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Las memorias de Antonio Paredes
Antonio Paredes recién salido de la prisión de San Carlos, en Maracaibo, después de haber escrito sus Memorias
Al triunfar la revolución de Cipriano Castro (1899), Antonio Paredes, un valenciano de apenas 30 años, se niega a someterse y se levanta en armas, pero a los pocos días es sometido, apresado y enviado al castillo San Carlos en Maracaibo. En 1902, es puesto en libertad a raíz de la amnistía decretada por Castro con motivo del bloqueo. Paredes se exilia entonces en Trinidad. En febrero de 1907, invade Venezuela por Pedernales; capturado a los pocos días, es ejecutado sumariamente por orden de Cipriano Castro. A mediados de 1908, su hermano, Manuel Paredes, entabla un juicio por homicidio; la Corte, a la caída de Castro, dicta auto de detención contra el ex presidente, pero no se logra concretar una sentencia
Por Ana Mercedes Pérez
“1899. ̶ Son tiempos inestables. Tiempos en que no se sabe con qué gobierno se va a amanecer. Los hombres quieren ir a la guerra, ser militares y para ello no se necesita sino ser guapo y cambiar de indumentaria. Se cambia la azada por el sable, el martillo por el revólver, la camisa de trabajo por el traje de campaña. De la noche a la mañana hombres humildes simples peones se levantan en armas auto llamándose Generales de una revolución.
Lo que se necesita es audacia y más audacia, como decía Danton. Audacia para no dejarse quitar la silla y audacia para recobrarla o conquistarla. Audacia para triunfar y audacia para darse a respetar.
De Los Andes van bajando sesenta hombres para tomar Caracas. ¿Qué llevan consigo para el triunfo? Audacia y más audacia. Bisoños algunos en artes militares pasan por los pueblos entre vítores solo por el hecho de intentar derribar al presidente. Es la revolución restauradora. El golpe de estado no tendrá otro carácter que el de la fuerza nueva contra la fuerza débil. Y esa fuerza será demostrada hasta el exceso por todo el que quisiera unirse a ella.
Cipriano Castro viene anunciando un gobierno donde todo ha de ser nuevo: “nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”. No se discuten planes ni se sabe en cuál terreno ha de decidirse el triunfo. Por ahora, Tocuyito será la meta. Cuatro mil seiscientos hombres apoyan al Gobierno, mientras el enemigo apenas cuenta con la mitad. Pero esa mitad lleva la fuerza de todos los deseos que arrastran los audaces.
El presidente Ignacio Andrade es débil, hasta para decir que “no tiene tropas”, cuando un militar le ofrece colaboración. Las tropas se levantan si un gobierno cuenta con simpatías. Y cuando el atrevido Don Cipriano le ofrece amistosamente hacer un convenio entre el Gobierno y los revolucionarios, Andrade se niega prohibido ante la impetuosidad del avance.
Pronto ya nadie le hará caso al Primer Magistrado, ni siquiera cuando intente libertar a los presos. Un presidente sin ejército es un hombre perdido, un hombre proclive a la derrota. Hasta que un buen día alguien se le acerque para advertirle: “Sálvese, General, que todo está perdido”.
Los padres de Antonio Paredes, el general Manuel Antonio Paredes y doña Manuela Domínguez, gente de tradición y de abolengo
Antonio Paredes
Dentro de ese ambiente de hombres que se quitaban el poder unos a otros se movilizaba un joven militar de treinta años, egresado de la Academia de Saint Cyr, dotado de personalidad brillante. además de la conferida por la tradición: todos sus antepasados habían sido militares y guerreros gloriosos. La herencia viva no había sido creada por oportunismos revolucionarios. Su abuelo General Juan José de la Cruz había recibido el grado de coronel, en Ayacucho; Juan Antonio Paredes, General de la Gran Colombia, era otro de sus gloriosos antepasados; Manuel Antonio Paredes, su padre, había servido con Páez, venciendo al terrible Rubín.
Los grados de militares habíanle sido conferidos por méritos ganados en buena lid, peleando por la patria con la espada al cinto, espadas que llevaban grabados en su empuñadura los lemas de Honor y Fidelidad.
Cuando Cipriano Castro invade Caracas, en 1899, Paredes le sirve a Andrade defendiendo la Plaza de Puerto Cabello: No es hombre de rendiciones y acusa de “traidores” a los que ayer estuvieron con el Gobierno y hoy están con la revolución. Desafía al propio Castro llamándole “cobarde” porque no viene a medir sus fuerzas con él. Muy incómodo había de parecerle al jefe de la Revolución Restauradora la impertinencia de este apuesto General, representante de la aristocracia y de la cultura, educado en Europa y que lo reta a “medir con él sus fuerzas para comprobar que sus soldados serán derrotados”.
La semilla del odio empezaría a germinar a Don Cipriano. El odio contra la superioridad y la digna altivez de Antonio Paredes. Cuando éste observa que el propio Andrade titubea, no transige con la derrota y le dice: “Apóyeme y venceremos a los traidores”.
Pero el hombre que ha creado una Táctica Militar y que pelea técnicamente, permanecerá solo. Todos se irán con la revolución. Antonio Paredes por su atrevida y digna actitud irá a purgar a Maracaibo, en el Castillo de San Carlos, el testimonio de una raza que no perdonaba.
Sus memorias
“Diario de mi prisión en San Carlos” no contiene propiamente las observaciones de un militar derrotado. Ni la trágica versión de un hombre atado con grillos, colmado de odio o sediento de venganza. Es la obra de un escritor meduloso, casi a veces de un poeta prisionero que espiritualiza el sufrimiento. El hombre que ha llevado consigo a Moliere, a Corneille, a Racine, a Musset, a Spencer, a Byron, etc., que lee literatura en tres idiomas, que traduce para sus compañeros l’Aiglon, de Rostand, nos va a decir por primera vez cómo vibran encarcelados y carceleros dentro de los oscuros muros del calabozo sin aire, sin luz y sin sol.
“Memorias” que están plenas de una suave luz interior. Es el hombre metido en la soledad de sí mismo el que escribe, confiriéndole importancia a todo mínimo acontecimiento: “mis ojos ávidos de otros espectáculos están cansados de contar las grandes vigas de mangle rojo mal unidas que a la vez que sirven de asiento a esta lúgubre cueva, forman el asiento de la azotea donde durante el día se pasea el oficial de ronda. Podría decir cuántos huecos de clavos o estacas quedaron en el muro el día de la lechada”.
Habla con los animalitos que lo visitan como solo puede hacerlo un sentimental soñador, un artista: “entre los muchos lagartijos o tuqueques que veo diariamente, conozco y aprecio de modo particular a uno que tiene la cola dividida en dos como una foca, otro con el rabo mocho que pasa el día cerca, en el túnel de la puerta cazando moscas y un tercero de colores muy vivos y esbelta figura, con la parte posterior de la cabeza de un amarillo subido, que por tantas ventajas debe ser el terror de los papás y los maridos de las lagartijas hermosas”.
Antonio Paredes fue el primero que publicó en Venezuela un libro de esta índole, el primero que recogió sus memorias en la prisión. Se ha inspirado el estudioso en las Memorias de Silvio Pellico. Hay páginas conmovedoras: “Hoy ha recibido Meaño Rojas una carta de su novia residente en Caracas, en la cual dice ella que ‘ha llorado mucho en estos días’, lo que traducido al lenguaje secreto de los presos significa que la revolución se perdió”.
Y otras veces es el rumor de la noticia lo que sacude el alma de los prisioneros o la simple y sencilla nueva de que pueden salir al patio a tomar el sol, o la resignación ejemplar del general cargado de grillos.
El teniente Antonio Paredes en la Revolución Legalista (1892)
“Nadie que no haya estado privado del aire como nosotros podrá comprender nuestra dicha. Hoy he admitido una vez más la grandeza de Dios. Yo habría deseado conservar una fotografía de aquello: el viejo con su larga barba blanca, desnudo de medio cuerpo arriba, caminando a pasos muy cortos, algo inclinado hacia adelante; por detrás Pino, de uniforme, más encorvado aún que el viejo, llevándole los grillos. . .”
El hombre democrático que es Paredes es un ejemplo sin precedente digno de situarlo ante la juventud que cada día se prepara. Porque Paredes no es solamente el héroe que dio su vida valientemente por la patria sino el ciudadano que dicta desde su prisión sus normas de ética política, con una gran generosidad. Mientras sus compañeros en el calabozo viven exasperados por el deseo de venganza contra “el Mono” (el mono es Don Cipriano), Paredes escucha entre tanto las mil formas con que condenarían a quien los tiene presos. Uno quiere colgarlo, otro quiere darle látigo, un tercero en meterlo en una pipa llena de mugre y desperdicios y ahogarlo en ésta, dándole con un sable en la cabeza cada vez que la saque.
De pronto ante el asombro de todos ha declarado: “mi mayor placer sería verlo paseando y gozando de toda clase de garantías y seguridades, no porque tenga afecto alguno por él, sino porque así es que conviene en un país bien gobernado que cuando haya un hombre que al llegar al poder haga lo que ha dicho, ése será el día en que comenzará Venezuela a prosperar, porque entonces se acabarán las revoluciones y por eso es de desearse que quien asuma el mando después del atrabiliario Castro, sea enérgico a la vez que justo e inteligente, para reprimir, si fuere necesario, los desmanes de sus mismos compañeros”.
Sus compañeros se recogen en sus celdas amoscados, no sin replicarle que “mejor es volverse santos para ir derechito al cielo”.
Se adelantó a su tiempo, no sin adelantarse también a criticar los desfalcos en la administración pública, en donde entra el tan actualizado contrabando.
“En Venezuela ningún empleado del gobierno se atiene a su sueldo. Los ministros entran en grandes especulaciones de todas clases: los militares especulan con las raciones de sus soldados, los aduaneros cierran los ojos y dejan pasar los contrabandos o pactan con los contrabandistas, el que va a hacer cualquier trabajo público se coge una gran parte de lo que se destina a la obra, solo o en sociedad con otros; todos, todos, hasta los porteros encuentran el modo de aumentar su sueldo con alguna industria o gabela prohibida”.
Y continúa señalando que el presidente (el Cabito) era un limpio cuando llegó al poder. Al cabo de unos meses ya era propietario de todas las acciones del Ferrocarril del Táchira, de todos los vapores que navegaban en el Lago de Maracaibo, del Hato de La Candelaria, de potreros, haciendas en Aragua, de casas en Caracas y Valencia y no se sabe cuántas propiedades más.
¿Qué país puede ir adelante y prosperar cuando todo el tren gubernativo, desde el presidente hasta el empleado más insignificante, no se ocupan sino de fomentar sus propios intereses con perjuicio de los de la comunidad?
El humorista
Para disfrutar del aire del patio a través de su calabozo se fabrica una nariz de tres metros de largo, que pudiera ser sacada a través de la reja como la trompa de un elefante. El modo de confeccionarla, ante la atónita mirada de los carceleros, que no sabían de qué pudiera tratarse y vigilaban hasta su mínimo paso, es digno de la trama de una pieza teatral.
Primero hace comprar el papel de estraza y el almidón ̶̶̶ pretextando que era bueno para las erupciones ̶, luego hierve el almidón, pica el papel y toma por molde un palo de escoba. Lo hace en tres secciones que une después y con una caja de fósforos suecos se fabrica entonces la parte principal del aparato, especie de embudo pequeño con la forma de una nariz. Tres días empleaba en fabricarse el aparato y en probarlo por la noche, lo que en conjunto era ̶̶̶ dice Paredes ̶̶̶ una especie de serpiente con las anfisbenas de las arenas de Libia de que nos habla el Dante, de posición recta y cabeza muy desarrollada”.
Todos estos preparativos los observa su carcelero con gran interés. El famoso prisionero parecía regocijarse con su rostro curioso “¿Quién sabe qué se habrá imaginado? ¡Cómo no vaya a creer que ha fabricado un cañón mágico para destruir la fortaleza y matarlos a todos ellos!”.
El caso de Cristico es el más divertido de todos. Cristico era el muchacho que le traía la comida y las noticias de fuera, impulsándole a que se comunicara con el mundo exterior para unirse a la revolución. Paredes, un gran psicólogo, de inmediato se da cuenta que Cristico es un espía, un agente del alcalde Bello. . . Y resuelve burlarse, antes de ser él burlado.
Decide entonces entregarle una carta, dirigida a un tal Quiñones en Maracaibo. A Cristico le brillan los ojos de contento, pues por fin ha logrado la peligrosa encomienda. Dicha misiva iba dirigida dentro del sobre al propio Bello en los siguientes términos:
“Señor General J.A. Bello
. . . desde hace algún tiempo viene el teniente Jesús María Rodríguez (alias Cristico) haciéndome insinuaciones en el sentido que yo encabece una sublevación, y me ha dado noticias de supuestos triunfos de los revolucionarios y ha hablado en mi presencia con varios centinelas elogiándome a la vez que deprimía el gobierno existente y me facilitó el lápiz con que escribo a usted, todo con visible, objeto que yo dé alguna prenda que me comprometa para que pueda hacerse todavía más dura mi prisión. . . Pero Cristico es tan lerdo que desde el principio me dejó conocer sus intenciones y para probarle que no es sino un pobre muchacho MUY INOCENTE lo he escogido a él mismo para que lleve a usted esta carta, haciéndole creer que tengo interés en que la mande a Maracaibo. . .
. . . ¡Qué decepción para usted cuando al romper la cubierta no encuentre lo que espera!”
La libertad
Pero aquel mismo ciudadano que, no obstante su cultura superior, fue siempre un compañero cordial con sus compañeros de prisión, aquel caballero que había vivido en París y comparte su alimento de rico con los más pobres, aquel fraternal amigo que en el día de su salida regala su catre y sus efectos a los más necesitados, seguirá siendo el día de su libertad un hombre altivo ante el Alcalde y sicarios que le han hostilizado su vida: “vi con sorpresa que todos los compañeros que iban saliendo adelante daban la mano a Bello que estaba parado allí y los despedía con la sonrisa amable de quien despidiera a los concurrentes a un banquete o a un baile. Yo he pasado delante de él sin mirarle. . . Luego todos dieron la mano a Pino, como habían hecho, con el otro. Cuando llegó mi turno de bajar, Pino estiró su mano, yo no moví la mía y salté en el bote sin cuidarme de él”.
Desde entonces su vida resplandecerá bajo la aureola de una leyenda. Al comprender que su libertad ha tenido el precio de salvar a Cipriano Castro de “la planta insolente del extranjero”, prefiere escoger el camino del destierro. No será sino la preparación del retorno por la senda del sacrificio. El sacrificio más heroico y lamentable en nuestra historia política del siglo que pagó con su propia vida.
Por ello Antonio Paredes pide la epopeya del mármol; fue un dios vencido en plena juventud.