante situación, que los llevaría a algún supuesto lugar de la capital. Esposados se nos condujo de inmediato a la Seguridad. Con nosotros venía también el señor Manilo Castro, encargado de la casa, de nacionalidad española, apresado también allí.
Delación y torturas
En las puertas del siniestro edificio nos encontramos de nuevo con Mascareño. Sigilosamente pude apenas decirle: “Luzardo está aquí en Caracas, no lo vemos desde el viernes…” Pasaron primero a Mascareño a la sala de interrogatorios y a los tres restantes se los colocó de espaldas en la oficina vecina, separada de la anterior por una división de vidrio esmerilado, de poca altura, de donde podíamos oír perfectamente todo. “Tú eres un traidor que nos has dicho que sabes dónde está Pinto: nos has engañado y confesarás su paradero, por las buenas o por las malas”, le dijo un espía a Mascareño. Consalvi, el español y yo agudizamos el oído. El miserable nos traicionaba y comenzó cobardemente, sin que lo torturaran, a confesar lo que sabía. Suministró todos los datos. Dio la ruta y hora de salida, el número, color y marca del vehículo, y los nombres de los acompañantes de Pinto Salinas.
De inmediato salieron varias comisiones en su persecución. Eran las dos de la madrugada del 10 de junio. Vimos salir a Mascareño con rumbo desconocido, seguido de varios agentes, mientras que a nosotros se nos sometía a los mayores vejámenes y torturas. Desnudos y atados a la espalda fuimos colocados en “el ring”. A Consalvi y al español Castro se les golpeaba bárbaramente, hasta dejarles inconscientes en la habitación vecina. Se nos preguntaba de todo. Por nombres y direcciones, documentos cifrados, actividad clandestina y programaciones insurreccionales. Particularmente a mi se me preguntaba cómo había entrado por segunda vez clandestinamente al país y se me responsabilizaba de los últimos acontecimientos subversivos. Todos respondíamos no saber nada y dábamos explicaciones que no convencían a los esbirros enfurecidos, quienes una y otra vez nos insultaban y golpeaban. El más agresivo era el “Mocho” Delgado y el “Bachiller” Castro. El “Loco Hernández” fue más comprensivo y se complacía de repetirme: “No te matamos de vaina! Tienes una suerte de espanto! Yo te conocí en México, donde me hice pasar por estudiante y conocí a mucho exilado. Eso te salvó porque anoche buscábamos era a Pinto”.