Por Omar Vera López
La “mula maniá”, Es la mujer cuya curiosidad le llevó a ser transformada en mula y que acecha a los trasnochadores caraqueños de la ciudad de mil y pico.
“La luna es un farol vagabundo que recorre el cielo libre de sus amarras. Montada muy alto, tan alto que a veces siente vértigos, mira hacia la tierra que se arropa en su propia oscuridad, sin que su mirada curiosa alcance a producir más que penumbra y juegos de luces. La tierra, allá abajo, siente frío. A veces hasta se molesta de la incesante curiosidad de ese ojo solitario siempre abierto, siempre vigilante. Ese farol navega por el cielo sin importarle que la tierra, allá abajo, tiene cientos y cientos de lunas amarradas al pavimento. Lunas cómodas que se encienden y apagan pro la voluntad del hombre. Lunas menos románticas pero mil veces más prácticas.
La luna ha visto muchas cosas. Tantas que ya ni recuerda. Pero, aunque la memoria le falle como una vieja achacosa cualquiera, a veces sonríe pensando en las cosas que ha visto. No las recuerda en absoluto, pero sabe que sonreiría igualmente si se acordara, Cosas tristes, alegres, trágicas, misteriosas. . . Esta noche la luna se siente poseída por los espíritus del Más Allá. . . y su sonrisa se ha hecho más oscura, más callada. Como esa sonrisa retorcida de los gatos negros cuando se les pasa la mano por el lomo arqueado. . .
Noche cualquiera. Santiago de León de Caracas dormita su somnolencia colonial, ahogando bostezos de techos rojos y calles empedradas. La Catedral yergue su juventud coronada por la faz redonda de su reloj que canta las horas con voz abaritonada. Las calles solitarias con las aceras medrosamente recostadas de las paredes recuerdan que se acerca la media noche. Y a las nueve y media el toque de queda barrió con los trasnochadores y silenció las serenatas. Todos se cobijan detrás de las fuertes puertas de madera donde las palmas benditas puestas en cruz y clavadas en lo alto, forman la barrera invisible que coloca la Fe.
Todos duermen o rezan en la ciudad. . . Es decir, ¡todos no! Prendido a los barrotes de una ventana, tejiendo sueños y hablando silencios, el amor no sabe de toque de queda. . . no usa relojes ni calendarios. Mide las horas en lágrimas y los minutos en suspiros.
De pronto el amante descuidado se ha puesto pálido. Sus manos ancladas a los barrotes los aferran con más fuerza. La dueña de sus desvelos es una mancha blanca en la oscuridad de la ventana. Y al volver la cabeza, distingue en el fondo de la calle, sacando chispas del empedrado pavimento, una mula, enorme y oscura, que avanza alocadamente. Una pata trabada por las riendas que arrastran por el suelo dificulta sus movimientos. Va sembrando coces y corcovos, extrañamente luminosos los ojos muy grandes, como si llevara un candil encendido muy adentro.
Toda la oscuridad se va borrando a su paso dejando en su lugar una luz lechosa que hace daño a los ojos. . . Es la “mula maniá”. Es la mujer cuya curiosidad le llevó a ser transformada en mula y que acecha a los trasnochadores caraqueños de la ciudad de mil y pico. Con un suspiro la damisela se ha desmayado y el valeroso galán, sin la interesada espectadora, no ha vacilado en seguir sus pasos. . .
Superstición. Tiempo de monsergas y cuentos de camino.
De espantos y de aparecidos que consideraban su deber principal amargarle la vida al prójimo temeroso que se pusiera en su camino. Cadenas y gemidos, sábanas y azufre, botijuelas donde cantaba su canción dorada la morocota rubia y codiciada. Golpes en las paredes y voces temblorosas de los buscadores de tesoros que cubrían el miedo con la ambición. “Siga tres pasos hacia el norte donde la vieja ceiba dobla la espalda contra el muro” . . . Espantos, muertos y apariciones.
Cuando los gallos comienzan a mirar al reloj previniendo la aurora, la oscuridad se hace más impenetrable que nunca. Es quizá el momento crucial, sagrado, cuando la mañana, al fin mujer, se da los toques sabios de su “toilette” para aparecer fresca y rozagante a los ojos del sol que se levanta. En ese momento con una velocidad de espanto, traqueteando, chirriando y dando tumbos por las estrechas callejas, aparecía un carretón viejo y polvoriento. Desde el sitio donde hoy está el Panteón Nacional hasta dos o tres cuadras al sur del Puente Trinidad o desde Dos Pilitas hasta la Plaza de la Pastora, el siniestro carretón va llenando de ruidos y de temores los corazones caraqueños.
Era el Carretón de la Trinidad, el ruidoso carretón que iba guiado por un rojo cochero, haciendo cabriolas en el pescante, con dos espantosos cuernos señalando al cielo en la frente arrugada. El conductor agitaba el látigo y golpeaba el aire, porque el carretón llevaba las varas vacías, aumentaba la velocidad cada vez más sin que se vieran los caballos que piafaban y galopaban acuciados por el látigo. . . Y no faltaba quien sintiera nacer entremetido con sus medrosos pensamientos la seguridad de que la “mula maniá” se había escapado de las varas del misterioso carretón.
Época oscura de cuentos narrados a la luz temblona de la vela. Sombras que trepaban las paredes y se deslizaban por el techo de cañas como esperando el momento para abalanzarse sobre el desprevenido mortal que sentía el corazón arrugado y chiquito como una naranja vieja. Caracas, la vieja Caracas, era un aquelarre poblado de brujas, aparecidos y duendes apenas el sol escondía la nariz enrojecida detrás de los cerros. La “dientona” mostrando a todos el tamaño descomunal de su dentadura, largos sables afilados y amarillos, apenas se atrevían a escuchar las once campanadas en la calle. El “enano de la Torre de Catedral”, un minúsculo hombrecillo que se podía encontrar por las noches parado bajo la Torre y que se estiraba, se estiraba, hasta mirar la esfera del reloj cuando algún desprevenido le preguntaba la hora.
El “rosario de las ánimas” con su blanca fila de figuras, envueltas en los amplios pliegues de las sábanas, portando el hachón encendido y rezando en voz alta un escalofriante rosario. Tradición y superstición de la Caracas que se fue encaramada en sus edificios de veinte pisos y enarbolando la sonrisa blanca de la luz del neón.
Pero también había los que sabían aprovechar la superstición para sus propios fines. En noches tenebrosas, cuando el viento se retorcía por las callejuelas como si alguien le apretara la garganta, aparecía “la sayona” . . . Con un larguísimo sayal, más negro que la misma noche, mostrando en el cráneo pelado el resplandor rojizo de las cuencas vacías y con un ominoso entre chocar de huesos al caminar iba apretando con la mano fría del miedo el corazón de todos los caraqueños. En las casas, reunidos en una habitación cualquiera, todos los habitantes oían ansiosos la voz del jefe de la familia que rezaba con voz temblorosa pidiendo al cielo la merced de alejar la siniestra dama de los alrededores. . . Al poco rato, al conjuro de rezos y peticiones, se dejaba de oír el lamento de la enlutada aparición y regresaba la calma al seno del hogar. Una persona, sin embargo, entre ruborosa y asustada, podía aclarar el misterio de la aparición de la temida “sayona”, esa sayona que ocultaba tras la negrura de la sábana apresuradamente teñida al galán audaz que desafiaba la fuerza poderosa de la superstición para robar un beso de los labios de la amada, Una medida forzada por el inabordable cerco que en esa época de rigidez conventual separaba a los galantes caballeros flechados por Cupido de la dulce compañía de las Julietas de entonces.
A veces ya no era la sayona sino el “Hermano Penitente” . . . Vestido de blanco, con un rosario de cuentas de madera al pecho, una cruz en la mano izquierda y un látigo en la derecha, iba pregonando a grandes gritos sus horribles pecados mientras se propinaba sonoros latigazos en las espaldas curvadas. Excusado es decir que los avisados mozos de entonces utilizaban largas tiras de cartón para los temibles látigos, que producían un ruido seco e impresionante sin lastimar sus pecadoras espaldas.
Este “Hermano Penitente” como si fuera poco el acompañamiento lúgubre de los latigazos y los gritos, también tenía su cohorte de adeptos. Sus devotos que apoyados en la tremenda influencia del “Hermano”, hacen y deshacen a su sabor, sin miedo ni temor para los peligros terrenales.
La ceremonia durante la cual el “devoto” hace su pacto con el terrorífico “Hermano” puede ponerle los pelos de punta al más valiente. Con una gallina negra, descabezada, en la mano, el iniciado se dirige al Cementerio, dejando a su paso un sendero punteado de sangre. Allí, cuando la tempestad, que es requisito indispensable para la aparición del “Hermano” éste en su apogeo, invoca su aparición. Aparecido éste, si nuestro audaz “devoto” conserva suficientes redaños para ello, se realiza el pacto que le conferirá poderes especiales al aspirante.
El “devoto” despide a su tenebroso asociado rezándole la oración de “San Juan Retornado”, y debe retirarse después sin osar tornar los ojos ya que el espectáculo del “Hermano Penitente” envuelto en llamaradas, descabezado, con los írganos abdominales colgando y profiriendo espantosos lamentos, son para desequilibrar a cualquiera. Menos mal que como contraparte, los “devotos” del “Hermano Penitente” adquieren poderes sobrenaturales para prevenirse de peligros y para salir con bien de las más enrevesadas aventuras. Tal diríase de estos devotos del espectral hermano que solo son protagonistas de los “films” de aventuras, en los cuales siempre salen incólumes las primeras figuras cuando ya parecía que tenían listo el pasaje a otro mundo.
El culto a lo desconocido no siempre tiene esas fases terroríficas en sus invocaciones. Casi podríamos encontrarle un significado poético a la invocación al “Anima Sola”, por ejemplo. Ya no se trata del osado que desea arrostrar peligros precisamente sin peligro, sino del romántico galán un poco maltratado por la suerte y que desea reponer su prestigio amoroso con las doncellas del lugar. Entonces no tiene más que dirigirse a un bosque en horas de la noche y allí invoca a la “Solitaria Dama” que se especializa en asuntos sentimentales. Una vez conseguidos los favores del “Ánima Sola”, el “devoto” podrá emprender la conquista amorosa más difícil con la seguridad de que pronto la victoria será suya diciendo tan solo. . . “Ven. . . ven… Te llama el Anima Sola y yo también”.
El Ánima Sola no se presenta en forma desagradable sino más bien en forma de mujer cubierta con blancas y vaporosas vestiduras. Dicen otros sin embargo que en las ocasiones en que los curiosos han pretendido presenciar la ceremonia de la iniciación, la Solitaria Dama se les ha aparecido en forma de mujer que arrastra un cuerpo de yegua.
El Ánima Sola, sin embargo, como todo lo relacionado con el amor, pide fidelidad absoluta. El iniciado no puede nunca abandonar su culto so pena de terminar loco el resto de sus días ante la persecución implacable de su antigua aliada.
Caminos de tradición sembrados en el corazón del pueblo. Retorcidos caminos que nacieron en la encrucijada de una noche cualquiera al amor de un buen fuego, en los labios del viejo abuelo que recordaba las cosas que había visto, las cosas que había oído y aún, las cosas que había imaginado montado en el potro de una imaginación afiebrada acuciada por el temor a lo desconocido.
En noches tenebrosas, cuando el viento se retorcía por las callejuelas como si alguien le apretara la garganta, aparecía “La Sayona”.
Oscuras creencias mitad religiosas mitad paganas. A lo largo y ancho de Venezuela las ánimas han puesto su nota de superstición y de ambición. Tesoros enterrados, relucientes morocotas que guarda un “ánima” en espera del audaz mortal que se decida a tomarlas. El ánima Palo Negro, el ánima de La Yaguara, la del Tirano Aguirre, la de la Vuelta del Fraile, el ánima en pena que fueron tema de medrosas conversaciones en la Caracas de calles empedradas y faroles de gas. Ánimas que ahora debe ser muy difícil hallar, ahuyentadas por las luces de mercurio y por la picota incansable que derriba viejos edificios con la misma rapidez con que vuelven a levantarse convertidos en modernos rascacielos o amplias avenidas.
Hoy, bajo las luces brillantes de la ciudad que vive muy de prisa, no hay tiempo para supersticiones. El “carretón de la Trinidad” se perdería en medio de tantas canalizaciones, el “ánima sola” ha perdido su influjo amatorio y aún el “Hermano Penitente”, nos parece, a la claridad de nuestra concepción moderna, más que un espectral aparecido de tiempos idos, el remoquete de luchador de moda. Ya los grandes no creen en cuentos de brujas y los chicos, si llegaran a oír en labios del viejo abuelo las cosas que vio, que escuchó o que imaginó, solo atinarán a sonreír escépticamente, preguntándose: ¿Qué culebrón habrá estado oyendo el abuelo en la radio. . .? Ya como que le está pegando el calendario. . .”
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