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La tragedia de Santa Teresa

Portada edicion extra del diario El Nacional 10 de abril de 1952

    Casualidad o castigo divino, no lo sabemos, pero el Miércoles Santo no ha sido un día de buenos recuerdos en la historia de la Basílica de Santa Teresa, iglesia caraqueña construida en 1870, bajo el mandato del entonces presidente de la República Antonio Guzmán Blanco e inaugurada con el nombre de Santa Ana, en recuerdo de su esposa Ana Teresa, nombre que perduró hasta 1876, cuando fue cambiado por el de Santa Teresa. El templo, ubicado entre las esquinas de La Palma y Santa Teresa, fue diseñado por el arquitecto venezolano Juan Hurtado Manrique (1837-1896).

     El 26 de marzo de 1902, Miércoles Santo, ocurrió en esta iglesia una tragedia, pero de menor proporción a la que padeció 50 años más tarde.

     La mañana de ese 26 de marzo, la Basílica de Santa Teresa se encontraba plena de feligreses, quienes escuchaban con atención la Santa Misa. De repente se escuchó un grito: “¡Misericordia, temblor!”. La muchedumbre comenzó a correr de un lado para otro, presa de pánico, todos querían salir al mismo tiempo. Minutos más tarde, no quedó nadie en el templo, (…) “sólo quedó el altozano alfombrado de paraguas y sombrillas, faldas y zapatos, carrieles y andaluzas e infinidad de cosas”, tal y como lo relató José García de La Concha en su admirable libro “Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas”.

     La prensa de la época calculó en unos 30 los heridos y algunos medios hablaron de dos mujeres fallecidas. Oficialmente nunca hubo cifras de lesionados ni muertos. Lo que si resaltó en los periódicos de entonces fue el nerviosismo que aun persistía en la mayor parte de la población, luego del terremoto que azotó a la ciudad dos años antes, el 29 de octubre de 1900. El diario La Religión insinuó, en más de una ocasión, que lo ocurrido el Miércoles Santo del 26 de marzo de 1902 se debió al trauma que un padecía el caraqueño por el terrible sismo de 1900. “La población está aún muy alterada, muy nerviosa por el inolvidable movimiento telúrico que causó terror y muchas muertes”.

El grito trágico de 1952 

 

    La madrugada del 9 de abril de 1952, Miércoles Santo, una multitud estaba aglomerada en las puertas de la Iglesia Santa Teresa, en pleno centro de Caracas, esperando a que abrieran las puertas para entrar y cumplirle una promesa al Nazareno de San Pablo o rendirle espontáneo homenaje a este Cristo milagroso de túnica morada.

     También había un gentío en torno a los puestos de venta de velas, yerbas e imágenes colocados en diversas partes de la plazoleta contigua a la basílica. Sobre cajones volteados se estableció un pequeño comercio que constituye parte de la tradición.

     El fluir de fieles es constante. Figuras heladas por el frío, envueltas en abrigos negros, arrastrando un niño; ancianos de paso lento; jóvenes de ojos hinchados por el reciente esfuerzo de vencer el sueño, madres con su hijo dormido en brazos, pequeños nazarenos inocentes vestidos de morado; señores impecables acompañados de sus esposas; familias enteras en grupo estrecho para no extraviarse, todos vienen desembocando frente a Santa Teresa unidos por el mismo llamado de la fe. Unos traen su velita en la mano; otros se apresuran a comprarla en la bulliciosa plazoleta o en todos los puestos establecidos alrededor del templo, que aún sigue cerrado.

Nazareno de San Pablo

El templo abre sus puertas 

 

     El encendido de las luces del interior de la iglesia parece ejercer una atracción misteriosa. La multitud se amontona en la puerta principal, que a las 2 de la madrugada abrió sus gigantescos portones lentamente. Poco después la plazoleta quedó vacía, con papeles regados como restos de una merienda en el campo, y esparcidos, los cajones de mercancía escoltados por sus dueños.

Los feligreses en la misa del tragico Miercoles Santo

     Continúan llegando los fieles ordenadamente, compran su velita en el puesto elegido, y la iglesia de Santa Teresa se va llenando poco a poco hasta los topes, hasta que no haya lugar para uno más; pero seguirá entrando más gente.

     El templo estaba completamente lleno. Lleno de fieles y velitas encendidas.

     Todo se desarrollaba normalmente. A las 4:30 de la mañana, el padre Hortensio Carrillo inició la misa desde lo más alto del púlpito, al tiempo que algunos regresaban ya a sus hogares después de la ofrenda de su devoción; otros llegaban para rendir su homenaje al Nazareno. Como todos los años, el flujo y reflujo silencioso de fieles era constante. Moverse de un lugar a otro dentro para encender una vela prometida se hace muy difícil. La capacidad del templo ha quedado reducida este año. La nave lateral derecha fue clausurada por normas de seguridad. La puerta que da acceso a esa nave fue cerrada. El movimiento de entrada y salida se realizaba con mucha dificultad.

     La apacible muchedumbre se encontraba apretujaba. Había mucho humo producto de las velas encendidas. El rumor de plegarias y conversaciones en voz baja, movimientos de bancos, toses y lloriqueos de niños se confundían por momentos con las palabras del padre Carrillo.

     De pronto, una voz agria y masculina grito FUEGO. Al principio hubo un instante de incertidumbre y confusión, pero de inmediato se precipitó el pánico.

     El padre Carrillo reclamaba serenidad, pero no lo escuchaban. En incontrolable estampida, provocada por un terror irracional, la multitud se atropellaba en búsqueda de alguna salida o vía de escape. Oponiéndose a ese terrible oleaje humano que no tenía otro objetivo que huir de ese recinto, otra ola pugnaba por entrar en el templo, queriendo averiguar la razón de aquel espantoso tumulto. Al pie de ese choque brutal fueron quedando los más débiles: niños, mujeres, ancianos, enfermos y discapacitados, muchos asfixiados, con los cráneos rotos, los pechos hundidos, rostros ensangrentados, inmóviles, sin vida.

     La policía rompió los paneles de la puerta lateral derecha, y grupos de personas alocadas salieron disparadas del templo, llenando de sollozos, gritos y heridos la plazoleta. El precio de este pánico colectivo fue horrible. La Iglesia Santa Teresa y sus alrededores quedaron sembrados de cuerpos sin vida envueltos en sus túnicas moradas.

     Los medios de socorro se movilizaron de inmediato. Los heridos recibieron atención inmediata. Los muertos fueron trasladados al Hospital Vargas y al Puesto de Socorro, en la esquina de Salas, justo donde hoy se encuentra el edificio sede principal del Ministerio de Educación. 

     Muchos niños perdieron a sus padres y lloraban desconsoladamente en algún rincón del templo o de una de las oficinas de la comandancia de policía, cercana al lugar de la tragedia.

     Dentro del templo y fuera de él se recogieron un montón de piezas de calzado, peinetas, dentaduras postizas, carteras, lentes y pañoletas, entre otras muchas cosas.

     El tétrico balance arrojó 49 muertos, entre ellos 24 menores, y más de un centenar de heridos. La Junta de Gobierno, presidida entonces por el doctor German Suárez Flamerich, decretó tres días de duelo nacional.

Heridos siendo trasladados al Hospital Vargas

Las causas de la tragedia

 

     Todo el mundo hizo conjeturas en torno al origen de la tragedia. El padre Carrillo atribuyó al hecho un propósito criminal: “Se oyó un grito, un grito lanzado con propósitos criminales: ¡Incendio!”. A su juicio, el grito salió de un lugar de la nave izquierda. No hubo, sin embargo, ningún incendio.

     La policía interrogó a más de 100 feligreses, a sacerdotes y monaguillos. También indagaron entre los vendedores ambulantes que estaban en la plazoleta.

     Nunca se pudo averiguar con plena certeza que fue lo que motivo la estampida de los feligreses, o en todo caso, jamás se supo de quien fue la voz que grito fuego o incendio.

El padre Hortensio Carrillo

     No obstante, la dictadura culpó a la oposición de haber organizado un ataque terrorista. Y el entonces recién nombrado director de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, comenzó una cacería de brujas. Acusó a los dirigentes de Acción Democrática Alberto Carnevalli y Leonardo Ruiz Pineda de haber diseñado un plan terrorista que incluía el asesinato del ministro de la Defensa, coronel Marcos Pérez Jiménez.

     Designó a Aníbal Rojas, jefe de la Brigada de Homicidios de la Seguridad Nacional, para que, al frente de un centenar de hombres, esclareciera los hechos. El presidente Suárez Flamerich, por su parte, se dedicó a visitar a los heridos en los puestos asistenciales y ordenó el pago de una indemnización vía beneficencia pública a aquellas sobrevivientes que hubiesen perdido a sus esposos en la tragedia.

     Semanas más tarde, Rojas reveló que la tragedia de la Iglesia Santa Teresa se produjo cuando una devota, de avanzada edad, rozó con el velo que llevaba en la cabeza una de las velas, incendiándose este, provocando una fugaz llamarada que indujo a que alguien creyera que se propagaba un incendio y diera la voz de alarma, generando toda la lamentable confusión y el pánico colectivo. Con esta versión de los hechos, se cerró el expediente de uno de los sucesos más lamentables en la historia de la Venezuela del siglo XX.

Fuentes consultadas

 

Elite. Caracas, N.º 1384, sábado 19 de abril de 1952
La Esfera. Caracas, sábado 12 de abril de 1952

García de La Concha, José. Reminiscencias: Vida y costumbres de la vieja Caracas. Caracas: Grafos, 1962

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